—SIEMPRE ME HA parecido —comenzó a decir el profesor Curtis— que al jubilarme de mi cátedra, lo mejor que podría hacer era formar un hogar. La verdad es que mi matrimonio, como usted acaba de ver, aunque reciente, ha precedido a mi jubilación.
Y el profesor se acarició plácidamente la barba, contemplando a su huésped con aire de serena inteligencia. Con uno de esos breves proemios, llenos de claridad, iniciaba sin duda sus explicaciones didácticas sobre los misterios de la cancillería pontificia.
—Quizá encuentre usted singular, míster Appleby, el hecho de que yo no haya comunicado a mis colegas este pequeño acontecimiento familiar. Pero, veamos, puedo muy bien, ¿no es así?, invocar un precedente. Sin duda recuerda usted a nuestro querido y viejo Lethaby, que fue deán de la catedral de Plumchester. Era profesor honorario de esta casa, y durante diez o doce años participó de nuestras sobremesas y reuniones semana tras semana. Pues bien, sólo cuando murió y Umpleby concurrió a su entierro, nos enteramos de que estaba casado. Nunca nos lo había dicho.
»En mi caso particular, comprendí que anunciar públicamente mi matrimonio me acarrearía algunos inconvenientes que no puntualizaré. Por ello decidí mantenerlo en secreto durante el período que me falta, y que es ahora de unos pocos años lectivos.
—Mistress Curtis —interrumpió Appleby suavemente— está, por supuesto, de acuerdo.
—Mi esposa, como usted dice, no tiene inconveniente. Es una mujer de grandes méritos, míster Appleby, y me alegro de que haya tenido el gusto de conocerla hoy. Todo esto, sin embargo, y a excepción de un detalle, no tiene ninguna relación con el desdichado episodio que le referiré a continuación. Comenzaré por decirle lo siguiente: pronto verá usted la importancia que revistió. Mantener oculto mi casamiento implicaba vencer ciertas dificultades que usted no puede menos de comprender. Estas se han reducido a un mínimo merced a la circunstancia de que poseo, en mis propias habitaciones, una salida cómoda y secreta que me permite abandonar la universidad.
—Sí —dijo Appleby—, la conozco: la carbonera.
—Precisamente. Su verdadero destino es ése. He carecido de llave durante largo tiempo y esta salida subrepticia —aquí Curtís pareció irradiar satisfacción ante su pequeña broma— me ha sido sumamente útil. He podido fugarme dejando sin llave la puerta, aunque tal vez fuera más exacto llamarla «abertura», que da sobre el pequeño callejón sin salida Pues bien —añadió ahora complacido—, llego a la parte más difícil de mi narración.
Appleby sacó lápiz y papel.
—Le suplicaré luego que firme su declaración —dijo—, y me veo en la obligación de advertirle que…
—Ya sé, míster Appleby, ya sé —asintió amablemente Curtís—, y mucho me temo que no estoy muy bien con la ley. Pero todo ha sido tan desconcertante, tan inesperado, que me he mantenido en guardia durante los dos últimos días para ver el cariz que tomaban los acontecimientos. Creo que estas palabras lo expresan bien: el cariz de los acontecimientos.
—Los acontecimientos, profesor, se hubieran definido mucho antes quizá si usted nos hubiera suministrado inmediatamente los detalles que conoce.
—Mister Appleby, confieso que su observación es muy justa. Pues bien, iré al grano…
Y el profesor Curtís, después de una pausa que dio todo su valor a tan audaz vulgarismo, inició su declaración.
—Los datos que poseo, si es que se puede llamar así a un confuso encadenamiento de impresiones sobre los hechos que tuvieron lugar durante la noche del martes, los adquirí en forma completamente casual. Poco después de las 10, según creo, decidí hacer una visita a Titlow. No se trataba de una visita de índole puramente social. Hacía ya tiempo que me preocupaba cierto pasaje difícil de un manuscrito carlovingio, y se me ocurrió de pronto que tal vez Titlow pudiera ayudarme. Claro está que no es, en sentido alguno, un paleógrafo, pero en cambio es un experto en epigrafía, por eso pensé que podría sacarme de apuros. La idea me entusiasmó y, poniendo el documento en mi bolsillo, salí inmediatamente. Pero no me dirigí directamente a sus habitaciones, y allí está, precisamente, el busilis.
