LA ASPIRINA

En la Antigüedad griega, los médicos recomendaban a sus pacientes, para mitigar el dolor de cabeza, un preparado de corteza de sauce. Para su obtención, se molía la corteza de la que se desprendía el salicilato, polvo en cristales de sal formados por el ácido. Sin embargo, aquel remedio tenía dos inconvenientes: irritaba el estómago, y causaba a la larga una enfermedad muy extendida en el mundo antiguo: las hemorroides.

Heredera de aquella receta es la Aspirina. Como es sabido, se encuentra de forma natural en el árbol citado, el sauce, y también en otras plantas, como la hierba ulmaria, o reina de los prados. El farmacéutico francés Henri Leroux lo sabía cuando en 1829 extrajo de esa planta la «salicilina». Y en 1854, el químico alsaciano Karl Frederich von Gerhardt, descubrió el ácido acetilsalicílico: la Aspirina, invento trascendental que sólo fue valorado durante un corto periodo de tiempo, como veremos. El poder analgésico, y la capacidad como antiinflamatorio de este remedio natural, lo convirtieron en uno de los medicamentos más prestigiosos y solicitados de la Historia.

Pero esto no fue siempre así. A mediados del siglo pasado la Aspirina cayó en el olvido, y fue un hecho casual el que la sacó del ostracismo en el que se encontraba: en 1893 el químico alemán de la Casa Bayer, Felix Hoffman, buscaba un remedio efectivo contra la severa artritis que sufría su padre. Los fuertes dolores del viejo señor Hoffman no encontraban calmante efectivo, por lo que su hijo recurrió a los antiguos medios ya casi olvidados a base de salicilina, y aplicó a su padre una fuerte dosis. Hizo efecto. A partir de aquella experiencia, los químicos de la Bayer, en Düsseldorf, comprendieron enseguida la gran utilidad del medicamento, y se decidieron a producirlo utilizando la planta original que usó su empleado Hoffman: la ulmaria, cuyo nombre científico es el de Spiraea ulmaria, de donde derivó luego el término «aspirina».

El popular analgésico fue lanzado al mercado en 1899 en forma de polvos.

Todo el mundo hablaba de los «polvos milagrosos», de «los polvos mágicos», y de una frase que, aunque nos parezca mal sonante, nada tiene que ver con asuntos groseros: «echar polvos para olvidar el dolor». Estas frases, que encontraron en seguida cauces de expresión distintos a los médicos, se popularizaron. La Aspirina se había convertido ya en el remedio por antonomasia, en la medicina más popular de todos los tiempos.

Pero la Aspirina en polvo era de preparación molesta. Así, en plena Primera Guerra Mundial, en 1915, la Casa Bayer lanzó la Aspirina en tabletas.

La marca era de propiedad alemana, y al final de la gran guerra, pactado en Versalles en 1919, los aliados se quedaron con la patente de la Aspirina como botín. Dos años después la Aspirina sería proclamada «propiedad de toda la Humanidad», por lo que cualquiera podía proceder a su fabricación sin necesidad de pagar derechos.