ERA TARDE. El Bentley amarillo, que había sido enviado a manera de reconocimiento oficial, después de recibir el lacónico mensaje que daba cuenta del éxito obtenido, esperaba ante los portones. Appleby, con el sobretodo puesto, Dodd, algo desconcertado aún, y Gott, satisfecho y admirado, tomaban coñac, servido en grandes copas de cristal, en las habitaciones del último. Appleby presentaba la síntesis de lo ocurrido.
—Umpleby fue asesinado inmediatamente después del cambio de las llaves de Orchard Ground; en otros términos, en circunstancias en que sólo un determinado grupo de personas podían acercarse a él. Había varias explicaciones sobre ese punto difícil. O bien el acceso no era tan difícil como creíamos: es decir, que el asesino contaba con alguna entrada secreta y utilizaba esas circunstancias superficiales para desconcertarnos. O bien, había dispuesto las cosas de un modo para divertirse: se trataría entonces de uno de los componentes del grupo sospechoso y nos daba así la primera pista voluntariamente. Por fin, podría tratarse de uno de los componentes del grupo, empeñado en atribuir el crimen a otra persona integrante del mismo, y que por ello limitaba (como paso preliminar) el número de los sospechosos. La teoría que acabo de enunciar nos dio naturalmente la clave del caso. Todo cuanto sucedió después la corroboró… lo malo es que sucedieron demasiadas cosas.
»Primero, todo parecía sugerir que el inculpado era Haveland. Y pronto relacioné con esa idea el nombre de Pownall. Pownall parecía resuelto a señalar a Haveland con un índice acusador: lo hizo durante una escena que, según vi más tarde, había puesto de manifiesto las líneas básicas del dilema, y luego repitió el gesto cuando me relató las cosas y trató de explicar su propia y extraña conducta. Me parecía razonable sospechar que, en ese relato, Pownall invertía ingeniosamente los hechos. Según su versión, Haveland mató al rector y trató luego de inculparle a él, pero, al ver fallido su intento y en un rapto de locura, dejó su firma sobre el crimen mediante los huesos. Conjeturé entonces que lo que en realidad había sucedido fue que Pownall había dado muerte a Umpleby y trataba en aquel momento de hacer recaer las sospechas sobre Haveland. Cuando se vio con meridiana claridad que tanto el momento como el teatro del crimen habían sido falseados, comprendí cuál era el motivo probable de ambas mentiras. Al falsear la hora, Pownall quiso asegurarse de que Haveland carecería de coartada; al falsear el lugar, quiso dar cumplimiento en forma sensacional al imprudente deseo expresado por Haveland cierta vez.
»Estuve largo tiempo persuadido de la exactitud de este sencillo argumento contra Pownall. Pero no me satisfacía del todo. En primer lugar, el revólver se había tomado el trabajo de comparecer, y eso me parecía significativo: yo esperaba hallarlo en circunstancias tales que añadieran un eslabón más a la cadena de pruebas contra Haveland. Tenía, por el contrario, las impresiones de Pownall; si éste hubiera matado al rector con esa arma, se habría mostrado sumamente descuidado. Recordaba también con toda claridad mi entrevista con Pownall; tuve la impresión de que su relato era una compleja mezcla de verdades y mentiras. Hasta ese momento, mi teoría no explicaba satisfactoriamente esa complejidad y otras muchas cosas que tenían su importancia en el asunto.
»Por ejemplo, estaba persuadido de que Titlow y Empson habían tenido alguna intervención en él. Tuve con ambos entrevistas sumamente significativas. Titlow, espíritu siempre tornadizo, estaba resuelto a imputar el crimen a cierta persona determinada. Complicaba todo esto con una filosofía de la historia, fruto de su innegable confusión mental, pero lo fundamental era lo siguiente: si la idea de que esa persona X había asesinado a Umpleby resultaba increíble para los demás, entonces él, Titlow, debía cumplir con su deber… Y a continuación hizo esa extraña cita de Kant: era menester que yo invirtiese el argumento de que está primero el deber de la veracidad que el de proteger a la sociedad de un asesinato.
