Fue el general mexicano Antonio López de Santa Ana quien en 1860 diera pie a la comercialización del chicle. El general Santa Ana había jugado un papel de gran importancia en las guerras que sostuvo México contra los Estados Unidos, cuyo lamentable resultado fue la pérdida de los territorios que forman los actuales estados norteamericanos de Texas, Nuevo México, Arizona, y otros. Santa Ana, por esas piruetas que a menudo tiene la Historia, terminó viviendo en Nueva York, instalándose en Staten Island. A su exilio dorado se había llevado uno de sus vicios favoritos: la goma de mascar, o chicle. No era sino la savia lechosa, seca, de la sapodilla, árbol conocido por los aztecas como chitcli, de donde proviene el nombre.
El chicle era una resina insípida que atrajo la curiosidad de Thomas Adams, fotógrafo neoyorquino, amigo del general Santa Ana. Adams importó grandes cantidades de aquella materia resinosa con la idea de convertirla en caucho sintético de bajo precio. Como no lo consiguió, y no sabía qué hacer con aquella gran cantidad de chitcli que había importado de México, recordando el uso que Santa Ana le había dado se decidió a hacer lo mismo: mascarlo, tanto él como su hijo Horacio. Les llegó a gustar tanto que se decidieron a lanzarlo al mercado como substituto de las pastillas de parafina masticables que a la sazón se vendían con el mismo fin: calmar la ansiedad, aplacar los nervios, ocupar a los hiperactivos en algo.
Así, las primeras bolitas de chicle sin sabor se vendieron en un drugstore de Nueva Jersey en febrero de 1871 al precio de un penique la unidad. Se vendían en cajitas que decían: Adams New York Gum. Su propio hijo se encargó de promocionar las ventas a lo largo de la costa atlántica de los Estados Unidos. Y no tardó, el chicle, en desbancar a las pastillas de parafina. Ofrecía a la inquieta gente americana un remedio contra el nerviosismo. Se vendía en bolitas, pero pronto empezó a comercializarse también en tiras largas y delgadas que el propio tendero cortaba a gusto del cliente. Aquel chicle era bastante duro, y obligaba a las mandíbulas a trabajar, con lo que se ejercitaban los músculos a la par que permitían un relajamiento general.
El chicle fue un producto insípido durante bastantes años. Hasta que al farmacéutico John Colgan se le ocurrió en 1875 aromatizarlo. Para ello utilizó bálsamo medicinal de tolú, resina aromática usada en la confección de jarabes contra la tos. Colgan dio a su producto el nombre de Taffytolú. Ante aquella innovación, el señor Adams, impulsor del uso masivo del chicle, lanzó al mercado su propia versión del chicle con aroma. Para ello utilizó la goma de sasafrás, y luego otra con esencia de regalíz. Poco después aparecería el rey de los sabores aplicado al chicle: la menta, que lanzó al mercado un fabricante del estado de Ohio. La creciente aceptación del nuevo producto hizo pensar a Thomas Adams en una nueva aventura, e inventó la máquina expendedora de chicle. Instaló estos aparatos en todas partes, con lo que distribuyó de forma masiva sus chicles de bola de tutti frutti en los andenes del metro neoyorquino.
El triunfo definitivo del chicle vino con un ingenioso fabricante: William Wrigley y su Spearmint. En 1915 este personaje tuvo una idea genial: al grito publicitario de «A todo el mundo le encanta recibir algo por nada» envió a todos los americanos con teléfono cuatro pastillas de su chicle predilecto, en total seis millones de pastillas. Con ello, el triunfo del chicle estaba asegurado.