Un silencio agobiante se apoderó de la estancia cuando Petrós concluyó su exposición. Hasta ese momento, el relato del pescador había sido tranquilo, sereno, monocorde. Pero todo había cambiado en los instantes inmediatamente anteriores. De aquel cuerpo anciano parecía haber brotado el recuerdo vivo de hechos extraordinarios, incomprensibles, situados más allá de lo humano y con aquella remembranza fuerte nos había alcanzado la presencia indeseada de un judío crucificado que parecía negarse a permanecer en su tumba y que ostentaba pretensiones sobrecogedoras sobre el conjunto del género humano.
Estaba sumido en esos pensamientos cuando escuché, primero, que el anciano pescador reanudaba su inquietante relato y, de manera casi inmediata, que el intérprete comenzaba a traducirlo.
—Cuando llegamos a la otra orilla, no tardó en reunirse alrededor de Jesús una gran multitud por lo que decidió que nos quedáramos junto al mar. Entonces llegó uno de los responsables de la sinagoga, que se llamaba Jairo. Nada más ver a Jesús, se postró a sus pies y comenzó a suplicarle. Mi hija está agonizando, le decía, pero ven y pon las manos sobre ella para que se cure y viva. Jesús fue entonces con él y le seguía una gran multitud, y la gente le apretaba. En esos momentos una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido enormemente de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía sin que le sirviera de nada, más bien se había puesto peor, cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás pasando por entre la multitud, y tocó su manto. Se había dicho que bastaría con que lo rozara para curarse, y, efectivamente, cuando lo hizo, la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba curada de aquel azote. También Jesús notó en ese instante que había salido poder de él, de manera que se volvió hacia la multitud y dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos? Aquellas palabras nos sorprendieron y los que estábamos con él le dijimos que la muchedumbre le apretaba y que, por lo tanto, no tenía nada de extraño que alguien le hubiera tocado. Sin embargo, él miraba en tomo suyo para descubrir quién lo había hecho. Entonces la mujer, temblorosa y con aspecto de encontrarse atemorizada, salió de entre la gente y se postró ante él, y le dijo toda la verdad. Cuando concluyó su relato, Jesús le dijo: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y permanece curada de tu azote. Todavía se encontraba Jesús hablando cuando llegaron algunas personas que venían de la casa de Jairo y le dijeron: Tu hija ha muerto; ¿para qué molestas más al Maestro?
—Vaya, le quitaron al Jristós la posibilidad de llevar a cabo uno de sus prodigios… —musitó con ironía Nerón.
Quizá, pensé yo, aunque por la fuerza con que Petrós estaba narrando la historia cualquier desenlace me parecía posible. Desde luego, el pescador no parecía albergar ninguna sensación de fracaso. En realidad, seguía su relato con una especie de emoción a duras penas contenida.
—Cuando Jesús escuchó aquellas palabras, le dijo a Jairo: No tengas miedo, tan sólo cree. Continuó entonces su camino pero sólo permitió que le siguiésemos Jacobo, Juan el hermano de Jacobo y yo. Así llegamos a casa de Jairo.
Nos encontramos entonces un alboroto formado por la gente que lloraba y que no dejaba de lamentarse. Jesús entró en la casa y les dijo: ¿Por qué armáis este alboroto? Esa niña no está muerta sino dormida. Al escuchar aquellas palabras comenzaron a burlarse de él. Entonces Jesús los echó a todos, menos a los padres y a nosotros tres, y entró en la habitación donde estaba la niña.
—¿Y se puso a hablar con ella? —preguntó irónicamente el césar—. ¿Le dijo algo?
Me volví hacia Nerón. Hubiera asegurado que se encontraba de un pésimo humor a pesar de que le colgaba de los labios una sonrisa burlona. Sus cejas, levemente enarcadas, parecían subrayar su desprecio.
—Talita cumi —dijo el pescador.
—Ta… ¿qué? —dijo irritado Nerón, que hasta ese momento no había intervenido para pedir aclaraciones acerca de los términos utilizados por Petrós.
—Talita cumi —repitió el intérprete—. Son dos palabras que significan: Niña, levántate.
