XXI

No me costó mucho dar con Petrós. Una simple pregunta al oficial a cargo de su traslado bastó para que supiera la prisión a la que lo habían conducido. Tardé poco en llegar y todavía menos en que me franquearan la entrada. ¿Quién se la hubiera negado al hombre que había asesorado al propio césar en la instrucción de una causa?

—Hoy parece que todo el mundo tiene interés en ver a ese bárbaro —dijo el soldado que me acompañó hasta la celda.

—¿Ha venido alguien más? —pregunté sorprendido.

—Sí, claro —respondió mi acompañante—. Primero, fue ese hombre que va con él a todas horas. Su in… inte…

—Su intérprete —ayudé al soldado.

—Sí… eso —reconoció—. Bueno, además llegaron otros dos hombres trayéndole comida y ropa. Tenían permiso, de modo que les dejamos pasar. Mientras me preguntaba por la gente que había acudido a ver a Petrós, llegamos hasta la entrada de la celda. Sólo entonces me di cuenta de que a las espesas tinieblas se sumaba un calor asfixiante y una peste acre resultado de mezclar el sudor, el olor a podrido y los restos de la inmundicia más diversa.

—Aquí está —dijo el hombre nada más abrir la puerta—. Esperaré fuera.

—Bien —respondí mientras bajaba la cabeza para no golpeármela contra el dintel.

Tardé unos instantes en que mis ojos se acostumbraran a aquella oscuridad. Salvo un hilo de luz amarillenta que se desprendía de una tea pequeña, el resto de la estancia estaba sumida en una negrura densa y, en apariencia, impenetrable. Apenas podía distinguir una mano de hombre que se movía de forma extraña cerca de la raquítica luminosidad.

—¿Marcos? —pregunté y apenas lo hube hecho la mano se apartó del radio de acción de la tea.

—¡Vitalis! —escuché la voz del intérprete—. ¿Qué haces aquí? ¿Acaso no ha terminado la instrucción?

—Sí… sí, claro —respondí—, pero no se trata de eso. Necesitaba hablar con Petrós.

Apenas acababa de pronunciar el nombre cuando percibí a mi lado la respiración de varias personas.

—No te preocupes, te lo ruego —dijo Marcos—. Son Alejandro y Rufo, dos de los miembros de una de nuestras comunidades en Roma. Guardé silencio. Aquéllos debían de ser los que habían venido a traer comida al pescador.

—En realidad —continuó el intérprete— ya conoces a su padre.

—¿Ah, sí? —pregunté sorprendido.

—Sí —respondió Marcos—. Son hijos de Simón de Cirene, el hombre que ayudó a Jesús a llevar la cruz hasta el Gólgota.

Al escuchar aquellas palabras, me precipité hacia la tea y la así con la mano derecha. Luego apunté hacia el lugar de donde procedían las respiraciones. Lo que encontré fueron las vulgares facciones de dos hombres algo más jóvenes que yo, de cabellos oscuros y aspecto campesino.

—¿Es cierto lo que acaba de decir este hombre? —pregunté mientras les acercaba la luz a la cara.

Asintieron con la cabeza sin despegar los labios. Por un instante, seguí iluminando aquellos rostros que servían de eslabones en la prolongada cadena que conducía desde mi época a la de Jesús. Su padre había tenido ocasión de ver al Jristós destrozado por los látigos del pretorio. Seguramente, habría sentido una mezcla de ira y compasión al tener que cargar gratuitamente con el madero de un condenado a muerte. De cualquier forma, eso carecía de importancia. Lo verdaderamente relevante era que sus hijos, aquellos con los que con toda certeza habría hablado docenas de veces, formaban ahora parte de los seguidores del Jristós y cómo todos ellos estaban convencidos de que Jesús había vencido la muerte y regresado del más allá.

—¿Qué deseas?

La pregunta, pronunciada en un latín áspero propio de alguien que no lo tenía como lengua natal, me arrancó de mis pensamientos.

—¿Petrós? —indagué.

—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por ti?

Moví la tea hacia el lugar de donde procedía la voz y ante mí apareció el rostro del pescador. Parecía tranquilo, pero bajo sus ojos se dibujaban dos líneas negras que identifiqué con huellas del agotamiento.

