XI

—Bien, Petrós —dijo Nerón sonriendo—. No cabe duda de que nos has entretenido hasta ahora con todas esas historias de magia oriental. No han sido originales, eso hay que reconocerlo en honor a la verdad, pero no narras mal. Realmente es una pena que en lugar de dedicarte al hermoso arte de la comedia, que yo personalmente tanto admiro, hayas decidido emplear tu vida en la sedición contra Roma…

Apenas había pronunciado aquellas palabras el césar, el intérprete dio un respingo y abrió la boca como si fuera a formular alguna defensa. No llegó a articular ni una palabra. Un rápido movimiento de la diestra de Nerón dejó de manifiesto que no tenía la menor intención de permitir interrupciones.

—Nuestro interés fundamental es conocer cómo se articuló esa rebelión continuó Nerón con un tono de voz repentinamente endurecido —y no voy a tolerar más desviaciones de esa línea fundamental. ¡Intérprete, pregúntale a Petrós si me ha comprendido!

Las últimas palabras sonaron como el áspero restallido de un látigo en medio de la estancia. El traductor se volvió hacia Petrós pero éste, antes de que pudiera decir nada, asintió con la cabeza. Sí, ciertamente conocía el latín lo suficiente como para entendemos.

—Bien, bien, bien… —dijo Nerón sonriendo—. ¿Cómo os dijo ese Jesús que iba a implantar su reino? Y, te lo ruego, evita contarnos otra historia de pájaros y espigas y todas esas estupideces campesinas. Petrós cerró los ojos en señal de asentimiento. Desde luego, nada en él parecía denotar que padeciera temor o desconcierto. O mucho me equivocaba o sólo diría lo que considerara justo y no lo que el césar deseaba escuchar. Precisamente al llegar a esa conclusión, sentí cómo las mejillas me ardían y rápidamente me llevé la mano derecha hasta ellas como si así pudiera evitar la vergüenza que, repentinamente, me había asaltado.

—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós— habíamos salido por las cercanías de Cesarea de Filipo. Llevábamos ya un buen rato andando cuando Jesús nos preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? En los meses anteriores, habíamos escuchado opiniones de todo tipo sobre Jesús y en ese momento le dijimos que había gente que pensaba que era Elías o algún otro de los profetas de Israel. Nos escuchó con atención y entonces preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? No me había preguntado a mí en especial pero en ese momento sentí algo que me empujaba a responder y me oí a mí mismo diciendo: Tú eres el Jristós. Pensé entonces que se alegraría de que le hubiera identificado sin la menor duda. Sin embargo, no fue eso lo que sucedió. Todo lo contrario. Comenzó a enseñarnos que era necesario que padeciera mucho, y que le rechazaran los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y que lo mataran pero que al cabo de tres días se levantaría de entre los muertos. Todo esto… todo esto lo dijo tan claramente que…

Por primera vez desde que se había iniciado la instrucción, la voz de Petrós se quebró. Era obvio que se encontraba bajo el efecto de una profunda emoción y que su tranquila resolución de los días anteriores se había desmoronado al llegar a este punto de la historia. Guardó silencio por un instante y respiró hondo, como si le faltara el aire. El intérprete también se hallaba conmovido. Hasta ese momento había traducido al pescador sin acusar el cansancio, pero ahora parecía agradecer la interrupción.

Desde luego, sus pupilas habían adquirido el brillo que únicamente proporcionan las lágrimas.

—… era tan evidente lo que decía —prosiguió Petrós sin que su voz se desprendiera de la pátina del pesar— que me asusté. De repente, me pareció que podían prenderlo y juzgarlo y acabar matándolo. A él que sólo había hecho bien… Entonces le tomé del brazo y le aparté del resto de mis compañeros y comencé… comencé a reprenderle… era el maestro, el Jristós, el que todo nos lo estaba enseñando y yo… yo me permití llevarle la contraria y decirle que nunca debía sucederle nada semejante a lo que acababa de anunciarnos.

—¿Y qué hizo entonces el Jristós? —preguntó Nerón súbitamente interesado.

—Se volvió hacia mis compañeros —respondió Petrós apenas escuchó la traducción de la pregunta del césar— y dijo: Apártate de mí. Tu forma de ver las cosas no es la de Dios sino la de los hombres. Me sentí abrumado al escuchar aquello y hubiera deseado preguntarle lo que quería decir con esas palabras, pero antes de que pudiera hablar añadió: Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y que tome su cruz y que me siga. Porque todo el que desee salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por mi causa y por la de la Buena noticia la salvará porque ¿de qué le servirá al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? Si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y pecadora también yo, el Hijo del Hombre, me avergonzaré de él, cuando venga en la gloria de mi Padre acompañado de los santos ángeles.

—¿Qué significa eso del Hijo del Hombre? —preguntó Nerón interrumpiendo el relato de Petrós.

