La esposa de un político norteamericano, Josephine Cochrane, cansada de que el servicio rompiera copas, vasos y platos de su rico aparador de porcelana, fue quien, al grito de… «¡Si nadie inventa una máquina lavaplatos, tendré que inventarla yo!», manifestó por primera vez, en 1886, la necesidad de semejante electrodoméstico.
En un cobertizo cercano a su casa, la dispuesta señora Cochrane mandó construir unos compartimentos estancos, individuales, de tela metálica, para platos de distintos tamaños, y para sus piezas de cristal. Estos compartimentos se ajustaban en torno a una circunferencia, especie de rueda montada sobre una gran caldera de cobre. Al accionar un motor, la rueda, con su carga de platos y copas enjaulada, daba vueltas, a la par que de la caldera salía agua caliente jabonosa que llovía sobre la vajilla. A pesar de lo tosco del diseño, el lavavajillas funcionaba. Y no sólo eso, sino que lo hacía aceptablemente bien, tanto que dejó asombradas a las adineradas amigas, quienes comenzaron a hablar del lavaplatos de la señora Cochrane, y empezaron a pedirle que les fabricara uno. Era, decían, la única solución contra la irresponsabilidad y mala fe de la servidumbre, cuyos descuidos terminaban con valiosas piezas de porcelana y cristal.
Corrió la voz. Hoteles y restaurantes se sintieron atraídos por tan estupenda noticia, y se ponían en contacto con la señora Cochrane en busca de ayuda. Todo ello la llevó a patentar su invento en 1886, presentándolo a la Exposición Mundial de Chicago, donde en 1893 obtuvo el primer premio.
Aunque sus clientes más numerosos fueron las cadenas de hoteles y restaurantes, la señora Cochrane trabajó en el diseño de modelos más pequeños para el uso doméstico de particulares, cosa que consiguió en 1914. Sorprendentemente, esta versión del lavaplatos no consiguió el apoyo del público. Ello era debido a que en muchos hogares se carecía de agua caliente, necesaria para aquel lavaplatos, y en otras muchas ciudades del país el agua era excesivamente dura. A todo ello se unía el problema de que la señora Cochrane jamás había lavado un plato personalmente, y desconocía cuáles eran los problemas reales del ama de casa, para quienes la colada era una tarea mucho más odiosa que el de la fregaza. La directiva de la empresa hizo unas encuestas, mostrándose en ellas que las amas de casa, entre los años 19151920, se relajaban tras la cena precisamente lavando los platos en el fregadero, mientras sus hijos iban a la cama. La mayoría de ellas manifestaron: «Fregar platos y cacerolas al final del día nos sirve para pensar acerca de lo que ha dado de sí…»
En vista de las encuestas, la compañía adoptó otra táctica publicitaria: el lavaplatos puede usar el agua a una temperatura tan alta que la mano humana no podría soportarla. Las altas temperaturas eran una buena baza, porque purificaba los cacharros que limpiaba matando los gérmenes, a la par que dejaba los platos verdaderamente limpios. Pero las ventas no mejoraron. El mercado del lavaplatos no empezó a tener beneficios hasta la década de los 1950, en Norteamérica, cuando la prosperidad de la postguerra mundial elevó el nivel de vida, y surgió un nuevo punto de vista: no perder el tiempo lavando los platos, pues hay que utilizarlo para cosas más importantes, como el ocio. Era importante, con los incipientes movimientos de liberación de la mujer, que ésta se empezara a ver liberada donde más esclavizada había estado: la cocina. Además, su marido y sus hijos también podían… apretar el botón. Así, apelando al orgullo femenino, triunfó el lavavajillas. Claro que a ello contribuyó poderosamente la introducción de novedades, como el lavavajillas automático, aparecido en 1940, y el descubrimiento, en 1932, de un detergente especial para semejante máquina, el llamado «calgón». Y un cúmulo de circunstancias sociológicas, como los movimientos de emancipación de la mujer, y el ingreso de ésta en el mercado laboral.