—¿Has podido descansar algo? —pregunté. Petrós esbozó una sonrisa.

—No tengo ahora tiempo para descansar. He de terminar mi testamento. Sentí un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Quizá Petrós sentía que la muerte estaba cerca. Eso era precisamente lo que yo había venido a evitar.

—Siempre hay tiempo para escribir un testamento —dije intentando privar a mis palabras del menor tono solemne.

—Creo que tú sabes que no es así —respondió Petrós con acento suave.

—Sí, quizás tengas razón —dije—. Precisamente por eso he venido a sacarte de este lugar. Debes desaparecer de Roma.

Escuché un murmullo de voces a mi espalda pero no pude distinguir lo que decían. Quizá se expresaban en alguna de aquellas extrañas lenguas de Oriente que nunca había conseguido dominar.

—No, Vitalis —respondió Petrós—. Yo he de quedarme aquí.

—Pero… pero… —protesté. Deseaba convencer al pescador para que se fugara, pero no me sentía inclinado a intentarlo ante gente en quien no sabía si podía confiar.

—¿Quieres decirme que si no me marcho Nerón, el césar, ordenará que me maten? —preguntó.

Sentí de repente unas ganas inmensas de romper a llorar. No hubiera podido precisar de dónde derivaba aquel impulso extraño, pero la verdad es que me vi obligado a respirar hondo para evitar que se me saltaran las lágrimas.

—Temo… temo… —dije al fin— que Nerón desea tu muerte de manera inevitable.

—Sí, lo sé —dijo el pescador—, pero por eso debo concluir mi testamento, precisamente porque ya no me queda mucho tiempo.

—¿Un testamento? —dije mientras levantaba las manos desesperado—. ¡Pero… pero puedes evitar la muerte! ¡Puedes salvarte! ¿Qué testamento puede ser más importante que conservar la vida?

—Sus recuerdos —dijo Marcos con suavidad—. Lo que estamos acabando es un libro donde aparecen recogidos lo que Petrós ha retenido en la memoria acerca de Jesús, el Hijo de Dios, el Jristós. Por supuesto, no aparecen todos ya que el relato sería demasiado largo, pero sí he recogido los más importantes, los que todos deberían saber para que sabiendo, crean y creyendo, se salven.

Dirigí la luz de la tea hacia el lugar donde la había visto al entrar. Allí, sobre un humilde poyete, descansaba recado de escribir. ¡Los movimientos extraños de la mano que yo había captado al entrar no eran sino los propios de aquel que estaba escribiendo!

—Quizá podrías acabarlo y después venir conmigo —dije.

—No —respondió Petrós con una voz suave pero firme—. No voy a abandonar a mis ovejas ahora.

—¿Qué… qué quieres decir con eso de las ovejas? —pregunté a mitad de camino entre la ira y la confusión.

—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós—, después de que Jesús rompiera las cadenas de la muerte y se nos manifestara a los once, nos encontrábamos junto al mar de Tiberiades yo, Tomás al que llamaban el Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos más. Entonces comenté que me iba a pescar y los demás dijeron que venían conmigo. Subimos a la barca y faenamos durante toda la noche, pero no conseguimos capturar ni un solo pez. Cuando ya había comenzado a amanecer, vimos una figura en la playa que nos gritó si teníamos algo de comer. Le respondimos desde lejos que no y entonces nos dijo que arrojáramos la red por la derecha de la barca porque, con toda seguridad, encontraríamos algo. En otras circunstancias, no le hubiéramos hecho el menor caso, pero la verdad es que teníamos que dar de comer a nuestras familias y que la embarcación se hallaba totalmente vacía al cabo de toda una noche de faena. Así que echamos la red y cuando tiramos de ella nos dimos cuenta de que nos resultaba imposible sacarla por el número tan grande peces que había entrado. Entonces Juan se me acercó y me dijo:

¡Ése es el Señor! Y yo, nada más oírlo, me ceñí la ropa y me lancé al mar para llegar antes a la orilla. Los demás prefirieron seguir en la barca, arrastrando la red de peces, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos. Cuando llegaron a la playa, vimos unas brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan. Entonces Jesús, porque se trataba de él, nos dijo: Traed los peces que acabáis de pescar. Yo me puse inmediatamente en pie y comencé a tirar de la red. En su interior iban ciento cincuenta y tres peces, pero aun siendo tantos, la red no se rompió. Jesús dijo entonces que fuéramos y que comiéramos, pero todos nosotros guardábamos silencio porque nos hallábamos impresionados por su cercanía. Tan parados estábamos que él mismo tomó el pan y el pescado y comenzó a repartirlo.

