XVI

De manera natural el estupor que todos sentimos al escuchar aquellas palabras podía haberse convertido en un silencio espeso como la leche cuajada. Sin embargo, no fue así. Al igual que el soldado que pierde el miedo una vez que ha intercambiado los primeros golpes con el enemigo, el pescador no interrumpió ahora su relato sino que lo continuó con la misma suave cadencia que ya conocíamos tan bien.

—Cuando mis compañeros me oyeron aquellas palabras también comenzaron a decir lo mismo. Así, entre afirmaciones acaloradas de lealtad hasta la muerte, llegamos a un lugar llamado Getsemaní. Entonces Jesús nos dijo que nos sentáramos allí mientras él oraba pero hizo una excepción con Jacobo, con Juan y conmigo y nos pidió que le acompañáramos. Apenas habíamos entrado en el lugar, un huerto lleno de olivos donde acampaban muchos peregrinos de los que habían bajado a Jerusalén para celebrar la pascua, pudimos ver que Jesús comenzaba a llenarse de pena y de angustia. Debió de reparar en que nos dábamos cuenta de ello porque inmediatamente nos dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Entonces se apartó un poco, se postró en tierra y comenzó a orar para que si fuera posible no tuviera que atravesar aquel trance. Recuerdo haber oído que decía: Padre, todo te es posible. Aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo que yo deseo sino lo que tú quieres. Sin embargo, ni Jacobo ni Juan ni yo teníamos fuerzas para mantenernos en vela. Sin apenas darme cuenta, me dejé vencer por el sueño. En él estaba sumido cuando sentí que Jesús me decía: Simón, ¿estás dormido? ¿Ni siquiera has podido mantenerte en vela una hora? Velad y orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu está dispuesto a resistirla pero la carne es débil. Escuché aquellas palabras entre la somnolencia que se había apoderado de mí y el sobresalto que me había provocado el que Jesús me despertara. Luego vi cómo volvía a separarse de nosotros unos pasos y comenzaba a orar de nuevo. Sé que había vuelto a dormirme cuando notamos que nos hablaba. Nos frotamos los ojos cargados de sueño y pudimos escuchar que decía: Ya ha llegado la hora. El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos. Ya está aquí el que me entrega.

—¿Se refería a ese tal judas? —preguntó Nerón.

—Sí —respondió Petrós—. Era de judas de quien hablaba y aún lo estaba haciendo, aún no nos habíamos desperezado del todo cuando llegó y con él mucha gente, armada con espadas y garrotes y enviada por los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos. Luego llegamos a saber que, para evitar cualquier confusión con los peregrinos que había en la zona, judas les había dicho que podrían identificarlo con seguridad porque él le besaría. Ciertamente, así fue. En cuanto que llegó a nuestra altura, se acercó a Jesús y le dijo: Maestro, Maestro, y le besó. Entonces los que le acompañaban le echaron mano y le prendieron.

—Qué fácil… —dijo Nerón con tono irónico—. ¿Y nadie presentó resistencia? ¿No hubo nadie que defendiera al hijo de Dios, al Jristós?

Sentí un pujo de malestar al escuchar las preguntas que acababa de formular el césar. Sus intervenciones habían sido escasas en el curso de la instrucción, pero sabía sobradamente que en ningún caso habían carecido de un objetivo preciso. ¿Hacia dónde estaba apuntando ahora Nerón?

—Uno de los que estaban allí —dijo Pedro— sacó la espada que llevaba encima e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja. Sin embargo, Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su vaina porque el que recurre a la espada por la espada morirá, y luego dirigiéndose a la multitud añadió:

¿Habéis acudido a prenderme armados con espadas y garrotes como si fuera un ladrón? He estado entre vosotros todos los días enseñando en el templo y no me habéis detenido. Así ha sido para que se cumpla lo que está contenido en las Escrituras.

—Ya —interrumpió Nerón, al que sospeché que no le interesaba en demasía la referencia a las Escrituras sagradas de los judíos. Volvamos a atrás por un instante. Has dicho que uno de los que estaban acompañando a Jesús en el momento de su detención echó mano de la espada que llevaba encima y se lanzó sobre un siervo del sumo sacerdote ocasionándole una herida, ¿no es así?

Petrós respondió afirmativamente.

—Excelente —dijo Nerón—. Han pasado muchos años desde aquella noche, no cabe duda, pero… pero ¿acaso serías capaz de señalar quién fue el hombre que llevó a cabo ese acto de resistencia armada contra la autoridad?

