UNA VEZ MÁS RESPLANDECÍA la larga mesa de caoba a la luz de macizos candelabros de plata; una vez más, el resplandor del fuego jugaba sobre los retratos de vetustos sabios de pasadas generaciones, colgados en las paredes de la sala de reuniones; una vez más los rubíes y los oros del jerez y el oporto, la brillante cristalería, las multicolores bandejas de frutas, habían desaparecido intactos. Fuera, los patios de San Antonio yacían sumidos en reverente silencio, pero desde el parque y los establecimientos cercanos llegaba el estallido intermitente de los fuegos de artificio: era la noche del cinco de noviembre… Y una vez más estaba sentado Appleby a la cabecera de la mesa, rodeado por los profesores de la Facultad. El inspector rompió el silencio:
—¡Señor decano, caballeros! Debo decirles que ya no son un secreto las circunstancias en que fue asesinado vuestro rector, el martes por la noche. El doctor Umpleby halló la muerte a manos de uno de sus colegas.
Este anuncio explícito produjo su efecto. Reinó absoluto silencio. Sólo el doctor Barocho, cuyos ojos recorrían curiosos los rostros de sus compañeros, y el profesor Curtis, absorto quizá en el recuerdo de las leyendas bohemias o documentos carlovingios, no demostraban la rigidez propia de la atención concentrada.
—A continuación —prosiguió Appleby— solicitaré una serie de declaraciones que dejarán en claro los hechos. Pero creo que esos hechos les parecerán menos desconcertantes si me permiten exponer ciertas consideraciones preliminares.
»Hablamos del homicidio como del más horrendo de los crímenes. Y lo es. Entre todas mis experiencias profesionales, ninguna más luminosa y notable que los raros efectos de la conmoción producida por el asesinato sobre la conducta humana. Ante la comprobación de un homicidio deliberado y ante la urgencia de una decisión inmediata, un hombre es capaz de hacer lo que jamás pasaría por su imaginación si meditara serenamente cuál sería su conducta en tales circunstancias. El terror acompaña al asesinato, y cuando aquél nos domina, es un yo primitivo el que rige nuestras acciones. En tales condiciones, la razón queda momentáneamente esclavizada, y sólo sirve para dar matiz a cosas irracionales. Cuando el asesinato tiene lugar en una sociedad tan tranquila y bien ordenada como ésta, la conmoción resulta gravísima: llega a dominar a un hombre, aunque posea temperamento fuerte, horas y hasta días enteros…, especialmente si su terror es fundado y real, producto de un peligro que la misma razón reconoce. El martes por la noche, como pronto sabrán ustedes, el peligro recorrió la Facultad de San Antonio… Sin embargo, aunque el terror y la conmoción nerviosa nos dominen durante algún tiempo, tarde o temprano el yo normal vuelve por sus fueros. Medimos nuestras acciones de acuerdo con normas corrientes, y nos vemos precisados a confesar, en ciertas ocasiones, que nos ha dominado una pasajera locura. Por el momento, nada más puedo agregar que sea de utilidad; por ello solicito la primera declaración…, la de míster Titlow.
—Desde el primer momento tuve la convicción —comenzó Titlow— de que Pownall había asesinado a Umpleby. Y muy pronto quedé persuadido también de que, para escapar a las consecuencias de su crimen, estaba tratando de inculparme a mí. Si no fuera por el horror y, según las acertadas palabras de míster Appleby, el miedo que causó en mí esa segunda creencia, hubiera visto mucho antes la verdad de la primera de mis opiniones. Lo cierto es que poseía una prueba casi decisiva de la culpabilidad de Pownall…, pero no lo era del todo. Tan pronto como comprendí esto, cosa que sucedió durante la conversación que sostuve con míster Appleby en la madrugada de ayer, advertí que era mi deber narrar cuanto había hecho. Esta tarde, cuando le envié mi relato, había llegado (según diría él) a juzgar una vez más mi conducta de acuerdo a las normas corrientes.
