14

DESPUÉS DE LA PARTIDA de Gott, Appleby se dispuso a atravesar el patio del Obispo, con la impresión de que estaba a punto de realizar la última de las entrevistas importantes que el caso de la Facultad de San Antonio requería. Acababa de separarse de uno de los presuntos sospechosos, Gott; ahora se enfrentaría con un personaje que aún le era totalmente desconocido: Ransome. No obstante, se afirmaba cada vez más en la opinión de que el misterio de la muerte del doctor Umpleby se resolvería en Little Fellows; por lo menos, estaba resuelto a concentrar toda su atención en la residencia de profesores antes de iniciar cualquier otra investigación.

De los cuatro hombres que en ella se alojaban, tres habían sido detenidamente estudiados por él. Acababa de escuchar a Haveland; había interrogado ya a Pownall; Titlow se había presentado, casi deliberadamente, rodeado de un marco un tanto teatral. En cuanto a Empson, sólo le había oído algunas frases sarcásticas en el comedor, y después en la sala de profesores. También le había contemplado dormido. Sin embargo, aún estaba a tiempo de visitarle… Y, por segunda vez, Appleby atravesó el portón oeste, y se internó en Orchard Ground.

Golpeó, y la voz seca de Empson respondió a su llamada. Quizá fue el marcado contraste con esta severidad lo que prestó especialísimo significado a la vivida impresión que experimentó el inspector al penetrar en la habitación. Empson estaba sentado junto a la chimenea, a la suave luz de una lámpara de pie. La austera biblioteca, limitada a los temas en que estaba especializado Empson, psicología y frenología, se desdibujaba en la penumbra. Su propietario, que había cambiado el traje de etiqueta por una gastada casaca de seda rojiza, reliquia de algún cenáculo de pasadas generaciones, ocupaba un antiguo sillón de alto respaldar. Leía. Entre sus rodillas descansaba el bastón de marfil, y también marfileños eran los pálidos dedos que lo asían. La fisonomía de color de cera, cuya palidez acentuaba el blanco tiza de la pechera, se suavizaba con el reflejo rosa y oro de la seda antigua… Empson se levantó con exquisita cortesía y puso a un lado el volumen que leía: era El vaso dorado de Henry James; esta última nota completaba agradablemente esa atmósfera de blanco reposo científico.

—¿Me permite usted molestarlo durante unos instantes?…

Mientras Appleby hablaba, Empson le acercó una silla; a pesar de la refinada urbanidad del gesto, no parecía destinado a un policía importuno. El inspector presintió una vez más la extrema dificultad que revestían ciertas entrevistas en el ambiente de San Antonio. Buscó un tema inicial adecuado, y decidió abordar el único asunto que interesaba directamente a Empson.

—Tengo entendido que hace algunos años usaba usted una silla de ruedas.

—Efectivamente. La dolencia de que sufro —respondió Empson, palmeando suavemente el puño de su bastón— se agravó de pronto y tuve que cambiar de habitaciones con mi colega Pownall, que ocupa las de la planta baja. Durante algunos meses tuve que ir a mis clases y al comedor en una silla para inválidos.

—¿Sabía usted que ahora esa silla está en un depósito situado en este mismo edificio?

Empson movió negativamente la cabeza.

—Sólo sé que se encuentra en alguna parte del recinto. Me tomaré la libertad de preguntarle si tiene alguna importancia para su labor de investigación.

—Fue usada durante la noche en que el rector murió.

Y creo que se utilizó para transportar el cadáver.

Empson reflexionó unos instantes; una vez más, el hábito intelectual de los moradores de San Antonio. Luego dijo:

—¿Transportar el cadáver? ¿Eso implica que usted ha llegado a la conclusión de que el rector fue ultimado fuera de su despacho?

—Así es.

Empson reflexionó unos instantes más, como si asimilara lentamente ese nuevo aspecto de los acontecimientos. Luego formuló una pregunta cautelosa:

—¿Ha logrado usted obtener alguna prueba de eso?

Appleby se vio obligado a reconocer la verdad.

—Sólo sé que la silla ha sido utilizada. Pero la prueba me parece casi concluyente.

Y de pronto, el inspector tuvo la sensación de ser escrutado: sintió que cada uno de los átomos de habilidad profesional en Empson se esforzaba por descubrir si cuanto acababa de oír era fidedigno. Luego el psicólogo habló, pero sin mayor énfasis.

—Ya comprendo —dijo.

Los ojos que, un momento atrás, trataban de penetrar en la mente de Appleby se volvieron, pensativos, hacia el fuego que chisporroteaba en la chimenea.

Siempre basado en la tendencia vocacional de Empson, el policía abordó un segundo aspecto del asunto.

—Deseaba también —dijo— preguntarle su opinión sobre cierta cuestión; su opinión, entiéndalo bien, sin mencionar para nada el conocimiento que usted pueda tener de los hechos. Como es natural, usted no está obligado a responder a mi pregunta. Pero está magníficamente capacitado para hacerlo, pues se trata de un aspecto de la conducta humana…

Empson le interrumpió bruscamente, cosa tan opuesta a su refinada cortesía y a su costumbre de reflexionar, que Appleby se sobresaltó.

—La ciencia de la conducta humana —dijo— se halla en su infancia. Mucho mejor para nosotros es confiar en la voz de nuestra experiencia. Y sin embargo, la misma experiencia suele engañarnos. A veces, la ciencia dirá, sobre un hombre cualquiera: «Es extremadamente improbable que haga esto»; la experiencia agregará: «Es imposible que lo realice»… Pues bien, lo hace.

Una vez más había en las frases de Empson un fondo de amargura. Pero, más por el tono que por las palabras de su discurso, Appleby intuyó algo diferente, una suerte de reacción que no era consecuencia del hábito, sino producto de una reciente revelación. Empson no hablaba por una antigua costumbre, sino porque acababa de experimentar una fuerte conmoción, casi una injuria. ¿Quién había defraudado sus esperanzas? ¿Él mismo u otro?

—¿Le parece infinitamente improbable, le parece imposible —insistió Appleby con audacia—, que Umpleby haya sido asesinado aquí?

Empson hizo un gesto afirmativo. Él prosiguió serenamente.

—Míster Haveland ha padecido últimamente cierto desequilibrio mental. ¿Está usted en condiciones de decir algo sobre este hecho? Digámoslo abiertamente: ¿relacionaría usted su desequilibrio con tendencias homicidas? Ese asunto de los huesos…

Empson le interrumpió por segunda vez.

—Haveland no mató a Umpleby. Los huesos de que usted habla no son otra cosa que una abominable impostura.

Dijo estas palabras con tono tranquilo, pero al mismo tiempo con tal intensidad de expresión, que la siguiente pregunta del inspector resultó casi impertinente. Sin embargo, era imprescindible formularla.

—¿Habla la voz falible de la ciencia, o la voz igualmente falible de la experiencia?

Si quería mantenerse dentro de la lógica, Empson tenía sólo una respuesta a ese interrogante. ¿La daría? ¿Confesaría que no hablaba por él la voz de la ciencia, ni la de la experiencia, sino la voz de la seguridad? En un ángulo de la habitación, el tictac de un reloj de pared contó los momentos de silencio.

—La ciencia es falible, pero no debemos menospreciarla. Y ella nos dice, con toda su autoridad, que esos huesos son una maldita acusación…, una acusación hecha por alguien que no sabe nada de psicología anormal. Le suplico, antes de que caiga usted en esa trampa, que haga examinar a Haveland por un grupo de eminentes frenópatas que yo le indicaré. Ellos corroborarán mis asertos.

—¿Dirán que Haveland no mató a Umpleby?

El profesor meditó. Al oír de nuevo su voz, Appleby presintió que, dejando de lado todo impulso personal, estaba resuelto a seguir la fría luz de la certidumbre.

—Muy falible sería la ciencia si pretendiera darle semejante seguridad. La ciencia sólo puede decirle que Haveland no mató al rector y propaló luego el crimen sembrando el cuarto de huesos. Creo que eso es decisivo. Y deseo agregar mi convicción absoluta de que Haveland es inocente…

—Su convicción; ¿la voz de la experiencia, entonces?

—Precisamente. Falible también, pero no carente de autoridad.

—¿Luego Haveland no es… un enfermo mental?

La pregunta era nueva, pero la astuta tentativa del inspector, que deseaba añadirla a manera de apéndice a la conversación anterior, fracasó lamentablemente. Empson se retrajo, como lo hiciera Gott.

—Míster Appleby —dijo—, considero un deber manifestar mi convicción personal y profesional de que las circunstancias que circundaron el homicidio de nuestro rector son incompatibles con lo que estimo la actual condición mental de Haveland. Pero sería un craso error iniciar un minucioso examen de la condición mental de ese colega, o de cualquier otro. Poco le costará a usted encontrar psicólogos dispuestos a señalar una nota de locura en cada uno de nosotros.

Empson se mostró considerado; la broma suavizó la dureza de su respuesta.

—Cada uno ha de juzgar hasta dónde llega su deber —sentenció Appleby.

Y, por tercera vez, Empson le interrumpió, pero esta vez con un estallido de apasionamiento.

—¡Esto es lo más difícil del mundo! —dijo.

El inspector abordó un nuevo asunto.

—Usted regresó aquí —dijo— después de la sobremesa, a las 9.30, y volvió a salir alrededor de una hora después, a las 10.40, para ser más exactos, con el fin de recoger un envoltorio en la portería. Eso le llevó ocho o diez minutos, y luego permaneció en sus habitaciones hasta que la policía llegó a Little Fellows. Tengo entendido que ésas fueron sus actividades.

Empson asintió.

—¿Encontró usted a alguien al ir hacia la portería, o en el camino de regreso?

—Vi a Titlow.

—Refiérame ese detalle, por favor. ¿Dónde le vio usted, y en qué momento? ¿Y él, le vio?

—Creo que no me vio. Entraba en sus habitaciones en el preciso instante en que yo salía de las mías. Por lo visto, acababa de subir y penetraba en su vestíbulo cuando yo abrí esa puerta —y Empson señaló la de su saloncito— y advertí su presencia.

—¿Serían las 10.40, el momento en que usted se dirigía hacia la portería?

—Exactamente.

—Debo decirle que míster Titlow ha declarado que no se había movido de su cuarto hasta las 10.55, y que entonces bajó las escaleras y se encaminó directamente hacia la puerta de la rectoría.

Como Empson no aprovechó la pausa de Appleby para añadir comentario alguno, éste tuvo que agregar:

—Hay contradicción, ¿no es así?

—Titlow olvidó ese detalle, o bien está mintiendo.

Deliberadamente, el profesor habló con tono sereno, eliminando de su voz hasta su habitual aspereza. Hubo una breve pausa.

—¿Le llamó algo la atención en él?

—Me pareció que había subido corriendo las escaleras: tuve una impresión brevísima, pero muy clara, de que estaba sin aliento.

—¿Y demostraba agitación?

—Sólo lo vi durante un segundo, y en ese vistazo tuve la impresión, también brevísima pero muy clara, de que estaba sumamente agitado.

«Con igual frialdad acusadora», pensó Appleby, «sería capaz un juez de presentar el detalle fatal ante los ojos del jurado». Y esta asociación de ideas le impulsó a probar el efecto de una repentina violencia, el brinco inesperado del defensor que capta el detalle fundamental.

—¿Cree usted que Titlow es culpable?

Un momento después tuvo que admitir, algo alicaído, que nada conseguiría de Empson con ese sistema. Hubo un silencio embarazoso, que le indicó que el profesor pensaba que su huésped acababa de formular una pregunta absurda. Por fin, dijo:

—Deseo que se haga justicia, pero no estoy en modo alguno en condiciones de acusar a Titlow.

Y luego abordó un tema secundario, como para sacar a Appleby de su desairada posición:

—Recuerde usted, por ejemplo, lo sucedido con el disparo (sea o no el disparo mortal) que se oyó cuando Titlow estaba con el mayordomo Slotwiner.

—Eso —dijo Appleby— pudo muy bien ser una farsa.

—Posiblemente —y Empson clavó una vez más los ojos en el fuego—. ¿Ha descubierto usted cómo se llevó a cabo la treta? Quiero decir, si hay rastros de semejante cosa.

La respuesta de Appleby fue evasiva.

—El plan se descubriría a sí mismo si dejara tras de sí el menor rastro.

Bruscamente dirigió su atención a otro asunto:

—Míster Empson, ¿por qué fue usted hasta la portería? Tiene a mano un teléfono, ¿por qué no llamó para saber si había llegado su envoltorio, y dar orden de que se lo trajeran?

—No acostumbramos a molestar sin necesidad a la servidumbre de la casa. En nada me perjudicaba andar un poco.

La respuesta no fue áspera, pero sí decisiva. Y Appleby vio que sólo le quedaba un detalle por preguntar.

—Y durante el resto de la velada, desde las 9.30 hasta las 10.40 y luego, de 10.50 en adelante, ¿permaneció usted aquí sin ser molestado por nadie?

—Por nadie.

—¿Nadie vino?

—Nadie.

—¿Nadie le llamó por teléfono?

—Nadie.

El inspector pensó que era inútil insistir, y estaba a punto de ponerse de pie para retirarse cuando algo, quizá un eco de cierta indefinible vacilación en la última palabra de Empson, le indujo a agregar una última interrogación.

—Y usted ¿llamó a alguien por teléfono?

Hubo una levísima pausa; la ligera contracción de los dedos sobre el puño de marfil del bastón pudo haber sido imaginaria más que real. Y, a pesar de todo, Appleby sintió una oleada de inquieta excitación. Presintió que la inteligencia que se le enfrentaba en ese instante calculaba con intensidad las consecuencias de lo que iba a decir. Empson vacilaba, no sabía si responder sí o no. «Este momento», intuyó el policía, «es el momento culminante del dilema de la Facultad de San Antonio».

Empson habló, con su habitual tono sereno.

—Telefoneé a Umpleby —dijo— minutos antes de las diez. Se trataba de un asunto sin importancia.

Tantripp, portero principal, formaba parte de la servidumbre de la Facultad desde su adolescencia. Era un hombre inteligente, y comprendía que tenía el deber de prestar toda la ayuda que fuera posible. Pero se veía a las claras que, al ver ala policía mezclada con los profesores de la casa, tenía la impresión de que había llegado el fin del mundo. Por eso Appleby le abordó con un asunto de índole impersonal.

—Desearía que me explicara usted —le dijo— el sistema telefónico del establecimiento.

El tema resultó ser uno de los preferidos de Tantripp. El teléfono había llegado a San Antonio mucho después que él, y su crítica de la innovación era severa. Además, en los últimos tiempos se habían multiplicado las innovaciones, y esto le agradaba menos aún. Había un teléfono en la portería exterior, para uso de los estudiantes, otro en el despacho del bedel y otro en la cocina, un cuarto aparato en la rectoría —provisto de una línea que comunicaba con el despacho del rector— y, además, cada uno de los profesores alojados en Little Fellows tenía su teléfono. En un principio, todas las comunicaciones se obtenían mediante una centralita situada en la portería. El sistema funcionaba bien, pero requería la continua atención del portero de guardia. Por ello se había instalado recientemente un dispositivo automático, y las comunicaciones internas se obtenían con sólo marcar un número. Para telefonear al exterior era necesario comunicarse previamente con la portería. Por desgracia, el dispositivo automático no había funcionado muy bien al principio, motivo por el cual, según la expresión de Tantripp, no «cuajó» inmediatamente. Por ello, y en parte también por el espíritu conservador de la casa o la tradicional distracción de sus profesores, éstos solían pedir comunicación con la portería, aun para llamar a los teléfonos internos.

—¿Lo hizo también el profesor Empson —preguntó audazmente Appleby— la noche en que fue asesinado el rector?

—Sí, señor —repuso Tantripp, turbado pero resuelto—, lo hizo. Llamó aquí a eso de las diez.

—¿Recuerda usted lo que dijo?

—Dijo: «Tantripp, comuníqueme con el rector, por favor».

—¿Podría haber obtenido esa comunicación de forma automática?

—Claro está. No tenía más que marcar el 01. Pero es de los que nunca usan el sistema automático.

—¿Está usted seguro de que realmente se trataba del profesor Empson? ¿Está seguro de que la llamada provenía de su habitación?

—Pues, señor —repuso Tantripp perplejo—, supongo que venía de su habitación. Las luces del tablero me lo revelan enseguida, cuando me tomo el trabajo de observarlas. Pero, por lo general, sólo me ocupo de establecer la comunicación pedida. Era la voz del profesor Empson, pero podría estar hablando desde cualquier otro punto del edificio. Estoy seguro de que era él, pues más tarde le hablé de esa comunicación.

—¿Le habló usted de ella?

—Sí, señor. Habían dejado aquí un envoltorio para él, que permaneció toda la tarde en la portería, y cuando vino a buscarlo, a las 10.45, se me ocurrió que debía habérselo anunciado antes, cuando llamó. Por eso le dije que lamentaba no haberle hablado del asunto cuando pidió comunicación con el rector.

—Y él ¿qué le respondió?

—Se contentó con hacer un gesto, y dijo: «No tiene importancia, Tantripp», o algo parecido, y salió.

—¿Recuerda usted alguna otra llamada telefónica, la noche del crimen?

—Solamente dos más se comunicaron conmigo, señor. El rector telefoneó fuera. Claro está que ignoro a quién llamó: yo lo conecté con la central.