Petrós guardó silencio por un instante. Sin embargo, ahora no tenía baja la mirada. Por el contrario, contemplaba de hito en hito al césar. Luego musitó unas palabras que el intérprete se apresuró a responder.

—Dice que fue él —señaló Marcos.

—¡Ah! ¡Vaya! —exclamó Nerón fingiendo sorpresa mientras yo comprobaba que mis sospechas sobre la reacción de Petrós en aquella noche se veían confirmadas.

El césar se inclinó a continuación sobre sus notas y comenzó a revolverlas de una manera que me llevó a pensar que simplemente actuaba.

—Ajajá —dijo al fin como si hubiera realizado un descubrimiento decisivo. De modo que nuestro pescador, Petrós por nombre, fue el que sacó la espada e hirió a un infeliz que formaba parte de la partida enviada para detener a Jesús… ¿Sólo sucedió eso, Petrós? ¿No hubo más lucha ni combate? ¿No comenzaron todos a echar mano de sus armas y dieron inicio a una sedición, a una rebelión, a una sublevación contra el poder respaldado por Roma? ¿Acaso no fue así, Petrós, acaso no fue así?

—¡No! ¡No lo fue!

Sorprendidos, Nerón y yo dirigimos la mirada hacia el lugar de donde había procedido la voz. No era Petrós el que había gritado aquella negativa desesperada. Se trataba de Marcos.

—Cuando Jesús terminó de hablar, cuando mencionó las Escrituras —dijo el intérprete—, todos los discípulos le dejaron y huyeron. Nadie combatió, ni se resistió.

Nerón miró sorprendido a Marcos. Era obvio que aquellas palabras, tan distantes de su punto de vista, no le habían complacido. Sin embargo, también resultaba indudable que la manera en que habían sido pronunciadas había llamado su atención.

—¿Cómo puedes saberlo, intérprete? —preguntó finalmente el césar.

—Cuando prendieron a Jesús —dijo Marcos— comenzó a seguirles un joven que había tenido tiempo de ver todo y que sólo iba cubierto con una sábana. No pudo hacerlo durante mucho tiempo porque se percataron de su presencia e intentaron prenderlo. Entonces el muchacho, dejando la sábana a la que se habían agarrado, huyó desnudo. Yo era ese joven y puedo dar testimonio de que nadie echó mano de las armas para defender al Maestro, nadie se enfrentó con los sacerdotes que habían ordenado su detención, tampoco nadie gritó palabra alguna contra Roma.

No había concluido sus palabras el intérprete cuando Petrós tomó nuevamente la palabra. Marcos, como si nada hubiera sucedido, le tradujo.

—Nadie movió un dedo para salvar al Maestro —dijo el pescador—. Trajeron, por lo tanto, a Jesús ante el sumo sacerdote; y se reunieron todos los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas. Yo los había ido siguiendo de lejos para evitar que pudieran prenderme y así, oculto entre las sombras y procurando que no me vieran, llegué hasta el interior del patio de la residencia del sumo sacerdote. Hacía frío aquella noche, mucho frío, y los sirvientes habían encendido un fuego en el que se estaban calentando los hombres que habían detenido a Jesús. Por un momento, dudé en acercarme o no hasta la fogata. Existía, desde luego, alguna posibilidad de que me reconocieran pero, al final, la gelidez que se iba apoderando de mis miembros y la convicción de que nadie podía haberse fijado en mi rostro en medio de la enorme oscuridad de Getsemaní me llevaron a calentarme junto al fuego. Allí, podía escuchar lo que decía la gente que no paraba de entrar y salir de la casa y de esa manera enterarme de lo que estaba sucediendo con Jesús.

Petrós hizo una pausa. De nuevo, percibí que la agitación que tanto le había atormentado al final de su relato sobre la cena había vuelto a apoderarse de él. Su voz adquirió un tono enronquecido y sus ojos volvieron a adoptar un aspecto penosamente acuoso.