Petrós asintió con la cabeza. Como yo había supuesto desde el principio, era obvio que conocía nuestra lengua latina aunque, seguramente, no con la soltura necesaria como para poder desarrollar un relato coherente. Sin embargo, apenas hubo dado aquella explicación su intérprete, continuó la narración:
—Entonces la niña se levantó y comenzó a andar ya que tenía doce años. En ese momento todos nos sentimos aterrados por lo que estábamos viendo con nuestros ojos. Y Jesús nos mandó que nadie lo supiese, y ordenó que dieran de comer a la niña.
—Ya está bien… —exclamó Nerón y, tras ponerse en pie de un salto, abandonó apresuradamente la sala.
La acción resultó tan súbita que tardamos unos instantes en reponernos de la sorpresa. ¿Qué le había sucedido al césar como para abandonar el tribunal de manera tan rápida? ¿Qué parte de la historia del pescador le había provocado aquella reacción? Mientras me acribillaban aquellas preguntas, reflexioné si debía continuar el interrogatorio o, por el contrario, si resultaba más prudente que suspendiera la instrucción de la causa e intentara localizar a Nerón. Finalmente, opté por la segunda alternativa. Ordené al intérprete que guardara silencio y anuncié que íbamos a tener un descanso.
Encontré al césar en la sala donde solíamos tomar algún tentempié en los reposos. Estaba al lado de una mesa y con gesto nervioso se llevaba una copa dorada a los labios. Apuró el contenido del recipiente y luego echó mano de una jarra para volver a llenarlo. Se percibía con facilidad que estaba molesto, muy molesto, lo suficiente como para dudar si sería prudente dirigirle la palabra. Afortunadamente, fue él quien zanjó la cuestión:
—No me cabe la menor duda de que los judíos son un pueblo bárbaro —me dijo mientras me lanzaba una mirada rebosante de ira—. ¿Sabes que no abandonan a ninguno de sus hijos al nacer? ¡A ninguno! ¡Ni siquiera a las niñas! Aceptan lo mismo a los hijos deseados que a los no queridos. Eso… eso lo sabía y ya me repugnaba bastante pero todo ese episodio de la niña vuelta a la vida… ¡oooooh, dioses! ¿Quién perdería el tiempo devolviendo a la existencia a una niña? Un niño… un niño puede ser un soldado, un comerciante, un labrador pero… pero una niña… ¿Para qué?
Guardé silencio. No me cabía ninguna duda de que el césar tenía razón. Nosotros, que estábamos civilizados a diferencia de los judíos, jamás hubiéramos aceptado quedarnos con un recién nacido no deseado. De la manera más indolora posible, le dábamos la muerte o lo abandonábamos al menos donde no pudiera encontrarlo alguien que comerciara con él y, sobre todo, jamás se nos hubiera ocurrido evitar esa manera de actuar por una hembra… A lo largo de toda mi vida, no había tenido ocasión jamás de ver a una sola familia que tuviera más de una hija. No es que la matrona no las hubiera parido, es que, sencillamente, la segunda hija o la tercera o la cuarta era abandonada sin ningún reparo. Todos sabían que eran una carga y absurdo habría resultado comportarse de otra manera.
—Ciertamente, estos asiáticos son unos indeseables —continuó Nerón mientras volvía a llenarse la copa—. ¡Salvar niñas!
—Afortunadamente, no todos son así, césar —me sentí obligado a decir—. Cuando estaba destacado en Asia Menor, la población de una de las ciudades se dirigió a mí quejándose de que el alcantarillado estaba atascado y no funcionaba…
El césar, interesado, me clavó la mirada mientras continuaba con mi historia.
—… naturalmente, nos ocupamos de que todo volviera a rendir el servicio debido. Ordenamos que los esclavos bucearan en los pozos negros para conseguir dar con la causa de aquel trastorno…
Percibí con satisfacción que Nerón parecía interesado en el relato. Bien, quizá se tranquilizaría y todo volvería a su plácido y debido cauce.
—… las atarjeas estaban repletas de cadáveres de niños abandonados —proseguí—. Con el paso del tiempo, se habían ido acumulando e impedían el buen funcionamiento de los canales. Naturalmente, hubo que sacarlos para despejar las vías y entonces pudimos ver que en su mayoría correspondían a hembras. Los asiáticos, amado césar, eran tan civilizados como nosotros. Se comportaban como nosotros llevamos haciéndolo siglos. Su único problema era que no contaban con la técnica adecuada para deshacerse de aquellos cuerpos, pero gracias a nosotros ese inconveniente va resolviéndose.