»He aquí mi versión: La noche del martes regresé del salón de reuniones a eso de las 9.30, y me senté a leer hasta que llegase la hora de mi habitual visita al rector. Tanto me interesó la lectura, que permití que sucedieran dos cosas de importancia: dejé apagar el fuego y perdí noción exacta de la hora. Como resultado de lo uno, sentí frío y me levanté para cerrar una ventana que da sobre Orchard Ground; como consecuencia de lo segundo, me pareció haber oído dar las 10 un minuto antes, cuando en realidad debían de haber sido las 10.30. Me asomé un instante a la ventana para ver si llovía, y me pregunté si necesitaría paraguas para hacer mi visita al rector. En aquel momento vi al propio rector Umpleby, iluminado por el resplandor del vestíbulo. Se disponía a entrar en la residencia de profesores cuando lo detuvo una voz que lo llamaba desde la oscuridad de la arboleda. Me costó oírla; era la voz de Pownall, que hablaba en tono afligido y bajo. «¡Rector!», llamó, «¿es usted?». Y Umpleby repuso: «Sí, iba a entrar para ver a Empson». Me sobresaltó la respuesta: «Empson está aquí, rector. Se ha caído. ¿Quiere usted ayudarme?». Al oír esto, Umpleby se volvió enseguida y desapareció en la oscuridad. Estaba a punto de gritar y bajar para ofrecer mi ayuda, cuando me asaltó la idea de que Pownall y el rector podían hacer todo lo necesario y nada desagradaría más a Empson que un escándalo. Volvía pues, a mi libro. Pero me quedó la desagradable impresión de que aquel incidente era algo extraño: resultaba extraño que Empson hubiese estado paseando en medio de las tinieblas del huerto. Y al cabo de un rato me pareció raro que nadie hubiese subido las escaleras. Temí que Empson estuviese gravemente herido y no pudiese ser transportado hacia su habitación. Entonces decidí salir y averiguar.
»Salí al vestíbulo y sufrí una verdadera conmoción. Empson se movía en su dormitorio. Me constaba que nadie había subido las escaleras…, y, a pesar de todo, no había equivocación posible. Empson tiene en sus habitaciones el suelo encerado y varias alfombras, y, como comprenderán ustedes, el ruido de su bastón y de sus pasos son inconfundibles para mi oído. Permanecí un instante petrificado, pero luego me asaltó la idea de que Pownall debía de haber incurrido en un error al anunciar prematuramente que la persona malherida era Empson. Corrí escaleras abajo…, supongo que lo más natural hubiera sido golpear a la puerta de Pownall. Pero, impulsado por no sé qué presentimiento que me alarmaba y extrañaba al mismo tiempo, me dirigí al huerto y di enseguida con el cadáver de Umpleby, a cuyo lado se veía un revólver.
»La conmoción, como señaló caritativamente míster Appleby, fue enorme; un minuto después de haber visto esa herida, sobre cuya naturaleza no cabía duda, continuaba inmóvil y tembloroso. Luego miré mi reloj: eran las 10.40. En realidad, sólo habían transcurrido unos ocho minutos desde que fuera perpetrado el crimen. Pero no me percaté de ello en ese instante: cuando me levanté para cerrar la ventana creí que eran las 10 y en el siguiente intervalo había perdido toda noción del tiempo. Pues bien, sólo cabía en mí una opinión, mejor dicho, una certidumbre, desde el primer momento. Pownall había llamado al rector fingiendo que Empson necesitaba auxilio, para atraerlo hacia la espesura del huerto, y luego había cometido este crimen incalificable. Recordé entonces, con tremendo realismo, una escena a la cual había asistido pocos días antes, una escena durante la cual Pownall dijo a Umpleby que «había nacido para ser asesinado», o algo parecido. Y comprendí también un hecho de fundamental importancia. Yo era el único testigo de lo acontecido, tanto en el huerto, esa noche, como en la oportunidad en que Pownall pronunció las palabras que acabo de citar…
»Casi sin darme cuenta de lo que hacía, comencé a arrastrar trabajosamente el cadáver de Umpleby hacia la entrada de Little Fellows. Una vez allí, quizá con la idea de poner ante el criminal el cuerpo de su delito, lo introduje en la habitación de Pownall. La salita estaba sumida en tinieblas y encendí la luz. Fui hasta el dormitorio: si Pownall estaba allí, estaba resuelto a hacerlo salir. Y allí estaba…, profundamente dormido. Creo que esta circunstancia me causó tal horror, que, en última instancia, determinó mi conducta inmediata: ¡no había pasado una hora todavía, y el malvado dormía ya!
»Permanecí de pie, reflexionando, durante largo tiempo, aunque quizá no pasaran más de 60 segundos. Pownall había matado a Umpleby y había logrado eludir responsabilidades. Estaba seguro de que ningún rastro quedaba en el revólver; como pruebas, no había otra cosa que mis relatos: el de una frase siniestra, el de ciertas observaciones no muy decisivas, puesto que las había hecho en la oscuridad y desde una ventana elevada… En ese instante miré el cadáver y vi que había sucedido algo muy significativo. La herida sangraba, y las gotas de sangre manchaban la alfombra. Y esa sangre constituía la mejor prueba.