—Mientras yo me calentaba las manos, los principales sacerdotes y, en realidad, todo el sinedrio andaban a la busca de algún testimonio contrario a Jesús, para poder entregarle a la muerte —dijo Petrós con la voz transida de dolor—. Su problema era que no lo hallaban. No es que faltaran los dispuestos a levantar uno falso, es que sus declaraciones no concordaban. Ni siquiera los que lo acusaban de haber anunciado que derribaría el templo lograban presentar un testimonio coherente. Entonces el sumo sacerdote se puso en pie y le preguntó: ¿No respondes nada? ¿Qué tienes que decir de los testimonios que éstos presentan contra ti? Sin embargo, Jesús se mantenía en silencio y no respondía nada. Entonces el sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el Jristós, el Hijo del Bendito? Jesús podía haber eludido la respuesta como había hecho hasta entonces. Podía haberlo hecho pero no lo hizo. Por el contrario, dijo: Yo soy y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo. Al escuchar aquellas palabras, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Todos vosotros habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Y entonces todos comenzaron a decir que era digno de que se le diera muerte. A mí el escuchar a la gente que contaba todo aquello me produjo un enorme pesar pero aún me sentí peor cuando supe que algunos de los que estaban en la misma habitación que Jesús habían comenzado a escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, mientras le gritaban que profetizara quién le estaba golpeando.

Una sensación de asco se agarró a mi estómago mientras escuchaba las palabras del pescador. Había servido el tiempo suficiente en el ejército como para saber la cólera inmensa que se experimentaba al saber que un compañero capturado por los enemigos era sometido a tortura. En cierta ocasión, en Asia Menor, mientras restablecíamos el orden que una tribu de bárbaros había trastornado, media docena de mis legionarios cayeron en manos de las fuerzas que nos hostigaban. Los dimos por muertos porque deseábamos creer que ya no estaban en este mundo sujetos al pesado tributo que puede significar la esclavitud y los maltratos, pero en una ocasión en que patrullábamos el territorio, vimos a lo lejos, en lo alto de unos picachos, a nuestros compañeros que habían sido atados a unos troncos de árbol. Guardando las debidas precauciones para evitar el caer en una emboscada, comenzamos a subir por aquella elevación para rescatar a nuestros hombres. Corrimos, nos afanamos, sudamos y jadeamos pero lo único que conseguimos en medio de aquella brega fue escuchar los alaridos de aquellos legionarios a los que los bárbaros golpeaban y cortaban y atormentaban. Cuando, finalmente, logramos alcanzar el lugar donde estaban, los salvajes que los habían atormentado se habían dado a la fuga y los cuerpos de sus cautivos ya llevaban un buen rato consumiéndose entre las llamas. Quizá Petrós no había escuchado los puños y los salivazos estrellándose contra el rostro de Jesús, pero no estaba seguro de que hubiera sido mejor. Seguramente, cada vez que uno de los esbirros del sumo sacerdote salía de la casa e informaba de lo que estaba sucediendo, el pescador habría imaginado lo que estaba atravesando su Maestro y esos pensamientos habrían resultado más crueles que la simple contemplación de lo que estaba sucediendo.

—Yo estaba mientras tanto abajo, en el patio, calentándome, cuando apareció una de las criadas del sumo sacerdote. Al principio, no reparó en mi presencia pero, de repente, clavó en mí los ojos y dijo: Tú también estabas con Jesús. Se trataba de una mujer pequeña, delgada, con un aspecto incluso enfermizo, pero apenas escuché aquellas palabras dije con toda la fuerza que pude: No conozco a ese Jesús ni sé lo que dices. Me dirigí inmediatamente hacia la entrada y, apenas la había alcanzado, cuando cantó el gallo. Fue en ese momento cuando la criada volvió a mirarme, pero ya no me habló sino que comenzó a decir a todos los presentes que yo era uno de los seguidores de Jesús. Nuevamente negué que fuera así pero no me sirvió de nada. Ahora eran ya varios los que me observaban y comenzaron a decir: Por supuesto que eres uno de ellos. No hay más que escucharte para darse cuenta de que eres galileo. Tu manera de hablar es como la suya. Cuando oí aquellas palabras, tuve miedo, miedo y angustia. Ya no se trataba sólo de una mujer sino de varios soldados que podían reducirme. Asustado ante tal posibilidad, comencé a gritar maldiciones y a jurar que no conocía al Jesús del que hablaban. Aún estaba negando cualquier relación con él cuando el gallo cantó por segunda vez. Entonces me acordé de las palabras que Jesús me había dicho… Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces. Las recordé, las recordé, las recordé…

Petrós detuvo su relato y, reclinando la cabeza sobre el pecho, rompió a llorar.