»Estaba en Orchard Ground cuando me asaltó la idea de consultar a Umpleby. No es que estuviese en todo de acuerdo —añadió el profesor Curtís con severidad— con nuestro último rector: hacía algunos años que se complacía en transformar cada controversia en una disputa, cosa siempre peligrosa, míster Appleby, e inconveniente en un erudito. Pero Umpleby era hombre de extraordinaria inteligencia. Como mi problema me tenía muy nervioso, y vi luz en su despacho, golpeé el cristal de los ventanales (lo cual, considerando que nuestras relaciones no eran muy íntimas, resulta quizá un tanto atrevido), y, en una palabra, entré y consulté su opinión. Era muy cortés, y se interesó enseguida por el caso. Es menester confesar que nuestro difunto rector estaba genuinamente interesado en fomentar la investigación y el estudio; supongo que estudiamos el documento durante unos diez minutos.
—¿Eso les llevaría —interrumpió Appleby— hasta las 10.25, aproximadamente?
—Hasta las 10.25, aproximadamente. Umpleby me dio una o dos indicaciones de interés, y luego me separé de él para consultar a Titlow, como había sido mi propósito inicial. Me retiré por donde había entrado, es decir, a través de los ventanales, y ésa fue —añadió Curtís, como si recordase la fórmula correcta, reminiscencia quizá de sus lecturas de Pentreith— la última vez que vi a Umpleby vivo.
»Bien, fui derecho al cuarto de Titlow. Mejor dicho, y perdone usted la poca claridad con que me expreso, no fui directamente a ver a Titlow. Porque, cuando me adelantaba hacia Little Fellows, se me ocurrió que, además del documento en cuestión, me hubiera sido útil traer conmigo otros documentos que ejemplificaran problemas análogos. Recorrí, pues, el huerto en la oscuridad con el propósito de volver a mis habitaciones pasando por el portón del este y obtener lo que necesitaba. Me había olvidado por completo, como es natural, de la molesta circunstancia de que esos portones se cierran a las 10.15. Me dirigí hacia el portón cerrado tan abstraído, que no sé cómo no me lastimé. Al comprobarlo, volví a Little Fellows: si los otros documentos resultaban indispensables, Titlow, que poseía una llave, me acompañaría a mi cuarto. Cuando estaba una vez más a mitad de camino, rumbo a la residencia de profesores, experimenté la primera conmoción fuerte.
—¿Podría calcular la hora —inquirió muy serio Appleby— en que experimentó esa primera conmoción fuerte?
—Me parece que sí. Muy pronto saldría por completo de mi distracción, y esa atención, merced a una labor retrospectiva de la inteligencia, parece incluir los sucesos cronológicamente anteriores. Recuerdo que la campanada de las 10.30 sonó un momento antes de mi colisión contra el portón del este. Y, andando a oscuras, debo de haber tardado unos tres minutos, ¿no le parece?, en llegar a Little Fellows.
»En ese momento, míster Appleby, divisé a Haveland. Estaba de pie, junto a la puerta de entrada del edificio, y la luz del vestíbulo le iluminaba; la luz no era clara, pero sí suficiente. Creo que distinguí la expresión de su rostro, pues me impresionó muchísimo: no se explica de otra manera que me haya detenido en seco. Un segundo después advertí lo que tenía en la mano. Sostenía una pistola con ambas manos, con mucho cuidado.
La estaba examinando, según me pareció, con una suerte de fascinación. Pero se detuvo apenas un instante; segundos después desapareció en las tinieblas, para reaparecer enseguida y entrar luego en el edificio.
»Haveland, como usted sabe, padeció en otro tiempo un desequilibrio nervioso, y mi primera idea fue que iba a atentar contra su propia vida. Convencido de esto, estuve a punto de precipitarme tras de él en la casa cuando experimenté otra impresión igualmente horrible. Tuve la impresión clarísima de haber oído un disparo. Mi mente distraída lo catalogó entonces entre los ruidos de ese abominable tránsito callejero que atormenta actualmente a la Universidad. Pero en ese instante comprendí que era un disparo. No podía precisar cuándo lo había oído: podía haber sido en cualquier momento posterior a mí salida de la rectoría.