La asamblea reunida en torno de la mesa escuchaba con una consternación mezclada de horror. Deighton-Clerk dijo en altavoz lo que todos comenzaban a comprender:
—¿De modo que resolvió usted inculpar a Pownall?
Titlow, haciendo caso omiso de estas palabras, continuó:
—Cité a míster Appleby un argumento expuesto por Kant. Kant sostenía que en ninguna circunstancia imaginable se justifica la mentira, ni siquiera para ocultar a un presunto asesino el paradero de su víctima. De pie allí, junto al cadáver de Umpleby, escuché un imperativo muy diverso. Si la habilidad de un asesino sólo puede ser vencida merced a una mentira, debe decirse… o realizarse esa mentira. Vi ante mí un dilema moral…
Durante unos minutos, la voz del decano expresó una refutación encendida de entusiasmo; en la pausa siguiente, el estallido de los fuegos artificiales resonó como el eco de un campo de batalla. Titlow prosiguió fríamente:
—Deighton-Clerk tiene razón, y míster Appleby también: creo que una pasajera locura se apoderó de mí. Me encontré en una situación extraña que requería solución inmediata. Lo que dominaba mi pensamiento era esta idea: si no tomaba una resolución, todo había concluido; en la habitación contigua había un asesino que jamás sería castigado. Si procedía siguiendo el plan que la alfombra ensangrentada me sugiriera, no realizaba nada irrevocable y decisivo. En caso de que, más adelante, me asaltaran dudas, o si una madura reflexión me lo aconsejase, podía borrar todo lo hecho con una sola palabra. No pensé que tendría temor de hacerlo… ni lo tengo ahora. Pero esto carece de importancia. Actué. Arranqué dos páginas de la agenda de Umpleby y las dejé en un cenicero, medio carbonizadas, pero con rastros legibles de su escritura Arrastré el cadáver hasta el huerto, cosa que era, evidentemente, necesaria. Y luego regresé con el revólver.
Titlow se detuvo, y en su pausa hubo algo de teatral, como si su imaginación caprichosa lo hubiera llevado lejos de la situación en que se hallaba.
—Recordé —prosiguió— un detalle trascendental. Durante el principio de incendio que hubo hace unos años, se descubrió que Pownall tenía el sueño muy pesado. Esa circunstancia aseguraba el éxito de mi proyecto. Volví con el revólver, sosteniéndolo por el cañón y con un pañuelo, y penetré en el dormitorio. Pownall dormía, con ambos brazos fuera de las sábanas. Tomé con infinitas precauciones su muñeca derecha y puse la culata en contacto con la yema de su pulgar. Se movió un poco, pero yo había salido ya de su dormitorio sin despertarlo, o al menos, así lo suponía. Arrojé el arma en el depósito, donde, sin duda, la hallarían muy pronto, y regresé a mis habitaciones del primer piso. Pero esto es sólo una parte de mi historia. Si alguna confirmación necesitaba mi teoría sobre la culpabilidad de Pownall, la otra mitad del relato me la dio, acompañada de una sorpresa, pues él logró poner las cosas en contra de mí…
Hubo un leve movimiento en la asamblea, algunos estiraron furtivamente sus piernas bajo la mesa, se oyeron algunas toses. El doctor Barocho se dedicaba prudentemente a fabricarse una verdadera provisión de cigarrillos. Lambrick creyó disminuir la tensión arrojando un tronco en la chimenea con aire de cordialidad poco convincente. Curtís contemplaba a Appleby con vago interés, como preguntándose dónde lo habría visto antes. Titlow continuó:
—Decidí que lo mejor sería seguir la costumbre, es decir, hacer mi habitual visita a Umpleby a las 11. Cuando se comprobara que había desaparecido de su despacho, podríamos dar la voz de alarma y, tal vez, dirigir la investigación hacia las habitaciones de Pownall… Por eso me presenté, al dar las 11, en la puerta de la rectoría. Apenas había saludado al portero, oímos un disparo en el despacho. Corrimos allí. Nada podía hacer, pero enseguida adiviné que alguna artimaña se tramaba.
—¡Qué se tramaba una artimaña! —exclamó el decano, contemplando, como fascinado, a su colega.