—Quizá tengas razón, Vitalis —dijo Nerón—, quizá tengas razón… Permaneció pensativo un instante y, finalmente, dijo: —¿Deseas tomar una copa antes de regresar al tribunal?
—No, gracias, césar —denegué con una sonrisa.
Apenas unos instantes después, habíamos vuelto a tomar asiento en la sala. Tuve entonces la sensación de que los presentes no habían logrado aún reponerse de la sorpresa que les había ocasionado la súbita marcha de Nerón. La única excepción era Petrós, cuyos ojos parecían sonreír de una manera plácidamente extraña.
—Veamos, pescador —dijo el césar—. Nos has contado ya varias historias sobre ese supuesto taumaturgo. ¿No fallaba nunca? ¿Siempre le daba resultado su magia? Por ejemplo, últimamente padezco algunas noches en las que el dolor de estómago se convierte en un auténtico tormento, ¿crees que Jesús me hubiera curado si se lo hubiera pedido?
Nerón subrayó la última pregunta con tal ironía que todos los presentes en la sala lanzamos una risotada burlona para corearla. Bueno, no todos. El intérprete había bajado la mirada hacia el suelo, como si se sintiera avergonzado y Petrós… Petrós había adoptado una expresión de tristeza que se había concentrado en su frente y ensombrecía el resto de su rostro. Sin embargo, no permaneció en silencio. Comenzó a hablar y su acompañante, que no levantaba la vista, tradujo con una voz preñada de pesar:
—Después de devolver la vida a la hija de Jairo, Jesús salió de allí y vino a su tierra con nosotros. Llegó el sábado, el día de descanso y acudió a enseñar en la sinagoga. Entonces muchos de los que le oían manifestaban su sorpresa y decían: ¿De dónde ha sacado todo esto? ¿Y de dónde procede su sabiduría y los milagros que realiza? ¿Acaso no es el artesano, hijo de María y hermano de Jacobo, de José, de judas y de Simón? ¿No se encuentran también entre nosotros sus hermanas? Realmente, todo les resultaba escandaloso. Sin embargo, Jesús les dijo: A ningún profeta se le niega la honra debida salvo en su propia tierra, entre sus familiares y en su casa. Y no pudo hacer allí ningún milagro por su falta de fe. De hecho, estaba asombrado de su incredulidad.
Decididamente, el pescador no dejaba de sorprenderme. Nada en sus palabras podía ser acusado de resultar directamente ofensivo pero no me cabía duda alguna de que había contestado con enorme dureza a la pregunta burlona de Nerón. No, Jesús, el Jristós al que seguía y proclamaba, no hubiera hecho nunca caso al césar porque era un incrédulo, un hombre carente de fe que se negaba por añadidura a creer. Si hubiera visto a Jesús, seguramente lo hubiera identificado con un mísero artesano y de esa forma habría desaprovechado lo esencial. En otras palabras, hubiera podido conservar el orgullo de considerarse sabio pero a cambio habría perdido la posibilidad de curarse esos ardores de estómago que lo atormentaban. Exactamente igual que un enfermo que decidiera no reconocer que lo estaba…
Mientras reflexionaba en las palabras del pescador, sobre mi pecho se posó una incómoda sensación de malestar que intenté ahuyentar respirando hondo. Aquella historia de Jesús era mucho más sofisticada de lo que hubiera podido imaginar en un principio. No se trataba de un simple maestro oriental dado a proferir máximas. Era más bien un extraño personaje que pretendía contar con la capacidad de curar cualquier enfermedad del cuerpo y del alma, que se enfrentaba con el príncipe de los demonios obligándolo a retroceder y que fundamentaba sus inmensas pretensiones en un poder inmenso que lo mismo se manifestaba acallando el mar que arracando a una niña de las garras de la muerte. La única condición para poder ser objeto de su fuerza curativa era creer, creer en él como había hecho aquella mujer que antes había perdido todo su dinero con médicos incompetentes. Los que no eran capaces de hacerlo —tanto si se trataba de testarudos campesinos judíos como del casi todopoderoso césar— se colocaban fuera de la posibilidad de que su vida cambiara. Se pensara lo que se pensara, había que reconocer que el pescador tenía agallas para decir todo aquello sin que le temblara la voz.
