A pesar de la profusión de literatura amarillista que continuamente pretende presentar disparatadas versiones de la vida y de la enseñanza de Jesús, lo cierto es que su perfil histórico puede ser reconstruido con relativa facilidad a partir de los datos contenidos en múltiples fuentes históricas. Quizá resulte una desilusión para algunos, pero Jesús nada tuvo que ver con los documentos del mar Muerto, ni con las guerrillas de los denominados movimientos de liberación, ni con el ocultismo y todavía menos si cabe con los extraterrestres o con las filosofías orientales. Nunca defendió la violencia armada, nunca estuvo en el Tíbet o en Cachemira, y nunca fue iniciado en doctrinas esotéricas. Los datos que aparecen en fuentes clásicas como Tácito, Suetonio, Flavio Josefo y Plinio el joven; en docenas de referencias —generalmente no citadas por desconocidas— de la literatura rabínica y, por supuesto, en los escritos del cristianismo primitivo nos permiten trazar su perfil con tanta o más seguridad de la que disfrutaríamos para hacer lo mismo con Sócrates, Platón, Aristóteles y otros personajes célebres de la Antigüedad. En esta novela, de hecho, sólo Vitalis y su amigo Roscio son personajes imaginarios, mientras que el resto tuvo una indudable existencia histórica. Tanto Nerón como Petrós y Paulo —a los que nosotros conocemos como Pedro y Pablo— o Marcos, Alejandro y Rufo contaron con una existencia corroborada por distintos, y en ocasiones numerosos, documentos.
También son históricos los datos referidos al incendio de Roma; la ciudadanía romana de Pablo y su proceso; el parentesco de Alejandro y Rufo con Simón de Cirene, el hombre que ayudó a llevar la cruz a Jesús; el incendio de Roma; las características de la persecución neroniana; la vida de Pedro; el papel de Marcos como intérprete suyo; las referencias al proceso de Jesús y las apariciones que siguieron a su crucifixión, incluida la contemplada por varios centenares de personas de las que la mayoría estaba viva todavía en la década de los años cincuenta del siglo primero. Por lo que se refiere a las menciones sobre la consideración que los romanos tenían de los judíos, su opinión sobre el abandono de niños especialmente hembras e incluso la referencia a las alcantarillas atascadas por los cadáveres de las criaturas abandonadas se sustentan rigurosamente en las fuentes históricas. Mi intención ha sido escribir una novela pero, al mismo tiempo, que el relato se atuviera a lo que conocemos fundadamente sobre la época.
En ese sentido, he procurado a través de la figura de Vitalis pero también del vocabulario de la obra mostrar lo que significó la predicación del cristianismo para un romano. Al escuchar palabras como bautizar, un romano promedio sólo entendía la utilización de un verbo —baptizoo— que en griego significa «sumergir» y la referencia a Cristo no pasaba de ser el uso del término helénico para «ungido». De la misma manera, la resurrección no era sino levantarse (se entiende de entre los muertos) y los nombres tan familiares para nosotros al cabo de los siglos de Santiago, Pedro o Pablo sonaban a algo similar a Jacob, Petrós y Paulo. Todas esas peculiaridades las he mantenido precisamente por esas razones en el curso de la novela. Sin embargo, a pesar de esas circunstancias, también los romanos pudieron captar lo esencial del mensaje evangélico, el que todos los seres humanos son enfermos espirituales necesitados de la curación que sólo puede dispensar Jesús el mesías; que la entrada en su reino nunca es el fruto de nuestros merecimientos sino una consecuencia del amor de Dios por nosotros y que la vía para con sumar ese proceso es creer en Jesús, que murió en una cruz por nuestros pecados y resucitó demostrando la veracidad de sus pretensiones. Ante ese mensaje, el género humano ha respondido históricamente de maneras muy similares a las mencionadas en la parábola del sembrador pero, sea cual sea la elección particular, persiste la tremenda pregunta de Jesús: ¿de qué le sirve a alguien ganar el mundo si pierde su alma?
La necesidad de que ese mensaje pudiera ser entendido por todos los pueblos sin excluir a la potencia romana se encontró muy relacionada con la presuposición sobre la que gira la acción de esta novela, es decir, que el Evangelio de Marcos fue sustancialmente una recopilación de predicaciones de Simón Pedro que su intérprete había escuchado vez tras vez a lo largo de los años de actividad misionera y pastoral del apóstol. Esa circunstancia, que aparece señalada en varias fuentes históricas muy antiguas, explicaría, entre otras cosas, la modestia con que es tratada la figura de Pedro —en relación, por ejemplo, con la manera en que lo presenta el Evangelio de Mateo o el de Juan—; la multitud de detalles propios del recuerdo de un testigo ocular; la referencia a miembros de la comunidad romana como Alejandro y Rufo, los hijos de Simón de Cirene; la simplificación de los datos relacionados con el contexto judío de Jesús; o la abundancia de notas explicativas para gente que procediera de un trasfondo romano. La misma figura de Jesús fue presentada acentuando su lado más humilde —como el Siervo sufriente de Dios profetizado en el capítulo 53 del profeta Isaíasprecisamente porque el cristianismo no sólo no se dejaba influir en sus planteamientos por el paganismo (como tan papanatescamente se repite a menudo), sino que incluso se oponía a ellos frontalmente. Jesús era el Hijo de Dios que se había hecho hombre y no el hombre que soberbiamente como Nerón o Calígula pretendía ser un dios. También a diferencia de ellos y de los que se enseñorean de los gobernados, había venido no a servirse de los demás sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos.
A diferencia, por lo tanto, de lo que buena parte de la crítica viene afirmando durante las últimas décadas, posiblemente Marcos no fue el primer Evangelio sino uno de los últimos, quizá incluso el postrero. Su redacción habría tenido lugar en un momento cercano a la persecución neroniana y hubiera pretendido conservar para la posteridad el testimonio directo de un personaje tan relevante como Pedro, con cuyas epístolas presenta notables paralelos. De sus páginas se podría desprender toda una cadena de testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, precisamente aquellos que le habían visto curar enfermos, expulsar demonios, anunciar su muerte, morir en la cruz y que, desmoralizados por esta catástrofe, sólo se habían podido recuperar al verlo después de muerto e incluso comer en su compañía. Estos acontecimientos cambiaron su vida de manera radical y tuvieron como consecuencia directa el que no temieran proclamar que un día Jesús el mesías regresaría para implantar definitivamente su reino. De entre todos estos testigos, el más cualificado —pero de ninguna manera el único— sería Pedro, cuyas palabras habría recogido su intérprete Marcos. En ese sentido, este Evangelio, el segundo de los canónicos, merecería más que sobradamente el sobrenombre de Testamento del pescador.
Madrid-Jerusalén-Madrid, primavera-verano de 2002