El cuidado del cabello ha supuesto, a lo largo de la Historia, un problema estético. Ello era así debido a la dificultad que su limpieza entrañó siempre. Mientras que la piel era fácilmente controlable y lavable, el cabello no resultaba gobernable ni accesible. Pero los antiguos sabían que el cabello debe ser lavado, tonificado, masajeado y tratado con ciertas substancias que resaltaban su colorido, textura y belleza natural. Para ello se requería el uso de aceites, ungüentos, jabones especiales que no acabaran con la grasa del cuero cabelludo, ni destiñeran; y aunque las damas egipcias rapaban su cabeza, como requería la moda, sí cuidaban sus pelucas, que al fin y al cabo eran de pelo natural, lavándolas, tiñéndolas y perfumándolas como si de pelo vivo se tratara.
Los nobles y generales asirios lucían tras sus espaldas elaboradas y relucientes pelucas en ensortijadas cascadas; y las mujeres de aquella misma civilización antigua sujetaban sus abundantes cabelleras naturales con bandas de tejido de colores. También la mujer israelita recogía su cabello en redecillas adornadas con prendedores de metal en forma de media luna, y perfumaban el pelo antes de entrar en el lecho matrimonial. El cuidado del pelo era importante también en Grecia, cuyas mujeres lo teñían hace ya dos mil quinientos años, y lo adornaban con flores y hojas de laurel. Pero el cuidado más importante era el lavado; para ello se utilizaban sustancias exóticas como la yoyoba, hierbas aromáticas, agua de flores. Era una de las ocupaciones más importantes de los peluqueros romanos antes de proceder a la elaboración de sus complicados peinados. El poeta Marcial escribe de su amiga Gala: «Mientras tú estás en casa, tu cabello está en la peluquería para ser peinado y lavado…»
La Edad Media no tuvo problemas con el cabello, que yacía secuestrado bajo las tocas. No sería hasta entrado el siglo XIV cuando empezara a lucirse, a asomar de forma lujuriosa por debajo de ellas, hasta terminar imponiéndose como elemento decorativo y fuente de belleza. Pero no obstante esto, las damas aclaraban su cabello con un jabón especial traído de Francia, que además de limpiarlo ayudaba a eliminar las grasas que lo apelmazaban, y contribuía a darle cierto tono entre rubio y blanco: ya existían las mechas.
Este gusto por blanquear el pelo experimentó un gran auge a finales del siglo XVII, en Francia, donde se comenzó a empolvar el cabello. Para ello se recurrió a un sistema eficaz de lavado previo. Se utilizó el limón, el vinagre, y otras substancias que a menudo lo único que conseguían era quemarlo.
Fue en 1877 cuando se inventó el champú tal como lo conocemos hoy. Su inventor fue un inglés, pero fue en París donde se puso primeramente de moda en 1880.
Aquel primer champú estaba hecho a base de jabón negro hervido en agua a la que se había añadido cristales de sosa.
¿Por qué se le llamó así…, a este invento? La palabra procede de la voz hindi shampo, lengua en la que significa «apretar y restregar», y empezó a emplearse en el castellano escrito hacia el año 1900. En aquel tiempo, el champú utilizado en España y en el mundo hispano americano procedía en su mayoría de Chile, por estar elaborado con la corteza de un árbol de aquel país. Su triunfo se debió a la buena acogida que le dispensaron los grandes peluqueros del momento, que intuyeron en aquel producto novedoso uno de los instrumentos más eficaces para luchar contra la naturaleza indómita del cabello humano.