»Entonces, míster Appleby, tuve un gesto de debilidad. Sé que mi deber me aconsejaba abordar inmediatamente a Haveland, o bien buscar ayuda por otro lado. Pero experimenté un acceso de timidez o natural indecisión, y comencé a pasearme en la oscuridad del huerto para reflexionar. Estaba perplejo, pero ¡cuánta perplejidad me esperaba todavía!
El profesor Curtis se detuvo y dirigió una tranquila sonrisa a Appleby. Luego continuó:
—Muy agitado, anduve de un lado a otro durante unos cinco minutos, poco más o menos…
—Las 10.30 o las 10.40 —comentó Appleby.
—Por fin decidí consultar a Titlow sobre tan inesperado incidente. Titlow es el más antiguo de los profesores y hombre de inteligencia brillante, aunque algo superficial; me pareció persona adecuada, y conveniente al mismo tiempo, para confiarle lo sucedido. Volví, pues, sobre mis pasos, rumbo a Little Fellows, y advertí por segunda vez algo extraordinario. Titlow en persona salía del edificio arrastrando lo que me pareció ser un cuerpo humano. Lo llevó hasta dejarlo fuera del círculo de luz, junto a la puerta, lo arrojó al suelo, ni más ni menos que como si se tratara (según la expresión vulgar) de un saco de carbón, y desapareció en el interior de la casa. Quedé muy impresionado.
»Me humilla pensar —prosiguió Curtis, con la más perfecta calma— que aunque mi obligación se me presentaba con claridad, dejé una vez más de cumplirla. No me cabe duda de que debería haber corrido hacia la víctima para prestarle toda la ayuda que estuviera a mi alcance. Pero tenía la horrible convicción de que el cuerpo que acababa de ver era un cadáver, y estaba además grandemente perturbado. Retrocedí una vez más, internándome en el huerto, y minutos después recuperé la calma necesaria para tomar una determinación. Comprendí que lo mejor, en tan graves circunstancias, era dirigirme directamente al rector. Atravesé Orchard Ground, rumbo a su despacho… Me permito recordarle, míster Appleby, que el horror que me causaban tales acontecimientos se veía acrecentado por la densa neblina en que me veía envuelto.
»El despacho del doctor Umpleby estaba solitario, y al descubrir esto recordé, en medio de mi turbación, que me había dicho que su propósito era visitar a Empson sin pérdida de tiempo. Pocos minutos después de mi partida, él también debió de haber salido por los ventanales. En aquel instante yo no sospechaba aún su triste suerte, y comprendí que sólo me quedaba volver enseguida a Little Fellows. Salí una vez más por los ventanales y sólo avancé unos pasos cuando advertí que un objeto misterioso se movía en la oscuridad, en dirección a mí. Estaba tan turbado que abandoné enseguida el camino y no di señal alguna de mi presencia. El objeto resultó ser una especie de vehículo; instantes después se detuvo ante los ventanales del despacho de Umpleby y advertí sonidos que delataban un intenso esfuerzo físico. Las cortinas se descorrieron fugazmente, y me mostraban otro espectáculo desolador: Pownall sacaba de una silla de ruedas el cadáver de Umpleby y desaparecía, con su lúgubre carga, en el interior de la habitación.
»No me detendré —anunció el profesor, que justamente acababa de hacer una larga pausa, después de trazar este horrendo cuadro—, no me detendré a analizar mis sentimientos. Sólo agregaré que huí, y pasé varios minutos muy acongojado en medio de las tinieblas del huerto. Finalmente corrí una vez más hacia Little Fellows para pedir consejo, y, estoy a punto de agregar, protección, a Empson. En medio del infierno en que me hallaba prisionero, y no considero esta expresión demasiado fuerte, me pareció evidente que sólo quedaba un hombre cuerdo. Subí las escaleras a la carrera, hasta las habitaciones de Empson. Había salido. Mi último recurso había fracasado. No me agradaba pensar en el despacho de Umpleby…, pero Little Fellows me desagradaba más aún. Me apresuré a buscar refugio nuevamente en la arboleda, y allí formé lo que creo era el proyecto más razonable que podía seguir. Resolví esperar unos minutos, para dar tiempo a que Pownall saliera del despacho, penetrar luego en él y pedir auxilio a la servidumbre del rector. Consulté, pues, mi reloj y dejé pasar cinco minutos. Luego me aproximé al despacho de Umpleby con audacia, según me atrevería a decir…
—¿Qué hora era? —había un temblor de excitación en la voz del inspector.
