EL SOSTÉN

A poco de introducirse el sostén en la sociedad neoyorquina de principios de siglo, su inventora, la señorita Mary Phelps Jacob, hacía estas declaraciones:

«Tenga Vd. en cuenta que el cuerpo es nuestro único
anuncio, y que nosotras las mujeres todavía no podemos
imponernos a los hombres mediante otro argumento.
Todo lo que hagamos por embellecernos es, sencillamente,
invertir en nosotras mismas».

El periodista, un tanto alarmado, replicó: «Vayan Vds, desnudas, y obtendrán así la máxima rentabilidad…»; a lo que replicó la sagaz apóstol del sujetador: «La desnudez es monótona, por lo que a veces hay que ayudar a la Naturaleza, que en nosotras acostumbra a cometer imperdonables errores…»

Tenía razón Mary Phelps. Desde la Antigüedad, la mujer se había sometido a verdaderas torturas para paliar los estragos que en su propio físico podía hacer el tiempo. La mujer cretense, hace casi cuatro mil años, había inventado el corsé, y una especie de sujetador. Pero se trataba de remedios ocasionales con los que no se podía mantener engañado a un hombre durante mucho tiempo. En aquellas civilizaciones del mundo mediterráneo antiguo, en las procesiones de vírgenes y doncellas aparecían unas con sostén y otras con los pechos al descubierto. Un humorista ironizaba, ya en aquellos tiempos: «No haría falta preguntarles a las que se lo cubren, por qué lo hacen…».

En la Roma clásica se conoció el strophium, cinta o banda enrollada alrededor del pecho. Existen representaciones gráficas de atletas femeninas cuyo atuendo se limitaba a esa prenda más un reducido taparrabos. Así pues, el conjunto formaba un bikini. Así vestidas, saltaban, subían muros, trepaban porlas cuerdas y hacían piruetas, e incluso luchaban.

Pero la Edad Media olvidó aquellas prendas íntimas: el brial y la camisola aprisionaban el pecho, no permitiendo señalar el busto. Sólo a las doncellas, como signo de virginidad, se les dejaba apuntar el contorno de los senos, lo que no resultaba fácil conseguir.

Hasta mediados del siglo XVIII, una cinta de tela daba sostén al pecho, cruzándose por delante, sujetándose por detrás, atándose luego en el cuello. Era un andamiaje lo que se requería preparar bajo las faldas de muselina de talle alto, que exigía gran sacrificio ya que constreñía y limitaba mucho el movimiento; unido al corsé, hacían de la mujer una verdadera mártir de la estética. Todo se sufría con agrado.

Se cuenta que lo primero que hicieron las negras brasileñas cuando accedieron a la libertad fue comprarse corsés, lo que en pocos días colapsó el mercado de prendas íntimas en aquel país. Sólo la región de Río de Janeiro vendió más de un millón de piezas, hace cerca de un siglo.

En 1902, la prensa inglesa amaneció con un anuncio sorprendente: «Mejoradores del busto color carne, muy cómodos, a siete chelines. No sufra más». La prenda en cuestión era ya el sostén moderno, heredero de un artilugio parecido ideado en 1889 por Herminia Cadolle, que no logró penetrar en el mercado. Así y todo, el verdadero apóstol y paladín del sostén fue la ingeniosa neoyorquina Mary Phelps Jacob, que logró una patente en 1914, donde se le proclama como inventora del feliz invento. Como coincidió con el inicio de la Primera Guerra Mundial, alguien se aventuró a vaticinar que lo que Mary Phelps acababa de patentar traería mayores consecuencias que aquella Gran Guerra. Y no se equivocó.

Mary Phelps descendía del inventor del barco de vapor, Robert Fulton. En su libro Años apasionados, lo cuenta orgullosa, y asegura que su invento no era menos importante, ya que si el vapor evolucionaría…, el pecho de las mujeres… también. La idea del sostén se le había ocurrido al observar el entramado de ballenas, cordones y cintas rosa que a modo de armadura soportaban las mujeres. Se rebeló contra aquel estado de cosas al grito de: «Nunca me someteré a esa humillación; que sufran ellos. Fuera el corsé».

Con la ayuda de su criada diseñó su primer dispositivo valiéndose de dos pañuelos de bolsillo, una cinta y un poco de hilo. Cuando el primer prototipo estuvo terminado, su criada, francesa, exclamó alborozada: Voilà l’avenir…, he aquí el futuro. No se equivocó. Amigas y conocidas enloquecían con la idea, a la par que le encargaban un sostén. La intrépida señorita Mary Phelps estaba lanzada. No tardó en recibir pedidos por correo, incluyendo sus remitentes un dolar para que les fuera enviada la revolucionaria prenda. Mary Phelps requirió los servicios de un dibujante para que le preparara unos diseños. Fabricó cientos de unidades que sorprendentemente dejaron de venderse. Convencida por su marido, un empleado de la conocida corsetería Warner, vendió a su dueño la patente por quince mil dólares. No se daba cuenta de que acababa de vender por aquella ridícula suma un invento que valía quince millones. Pero nunca se quejó. En su edad madura decía sin amargura: «No importa, pues yo fui quien rindió el mayor servicio a las de mi sexo; tampoco creo que les importe a las mujeres».

Resulta paradójico que lo exiguo de sus propios pechos no le permitiera a ella misma aprovecharse de su invento.