—Llevábamos ya varias semanas descendiendo hacia Jerusalén —comenzó a decir Petrós— cuando, estando ya muy cerca, junto a Betfagé y a Betania, frente al monte de los Olivos, Jesús nos llamó a dos de nosotros y nos dijo: Id a esa aldea que está enfrente y cuando entréis en ella os encontraréis con un pollino atado, que no ha montado antes nadie. Desatadlo y traedlo y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, respondedle que el Señor lo necesita y que lo devolverá más tarde. Nos pusimos en camino y efectivamente encontramos el pollino atado afuera a la puerta, en el recodo del camino, y lo desatamos, y algunos de los que estaban allí nos preguntaron qué hacíamos, pero cuando les respondimos lo que Jesús nos había mandado, nos dejaron. Así que trajimos el burrito hasta el lugar donde se encontraba Jesús y colocamos sobre el animal nuestros mantos para que se sentara. Entonces muchos comenzaron a tender sus mantos por el camino, y otros a cortar ramas de los árboles, y a disponerlas también a su paso y los que iban por delante y también los que nos seguían daban voces, diciendo:
¡Sálvanos! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David que viene! ¡Dios nuestro, sálvanos! Así fue como entró Jesús en Jerusalén, y en el templo. Entonces miró en torno suyo todo lo que había por allí y, como ya anochecía, regresó con nosotros a Betania. Petrós hizo una pausa y por un instante me pareció que se encontraba cansado, que a pesar de que sólo estaba comenzando su relato una fatiga muy especial se había apoderado de él oprimiéndole el pecho y la garganta. Miré entonces a Nerón. Tenía la boca torcida en un gesto de contrariedad y en cuanto reparó en que Petrós se detenía comenzó a tamborilear en la mesa con las yemas de la diestra. Estaba a punto de decir algo cuando el pescador reanudó su declaración.
—Al día siguiente, cuando salimos de Betania, Jesús tuvo hambre y como distinguió de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó a ver si encontraba en ella algo. Sin embargo, cuando llegó a su altura, nada halló sino hojas. Entonces Jesús dijo a la higuera: Que nunca más coma nadie fruto de ti. Lo dijo tan alto que todos los que estábamos con él lo oímos. La mano de Nerón se estrelló contra la mesa provocando que las miradas de todos los presentes se fijaran en él. En cierto sentido, constituía un espectáculo digno de verse. Sus mandíbulas estaban apretadas, sus pupilas arrojaban una luz maligna y sus manos se habían crispado sobre la mesa hasta el punto de que parecía estar arañándola.
—¡No pretendas burlarte de este tribunal! —dijo con una voz casi susurrante pero enfurecida—. ¡No se te ocurra escamotear la verdad! A esta sala no le importa en absoluto esa fábula de la higuera que tu Jesús encontró sin fruto. Refiere ahora mismo lo que sucedió en el templo. Sabes de sobra a lo que me refiero. Cuéntalo ya o tendré que adoptar medidas más enérgicas contigo.
—Domine —dijo el intérprete—, Petrós no ha tenido en ningún momento la intención de ocultar la verdad…
—¿También tú deseas probar las varas? —exclamó Nerón mientras clavaba los ojos en Marcos.
—Domine —insistió el intérprete—, tan sólo te estaba poniendo en antecedentes de lo que sucedió en el templo. Ahora mismo iba a relatar todo.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Nerón mostrando las palmas—. ¿Y tú cómo lo sabes? ¿Eres adivino?
—Lleva años a su servicio —dije.
Mi intervención redujo al césar a un silencio tan espeso que me arrepentí inmediatamente de haber abierto la boca. No había sido mi intención pero poca duda podía caber de que mis palabras habían sonado como una defensa del traductor y, siquiera indirectamente, del reo.
—El césar tuvo a bien encomendarme tareas de asesoramiento y no he echado en saco rato esa misión —dije inmediatamente—. Incluso me atrevería a decir que la manera tan peculiar en que traduce las palabras del reo se debe a que lleva haciéndolo años. Seguramente, le ha debido de escuchar contar las mismas historias docenas de veces.