—Es uno de los nombres que se da al Jristós —respondió el intérprete.

—Ya… —musitó el césar—. Era de suponer.

Por unos instantes, Nerón se mantuvo callado. Desde luego, no era para menos si se tenía en cuenta lo poco que se parecían las palabras de Petrós a la historia de una sedición. A decir verdad y para ser totalmente sinceros, si creíamos el testimonio del pescador, lo que resultaba manifiesto era que Jesús no había prometido a sus seguidores un triunfo. Todo lo contrario. Había anunciado que lo mataría la gente más relevante de su pueblo y que sus discípulos no podían esperar otro final que la cruz. ¡La cruz! ¡El destino de los proscritos! Y para colmo tampoco dejaba alternativa a ese destino trágico: o se estaba dispuesto a arrostrar la muerte por causa suya o se sufría la perdición del alma. De nuevo, había que aceptar que las pretensiones del personaje no eran pequeñas.

—Este tribunal desea creer lo que acabas de relatar —dijo Nerón arrancándome de mis pensamientos—, pero debes reconocer, Petrós, que no es fácil aceptarlo. Dices que tu… jefe no sólo no os prometió el poder y la gloria sino que además anunció que iba a morir de manera vergonzosa y que vosotros, sus seguidores, podríais correr un riesgo similar. Tú mismo, según propias palabras, tuviste problemas para aceptar esa visión y no se te puede censurar por ello, la verdad sea dicha. Ahora bien, si realmente ése fue el anuncio que os hizo, ¿por qué os empeñasteis en seguir con él?

¿Acaso disfrutabais con la idea de que os clavaran a una cruz?

La última pregunta fue pronunciada con tal ironía que una vez más provocó un rumor risueño entre casi todos los presentes. Sin embargo, yo no me sumé a aquel sarcasmo. En realidad, pensaba que todo tenía un cariz demasiado serio como para permitirse aquellas humoradas. De todas formas, no creo que Nerón se molestara. Seguramente, ni siquiera se percató de mi falta de adhesión. Tampoco creo —pero esto no constituía ninguna novedad— que le importara a Petrós. El pescador escuchó la traducción de las palabras del césar con una atención redoblada y acto seguido comenzó a hablar.

—Seis días después de aquella conversación, Jesús nos tomó a Jacobo, a Juan y a mí, y nos llevó solos a un monte alto. Allí se transfiguró delante de nosotros.

Sus vestidos se volvieron resplandecientes, de una blancura extrema, como la nieve. Eran tan blancos que ningún lavador en la tierra podría ponerlos así. Entonces Elías, el profeta que Dios se llevó consigo hace cientos de años, y Moisés, el hombre al que Dios entregó la ley de Israel hace más de milenio y medio, aparecieron y se pusieron a hablar con Jesús. Yo… yo me sentía abrumado por lo que estaba sucediendo de manera que le dije a Jesús: Maestro, es bueno que estemos aquí. Vamos a hacer tres chozas de ramas. Una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías. Entonces apareció una nube que nos dio sombra, y desde la nube resonó una voz que dijo: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. De repente, cuando estábamos mirando, ya no vimos a nadie salvo a Jesús. Mientras descendíamos del monte, nos dijo que no comentáramos con nadie lo que habíamos visto salvo cuando el Hijo del Hombre se hubiera levantado de entre los muertos. No comprendimos en aquellos momentos lo que nos estaba diciendo e incluso yo comencé a discutir con Jacobo y Juan lo que podría ser aquello de levantarse de entre los muertos. No fue la primera vez. Por aquellos días, mientras caminábamos por Galilea nos enseñaba que el Hijo del Hombré iba a ser entregado en manos de los hombres que lo matarían aunque, después de muerto, se levantaría al tercer día. Pero lo cierto es que no entendíamos aquellas palabras que decía y teníamos miedo de preguntarle por su sentido.

Tenían miedo de preguntarle… sí, no era para menos. Seguramente, ellos, al igual que nuestro brillante césar, habían esperado que ese Jesús se convirtiera en un sedicioso que les permitiera salir de su humilde situación e incluso les proporcionara la posibilidad de alcanzar algún puesto de relevancia. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el personaje, un personaje que les había ido sumiendo vez tras vez en el estupor, les había salido con que lo iban a matar y que ellos podían esperar un destino semejante. Sí, cierto, también les había dicho algo de levantarse de entre los muertos pero eso, seguramente, debía resultar de poco consuelo para aquellos pescadores y publicanos ávidos de bendiciones más tangibles.

—¿Miedo de preguntarle, Petrós? —dijo el césar con tono burlón—. ¿Y por qué? ¿Acaso no te dabas cuenta de que sólo te ponía a prueba, de que sólo deseaba ver si le seguíais con fidelidad?