—Allí estaba el cadáver, en mitad de un montón de huesos. Comprendí enseguida que había despertado a Pownall, y que había urdido algún proyecto que, aparentemente, estaba dirigido contra Haveland. Pero fui lo bastante hábil para mandar a Slotwiner al teléfono, mientras yo investigaba con febril rapidez. Había olor a pólvora en la pieza, como es natural, pero se percibía también otro tufo: el de una vela a medio apagar. Entonces lo comprendí todo: Pownall había urdido un plan para inculparme a mí… El recurso era habilísimo, diabólicamente ingenioso, y si yo no hubiese explorado la otra extremidad del despacho, me hubiese vencido. Había preparado una sencilla demostración que probaba, no sólo que yo había asesinado a Umpleby, sino que había tratado de acusar a otro y forjar una coartada solidísima para mí. Razonó en la siguiente forma: si el disparo que Slotwiner y yo oímos fue el que dio muerte a Umpleby, Slotwiner y yo estaríamos fuera de toda sospecha. De ello se deducía que, en caso de oírse el disparo y comprobarse luego que se trataba de una treta, esa treta no tendría otra explicación que crear una coartada para ambos. Pero si llegaba a descubrirse que en la fabricación de esa treta había algo relacionado conmigo, mi situación sería dificilísima y pasaría muy malos ratos. Eso era, precisamente, lo que había conseguido. Encima de una biblioteca giratoria situada en una concavidad, al otro extremo del despacho y oculto detrás de unos libros, había preparado un aparato de tal índole, que bien podría habérseme atribuido su confección. Era una combinación de cabo de vela y alambre sacado de un fuego de artificio, de esos mismos que se queman en este momento. Recuerden que yo recogí hace exactamente un año idénticos juguetes, para castigar a un estudiante indisciplinado. Con un poco de práctica, semejante artefacto podía hacerse funcionar en un momento dado, suministrando una coartada convincente. Si yo no lo hubiese descubierto, pueden imaginar ustedes lo que se habría creído: que no tuve oportunidad de borrar las huellas de mi crimen, aunque esperaba poder hacerlo. Lo cierto es que tuve tiempo de meterme en el bolsillo ambas cosas y volví a poner los libros en su anaquel antes de la vuelta de Slotwiner. Me había salvado a duras penas.
La extraordinaria narración de Titlow había concluido. Pero Appleby no dio lugar a pausa alguna.
—El profesor Empson —anunció secamente.
—Siempre supe —comenzó Empson— que Titlow había dado muerte a Umpleby.
La reunión ya era incapaz de nuevos asombros. Deighton-Clerk parecía haber agotado sus rayos de indignación; Ransome, por lo visto, se había refugiado tras un nuevo cálculo de las aptitudes eubeas; Curtís dormía; el propio Titlow permanecía inmóvil frente a la acusación.
—Sabía —repitió Empson— que Titlow había asesinado a Umpleby y que luego había preparado una artimaña diabólica para incriminar a un inocente. Y sabía que yo mismo estaba en peligro. Si no hubiese tenido conocimiento más que de la culpabilidad de Titlow, no hubiera procedido como lo hice…, tampoco lo hubiera hecho por la sola consideración del peligro en que me hallaba. Pero cuando vi que con toda perversidad se valía de la desgracia ajena para enviar a un inocente al patíbulo, procedí sin el más mínimo remordimiento. Titlow siempre me pareció algo desequilibrado, y esta impresión contribuyó a que me percatase de la situación con mayor rapidez aún. En efecto, jamás pude comprender, y no lo comprendo ahora, qué motivos pudieron guiar a Titlow para asesinar primero al rector e inculparnos luego a Haveland y a mí… Pero comprendí que esto era, precisamente, lo que proyectaba.