Al instante me arrepentí de haber pronunciado la última frase. Nuevamente sonaba a una defensa de Marcos y lo último que yo deseaba en aquellos momentos era interponerme entre la irritación del césar y aquellos seguidores de un judío crucificado hacía ya varias décadas.
—Domine, tiene razón —intervino Marcos mientras yo maldecía el que se le ocurriera confirmar mis palabras—. Precisamente porque llevo muchos años acompañándolo sé que después de la historia de la higuera va el relato de la entrada de Jesús en el templo.
Nerón guardó silencio. Desde luego, no podía decirse que se encontrara en una situación fácil. Aceptar lo que había dicho el intérprete —y yo había corroborado— podía equivaler a una confesión de ignorancia, a la aceptación de que había cometido un acto ridículo y a la conclusión de que un miserable bárbaro le había burlado. Por otro lado…
—César —dije bajando la voz e inclinándome hacia él—, tengo la sensación de que ya lo habéis llevado a donde queríais.
Nerón dio un respingo y, enarcando las cejas, me miró con gesto de sorpresa.
—Ha sido una magnífica jugada, oh césar —dije a la vez que guiñaba un ojo y esbozaba una sonrisa.
Nerón siguió mirándome de hito en hito mientras entornaba los ojos. No había que ser especialmente agudo para darse cuenta de que la cólera estaba comenzando a ceder espacio a la confusión. Respiró hondo, carraspeó y dirigiendo la vista hacia el reo dijo con voz cargada de autoridad:
—Continúa pero recuerda que no debes desviarte un ápice de lo que interesa a este tribunal.
Marcos respiro aliviado y a continuación tradujo a Petrós las palabras del césar. El anciano le escuchó con calma y tomó inmediatamente la palabra.
—Vinimos a Jerusalén; y cuando entró Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en su interior; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y no consintió que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Y les enseñaba, diciendo: ¿Acaso no está escrito: mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Pues vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones. Cuando escucharon aquellas palabras los escribas y los principales sacerdotes buscaron la manera de matarle porque le tenían miedo ya que todo el pueblo estaba admirado de su doctrina. Sin embargo, Jesús no se quedó en Jerusalén y, al llegar la noche, salió de la ciudad. Ahora fue Nerón el que se inclinó hacia mi lado y susurró:
—¿Qué te parece, Vitalis? Asalto a un lugar sagrado, agresión contra unos vendedores, justa cólera de los sacerdotes… ¿Acaso puede estar más claro?
Guardé silencio. Hasta hacía unos instantes tenía la sensación de que iba comprendiendo a Petrós y a su maestro. Sin embargo, ahora no podía afirmarlo con tanta seguridad. Aquel Jesús que tanto interés mostraba por los débiles, por los pecadores, por los niños, por todos los necesitados en general, había irrumpido en un lugar especialmente sagrado de la misma manera que una banda de criminales en una aldea. Había volcado mesas, arrojado a la gente fuera del recinto del templo e incluso impedido que vendieran o que transitaran por su interior llevando alguna mercancía. Quizá, como pretendía Nerón, era un sedicioso que sólo deseaba sublevar a los judíos en contra del imperio pero… pero si ése era el caso ¿cómo explicar sus enseñanzas, sus acciones, sus repetidos anuncios de que iba a ser asesinado?
Miré al césar. Ciertamente, estaba satisfecho, pero yo me sentía más confuso, si cabe, que en ningún otro momento desde que había dado inicio aquella investigación.
—¿Qué pasó después de… ese episodio en el templo? —preguntó Nerón.
—A la mañana siguiente —respondió Petrós—, mientras íbamos de camino, vimos que la higuera se había secado hasta las raíces. Entonces yo, acordándome, le dije: Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús nos miró entonces a todos y dijo: Tened fe en Dios porque de cierto os digo que cualquiera que diga a este monte: apártate y arrójate al mar y no dude en su corazón, sino que crea que sucederá lo que ha dicho, lo que diga acontecerá. Por eso os digo que todo lo que pidáis orando, creed en que lo recibiréis y os vendrá y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra cualquiera para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas.
—¿Perdonar las ofensas? —exclamó Nerón—. ¡Qué enseñanza más extravagante! ¿Eso era lo que Jesús enseñaba en esa época? ¡Ridículo!