—Faltaban dos o tres minutos para las 11. Atravesé resueltamente los ventanales y hallé el cadáver de Umpleby, en medio de un montón de huesos. Pero divisé algo más desconcertante todavía. Al otro extremo de la habitación, junto a una de las bibliotecas giratorias, y tan absorto en su ocupación que no advirtió siquiera mi presencia… ¡estaba Empson!
»Me quedaron las fuerzas suficientes para salir silenciosamente de la habitación cuando, empleando una locución corriente, perdí el dominio sobre mí mismo. Estaba, como acabo de decirle, prisionero; mi único camino para salir de Orchard Ground atravesaba la rectoría y estaba bloqueado por la presencia, la siniestra presencia, como no puedo menos de calificarla, de Empson. Para un viejo catedrático que está a punto de jubilarse, míster Appleby, es cosa desconcertante hallarse de pronto encarcelado en el patio de la Facultad, en compañía de una pandilla de criminales locos.
El profesor Curtís se sumió durante unos instantes en la reflexión de este esfuerzo lingüístico. Luego prosiguió:
—Me es imposible describir en forma coherente mis actividades durante la media hora siguiente. Sé que, poco después de abandonar la rectoría, oí un nuevo disparo; me acuerdo apenas de haber vagado, en medio de mi desesperación, por el huerto. Sólo recuperé el dominio de mí mismo cuando escuché voces y una suerte de conmoción general. Estaba entonces en el confín más alejado de Orchard Ground, junto a la puertecilla que da a la calle, y de pronto comprobé que la puertecilla se entreabría. A la luz del farol de la calle divisé una persona con barba y bigotes a quien no reconocí. Ese caballero penetró con desconfianza en el huerto y, al oír gritos, pareció asombrarse y se detuvo. Pero ésa era mi oportunidad, me precipité hacia la puerta y logré escapar en el preciso instante en que se cerraba. Tal era mi indisposición nerviosa que no me sentí capaz de adoptar otra actitud. Minutos después, exhausto, penetré en mis habitaciones pasando por la carbonera.
Y desde ese momento he esperado, tal como le expresé, el giro que tomasen los acontecimientos; y aguardo aún hasta que esa horrenda conspiración quede desenmascarada.
—No hubo conspiración alguna —dijo Appleby.
Después de Curtís, Barocho. Él también confirmó ciertos datos.
Efectivamente, al fin logró recordar dónde había olvidado su toga: en las habitaciones de Pownall… Sí, sus preguntas capciosas de la noche anterior, en la mesa, estaban dirigidas contra Titlow. Resulta interesante estudiar las reacciones de los demás, y a partir del momento del crimen, Titlow invitaba a la experimentación.
—Pero ¿usted sabía que, según se creía, había sido materialmente imposible para Titlow dar muerte al rector?
—No. Desconocía los detalles. Pero no se trata de eso. Titlow no es de los que proyectan un asesinato.
Y entonces Appleby formuló la pregunta fundamental:
—¿Le parece a usted que los Titlows serían capaces de falsificar un texto?
Barocho reflexionó y comprendió.
—Los Titlows —dijo, al cabo de un rato, acompañando sus palabras con un gesto que abarcaba todo el mundo académico implícito en la frase de Appleby— no falsificarían un texto, porque ese texto pertenece al reino de la ciencia pura, a la que jamás traicionarían. En ese terreno, no hay motivos de conveniencia. Pero en el mundo de la realidad, la ciencia no es serena; la enturbia a menudo la maldad o la estupidez de los hombres. En el mundo las armas propias de él pueden resultar indispensables para reivindicar la verdad, y en tal caso, la necesidad justificaría su empleo. Los Titlows no consideran al mundo, su mundo, quizá, señor, ni comprensivo, ni tenaz en la búsqueda de la verdad. Ellos mismos viven alejados del mundo, demasiado remotos hoy en día. Y cuando el mundo les enfrenta repentinamente, y se ven ante una crisis o deben tomar una resolución, reaccionan en forma indecisa, vaga, como los niños… Pero el mundo es infantil a los ojos de ellos en lo que respecta a inteligencia y labor mental constante y tenaz. Por eso, aunque incapaces de falsificar un texto para engañar a sus colegas, para guiar al mundo serían muy capaces de… publicar una edición abreviada.