El pescador escuchó con atención al intérprete que le traducía las palabras de Nerón y entonces… No, no podía haberlo visto bien. Tenía que haberme equivocado. Me pareció… sí, Petrós había dejado que una leve sonrisa apareciera fugazmente en la comisura de sus labios.

—Una vez —comenzó a decir— por aquellos mismos días llegamos a Cafarnaum y cuando estábamos en mi casa nos preguntó a todos sobre la razón de que hubiéramos discutido mientras íbamos de camino. Cuando escuchamos aquellas palabras, nos quedamos callados porque era verdad que habíamos ido disputando mientras viajábamos y la razón no había sido otra que la de establecer quién iba a ser el más importante de entre nosotros en el Reino. Entonces se sentó y nos dijo: Si alguno desea ser el primero, debe ser el último, y el que sirva a todos. A continuación, tomó a un niño, y lo puso en medio de nosotros; y tomándole en sus brazos, nos dijo: El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, no me recibe a mí sino al que me envió. Cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, le sería mejor que se atase una piedra de molino al cuello y se lanzase al mar. Y si tu mano te llevara a caer, córtatela porque es mejor entrar en la vida manco que ir al fuego que no se puede apagar con las dos manos, donde el gusano no muere y el fuego nunca que se apaga. Y si tu pie te llevara a caer, córtatelo porque es mejor entrar en la vida cojo que no ser arrojado al fuego que no se puede apagar con los dos pies, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga. Y si tu ojo te llevara a caer, sácatelo porque es mejor que en tres en el reino de Dios con un ojo que ser arrojado al fuego con los dos, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.

—¡Oh, vamos, vamos, Petrós! ¡Ya basta! —le interrumpió el césar—. ¿Pretendes que creamos que Jesús os dijo todo eso en serio? ¿De verdad piensas que vamos a aceptar que no tenía interés por el poder, que no ansiaba amasar riquezas, que creía en esas estupideces de los niños, que esperaba morir y aun así no se apartó de su camino?

—En una ocasión —dijo Petrós— le presentaron a unos niños para que los tocase. Nosotros reprendimos a los que traían a los niños porque nos parecían molestos, pero Jesús, al ver que nos comportábamos así, se indignó, y nos dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque el reino de Dios es de los que son como ellos. En verdad, en verdad, os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño no entrará en él.

Nerón se restregó la mano izquierda por la fina barbita. Petrós no sólo no parecía dispuesto a darle la razón sino que persistía en su postura mediante el expediente de sumar un relato tras otro de contenidos semejantes. Desde luego, no daba la sensación de que fuera a callarse de momento.

—Cuando salimos para continuar nuestro camino, llegó uno corriendo, e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿por qué me llamas bueno?

Nadie es bueno salvo Dios. Ya conoces los mandamientos: no cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes, honra a tu padre y a tu madre. Entonces, le dijo: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud. Al escuchar aquello, Jesús le miró y sintió amor hacia él pero le dijo: te falta una cosa: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme, tomando tu cruz. Sin embargo, el muchacho, profundamente apenado por lo que acababa de decir Jesús, se marchó muy triste porque tenía muchas posesiones. Entonces Jesús, mirando en torno suyo, nos dijo: ¡Qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Nos quedamos asombrados al escuchar aquellas palabras pero Jesús volvió a decirnos: Hijos, ¡qué difícil les resulta entrar en el reino de Dios a aquellos que ponen su confianza en las riquezas! Es más fácil para un camello entrar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios. No nos habíamos repuesto de la sorpresa que aquellas palabras nos habían causado cuando Jesús añadió: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas y que sus grandes ejercen su potestad sobre ellas. Sin embargo, entre vosotros no debe ser así, sino que el que quiera ser grande entre vosotros deberá ser vuestro servidor y el que de entre vosotros quiera ser el primero deberá ser el servidor de todos porque el Hijo del Hombre no vino para que le sirvieran sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos.

Concluyó Petrós la última frase y quedó callado. Era como si hubiera terminado una brillante pieza oratoria y el añadido de una sola palabra hubiera podido estropear lastimosamente lo que acababa de decir. Nerón podía empeñarse en que el viejo pescador dijera lo que él deseaba pero a esas alturas debía haberse dado cuenta de que de los labios de aquel hombre sólo saldrían las palabras que él considerara pertinentes. Su relato no era una aburrida sucesión de conceptos e ideas y frases. Más bien consistía en jirones de la vida misma, de su propia existencia, entretejidos con la presencia de aquel al que consideraban Jristós o Hijo del Hombre o Hijo del único Dios, un personaje que no estaba interesado en obtener riquezas ni en mandar, que incluso se empeñaba en que el mejor no era el que tenía a todos sometidos a su potestad sino el que a todos los servía. No eran aquellas palabras para alegrar precisamente a Nerón. No me extraña que decidiera suspender en ese mismo momento la instrucción hasta el día siguiente.