Los orígenes de la plancha son remotos. Se sabe que la utilizaron los chinos en el siglo IV para alisar la seda. Se trataba de unos recipientes de latón con mango, en el interior de los cuales se colocaba una cantidad de brasas con cuyo calor se quitaban las arrugas del tejido.
En Europa, las primeras planchas fueron alisadores de madera, vidrio o mármol que hasta el siglo XV se utilizaron en frío ya que el empleo de goma para almidonar no permitía el uso del calor.
La palabra misma, «plancha», no apareció en castellano, con el significado que hoy le damos, hasta el siglo XVII. Fue en esa época cuando empezó a utilizarse de forma generalizada. Eran unas planchas calentadas al fuego, artilugios huecos que se llenaban de maderas ardiendo, o de brasas. Las había también macizas, que se calentaban directamente en el fogón, las llamadas planchas de lavandera, que aparecieron más tardíamente.
A aquella generación de planchas sucedieron otros sistemas de calentamiento por medio de agua hirviendo, gas e incluso alcohol. Con todos aquellos viejos y venerables cacharros acabó la plancha eléctrica.
La idea de la aplicación de la electricidad al calentamiento de la plancha se le ocurrió al norteamericano Henry Seely en el verano de 1882; sin embargo, no pudo ser enseguida utilizada por las amas de casa ya que en los domicilios todavía no existía la conexión a la red eléctrica, y no se había inventado aún el termostato. Jugando con el apellido del inventor, Seely, palabra que en inglés significa «tonto», se llamó al invento de Henry «el invento de los tontos», ya que aunque la idea era excelente, su aplicación no parecía posible por las razones antes explicadas. Sin embargo, no tardaría en abrirse camino al inventarse, en 1924, el termostato regulable que evitaba que los tejidos se quemaran. En 1926 se crearon las primeras planchas de vapor para uso doméstico, con lo que quedaba resuelto el problema del planchado.
Junto con la plancha, apareció en el siglo XIX la tabla de planchar. Su uso, sin embargo, era anterior. En las sacristías de las grandes catedrales y en los monasterios importantes, como el de El Escorial, los elaborados roquetes y sobrepellices, así como el resto del vestuario litúrgico, se planchaban cuidadosamente. A aquel fin existieron hierros para rizar volantes, tablas para mangas, e incluso un curioso artilugio que servía para dar forma y rizar «lechuguillas, cabezones y puñetas».
A la plancha se debe, entre otras cosas, el invento de la limpieza en seco. La primera lavandería con servicio de planchado, establecida en París en 1855, descubrió que tras haber sido vertida sobre una prenda, sobre la que se había pasado la plancha, cierta cantidad de esencia de trementina, la mancha desaparecía de manera instantánea. El observador del curioso y rentable fenómeno fue un Monsieur Jolly, quien exclamó: «De todos los pequeños prodigios, ninguno tan lucrativo», y besó la plancha, a la que atribuía el milagro, quemándose los labios en su excitación. La plancha había contribuido de aquella manera a descubrir una de las industrias más importantes de nuestro tiempo: la limpieza en seco. Pero eso quedará para otra historia.