»Me encontraba frente a algo que tenía que ser aclarado y asimilado por cualquier teoría de la criminalidad. Igual consideración me planteó mi entrevista con Empson. Empson también pensaba en un criminal X; le escandalizaba que X, contra la opinión de la ciencia y de la experiencia, hubiera dado muerte al rector, o, por lo menos, eso deduje de su actitud. Y su X no era, naturalmente, Haveland; sostenía con apasionada seguridad la inocencia de Haveland. Era necesario además tener en cuenta dos hechos; cuando vislumbré la posibilidad de que el disparo que se oyó en el despacho hubiese sido falseado, averiguó si se habían hallado rastros del mecanismo utilizado por el criminal; preguntaba, en otros términos, si se habían hallado pruebas contra Titlow.
Y luego, su vacilación cuando se habló del mensaje telefónico. Eso permaneció en el misterio hasta que se descubrió que el revólver tenía sus huellas digitales, además de las de Pownall. Al saber esto, intuí que se quería inculpar también a Empson y la falsa llamada no había constituido sino otra tentativa para acumular pruebas en su contra. ¿Por qué estuvo a punto de negar que había telefoneado, cuando sabía perfectamente que el portero desmentiría su testimonio? Y hallé la respuesta: porque sabía que esa llamada se le atribuía falsamente, y por un instante estuvo a punto de confesarlo… Al mismo tiempo, vi cómo se había logrado imprimir las huellas dactilares de Empson sobre el revólver. Recordé que esa arma parecía empeñada en decirme algo, por expresarlo así, desde el instante en que la vi. Era un arma ligera y pequeña, con una delgada culata curva de marfil…, muy parecida al puño del bastón de Empson. Me la imaginé atada a un bastón cualquiera y puesta en manos de Empson en uno de aquellos vestíbulos mal iluminados, para ser retirada luego, con unas palabras de disculpa por el error cometido. Con toda seguridad, se obtendrían así huellas ligeras y bastante defectuosas, aún más imperfectas que las que logró obtener Titlow de los dedos de Pownall. Pero hoy día las huellas más insignificantes, aun el contacto de un dedo seco con una superficie cualquiera, pueden ser identificadas. Vemos cómo se ha explotado no una vez, sino dos, en este caso, el adelanto técnico de la criminología. Creo que esto equivale a una voz de alarma en el terreno de la investigación de tipo científico.
»Luego Kellett encontró, en un desagüe, el alambre retorcido. Usted, Dodd, debería haberlo adivinado. ¡Era nada menos que el primo hermano de aquel aparatito de alambre que me vio usted fabricar para proteger las impresiones digitales que pudieran quedar en el revólver! Encerrada en una jaulita semejante, el arma podía ser manejada y hasta disparada fácilmente, sin destruir ni siquiera en parte las huellas dactilares que quedasen en su culata.
»Obraban en mi poder, en aquel instante, muchísimos indicios que parecían imputar el crimen a este o aquel profesor. Contra Haveland: los huesos. Contra Empson: las impresiones digitales y el falso mensaje telefónico. Contra Pownall (dando crédito a ciertos pasajes de su relato): las manchas de sangre, las páginas del diario y nuevas huellas digitales. Solamente Titlow, entre los moradores de Little Fellows, escapaba a toda imputación. Eso fue, precisamente, lo que me indujo a considerarlo, por un momento, el único villano. Me asaltó la idea de que podría haberse propuesto incriminar a sus tres colegas. Luego planteé el asunto desde otro punto de vista, y pensé que sólo le preocupaba hallar su propia coartada. Adopté la idea de Edwards sobre el fuego de artificio, y la relacioné con la mancha de estearina que había observado sobre una de las bibliotecas. En un principio, no me agradó mucho, y muy pronto (quizá para lograr un esquema completo) comencé a estudiar la posibilidad de que esa estearina fuese el único rastro de un ardid para incriminar a Titlow. Hasta vislumbré la posibilidad de que el falso disparo fuese un recurso para lograr ese objeto. Pero comprendía que pisaba terreno muy inseguro.
