LA MACETA

El interés del hombre por reproducir junto a su hábitat la belleza del campo, el recuerdo de la naturaleza, fue grande a lo largo de la Historia. No hay civilización antigua que no posea un determinado tipo de jardín. Homero, en su Odisea, describe los jardines de Alcinoo y de Laertes, con sus setos de flores, hace cerca de tres mil años. Y la Biblia habla del rey Salomón, que cultivaba un jardín particular, con sus parterres y macetas.

Pero donde más lejos se llegó nunca, en lo que atañe a la jardinería, y al uso de macetas, fue en la antigua Babilonia, donde la reina Semíramis mandó levantar sus famosos jardines colgantes. Sus maceteros eran verdaderamente superlativos; dispuestos en terrazas escalonadas sobre bóvedas de ladrillo sostenidas por pilares, la vegetación era elevada a más de treinta metros de altura.

Los persas llamaban a las macetas «retales del Paraíso» y «recuerdos de toda belleza».

En Occidente, la jardinería fue menos esplendorosa. El filósofo inglés Francis Bacon escribió un manual de cómo cuidar las plantas, en 1597. En el prefacio, decía: «Dios Todopoderoso plantó el primer jardín. Y en verdad que es el más puro de los deleites, y el más grande recreo que imaginarse pueda el espíritu del hombre cansado. Sin un jardín, el más suntuoso palacio se convierte en mero montón de piedras».

Por aquel tiempo empezó a emplearse en castellano la palabra «maceta». Parece que fue Miguel de Cervantes el primero en hacerlo, al menos su novela Rinconete y Cortadillo recoge el término, empleado literariamente por vez primera según J. Corominas en su conocido Diccionario Crítico Etimológico. La palabra española castiza, para nombrar lo mismo, era «tiesto», ya que el término «maceta» procedía de Italia, en cuya lengua significaba «mazo o ramo de flores».

La jardinería, tan utilizada en la España musulmana, tenía una enorme tradición en el Sur de la Península. Pero no sólo desde los tiempos de la ocupación árabe, sino ya en época romana, en que eran famosos los patios cordobeses. No debe olvidarse que en aquella ciudad había nacido Séneca. En su tiempo, Nerón importaba flores de la Bética, de Andalucía, que se llevaban a Roma en macetas largas y jardineras de barro, estrechas, para su mejor carga en las naos latinas. Con flores andaluzas se adornaron los salones de los palacios de las familias patricias, quienes no sólo las utilizaban como elemento de decoración y ornamentación, sino también como alimento: se las comían. Los pétalos frescos de una gran variedad de flores eran un bocado carísimo y sofisticado.

Las macetas de barro o de madera fueron muy populares en Europa durante los siglos XVI y XVIII. En países como Holanda y Bélgica no había familia que no cultivase en sus jardines algún tipo de tulipán turco, cuyo precio en el mercado llegó a ser, en 1634, verdaderamente prohibitivo.

A finales del siglo XIX, jardineras y macetas, que hasta entonces habían desempeñado un papel auxiliar, el de contener los lados de setos y macizos, pasaron a ser pieza principal. Ello fue así debido a que la reducción de los espacios ajardinados ya no dejaban sitio para grandes zonas verdes. Sólo cabían macetas y jardineras, formando, según el poeta, «pequeños jardines cautivos». Pero la maceta apenas experimentó cambio en sus miles de años de historia. Fue recientemente, en la década de los 1950, cuando un dentista de la ciudad francesa de Tolón, el doctor Ferrand, que sufría de ciática y no podía agacharse para regar sus tiestos, pensó en macetas que se autorregaran, naciendo así la maceta «Riviera».

Hoy, la maceta, que fue en su época dorada obra de arte salida de los alfares, que bajo la mano del artista alfarero era capaz de adquirir formas y diseños bellísimos, siempre acomodados al gusto de la época, son meros receptores de mantillo, hechos de plástico o de cualquier otro material innoble, alejado del espíritu de la Naturaleza que es el que ha alentado siempre en estos hermosos jardines cautivos.