No, desde luego, aquélla no era una doctrina fácil. Perdonar a todos sin excepción para poder recibir el perdón de ese extraño dios. A decir verdad jamás había escuchado cosa semejante.
—Aquel día —dijo Petrós— se acercó a Jesús uno de los escribas, que había oído las discusiones que tenía con otra gente y sabía que había respondido bien, y le preguntó: ¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Escucha, oh Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor uno es y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Éste es el mandamiento principal, pero existe un segundo mandamiento semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe mandamiento mayor que éstos. Entonces el escriba le dijo: Bien, Maestro, has dicho la verdad porque uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús entonces, viendo que había respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios.
—Sí —le interrumpió Nerón con voz burlona—. Ya nos vamos percatando de que ese Jristós no dejaba de hablar de un reino de Dios donde todo debía ser compasión y perdón y… ¡y amor! Sea lo que sea lo que quisiera dar a entender con esa palabra.
Un rumor risueño recorrió la sala al concluir la última frase. Creo que los presentes compartían el malestar que sentía Nerón cada vez que Petrós hacía referencia a las enseñanzas de su maestro. Ninguno de ellos y en eso no se diferenciaban de mí —había sido educado para mostrar compasión, perdonar a los que les habían causado alguna ofensa y mucho menos para amar al prójimo como a uno mismo—. El fácil equívoco que sobre el amor había urdido el césar les sirvió para dar salida a una tensión que debían sentir en algunos momentos como insoportable.
—Estamos llegando al final —dijo Nerón—, de modo que no nos desviemos. Vamos a ver, Petrós, ¿no es acaso cierto que tu maestro se manifestó en contra de pagar el tributo debido a Roma? ¿No es acaso verdad que enseñó a sus compatriotas a negarnos lo que en toda justicia nos es debido?
Marcos tradujo las preguntas a Petrós. Me dio la sensación de que junto con las palabras pronunciadas por Nerón añadía algunas explicaciones seguramente encaminadas a que mostrara sumo cuidado en la respuesta. Ciertamente, de ésta podía depender un final inmediato y trágico del proceso o bien una última posibilidad de que el pescador se salvara.
—Durante aquellos días —comenzó a decir Petrós— vinieron a ver a Jesús algunos de los fariseos y de los partidarios de Herodes. A diferencia del escriba del que hablé antes, éstos lo que buscaban eran poder sorprenderle en alguna palabra y así perjudicarlo. De manera que llegaron hasta donde estaba y le dijeron: Maestro, sabemos que eres un hombre veraz, y que nadie te da cuidado porque no miras la apariencia de los hombres, sino que con verdad enseñas el camino de Dios.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa al escuchar aquellas palabras. Al parecer, la hipocresía y la adulación con las peores intenciones no quedaban relegadas al terreno de la gente civilizada. También los bárbaros sabían hacer un uso cabal de ambas cuando así les convenía para lograr sus fines. La cuestión era cómo habían asestado el golpe a Jesús después de arrojarle aquellas melosas palabras en los oídos.
—Y entonces le preguntaron: ¿Es lícito dar tributo a César, o no? ¿Debemos darlo o no debemos darlo?
Observé a Nerón. Hubiera podido asegurar que contenía la respiración para que la salida y la entrada del aliento no le impidiera escuchar con absoluta claridad la respuesta de Jesús. No menos suspensos de la historia se encontraban los demás servidores del imperio.
—Jesús —continuó Petrós— percibió la hipocresía de aquellos hombres y les dijo: ¿Por qué me ponéis a prueba? Traedme un denario para que lo vea.
Entonces ellos se lo trajeron y Jesús les preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Al momento le dijeron que era del césar.
—Naturalmente —interrumpió Nerón a la vez que desplegaba una sonrisa felina—, naturalmente que le dijeron eso, pero ¿qué respondió tu maestro a la pregunta que ellos le habían formulado? ¡Rápido! ¿Qué contestó?
El pescador miró fijamente a Nerón y, por un instante, me pareció percibir en sus pupilas algo extraño que distaba mucho de asemejarse al rencor, al odio o al desprecio y que recordaba enormemente la tristeza que sentimos cuando no podemos ayudar a alguien a quien amamos a salir de su desdicha.
—Jesús los miró —dijo Petrós— y les respondió: Dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios.