EN ESA SEGUNDA y última mañana de estancia en la Facultad de San Antonio, Appleby fue saludado, lo mismo que el día anterior, por Dodd, que le hizo una visita matutina. Los ladrones estaban a buen recaudo; habían caído en una magistral emboscada aquella misma madrugada. Como consecuencia de ello, Dodd estaba de un humor jactancioso y extraño. Fingió gran interés por la seguridad personal de Appleby durante la pasada noche, registró el cuarto para ver si le habían robado algo, y luego, cambiando de tema, le preguntó cómo iban sus estudios, qué opinaba de las clases, y cuándo se graduaba. Por último, y después de reír largo rato de sus propias bromas, preguntó quién había matado al doctor Umpleby.
—No sería difícil —dijo Appleby cautelosamente— que hubiese sido Ransome.
—¡Ransome!
—Así es. Ransome ronda hace días, con un bigote postizo. Fue él quien me dejó sin conocimiento la otra noche.
—¡Ahí tiene usted! —dijo enfáticamente Dodd—. ¿Recuerda lo que le dije, cuando nos aseguraban que estaba en Asia? ¡Qué sarta de embusteros!
—También es posible que haya sido Titlow; es bastante probable que haya sido él, ¿sabe?
Dodd había oído lo suficiente la tarde anterior para captar al momento el sentido implícito de sus palabras.
—¿De manera que el disparo fue una farsa? —preguntó.
—Exactamente.
De pie ante la chimenea de Appleby, Dodd parecía a punto de estallar de satisfacción.
—Es posible —anunció— que pueda ayudarle en esto.
—¿Han estado haciendo un poco más de «trabajo sucio», según lo define usted? —preguntó Appleby, con una sonrisa.
—Ha sido cosa de Kellett. Es hombre concienzudo. Ha efectuado una revisión esta mañana.
—¡Ah! Y yo dormía profundamente otra vez. ¿Y qué es lo que Kellett ha encontrado hoy?
—Kellett —repuso Dodd muy serio— pensó que no estaría de más revisar los desagües. Es curiosa la importancia que suelen tener a menudo los desagües. Pues bien, estaba explorando un hueco de ventilación, o algo parecido, en Orchard Ground, cuando dio con esto.
Y sacó del bolsillo un grueso alambre, enroscado.
—¿Kellett lo encontró así, enroscado?
El policía asintió, y Appleby, después de una pausa, dijo:
—Me parece muy corto para ser útil. No veo cómo…
—Podríamos imaginar —sugirió Dodd— una especie de aparato, con pesas y cosas por el estilo…
—Podríamos imaginar —repuso su colega, con escepticismo— que fue el fontanero que limpió la cañería o el desagüe.
—¿Y dejó esto olvidado?
—Los fontaneros siempre se olvidan de un montón de cosas —dijo Appleby, con desgana; parecía estar pensando en otra cosa. Luego añadió—: Estará de acuerdo en que es difícil que un fontanero deje en la cañería un alambre enroscado de esta forma.
—¿Qué le parece, lo enviaremos a Scotland Yard para que lo fotografíen?
El inspector se sobresaltó primero, y luego rió.
—¿Qué noticias nos traerá su lúgubre sargento? —dijo—. Mientras llega, usted y yo entablaremos una seria conversación con el joven de los bigotes postizos.
—¿Conque en Asia, eh? —murmuró el inspector Dodd.
Hallaron a míster Ransome en sus antiguas habitaciones que daban al patio de Surrey, mientras hablaba por teléfono con el propietario de Las Tres Palomas. Parecía perplejo. Le aseguraba que era el huésped que se había marchado en tan extraordinarias condiciones la noche anterior; que su verdadero nombre era míster Ransome, de la Facultad de San Antonio; que todo estaba en orden; que no había ocurrido nada grave, que era una apuesta, y que necesitaba que le enviaran su equipaje. Esto, por parte de Ransome. Pero el nombre de la tristemente célebre Facultad de San Antonio, unido a tan peregrina historia, causó alarma a su interlocutor. Por eso, cuando Ransome se dirigió al encuentro de sus visitantes oficiales estaba encarnado y furioso. Sin embargo, se serenó instantáneamente, y les habló con inocente cordialidad.
—Oh, señores, vengan, por favor, ¡tomen asiento! Lamento muchísimo lo ocurrido la noche pasada; debí haberme disculpado ayer. Pero, ya saben ustedes, ese asunto del canasto era tan molesto que estaba indignado…, ¡y justamente antes de cenar! ¿Le hice mucho daño? Me temo que he cometido una acción vergonzosa. Supongo que me demandará usted. ¡Qué terrible! ¡Cuánto lo siento! Pero no debemos detenernos ante nada cuando se trata de nuestro trabajo, ¿no les parece? Bien, tanto como ante nada, no digo; nunca asesinatos ni nada por el estilo, pero cuando sólo se trata de derribar a un hombre, ¿no es así? Quiero decir, si se coloca usted en mi situación, ¿qué haría?
Esta disculpa ingenua y deshilvanada parecía sincera. Ransome era un joven rubio, de cabeza ovoide, vestido con desaliño; hacía muchos gestos al hablar, y daba la impresión de ser tan vago y desordenado como sus palabras. Sólo por un afortunado azar se explicaba que hombre tan distraído hubiera golpeado a Appleby con la fuerza necesaria para derribarlo y nada más; ciertamente no era capaz de planear por cuenta propia un robo magistral. Era un ejemplar característico del erudito en gestación, distante y caprichoso, que se apropiaba, deliberadamente quizá, de las ventajas que trae consigo ser «un tipo raro». Así era Ransome. O por lo menos, así era la apariencia que presentaba, según se dijo Appleby con cautela. Pero, presintiendo que Dodd estaba a punto de pronunciar un discurso amenazador sobre este asalto a un colega, se apresuró a decir:
—Dejemos de lado, por un momento, ese incidente secundario, míster Ransome. Lo que nos interesa es la muerte del doctor Umpleby. Estoy seguro de que usted comprende lo desagradable de su situación. Confiesa haber vivido, disfrazado, en las proximidades de la Facultad en el momento del crimen. Y no estaba en muy buenas relaciones con el difunto.
Ransome no disimuló su consternación.
—Pero ¿no se lo explicó Gott? ¿Nuestro robo, las coartadas y todo lo demás? ¿No le parece que todo está aclarado, y que estamos fuera del radio que a usted le interesa, por decirlo así?, ¿eh?
—Mister Ransome, la situación es sencillísima. Tiene usted que dar cuenta de sus actividades entre las 10.30 y las 11 del martes por la noche, si quiere quedar fuera de toda sospecha. Lo mismo digo con respecto a míster Gott… y a todos los demás.
—¡Santo Dios! —exclamó Ransome con la más ingenua de las sorpresas—, ¡y yo que creía que todo estaba aclarado, y que había sido Haveland, pobre viejo, sembrando huesos y cosas!
—Debe usted tratar de explicarnos sus actividades, por lo menos; eso es lo más prudente y razonable que puede hacer. El inspector Dodd, aquí presente, tomará nota de sus declaraciones. Debo añadir que cualquier declaración que usted formule puede ser legalmente utilizada como prueba en contra de usted.
¡Demonios! Necesito un poco de tiempo para acordarme de todo —y Ransome paseó su mirada por la habitación, con su aire distraído de siempre, aunque sin desconcertarse—. ¿No le parece mejor que usted o su colega me interroguen? Sería más concreto, más al caso, ¿sabe?
—Muy bien. Tengo entendido que usted llegó de Las Tres Palomas el martes por la noche.
—Sí, después de cenar. Tomé el autobús en la carretera; a las 10.30 en punto.
—¿Y qué hizo usted durante la hora siguiente, antes de iniciar sus exploraciones aquí, en la Facultad, a las 11.30?
La respuesta de Ransome fue inmediata, pero desconcertante:
—¡Traté de calcular las aptitudes eubeas!
La agitada respiración de Dodd indicaba su convencimiento de que se estaba jugando con la majestad de la justicia. Pero su colega hizo gala de una paciencia extraordinaria.
—¿Las aptitudes eubeas, míster Ransome?
—Así es. Claro está que no me especializo en el asunto, pero de pronto, mientras viajaba en el autobús, se me ocurrió una idea. Recordará usted que Boeckh señala la relación eubea con las aptitudes del aticismo, en su última etapa, como 100 a 72, y pensé que… —aquí Ransome se interrumpió, dudoso—. Aunque, en verdad, no sé si estas cosas le interesarán…
—Lo que me interesaría es saber dónde se sumió usted en esas meditaciones.
—¡Dónde! ¡Demonios! ¿Le parece que tiene importancia? Pero claro está, la tiene y mucha. Lo siento, no me acuerdo ni remotamente. Estaba distraído, tan distraído que casi me olvido del robo. ¡Y eso sí que era sumamente importante! Me acordé de que debía salir a escape. Eso le demostrará lo absorto que estaba, ya que tenía enorme interés en recuperar mis papeles de manos de ese viejo canalla… ¿Dónde habré estado?
—Quizá recuerde algún método que haya empleado para resolver su problema; por ejemplo, ¿no se sentó a escribir en alguna parte?
Ransome dio un brinco de alegría casi infantil.
—¡Naturalmente! —gritó—. Garabateé unas cifras en una especie de tarjeta o menú. Sí, me encaminé directamente a una confitería, ese pequeño salón de la calle Archer que permanece abierto hasta la medianoche. Y estuve allí todo el tiempo, hasta las 11.20. ¡Qué suerte haberlo recordado!
—¿Cree usted que lo recordarán los camareros?
—Estoy seguro de que sí, se acordarán de mis bigotes postizos también. Hubo un pequeño incidente. Me trajeron té de la India… En esa clase de lugares, es lo que acostumbran… ¿sabe?
Esta última frase fue dicha a manera de advertencia.
—Perfectamente, míster Ransome, en tanto se verifican sus declaraciones, no le molestaremos más. Sólo deseo preguntarle otra cosa. ¿Por qué pensó usted en míster Haveland como presunto asesino?
Ransome pareció afligido.
—¡Por favor! No suponga que acuso a Haveland de haber cometido un crimen. Son rumores que circulan, y nada más… Creo que se deben a que él estuvo, hace algún tiempo, algo desequilibrado.
—¿Ha pasado mucho tiempo desde entonces?
—Sí, bastante. Sin embargo, tuvo una pequeña recaída la última vez que estuve aquí; se repuso rápidamente. Es un buen hombre Haveland, conoce su Arabia palmo a palmo.
—¿Puede usted decirme algo más sobre su recaída?
—Creo que fue hace un par de años, más o menos. No se encontraba muy bien, y se retiró una temporada a cierta casa de reposo, situada bastante lejos de aquí; la del doctor Goffin, cerca de Bourford. Nadie se enteró del asunto. Yo estaba al corriente de todo y lo fui a visitar a escondidas. Pasó pronto.
—Comprendo.
—Oiga usted, míster Appleby, hay algo que me preocupa muchísimo. ¿Podré conservar mis cosas, quiero decir, los documentos que sacamos de la caja de caudales de ese viejo bribón?
—Mister Ransome —repuso el inspector muy serio—, le aconsejo que no mencione eso a la policía hasta que trate del asunto con usted. Muy buenos días.
—Tus observaciones sobre el texto —declaró Gott— son una perfecta calamidad.
—Sí, Gott —dijo mansamente Michael.
—Convéncete, Michael, de que careces de cerebro.
—Estoy convencido de ello.
—Conténtate con seguir el camino trillado y escribir bien. Escribes bastante bien, Michael.
—Sí —dijo éste algo dudoso.
—Déjate de analizar y te irá bien. Creo que hasta llegarás lejos.
La respuesta de Michael se diluyó en el silencio y el humo del tabaco. La solemne hora semanal que corona el sistema pedagógico iba a finalizar. El ensayo había sido leído y rigurosamente corregido. La crítica estaba hecha. Los diez minutos restantes estaban consagrados al silencio y a las pipas encendidas. De cuando en cuando se cruzaban frases triviales.
—Hoy es cinco de noviembre —anunció de pronto Michael.
Y como su preceptor no demostró interés alguno por esta observación, añadió:
—Los muy idiotas, con sus fuegos artificiales, y demás tonterías.
—Sin duda.
—Igual que en Chicago durante una batida de la policía. Disparos por todas partes.
Cierto.
—¿Se acuerda del año pasado, Gott? Titlow suplía al decano durante su ausencia, y Boosey Thompson le tiró un buscapiés; entonces Titlow entró en su habitación y le confiscó todos los cohetes y luces de Bengala que tenía.
—Muy poco edificante —repuso distraído Gott.
Pero de pronto clavó los ojos en su discípulo.
—Michael, ¿quién te ha metido en este asunto? —dijo.
—¿Quién me ha metido?…
—Mi estimado Michael, eres muy bueno. Pero, como acabo de indicarte, careces de cerebro. ¿Quién te ha estado metiendo ideas en la cabeza?
—La verdad es que fue David Edwards quien…
—La iniciativa de David Edwards —dijo Gott— será estudiada por las autoridades competentes.
Hubo una pausa, y luego Michael añadió:
—Otra cosa: David cree que es una lástima que no se nos haya informado mejor sobre las circunstancias que rodean la muerte del desdichado rector.
—¿Qué tiene que ver David Edwards con la muerte del desdichado rector?
—David opina que quizá podría suministrar datos preciosos… siempre que supiera cuáles son los datos de valor.
—Me cuesta creer que raciocine tan mal. Y ahora, ¡fuera con todo eso que te han estado metiendo en la cabeza!
—Creo —dijo Michael con respetuosa humildad— que se muestra usted grosero. Lo que sucedió fue esto. El martes por la noche, muy tarde, David trabajaba aún en la biblioteca. El doctor Barocho y varias personas más estaban allí, y David se había sentado encima de una de las prensas, frente al ventanal del Norte (ya sabe usted que a muchos les gusta sentarse encima de esas prensas); fuera había una densa oscuridad. De pronto, mientras David miraba casualmente por la ventana, vio un rayo de luz y reconoció a alguien.
—¿Reconoció a alguien? —preguntó Gott, dejando su pipa.
—Sí; a la luz que provenía del despacho del rector. Se vio apenas un rayo de luz, en el momento en que salía esa persona…
—¡Salía!
—Así es, a través de los ventanales del despacho, y David tuvo el tiempo justo para reconocerla. Se extrañó, pues ignoraba si esa persona tenía o no la llave de Orchard Ground, y se preguntó cómo se las arreglaría para salir. Pero no tenía nada de extraño que visitara al rector; por eso David no concedió mayor importancia al hecho. Como dice, se nos han ocultado con tanto cuidado las circunstancias que rodean la muerte del desdichado rector, que…
—¿Qué hora era?
—Poco antes de las 11.
Gott meditó profundamente durante unos instantes.
—¿A quién vio David? —preguntó por último.
—No quiero decirlo. Pero tenemos el asunto en la mano.
—¿Tenemos?
—Sí, Gott: David, el inspector Bucket y yo. David pensó que podía tener importancia. Y también descubrió otra cosa relacionada con esa persona a quien reconoció. Descubrió que tenía una buena comunicación secreta para entrar y salir del edificio.
—¿Para entrar y salir de Orchard Ground? —gritó Gott, poniéndose en pie de un salto.
—¡Oh, no! Para entrar y salir de una de las alas exteriores de la casa.
—¡Sarta de locos! ¿Por qué no os habéis comunicado con la policía? ¿Dónde está ahora David Edwards?
—La verdad es que está sobre la pista. Y, si me lo permite, yo…
Antes de que Gott pudiera oponerse, míster Michael de Guermantes-Crespigny había desaparecido.
Pocos minutos después, un bibliógrafo muy agitado abordaba a Appleby y a Dodd en el patio de la Facultad, para informarles sobre cuanto acababa de oír. Dodd no se empeñó en sostener su teoría, y admitió la posibilidad de que San Antonio no fuese, al fin y al cabo, un submarino herméticamente clausurado; esta actitud, que le hacía honor, hizo que admitiera la posibilidad de un descuido por parte de sus subalternos y pidiese una nueva y más minuciosa inspección. Pero Gott quería solucionar un problema preliminar.
—Aunque existiera esa salida —dijo—, no veo cómo explicaría el hecho. Según este bienaventurado Edwards, no da a Orchard Ground, sino a un ala externa del edificio. Y vio salir de la rectoría a un individuo que (según sus palabras) podía o no tener llave de acceso a Orchard Ground. Él sabía perfectamente que los cuatro moradores de Little Fellows tenían llaves. De modo que fue alguien distinto de ellos y que, sin embargo, visitaba habitualmente al rector, quien tuvo que salir de ese recinto. ¿Cómo lo consiguió? La existencia de una salida en las otras alas de la Facultad no parece revestir mayor trascendencia.
—El asunto es difícil —respondió Dodd secamente. No era partidario de aceptar la cooperación de un profano, aunque fuese autor de novelas policiacas. Luego añadió—: Dejo la dificultad a cargo de Appleby, y voy a corroborar la historia de ese jovenzuelo.
—¿Por qué no esperamos a que el emprendedor señor Edwards regrese de su excursión? —preguntó Appleby.
Pero Dodd no quiso ni oír hablar de esto. Estaba a punto de alejarse, acompañado por Gott, a quien reclamaban sus obligaciones pedagógicas, cuando se vio llegar al lúgubre sargento, en cuya mirada soñadora se veían aún las últimas reminiscencias de una noche pasada en Londres. Llevaba una carta para Appleby, y después de entregársela se alejó precipitadamente. El inspector contempló un momento el sobre cerrado, con su membrete oficial.
—¿Qué piensa usted, Dodd? —dijo—. En el barrote de la silla de ruedas no había impresiones digitales; ¿habrán tenido más suerte con ese matagatos?
—No —repuso tranquilamente Dodd—. No, seguramente que no.
Appleby rasgó el sobre. Hubo una breve pausa, y luego dijo con voz serena:
—Las impresiones digitales corresponden a Pownall.
Después de comer en el bar del Berklay el sándwich que le esperaba desde el día anterior, Appleby decidió dar un paseo por la solitaria ribera del río, para meditar. Partió de la fórmula que había planteado el día precedente, cuando se encontraba a medio camino entre la habitación de Pownall y la de Haveland:
El hombre puede probar que no cometió el crimen en el lugar y hora X. Pero no podría probar que no lo cometió en ese mismo sitio, veinte minutos después, si halláramos algún indicio de su culpabilidad.
Luego recordó que había existido un apéndice:
Es un individuo previsor: cargó nuevamente el arma, para que, al ser hallada, mostrara un solo disparo.
Y había añadido:
¿Dónde está la otra bala?
Mentalmente, Appleby suprimió la pregunta y alteró el apéndice:
No cargó el arma nuevamente; no existió un segundo disparo; fue una simple e ingeniosa farsa.
Pero, un momento después, agregó como un eco del primer aserto:
Es un individuo previsor: dejó que encontráramos el revólver…
He ahí el busilis. Lo que le intrigaba era la falta de una frotación: una enérgica frotación hubiera bastado para borrar cualquier huella dactilar del arma. Pownall era físicamente torpe. Quizá este detalle revelara una correspondiente torpeza mental, un olvido fatal en el plan largamente premeditado. Quizá se esforzara, aunque sin éxito, en borrar las huellas digitales. Hoy en día, los químicos hacen verdaderos milagros: Appleby recordó en aquel instante lo que había dicho a Deighton-Clerk (y que era rigurosamente exacto) sobre los criminalistas alemanes que descubrían impresiones digitales a través de un guante…
¿Se confirmarían los datos? En primer término, el horario de Haveland. Haveland visitó a Deighton-Clerk de las 10.40 a las 10.50. Ese era el período en blanco (puede probar que no cometió el crimen en el lugar y hora X). ¿Tendría Pownall algún fundamento para suponer que Haveland no estaría con el decano a las 11, y carecería por tanto de coartada? (No podía probar que no lo cometió). Debe haber tenido algún motivo, alguna base para esa certeza. En primer lugar, no le hubiera sido difícil saber que Haveland se disponía a hacer una visita breve. En caso de saberlo, hubiera podido matar a Umpleby en su propia habitación de Little Fellows a las 10.40…
Poco a poco, Appleby fue concretando su hipótesis. Aun protegido por el ruido del tránsito, nadie se atrevería a disparar dentro del edificio. A las 10.40, Pownall dio muerte al rector en Orchard Ground; sabía, en ese momento, que Haveland estaba a la sazón con el decano. Sacó la silla de ruedas del depósito, colocó en ella el cadáver, robó los huesos de su colega y los cargó también en la silla…, luego empujó todo hasta su propia habitación. Serían las 10.45. Esperó. Mientras aguardaba, advirtió un isócrono gotear de sangre del cadáver de Umpleby, cuya cabeza pendía a un lado, sobre su alfombra. Appleby paseaba a grandes zancadas, olvidado del resto del mundo. ¿Coincidirían los datos? Luego era menester recordar la toga de Barocho: ¡si lograra probar que su propietario la dejó olvidada en la habitación de Pownall! Este, sin duda, la usó para envolver la cabeza y la pequeña herida que goteaba. Poco después de las 10.50 oyó a Haveland que penetraba en sus habitaciones y quizá hasta espió su puerta, para asegurarse de que estaba solo, indefenso en materia de coartadas. Segundos más tarde se dirigió con su lúgubre carga hacia el despacho del rector. E inmediatamente dejó el cadáver y los huesos, disparó el pistoletazo o cualquier otro juego pirotécnico que lograra su objetivo, volvió con la silla vacía al depósito y arrojó el revólver, después de limpiarlo con demasiada prisa, en un lugar donde Haveland, inquieto y desequilibrado como estaba, podría muy bien haberlo escondido.
¿Qué otro dato coincidía? La explicación del propio Pownall para justificar la tintura de su alfombra tenía un elemento muy significativo: disculpaba a Pownall incriminando a Haveland. En efecto, se leía entre líneas, al estudiar su declaración, que Haveland mató a Umpleby, comprendió que su tentativa por acusar a su vecino había fracasado, y entonces, por un repentino capricho, no trató de ocultarse, sino que virtualmente firmó el asesinato sembrando sus huesos en la habitación. Otros dos datos corroboraban esto. Fue Pownall quien, además de Empson, oyó a Haveland decir al rector que «ojalá se pudriese en uno de sus horribles sepulcros», y fue también Pownall quien, en un arrebato, calificó a Umpleby de «víctima ideal».
¿Qué era lo que no coincidía? Aquí Appleby se puso en guardia. No era indispensable que todo coincidiera; en ello residía la diferencia entre sus actividades y las de Gott. En una novela, todo cuanto nos hace cavilar durante el transcurso de la narración debe trabarse armónicamente al final. Pero en la vida real siempre hay cabos sueltos, problemas secundarios que jamás se resuelven, detalles que nunca encajan en el conjunto. Esto es exacto, especialmente en la relación con las impresiones: cosas que en determinado momento parecieron trascendentales para el caso en cuestión, se disipan de pronto como vapores… y sin embargo… El inspector se complacía en trabar entre sí hasta los más mínimos detalles y en demostrar que sus impresiones, una tras otra, correspondían a hechos reales.
El primero de los elementos discordantes era la declaración de Slotwiner, cuando dijo que había oído el ruido de los huesos a las 10.45 o las 10.50. Era demasiado temprano, si es que Pownall había salido después de asegurarse del retorno de Haveland de la entrevista con Deighton-Clerk. Sin embargo, no convenía dar demasiada importancia a una discrepancia de dos o tres minutos. Luego, estaba esa rara historia del alumno de Gott. ¿Sería algún otro gato encerrado, tan engañoso como el anterior? Si la versión oída era exacta (aunque una versión de tercera mano no merece mucha confianza) parecía estar demasiado ligada al núcleo de la cuestión para que la considerase detalle incidental desprovisto de significado. Alguien que no era ninguno de los moradores de Little Fellows había salido del despacho minutos antes de las 11. Y ese individuo tenía libre acceso a la Facultad de San Antonio. En verdad, la complicación era seria, y lo mejor sería interrogar al joven Edwards cuanto antes.
Había otro detalle discordante. Ese mismo estudiante recordaba que el año anterior fue Titlow, y no Pownall, quien recogió los cohetes y fuegos artificiales de Boosey Thompson. El asunto no tenía mayor importancia: la teoría de los fuegos de artificio no era sino una ingeniosa hipótesis sin fundamento. No había motivo para negar la existencia de dos auténticos disparos, y aun la de dos armas de fuego. Cuanto más cavilaba Appleby sobre los hechos, menos eran las dificultades serias que se oponían a su reconstrucción del crimen. Fuera de lo que podía resultar una broma de estudiantes, no había dificultad alguna de orden material. Su desconfianza provenía de meras impresiones, a las que era arduo asignar un valor dado. Pero mientras no consiguiera hacerlas coincidir con los hechos (al menos, las más definidas), esa reconstrucción, por satisfactoria que pareciese, dejaría intranquilo a nuestro inspector.
Se repitió que a menudo había tenido que olvidar esas impresiones al solucionar sus casos; ¿por qué le costaba tanto trabajo dejarlas ahora de lado? De pronto comprendió que había llegado al origen de todas sus dudas. Se había sentido fuertemente impresionado por la variedad de personajes diversos que había tratado durante su permanencia en San Antonio, y no quería perder contacto con ninguno de ellos. La hipótesis de Pownall, que incriminaba a Haveland, no le satisfacía en el plano de las impresiones; dejaba de lado muchos instantes en que, hablando con ese hombre, había sentido en sus manos un hilo conductor que podía conducirlo al corazón mismo del arduo problema. Recordó vívidamente esa fracción de segundo en que Empson vaciló misteriosamente entre un sí y un no… misteriosamente, puesto que era un asunto en que sería fatalmente descubierta su mentira. En sus charlas con Titlow había habido momentos parecidos, y lo mismo podía decirse de Slotwiner…, Slotwiner, que se había asustado al oír hablar de velas. La mancha de estearina. Los Deipnosofistas. El trozo de alambre. Algo que había notado en el revólver… La mente de Appleby volvió a ocuparse de estos detalles materiales que, sin ser obstáculos, no encajaban en el conjunto.
Hondamente preocupado, caminaba junto a la ribera del río. De pronto, sucedió algo que lo obligó a reparar en cuanto lo rodeaba: un bote de ocho remos pasó rítmica y trabajosamente a su lado. «Quizá sea, pensó distraídamente, el bote de la Facultad»; y, para descansar un instante, se dedicó a observar la pericia de los remeros. La tripulación había remado largo rato, la embarcación se balanceaba ligeramente, y el timonel, un hombrecillo rechoncho, de voz chillona, se esforzaba por dar buen fin a la excursión.
—Remen…, remen…, remen…; dentro…, ¡fuera!
Un momento después, una voz profunda que gritó a su lado le sobresaltó; era el entrenador que pasaba en su bicicleta, indicando:
—¡Conserven la vista sobre el bote! Dos. ¡El seis está retrasado! ¡Retrasado, seis! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Seis, ¡deje los remos!
Seis, ¡deje los remos! Ése había sido otro de los momentos decisivos: la extraña insistencia de Pownall en comenzar su narración con el relato detallado de un sueño. Si fuese inocente, ¿cómo podía dar importancia a semejante cosa? Y si fuese culpable, ¿qué propósito perseguía? Si fuese culpable… Una vez más, Appleby se encontró frente al núcleo del dilema. ¿Qué motivos tenía este viejo historiador distraído para asesinar a Umpleby? ¿Por qué añadir a esto el incalificable delito de incriminar a un inocente? La verdadera clave, lo más misterioso del asunto, residía en esas probabilidades psicológicas que Gott no quiso discutir. Había una sola explicación razonable…, y los hechos no la confirmaban, a menos que…, a menos que la clave estuviese, tal como le había dicho a Gott la noche anterior, bromeando, en la anécdota de Kant relatada por Quincey, curiosa pista que le señalara Titlow.
Dejó atrás el río, y se internó en las tortuosas callejuelas rurales. Nada le agradaba más que meditar mientras paseaba, tranquilo y solitario. Al pensar esto, recordó la irónica recomendación de Dodd, que le había dicho que se cuidase de no recibir un golpe en la cabeza durante sus paseos por el solitario bosque. No parecía muy probable; la mirada de Appleby recorrió burlona y pensativa el apacible panorama que lo rodeaba. Esto le reveló varias circunstancias interesantes.
En primer lugar un anciano caballero que pasó en su bicicleta y que despertó la curiosidad del inspector, aunque no fuese un presunto agresor, pues se trataba de uno de los catedráticos de San Antonio. Era el venerable profesor Curtis y parecía tan distraído que Appleby se maravilló de que aún no se hubiera caído en la cuneta que bordeaba el sendero. Quizá meditaba sobre un detalle curioso de la leyenda de los huesos de Klattau. No era tampoco imposible que meditase sobre el destino, igualmente curioso, de los huesos de Haveland. «Además de distraído —pensó Appleby—, parece impaciente, como si esperara algo agradable; me recuerda a un niño que se dirige a una fiesta».
Curtís había recorrido unos ochenta metros, sin advertir la presencia del policía, cuando éste vio un automóvil que avanzaba por la carretera. Se escondió tras un seto para observar, pues hay algo muy sospechoso para cualquier representante de la ley en un magnífico automóvil que avanza a ocho kilómetros por hora. Se trataba de un poderoso De Dion; viajaban en él tres jóvenes cuyos rostros le eran vagamente familiares, y se mantenía resueltamente a la retaguardia del viejo profesor, que pedaleaba plácidamente. Comprendió al instante que la procesión se componía del alumno de Gott y sus camaradas «sobre la pista». Él también seguiría esa pista. Dejó pasar al De Dion y lo siguió a buen paso. La tarde invernal era fría, soplaba un vientecillo leve pero glacial; de ahí que lo que podría haber sido un deber desagradable se convirtió en beneficioso ejercicio físico.
La persecución no duró mucho. Poco más de una milla después, Appleby divisó el automóvil abandonado a un lado de la carretera. Se adelantó unos metros, hasta llegar frente a una casita algo apartada del camino, en el centro de un jardín bastante amplio y perfectamente cuidado. Al acercarse a la puerta vio la bicicleta de Curtís frente a la entrada y a los perseguidores de Curtís agazapados ante una de las ventanas del piso bajo. En ese preciso instante los jóvenes se pusieron de pie y emprendieron la retirada, pero no una retirada veloz, como si acabasen de ser descubiertos, sino la retirada subrepticia de quien huye avergonzado. Al llegar al portón, poco faltó para que derribasen al policía. Míster Bucket exclamó, consternado:
—¡Es el inspector!
La mirada de éste estudió al trío y reconoció a su hombre.
—¿Míster Edwards? —preguntó con tono seco.
—Yo soy Edwards —repuso el joven, alejándose todo lo posible de la verja del jardín.
Appleby fue directamente al asunto.
—Míster Edwards, ¿declara usted que vio al profesor Curtís salir del despacho del doctor Umpleby el martes por la noche, cerca de las 11?
Míster Edwards respondió enseguida, como si lo hubiese resuelto largo tiempo atrás:
—Sí, le vi.
—¿Está seguro?
—Seguro —otra vez míster Edwards se mostró resuelto e inteligente—. Era difícil ver, y más aún reconocer; pero yo lo reconocí.
—Y ahora, ¿qué es lo que sucede aquí? —Appleby señaló con un ademán la casita.
Pero esta vez tanto míster Edwards como sus compañeros quedaron confusos.
—Algo que, según me temo, nada tiene que ver con nosotros. La verdad es, caballero, que creo haber encontrado lo que podríamos llamar «la dama del asunto».
Appleby dejó a un lado delicadezas superfluas, y se dirigió hacia la verja, desde donde divisó una escena de felicidad hogareña. Ante un fuego crepitante, el profesor Curtís tomaba té; sentada en el brazo de su sillón, una dama con aire juvenil, a pesar de su innegable madurez, le servía bollitos. Ése fue el único toque femenino que proporcionó el misterioso caso de la Facultad de San Antonio.
—Era cierto —fueron las primeras palabras que Dodd dirigió a Appleby cuando éste regresó—; era muy cierto; debí haberla encontrado.
—¿La salida subrepticia de Curtís?
Dodd quedó atónito.
—¿Cómo lo averiguó?
—Conozco al dueño, pero ignoro lo que poseía. Explíqueme.
—Pues bien —dijo Dodd—, el asunto era difícil, pero de cualquier manera hice mal en sostener que el recinto de San Antonio era absolutamente hermético. Las habitaciones de Curtis dan a un callejón sin salida, cerca de la avenida de San Ernulfo. Como todas las demás, esas ventanas tienen barrotes, pero si visita el lugar encontrará, cerca de ellas, una especie de orificio practicado en la pared. Está sólidamente cerrado desde el interior. Si sale al patio, comprenderá que se trata de un viejo sótano destinado a carbonera y tan ancho como el edificio entero; tiene una puerta que da al patio y también está cerrada con llave. El portero tiene esa llave. Iba a retirarme, dando por terminada la cuestión, cuando recordé que esos sitios están construidos de forma bastante rara. ¿Qué cree que encontré en la habitación de Curtis? Pues nada menos que una puertecilla privada que da a la carbonera, ¡sin duda para que pueda proveerse de carbón cuando mejor le parezca! Lo cierto es que la carbonera está fuera de uso; sólo se ve un gran espacio vacío y limpio. De modo que ese viejo bribón sólo tenía el trabajo de meterse allí, abrir la puertecilla exterior y tomar tranquilamente las de Villadiego.
Appleby se rió.
—No sé todavía si será verdaderamente un viejo bribón, pero sospecho que puede proporcionarnos informes muy interesantes.
—¿Lo ha visto usted?
—Lo encontré por casualidad, mientras daba un paseo. Estaba un tanto atareado, pero pronto me entrevistaré con él en sus habitaciones. ¿Hay algo de nuevo por aquí?
Dodd asintió con la cabeza, y luego agregó:
—Gott está descartado.
Dijo estas palabras con un dejo de pena, como si le doliera perder la oportunidad dramática de pillar al célebre Pentreich complicado en un auténtico asesinato.
—Quedó fuera de concurso merced a un sencillo y cotidiano procedimiento de rutina. Cierta mistress Preston hace la limpieza en el despacho del censor, por lo general, entre las 7 y las 9 de la mañana. Pero, como su hijo se casaba el miércoles, decidió hacer la limpieza el martes por la noche, ocultándose a los ojos de esos caballeros. Pero ella sí que los vio. Y observó a Gott desde el instante en que llegó hasta que volvió a salir, dejando instalado en el despacho al primer censor.
—No es emocionante, pero sí decisivo —opinó Appleby—. ¿Y Ransome?
—Ransome estuvo en la confitería, tal como dijo. Parece que armó un escándalo mayúsculo con motivo del té, y que luego se olvidó de beberlo. Se sentó a una mesa y escribió hasta poco más de las 11.15, hora en que salió corriendo, como si hubiera recordado de pronto un compromiso urgentísimo. Todo está en claro. Y ahora, ¿qué debemos hacer?
—Por el momento, Dodd, nada. Excepto una breve charla con Curtís y una larga meditación. No obtendremos nuevas pruebas.
—¿No obtendremos pruebas?
—Creo que no. Desde mi punto de vista, no concibo que, aparte de lo de Curtís, quede ninguna prueba por descubrir.
—Pues bien —musitó Dodd, dubitativo—, siempre que esté absolutamente seguro…
En ese momento golpearon a la puerta; era uno de los porteros, que traía un telegrama para Appleby. El joven inspector rasgó el sobre, y Dodd tuvo oportunidad de hacer un interesante estudio de expresiones.
—¡El revólver! —dijo por fin—. ¡Tiene también huellas digitales de Empson!