Entre las primeras cosas inventadas por el hombre, se encuentra el peso. En el año 3500 antes de Cristo los egipcios ya se servían de una balanza de dos platillos suspendidos en un astil, para pesar dos cosas de gran valor a lo largo de toda la Historia: el oro y el trigo.
Pero el peso no se utilizaba para vigilar el ritmo de engorde o de adelgazamiento de las personas, aunque los griegos tenían un canon ideal a este respecto hacía dos mil quinientos años. Fue por aquel tiempo cuando el hombre empezó a valorar el aspecto externo, cosa que las mujeres ya habían hecho hacía bastantes siglos, aunque como es sabido, esta valoración de la figura no estuvo relacionada con el peso. El ideal de belleza del Neolítico, según reflejan las estatuillas femeninas que de aquella edad nos han llegado, era el de la mujer muy metida en carnes, con sus michelines incluidos, en un momento de la Historia del Hombre en el que se glorificó la celulitis.
Los habitantes del Lacio utilizaban la báscula, que aún conocemos bajo el nombre de romana, aunque en realidad fue invento de los chinos, traído a Occidente por las migraciones nómadas de finales de la Edad Antigua. Invento verdaderamente resistente a los cambios, toda vez que se ha utilizado hasta prácticamente nuestro tiempo, pasándose de la balanza china a la balanza electrónica de nuestros supermercados en cuestión de un cuarto de siglo.
En Occidente, hasta el advenimiento reciente de la citada balanza electrónica, estuvo vigente, junto a la balanza china y romana, un sistema de peso basado en el invento del francés G.P. de Roberval, del siglo XVII, que en el fondo no era sino la recreación de sistemas antiguos: los dos platillos sostenidos por un astil y unidos mediante varillas rígidas con un contra-astil que guiaba sus movimientos. Fue durante muchos años la más frecuente en los comercios.
Un siglo antes que Roberval publicara sus logros, Leonardo da Vinci había diseñado una báscula de baño, fundamentada en una pieza semicircular que al ser presionada indicaba automáticamente el peso. Incomprensiblemente, el genial invento de Leonardo no tuvo repercusiones, a pesar de que pudo haber servido para el peso de las personas, asunto que en el Renacimiento empezaba a interesar. De aquel tiempo es la famosa anécdota del Gran Capitán y un soldado suyo, quien dijo a cierto caballero importante, muy grueso, que se estaba pesando: «Poco pesa su señoría, para lo que vale…». A lo que replicó el Gran Capitán: «Señor soldado, atended a una cosa: la balanza dice lo que pesa un hombre, mas no lo que vale, pues vemos que un quintal de paja no cuesta lo que un celemín de trigo».
Como decíamos, el peso sufrió pocas alteraciones. Una de ellas tuvo lugar en 1910, con el famoso invento del peso de baño, por la sociedad alemana Jas Raveno, que lo comercializó con el nombre de Jaraso. Y seis años más tarde, J. M. Weber patentó la primera báscula americana de este tipo. También en los Estados Unidos, un inventor de origen chino, H.S. Ong, inventó el peso que habla.
Sorprende comprobar que la balanza, como artilugio más antiguo destinado a pesar, apenas ha variado tanto en la forma como en su mecanismo, a lo largo de sus más de cuatro mil años de existencia. Los monumentos de todas las edades nos la representan en su más pura y elemental sencillez. Es uno de los pocos artefactos que a lo largo de la Historia se ha resistido a los cambios.