Petrós hizo una pausa y, de repente, una sonrisa suave, plácida, serena afloró a sus labios.

—Durante toda la comida me estuve preguntando acerca de lo que Jesús pensaba de mí y, sobre todo, si me habría perdonado por haberle negado tres veces precisamente en los momentos en que le escupían, le insultaban y le golpeaban. Hubiera deseado postrarme ante él y pedirle perdón por todo, pero la vergüenza me lo impedía. Temía que me rechazara o simplemente que me recordara la manera en que había profetizado lo que iba a suceder. También pensaba en mi orgullosa presunción al no creerlo y entonces sentía como si la culpa fuera a estrangularme. Por un instante, recordé el sufrimiento de Petrós al narrar el episodio de las negaciones y me pareció revivir la angustia que había experimentado ante el tribunal mientras lo relataba. Sí, no era nada difícil comprender todo lo que estaba diciendo ahora.

—Cuando terminamos de comer, Jesús se dirigió a mí y me dijo: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Yo inmediatamente le respondí: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Entonces él me dijo: Apacienta mis corderos. Inmediatamente volvió a decirme: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Y yo le respondí nuevamente: Sí, Señor; tú sabes que te amo, a lo que él repuso: Pastorea mis ovejas. Apenas había pasado un instante cuando por tercera vez me preguntó: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Al escuchar que volvía a repetir aquella pregunta, me llené de tristeza y le respondí: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús me dijo entonces: Apacienta mis ovejas. Entonces comprendí que Jesús no dudaba de mi amor sino que por tres veces había vuelto a encomendarme la misión que me había dado cuando comencé a seguirle. Era yo el que había dudado de su perdón. Era yo el que desconfiaba de que pudiera cubrir con su misericordia mis tres negaciones. Sin embargo, en esos momentos, me había restaurado una vez por cada vez que yo le había negado.

—Sí, lo entiendo —dije impaciente—, pero quizá la mejor forma de pastorear a las ovejas de Jesús sea ponerse a salvo, esperar a que la tempestad se calme… A fin de cuentas, tú eres uno de los últimos testigos de lo que él hizo y enseñó.

—Cuando Jesús terminó de decirme las palabras que te he referido respondió Petrós con suavidad —añadió: En verdad, en verdad te digo que cuando eras más joven, eras tú el que te ceñías e ibas a donde deseabas. Sin embargo, llegará un momento en que serás viejo y entonces te verás obligado a extender las manos y será otro el que te ceñirá para llevarte a donde no quieres. Vitalis, ese momento ha llegado ya.

—Pero… pero ¿quién transmitirá lo que tú viste, lo que tú escuchaste? —pregunté angustiado.

—Marcos casi ha terminado de recoger lo necesario y cuando lo haya hecho totalmente habrá llegado mi hora de ofrecerme como un sacrificio respondió tranquilamente Petrós. Guardé silencio. Hubiera deseado gritar, chillar, incluso empujar a aquel pescador testarudo que ya había tomado la decisión de permitir que el césar lo asesinara sin que existiera ningún motivo legal para ello. Sin embargo, me contuve porque carecía de cualquier atisbo de autoridad para torcer la voluntad inquebrantable de Petrós.

—Quizá desearías leer el texto…

El sonido de aquellas palabras de Marcos me arrancó de mis pensamientos aunque no de la tristeza que me provocaban.

—Desearía más bien —contesté con amargura— saber qué será de aquellos que no tuvieron inconveniente en asesinar a Jesús y de los que ahora van a comenzar a perseguir a sus discípulos.

—Si es así —dijo Marcos— permíteme un momento la luz. Le devolví la tea y el intérprete comenzó a rebuscar entre los textos que había debido de escribir en los días, quizá en las semanas, anteriores. Finalmente, dio con lo que buscaba y me lo tendió.