»Es extraordinario comprobar que, en un ambiente conocido y pacífico, vemos ciertas cosas sin experimentar alarma alguna La noche del martes vi a Titlow arrastrando el cuerpo de Umpleby a través de Orchard Ground, y nada sospeché. Parece increíble. Pero es verdad: he aquí cómo sucedió. Alrededor de las 10.40 decidí ir a la portería para reclamar un envoltorio de pruebas. Eran las galeradas de mi nuevo libro, y mientras esperaba con impaciencia su llegada recordé ciertos pasajes que me producían inquietud: esas ideas, sin duda, embargaban mi mente cuando salí de Little Fellows. Pero no estaba tan distraído como para no ver a Titlow y no darme cuenta de lo que hacía Estaba en el huerto, a cierta distancia del edificio, pero no muy lejos, pues la luz que de éste provenía era suficiente para que yo viese lo que estaba haciendo. Arrastraba hacia Little Fellows un cuerpo inerte. Como acabo de decirles, el asunto no me preocupó. Para decir verdad, mi mente alteró la imagen que acababa de ver y le dio una explicación sencilla y casi normal. Pensé que Titlow había encontrado a alguno completamente ebrio en mitad del huerto, y caritativamente lo estaba ayudando a volver a sus habitaciones. Basta reflexionar un momento para comprender que esto sólo hubiera sido extraño, y el que yo haya inventado y aceptado esta interpretación antes de detenerme al comprobar un hecho desconcertante, pero corriente. Estuve a punto de detenerme, a mi vuelta, para ofrecer ayuda. Luego me dirigí hacia la portería sin pensar en otra cosa que en los párrafos de mi libro que aún me preocupaban.
»Luego sucedió algo que reviste verdadero interés científico. El portero, que, como saben, es hombre muy minucioso, insinuó que yo acababa de telefonear al rector, cosa absolutamente falsa. En circunstancias normales hubiera pensado en un error: quizá hubiera buscado el origen de ese error; probablemente, como estaba a la sazón absorbido en otro orden de ideas, hubiera dejado pasar el asunto. Pero en esta ocasión me sentí alarmado, sumamente alarmado. Y al cabo de un momento de introspección, profesional sin duda, relacioné mi temor con lo que acababa de ver en Orchard Ground. Dos hechos desconcertantes acababan de entrar en contacto, y no produjeron asombro, sino fuerte agitación. Inmediatamente se corrigió la imagen deformada de cuanto había visto. Me di cuenta de lo que había estado haciendo Titlow: arrastraba por el huerto, furtivamente, un cadáver. Idéntica impresión siniestra se relacionó con el raro episodio del teléfono. Un ciego instinto de conservación me impulsó a no negar nada al portero. Salí de la portería con la cabeza hecha un torbellino. Había comprendido con horrenda precisión que en este tranquilo establecimiento, en el cual ha transcurrido la mayor parte de mi vida serena, se agazapaba el peligro. La idea era fantástica. Pero éste era un aspecto del que me percataba intelectualmente; su realidad, en cambio, era inmediata y aplastante…, la sentía en mis venas como un torrente helado.
»Difícil resulta decir qué me impulsó a actuar como lo hice. Supongo que reconocí a quien Titlow arrastraba, y ese reconocimiento descendió enseguida a mi subconsciente. Sea como fuere, al regresar mecánicamente a Little Fellows golpeé en los cristales de las grandes ventanas de la rectoría…, y miré hacia dentro. Mis ojos divisaron entonces horrores muy reales. Umpleby yacía en el suelo, con la cabeza extrañamente envuelta en una toga. Me dirigí hacia él e intenté escuchar el latido de su corazón: estaba muerto. Cuando me enderecé nuevamente, vi los macabros dibujos y los huesos…
»Semejante situación haría pensar rápidamente al más estúpido. Lo pensé todo en menos de treinta segundos. Titlow y el cadáver de Umpleby; mi propia inconsciencia; esta escena fraguada con los huesos que, según bien sabía, pertenecían a Haveland. Estaba dando a una vieja y olvidada dolencia de Haveland el más villano de los usos que hombre alguno puede concebir. Pero había procedido con cierta ignorancia de la psicología. A mí me constaba como verdad científica que Haveland no era capaz de asesinar a Umpleby y delatarse luego deliberadamente de esa forma. Aunque no hubiese descubierto a Titlow en pleno crimen, no me habría engañado… Sin embargo, las verdades científicas no suelen ser verdades de derecho.
»Recordé entonces la falsa llamada telefónica, que no podía llamarla de otro modo. Eso no tenía más que un sentido: se me implicaba a mí también. Entonces comprendí la inminencia del peligro. Si un individuo de la inteligencia de Titlow había proyectado semejante locura, lo habría hecho bien. ¿Cómo saber qué otros detalles había fraguado, qué nuevas pruebas había urdido? Sólo sabía que unos minutos después se descubriría todo. Era menester obrar en ese lapso brevísimo. Me bastó reflexionar unos minutos para comprender que sólo me quedaba una manera de huir. Era indispensable imputar el crimen al desdichado que lo había cometido.