—¿Recuerda con exactitud la hora?

—Poco antes de las 10.30.

—¿Y la otra llamada?

—Fue del decano, señor; se trataba de ciertos caballeros que llegaron después del cierre de las puertas exteriores. Y me acuerdo de que, cuando terminé de hablar con él, el reloj de pared señalaba las 10.55.

Appleby interrogó brevemente a Tantripp sobre sus propias actividades. Gott tenía razón: el portero tenía su coartada, ya que poco le costó probar que había estado en la portería durante toda la noche del crimen. Y en cuanto al decano, quedaba definitivamente descartado. Pero Appleby seguía pensando en Empson, mientras paseaba, minutos más tarde, por los vastos patios oscuros. Empson no pudo negar que había telefoneado al rector aquella noche por una razón clarísima; no sólo había hecho uso del sistema antiguo, haciéndose reconocer por el portero, sino que además admitió tácitamente ser el autor de la llamada cuando, un rato después, Tantripp hizo alusión a ella. Y sin embargo, vaciló durante una fracción de segundo, estuvo por negarlo ante Appleby, sabiendo que su negativa estaba destinada al fracaso. Y la inteligencia de Empson no era de las que vacilan, ni siquiera por espacio de una fracción de segundo, cuando se trata de tomar una determinación estúpida… ¿Habría algo de siniestro en el fondo del incidente? Pero, para hacer una llamada telefónica siniestra, es preferible usar el sistema automático. Appleby no podía abandonar la idea de que había llegado, por fin, a la médula del dilema…

Eran más de las 11 cuando, mecánicamente, se dirigió a sus habitaciones para acostarse. Era su segunda noche de permanencia en la Facultad. Al recordar su habitación, recordó a Gott, y volvieron también a su memoria aquellas irónicas palabras que le oyera poco antes: «Lo mejor es eliminar cuanto antes a la servidumbre». El caso del portero principal ya estaba archivado… Una vez más, Appleby se deslizó por el portón occidental y se internó en Orchard Ground.

Los ventanales de la rectoría, violados la noche anterior, estaban ahora asegurados con una cadena y un candado cuya llave descansaba en su bolsillo; abrió, penetró en el despacho, corrió las cortinas y encendió las luces. La habitación siniestra, los huesos, las frías cenizas en el hogar y, más arriba, las calaveras grotescamente dibujadas con tiza: todo parecía ahora, más que macabro, feo, absurdo, trasnochado…, y a pesar de todo, misterioso. Appleby no perdió tiempo. Después de apagar la araña central, encendió la lámpara de pie, se arrellanó en el sillón del rector y tocó el timbre. Al cabo de medio minuto se presentó Slotwiner, sereno e imperturbable como si su amo aún viviera y pudiera llamarlo con el timbre. Esta vez dirigió al policía una reverencia que demostraba que su jerarquía estaba oficialmente reconocida en la casa.

«He aquí», pensó Appleby, «un individuo insolente y, al mismo tiempo, sereno; ciertamente, no es de los que se asustan al oír sonar el timbre desde la habitación de un muerto». Decidió desconcertarlo.

—Slotwiner —dijo—, nos vemos precisados a considerarle como uno de los sospechosos.

—Deben ustedes intentar todos los caminos, señor.

—Está demostrado que el disparo que oyeron míster Titlow y usted fue una pista falsa.

—Sí, señor. Esa posibilidad no escapó a mi discernimiento.

—¡Ah!, ¿sí? En tal caso, tendrá usted alguna idea del motivo que indujo a preparar esa pista falsa.

—Puedo imaginarme varios, señor. Uno de ellos sería crear una coartada para el profesor Titlow, o para mí, suponiendo que fuésemos culpables. Confío en que el asunto será investigado con minuciosa precisión.

Slotwiner, aparte de su estilo grandilocuente, producía buena impresión en estos interrogatorios. Appleby le dijo francamente:

—Si el rector no murió por el disparo que usted y míster Titlow oyeron, lo más probable es que no le dieran muerte en su despacho, sino en Orchard Ground, en algún punto donde el estruendo del tránsito ahogara el tiro. He debido calcular el tiempo sobre esta base. Ahora bien: ¿puede usted decir algo que aclare su propia situación?

—Comprendo lo que usted quiere decir, señor —repuso Slotwiner pensativo—, y creo tener, al menos, una coartada parcial. Supongo que seguir al rector a través del despacho y a Orchard Ground, y volver luego con… con el cadáver y los huesos llevaría de siete a ocho minutos, por lo menos.