»Me constaba, sin embargo, que nuestros cuatro amigos de Little Fellows estaban envueltos en un raro encadenamiento de hechos. Y empecé a buscar los hilos conductores. Dije hace un instante que Pownall, desde el principio, acusó a Haveland. Eso sucedió la noche que llegué, durante la reunión de sobremesa. Pero esa noche sucedieron otras cosas. Creo que no sería exagerado decir que la atmósfera estaba cargada de insinuaciones. Después de analizar todo cuanto se dijo o se sugirió esa noche, saqué en limpio lo siguiente: Pownall acusó a Haveland, Haveland a Empson, Empson a Titlow y Titlow a Pownall. Nada más esquemático: tenía ante mí una cadena perfecta, y conocía la dirección que seguían sus eslabones. Pero ¿dónde estaba su punto de partida? ¿Existía alguna especie de coincidencia entre el rumbo general de las acusaciones y lo que se sabía o sospechaba sobre las falsas pruebas destinadas a inculpar a uno u otro? Sólo veía una: las insinuaciones de Haveland contra Empson, pues tenía mis razones para suponer que Haveland era capaz de imitar la voz de Empson, dado que tenía talento para ello, y, además, estaba convencido de que Haveland había logrado imprimir las huellas digitales de Empson en el revólver, ya que averiguó con interés si se había encontrado el arma.
»Inicié, entonces, un nuevo tipo de razonamientos. Haveland mató al rector, y trató de hacer recaer la culpa sobre Empson. Era cierto. Mas de esto pasé a una nueva deducción, que resultó errada: Titlow sospechó de Haveland y preparó los huesos como un subterfugio destinado a acusarle indirectamente…, pero más tarde comenzó a preocuparle el aspecto moral de su acción y estaba ansioso por saber si aquellas sospechas eran o no fundadas. Pronto tuve que dejar de lado esta hipótesis, pues las insinuaciones de Titlow no acusaban a Haveland, sino a Pownall…
»A pesar de esta comprobación, no quise abandonar la hipótesis de la culpabilidad de Haveland. La verdad, por paradójica que parezca, fue que la idea de que alguien proyectase una acusación contra él destruyó el último obstáculo que me impedía considerarlo culpable. En el fondo, semejante acusación lo protegía, ya que había sido mal preparada, era poco convincente: bien sabía Empson que Haveland no era de los que firman sus crímenes de esa manera.
»Además, Haveland fue siempre el más indicado. Todo investigador que debe señalar el criminal escondido en medio de un grupo de personas, conoce la enorme importancia de los desequilibrios mentales. En la vida real, la mayoría de los criminales no se reclutan entre los altos empleados de policía, ni entre los miembros del gabinete: se los halla en el sector infranormal de la humanidad. Todos procedemos con mayor o menor extravagancia cuando nos vemos ante un asesinato, pero el hecho mismo de perpetrar un crimen es, ¡ejem!, cosa de especialistas. Creo que Deighton-Clerk intuyó que Haveland había sido el asesino, pero instantáneamente ahogó esa idea en una forma que, según diría Empson, reviste gran interés científico. La primera observación espontánea que hizo ante mí Deighton-Clerk reveló la orientación subconsciente de sus ideas. Umpleby y Haveland se detestaban…
»Estaba a punto de llegar a la meta. Aún podía aclarar ciertos detalles siguiendo el encadenamiento: Haveland… Empson… Titlow… Pownall… Haveland; hasta era posible que lograse obtener un poco de verdad desnuda, sin aditamentos, de esos señores. Pero de una cosa estaba convencido. Jamás lograría ver ni a Haveland ni a ninguno de los demás en el banquillo de los acusados. Entre los cuatro habían fabricado una montaña de complicaciones que ningún defensor dejaría de aprovechar.
Appleby se puso de pie y dejó su vaso sobre la mesa.
—Preveía el relato de Titlow, pero lo que me permitió dar las explicaciones del caso fue un mero golpe de suerte: la presencia de ese observador anónimo en Orchard Ground. Ha sido también una fortuna que Haveland haya escogido ese medio para desaparecer. El escándalo aquí será menor, y si bien el fiscal perderá sus respetables honorarios, este policía abrumado de trabajo se evitará, en cambio, muchas noches en vela.
Appleby palmeó el hombro de Dodd, y se encaminó hacia la puerta. Luego, volviéndose, dirigió a Gott una sonrisa.
—Espero que nos encontraremos nuevamente. Y, mientras tanto, le haré un obsequio de despedida.
—¿De qué se trata?
—De un título para el libro que quizá nunca escriba usted: Muerte en la rectoría.