Empson, que hablaba con el más seco de los tonos, hizo una pausa. Y Deighton-Clerk logró exclamar:
—¡Empson, usted también nos dirá!…
—Que hice lo que usted mismo habría hecho —repuso el aludido— si lo hubiera meditado. Comprenda mi situación. Había tropezado por mera casualidad con un habilísimo ardid mediante el cual se trataba de inculparnos a Haveland y a mí, en la proporción o relación que fuese. Nada me impulsaba a suponer que bastaría dar la voz de alarma en ese instante para hacer abortar los planes de Titlow. Ni que la policía lograría resolver tan ingenioso rompecabezas, preparado por un hombre de su inteligencia. Creo que nadie podría prever la llegada de un oficial tan perspicaz como míster Appleby.
»Pues bien, se me ocurrió una treta, la misma que Titlow, si hemos de atenemos a su ingenioso relato, atribuye a Pownall. Era menester presentar como un hecho evidente que Titlow había dado muerte a Umpleby: partí de este postulado. Y, aunque no me era posible mostrar cómo Titlow mató al rector, podía en cambio mostrar cómo evitaba ser acusado. Podía atribuirle una coartada fabricada por su propia mano. Di por sentado que él continuaría procediendo normalmente, y que se presentaría en casa del rector a las 11, como de costumbre. Si lograba fingir el asesinato de Umpleby, simulando que había perecido en el momento en que Titlow y Slotwiner estaban en el vestíbulo, y disponía las cosas de tal modo que la estratagema fuese descubierta, habría logrado mi propósito.
»En ese instante recordé un incidente ocurrido hace justamente un año. Titlow suplía al decano, y tuvo oportunidad de recoger unos fuegos artificiales de propiedad de un alumno. Tenía motivos para creer que aún los conservaba en un cajón de sus habitaciones… Dos segundos más tarde, mi plan estaba trazado.
»Salí sigilosamente del despacho, traspuse la puerta y entré en esta misma sala, a la sazón desierta, tomé un cabo de vela de uno de estos candelabros que están sobre la mesa. Regresé a mis habitaciones, y aguardé, con la puerta abierta, para oír lo que hacía Titlow enfrente. Pronto, tal como lo esperaba, salió; evidentemente se proponía fingir que realizaba su acostumbrada visita a Umpleby. En cuanto estuvo al pie de la escalera, entré en su habitación y al cabo de unos segundos había hallado lo que necesitaba: una luz de artificio de las más sencillas en su mecanismo de explosión. Seguí sus pasos y me hallaba en el despacho antes de que él pudiera llegar al portón occidental. Tenía un minuto y medio de tiempo. Corrí hacia el extremo de la habitación, encendí la vela, la fijé sobre la superficie de una de las bibliotecas giratorias y la oculté tras unos cuantos volúmenes escogidos al azar. Luego esperé hasta que oí que el mayordomo abría la puerta principal, en ese instante encendí la mecha del cohete con la llama de la vela (esto estaba destinado a sugerir una suerte de tosco fusible), y dejé el cohete detrás de los libros. En ese momento salí de la rectoría lo más rápidamente que mi pierna enferma me lo permitió… Creo no haberme equivocado.
—Míster Pownall —dijo Appleby.
—Lo que hice la noche del martes —comenzó a decir Pownall— lo hice únicamente basado en mi certidumbre de que Haveland había asesinado al rector y estaba tratando de imputarme el crimen.
Deighton-Clerk lanzó un quejido; Barocho asintió con un movimiento de cabeza; Curtís se despertó y tomó rapé. Con su característica lentitud y extraña suavidad, las manos juntas y la cabeza ligeramente inclinada, Pownall contó su historia.
—En la confusa versión que el profesor Empson acaba de narrarnos, ha dicho que es posible encontrarse ante un caso extraordinario sin darle mayor importancia, siempre que uno carezca de motivos para abrigar sospechas. Así comenzaron mis aventuras de esa noche. Como los presentes saben, tengo la costumbre de acostarme excepcionalmente temprano, a veces a las 9.30. El martes me retrasé un poco: debían de ser las 10 cuando salí de mi cuarto y me dirigí a la despensa para buscar un poco de agua caliente. Al pasar, oí que alguien hablaba por teléfono desde la habitación de Haveland, situada frente a la mía. Sólo oí una voz que decía: «¿Es usted, señor rector?», y pasé de largo. Pero era la voz de Empson, y me extrañó que telefonease desde la habitación de Haveland. Creo que permanecí unos treinta segundos en la despensa, sin perder de vista el vestíbulo durante ese ínterin. A mi vuelta, nada oí, pues la puerta de Haveland estaba cerrada, y no entreabierta como antes. Pero vi algo que enseguida me pareció raro… y que debió haberme parecido muy curioso. Al levantar los ojos, en el momento de penetrar en mi cuarto, vi a Empson en el primer piso. Bajaba la escalera, sin duda para sacar carbón del depósito que hay en el rellano. Me pregunté cómo se las habría arreglado para subir sin ser visto por mí, pero la idea no me preocupó lo suficiente como para comprender que eso hubiera sido materialmente imposible.