Appleby asintió. Sabía que, en realidad, se necesitaría mayor tiempo, el necesario para volver al alojamiento de profesores, empujando la silla de ruedas.

—Pues bien, señor, yo no permanecí solo durante ese lapso después de las 10.30. Mistress Hugg, la cocinera, descifraba en esos instantes un crucigrama en la cocina.

Y subió varias veces al antecomedor para solicitar mi opinión. Animales de siete letras que empiezan con P, y cosas por el estilo. Le ruego que la interrogue usted, señor. Sin embargo, temo no tener coartada alguna que cubra el período anterior a las 10.30, suponiendo, naturalmente, que el señor rector no estuviese vivo cuando le llevé sus bebidas.

—No se preocupe —dijo Appleby tranquilamente—; me consta que el doctor Umpleby vivía poco antes de las 10.30: a esa hora hizo una llamada telefónica. ¿Sabía usted algo de esto?

Confiaba bastante en Slotwiner. Éste pareció sentirse más cómodo.

—Me siento, si me permite usted decirlo, señor, tranquilizado. Pero nada oí de esa llamada: la línea del rector funciona independientemente, y él podía hablar sin ser oído por mí. Acostumbraba a hablar con voz muy suave, y desde el antecomedor; al extremo del pasillo, me hubiera sido imposible oírlo. En verdad, cuando trabajo allí no me percato de las conversaciones que se entablan en el despacho. Pero debo referirle algo que pude oír. Lo he recordado después de nuestra última entrevista. Me parece haber oído el ruido de los huesos.

—¿Los huesos?

—Sí, señor. Un poco antes de la llegada de míster Titlow, me asomé al vestíbulo, y recuerdo que me llamó la atención un ruido extraño que se oía en el despacho. No era el rumor de sillas o libros movidos por el rector, y no podía imaginarme de qué se trataba. ¿Me permite, señor?…

Ante el asentimiento de Appleby, el ceremonioso Slotwiner se puso en movimiento. En un instante, recorrió la habitación y recogió la mayor parte de los huesos dispersos; luego hizo un envoltorio con ellos y lo puso en manos del inspector.

—Y ahora, señor, si tiene la bondad…

Y Slotwiner desapareció, cerrando la puerta. Appleby estaba interesado y entretenido a la vez. Esperó hasta oír un grito lejano y luego inclinó el envoltorio, dejando que los huesos cayeran en montón. Produjeron un estrépito sorprendente. Un momento después, Slotwiner entraba en el escritorio, muy animado.

—¡Ese fue, precisamente, señor, el ruido que oí! —exclamó.

Appleby formuló la pregunta decisiva:

—¿Puede decirme la hora exacta en que lo oyó?

—Con un margen de unos cinco minutos, señor. Serían las 10.45, las 10.50 quizá.

El policía se permitió unos minutos de tiempo para meditar las consecuencias de ese aserto con la mayor exactitud posible, y continuó interrogando al mayordomo. Pero éste no había oído nada más, y no pudo agregar nuevos datos de interés. Cuando se tocó el asunto de las relaciones de Umpleby con los demás miembros del cuerpo docente, se mostró reservado. El tema era desagradable, pero en asuntos semejantes, Appleby no toleraba que sus sentimientos personales dificultaran su actuación. Y al cabo de unos instantes obtuvo el premio de tanta constancia. Slotwiner, que confesaba no desconocer las inquietudes que habían turbado la Facultad durante los últimos años, le refirió un episodio que había presenciado poco tiempo atrás. Umpleby había recibido en su despacho a Titlow y a Pownall. Si el tono de la entrevista fue desapacible, era cosa que el hombre ignoraba. Pero, durante el transcurso de la misma, fue llamado por el rector, excelente anfitrión, para servir la merienda a sus invitados. Le pareció que el ambiente era tenso, a pesar de que nadie habló en ese intervalo, quizá precisamente por ese detalle. Pero unos minutos después abrió la puerta, con la intención de renovar la provisión de tostadas con mantequilla, y oyó hablar a Pownall con una energía que le impresionó. Se detuvo, y durante esa pausa le oyó decir: «¡Señor rector, puede usted felicitarse de que se necesiten dos para realizar un asesinato, porque es usted una víctima ideal!». Después de escuchar esta declaración, Slotwiner se retiró al antecomedor llevándose las tostadas con mantequilla.

Appleby se preguntó si se las habría comido.