—Este relato me ha abierto el apetito —dijo Nerón a la vez que bostezaba sin ningún disimulo—. Mi estómago está ansioso por llenarse de cosas más sustanciosas que las fábulas de este viejo bárbaro.
Un nuevo coro de risas aduladoras acogió las palabras del césar. Con todo, no me dio la sensación de que nadie se sintiera verdaderamente divertido. En realidad, tuve la impresión de que reían para aliviar la tensión que les provocaba el viejo pescador. Sin embargo, éste no parecía en absoluto alterado por los sarcasmos de Nerón. Como si no se hubiera percatado de la actitud de los presentes continuó hablando:
—En aquellos días comenzamos a recorrer los pueblos anunciando la Buena nueva. Visitábamos los lugares de dos en dos y luego volvíamos a reunimos con Jesús y a contarle todo lo que habíamos hecho y enseñado. Una de esas veces nos dijo: Vámonos a un lugar aislado y podréis descansar un poco. La verdad es que por aquel entonces eran muchos los que acudían hasta nosotros y apenas teníamos tiempo ni siquiera para comer…
Sentí un escalofrío al escuchar la palabra «comer». Iba conociendo a Petrós y su extraordinaria capacidad para responder sutilmente a las palabras de Nerón. Lo más seguro era que ahora relatara algo que ridiculizara su comentario sobre la comida y si lo hacía… bueno, por nada en el mundo habría deseado encontrarme en su enjuto pellejo. Quizá estaba en mis manos la posibilidad de impedir aquello. Dejé el cálamo que utilizaba para tomar notas sobre la mesa e inicié el movimiento de levantarme. No era muy cortés para con el césar hacerlo antes que él pero por esta vez estaba dispuesto a asumir ese riesgo. Al fin y a la postre, siempre podía argumentar que le había entendido mal.
—Nos fuimos entonces solos en una barca a un lugar desierto —prosiguió Petrós, que ahora miraba directamente a Nerón sin atender a mis movimientos—. Sin embargo, nos vieron muchos y reconocieron a Jesús y nos siguieron a pie desde las ciudades. De esta manera, yendo por tierra mientras cruzábamos el mar, llegaron antes que nosotros y pudieron esperar a que atracáramos. Jesús, al ver que eran tantos, sintió compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y entonces comenzó a enseñarles muchas cosas. Así fue pasando el tiempo y cuando ya era muy tarde, nos acercamos a él y le dijimos: El lugar es desierto, y la hora ya muy avanzada. Despídete de ellos para que se vayan a los campos y aldeas de alrededor, y compren pan porque no tienen qué comer. Entonces Jesús nos respondió: dadles vosotros de comer. Aquellas palabras nos llenaron de estupor. ¿Cómo íbamos nosotros a ir a los pueblos de alrededor y comprar pan para ellos? Nos habría costado no menos de doscientos denarios. ¡El salario de más de medio año de trabajo! ¡Nunca habíamos tenido tanto dinero junto! Jesús escuchó nuestros comentarios desalentados y nos dijo: Mirad a ver cuántos panes tenéis. No tardamos mucho en hacer el arqueo de nuestras provisiones. No pasaban de cinco panes y dos peces. Entonces nos mandó que dijéramos a la gente que se recostara por grupos. Recuerdo que la hierba estaba verde y que parecía invitarnos a tumbarnos en ella. Aquella multitud se acomodó en grupos de cien y de cincuenta. Cuando ya estuvieron todos situados, Jesús tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció una bendición sobre los alimentos, partió los panes y nos los dio para que los repartiéramos. Con los dos peces hizo lo mismo. De esa manera, comieron todos, y se saciaron. Incluso recogimos doce cestas repletas de los pedazos que sobraron. No había menos de cinco mil hombres.
Apenas dijo cinco mil hombres, Petrós guardó silencio y yo me di cuenta de que aún seguía en mi postura intermedia entre permanecer sentado y levantarme.
—Bien, muy bien —dijo Nerón con voz sarcástica—. Ya sabemos que el Jristós daba de comer a la gente pan de cebada y pescado. Vitalis, puedo prometerte que mi mesa resultará mucho más abundante. Se suspende la sesión hasta la tarde.