»Me metí en cama y, según mi costumbre, quedé instantáneamente dormido. Pero el extraño episodio se grabó en mi cerebro y reapareció en mis sueños. Soñé que alguien hablaba con una voz rara, que no era natural, y en el mismo sueño se mezcló un ruido que, según creo ahora, fue el del disparo que mató a Umpleby. Continué soñando que alguien, o alguna cosa, se aferraba a mis muñecas. Entonces desperté, seguro (como le he explicado a míster Appleby) de que alguien había estado en mi cuarto.
»No pretendo explicar lo que acaba de narrarnos Titlow pero los detalles que él menciona: las manchas de sangre y las páginas del diario, los encontré en mi habitación. Corrí entonces hacia fuera, encontré el cadáver del rector… ¿Han comprobado ustedes cuán vívidamente vuelven a nuestra memoria las voces escuchadas? En ese instante recordé exactamente lo que había oído esa misma noche, y tuve la absoluta certidumbre de que no era la voz de Empson, sino la de Haveland que imitaba a Empson. Bajo ese disfraz, lo veía claramente, Haveland atrajo al rector desde su despacho hasta Orchard Ground. Una vez allí, lo mató de un tiro, y ahora trataba, aunque no sabía por qué medios, de incriminarme.
»Haveland era un criminal. Al comprender esto, recordé un episodio que me había relatado Empson. Todos lo oímos la otra noche: fue esa extraña frase que Haveland lanzó al rostro del rector, diciéndole que ojalá se hundiese en uno de sus propios sepulcros. Eso me dio una idea: vi que podía salvarme y, al mismo tiempo, contribuir a que se hiciera justicia.
»Corrí a la habitación de Haveland. Había salido. Me apoderé de los huesos, corrí con ellos al depósito y los arrojé sobre la silla de ruedas. Luego empujé ésta hacia el huerto, alcé el cadáver cuya cabeza envolví en la toga de Barocho y penetré con mi carga en mi propia habitación. Segundos después oí que Haveland volvía. Tan pronto como cerró su puerta, salí de nuevo y llevé apresuradamente mi lúgubre cargamento hasta la rectoría. Pueden ustedes imaginar lo demás. No habían transcurrido aún seis minutos desde que encontré el cadáver y descubrí lo que me amenazaba, cuando había dispuesto, en el despacho, una versión muy aceptable de lo que había sugerido su asesino al hablar de «los horribles sepulcros». Me pareció que no quedaría lugar a dudas.
Hubo un nuevo silencio en el salón. El decano dijo, por último:
—Míster Appleby, ¿cómo explica usted este revoltijo de contradicciones? ¿Qué puede decirnos al respecto?
Y ¿dónde está Haveland? No se halla presente entre nosotros.
Todos miraron, mecánicamente, hacia la cabecera de la mesa donde, dos noches antes, estuvo sentado Haveland, frente al inspector. El lugar estaba ahora ocupado por Ransome, quien, al sentirse de pronto convertido en blanco de todas esas miradas escrutadoras, exclamó alarmado: «¡Por favor!…». Serenamente, Appleby se preparó a responder a las preguntas de Deighton-Clerk.
—No existe contradicción alguna, señor decano. No hemos oído sino la verdad, en cuanto se refiere a las actividades de cada uno. Quiso la casualidad que, durante la noche del martes, uno de los profesores estuviera presente en Orchard Ground y presenciara una serie de episodios que corroboran perfectamente cuanto acabamos de oír. Lo que ese caballero me refirió me pone en condiciones de explicar los relatos escuchados.
»He aquí, señor decano, los hechos. Repito que todos han narrado verbalmente su propia versión. Pero todos obraron partiendo de bases contradictorias, que no reflejaban la verdad de lo sucedido…; tales errores fueron deliberadamente provocados por el asesino, los unos; y los otros nacieron de la fatal equivocación de míster Titlow… Pregunta usted por míster Haveland. Haveland, asesino de su rector, se mató hoy, mientras ofrecía resistencia a quienes fueron a detenerlo.
—Haveland mató al rector —continuó Appleby—, pero no tuvo jamás la menor intención de firmar el crimen cometido. El profesor Empson, con toda la autoridad de su preparación científica, estaba dispuesto a sostener que era incapaz de semejante cosa. Pero Empson, aunque reaccionó con apasionamiento contra lo que suponía un villano plan destinado a inculpar a Haveland, no quería discutir, ni siquiera en líneas generales, el problema de la normalidad de su colega; intuía que una investigación de esa naturaleza apartaría la atención del profano de la única certidumbre científica que le parecía importante: Haveland no era de aquellos que se delatan voluntariamente. Sin embargo, no fue ésta la verdad fundamental que él suponía. Fue esta otra: Haveland era uno de esos anormales que no pierden jamás contacto con la razón, aunque sea un contacto remoto. ¿Cuál fue el motivo que le impulsó? Usted, señor decano, me manifestó que era el candidato indicado para la rectoría, y supe por una observación de Curtís, que me fue transmitida por el inspector Dodd, que Empson estaba en el mismo caso. Cuando Haveland se propuso asesinar a Umpleby y dejar que la acusación recayera sobre Empson (ya que ése fue el primitivo proyecto), obraba con una mezcla de imbecilidad moral y clarividencia lógica que es característica de su tipo.
»Tenía notables dotes de imitador: aquí, en esta habitación, escandalizó a todos hace dos noches con una breve parodia de míster Deighton-Clerk…; fue tan perfecta la imitación que interesó enseguida a quien, como yo, repara en esas cosas… Telefoneó, pues, al rector, a las 10 de la noche, imitando la voz de Empson y utilizando el conmutador de la portería a fin de que se recordara luego esa llamada. Umpleby vino a Little Fellows a reunirse con Empson, según creía, poco después de las 10.30. El plan de Haveland era sencillísimo. Se ocultó en el huerto hasta que vio llegar al rector, y luego, recurriendo una vez más a la treta de la voz fingida, imitó a Pownall, y logró así que Umpleby se internara en las tinieblas de Orchard Ground. Protegido por el estruendo del tránsito de la calle de las Escuelas, lo mató de un disparo y dejó el revólver junto al cadáver. Puedo probarles que se las había ingeniado para que las impresiones digitales de Empson apareciesen en la culata del arma. Cometido el crimen, fue directamente a visitar al decano, estuvo unos diez minutos en su compañía y volvió enseguida a sus habitaciones. Así terminaron sus actividades. La fuerza de su proyecto residía, como les he dicho, en su absoluta sencillez.
»Míster Titlow halló el cadáver a las 10.40 y, por desdicha, supuso que míster Pownall había sido el asesino. Por ello adoptó la extraordinaria resolución que todos conocemos, para asegurarse de que Pownall no quedaría impune. Al hacerlo, despertó a éste, quien dedujo inmediatamente y con acierto que Haveland era el asesino, pero erró en cambio al suponer que Haveland había querido incriminarle a él. Pownall acertó al buscar la causa de aquella llamada telefónica que había sorprendido, pero jamás sospechó que Titlow intervendría en el asunto. Procedió con rapidez, y de acuerdo con el proyecto que forjó, a las 10.50, antes quizá, el cadáver y los huesos estaban en el despacho de la rectoría, justo a tiempo para que Empson descubriese la estratagema.
Y Empson, que había visto a Titlow en el momento en que arrastraba el cadáver hacia Little Fellows y estaba además alarmado por el asunto del falso mensaje telefónico, dedujo que Titlow había asesinado al rector y tramaba a la sazón un plan que llevaría a la ruina a Haveland y quizá a él mismo. Por ello elucubró un nuevo plan que devolvería la acusación a Titlow…, a pesar de lo cual este último, al hacer irrupción en el despacho de Umpleby, descubrió la treta del falso disparo a tiempo, y borró casi todas las huellas que dejara.
»El resultado de estas sutiles artimañas, caballeros —concluyó Appleby secamente—, ha sido una compleja labor de investigación. El doble proceso dejará en claro la insania que acarreó la muerte del doctor Umpleby… Nada más puedo agregar ahora.
Hubo un silencio, el más prolongado de la velada. Luego Deighton-Clerk hizo una seña a Titlow y éste tocó un timbre. La puerta de comunicación se abrió silenciosamente.
—¡El café está servido!