13

EN LA MENTE DEL INSPECTOR se mezclaban, mientras aguardaba el retorno del ladrón con sus jarros de cerveza, la alegría y la indignación. El gato encerrado había resultado una engañifa. Verdad es que le había procurado un aliado sumamente útil, pero no había adelantado un solo paso en su investigación. Por lo menos, no había adelantado de acuerdo con sus esperanzas.

En primer término había llegado el momento de eliminar a ciertos sospechosos: Campbell, entre ellos. Su coartada del club Chillingworth era perfecta. Se disipó la imagen del famoso alpinista escalando los muros de San Antonio para asesinar a su rector.

También debía eliminar a Chalmers-Paton: la hora del crimen coincidía con su coartada. Gott estaba fuera de toda sospecha. Un hombre capaz de planear un robo perfecto no lo prolongaría con un asesinato torpe, por más que nada impedía que lo hubiese cometido. Pero un asesinato a las 11 y una coartada preparada para las 12, ¡qué estupidez! A pesar de todo, si Dodd, o algún otro, sostenía que no había motivos suficientes para exceptuar a Gott, lo sometería a severa vigilancia.

Lo mismo podía decirse de Ransome. Por más que… existían ciertas diferencias. Si Gott hubiese querido eliminar a Umpleby, el complicado robo urdido hubiera carecido de sentido, no sería más que una broma peligrosa En cambio, si Ransome hubiese querido matar a Umpleby, el robo hubiera ocupado un lugar bien definido en sus planes, puesto que le hubiera permitido penetrar en Orchard Ground. No obstante, aun así, el proyectado latrocinio de nada le hubiera servido de no mediar el cambio de cerraduras… Appleby tuvo en ese instante la intuición de que Ransome era inocente, pero esta vez no tenía base alguna que sustentara su impresión. Sería necesario analizar minuciosamente las actividades de ese hombre durante la noche del crimen, especialmente durante el lapso anterior a su encuentro con Gott y a su declaración de haber visto interrumpidas sus exploraciones. No había motivo concreto alguno que imposibilitara a Ransome para entrar en la Facultad y asesinar al rector.

Entrar al recinto… Éste era el único hallazgo que tenía que agradecer al gato encerrado. Ransome era el dueño de la décima llave. Y, una vez localizada la décima llave, había llegado el instante de efectuar la más importante de las eliminaciones. Todo factor desconocido quedaba automáticamente excluido. Umpleby había muerto a manos de uno o más de los componentes del reducido grupo universitario, o al menos, había sido asesinado con su complicidad. ¿Quién sería el culpable?

—¿Quién mató a Umpleby?

Era la voz de Gott, que, cargado de jarros y botellas, acababa de cerrar la puerta exterior y se esforzaba ahora por salvar el obstáculo que representaba el canasto. Formuló su pregunta con aire de ingenua curiosidad.

—Umpleby —repitió el inspector en alta voz— fue asesinado por una o más personas pertenecientes a un limitado grupo, o en connivencia con ellas. Superficialmente, puede haber sido matado por Deighton-Clerk, Haveland, Empson, Pownall, Ransome, el portero principal o usted mismo. Cualquiera de ustedes pudo, asimismo, facilitar su llave a un extraño haciendo así posible el crimen. Titlow y Lambrick, aunque no pudieron perpetrar personalmente el homicidio, pudieron igualmente proporcionar sus respectivas llaves al verdadero criminal. No debemos olvidar tampoco a Slotwiner.

—¿Y míster X, el cerrajero? —sugirió Gott.

—Ya está eliminado.

—Eliminemos al cerrajero. Eliminemos también a Gott, para discutir el asunto con mayor calma. Eliminemos al portero principal, que tiene una buena coartada, y que de cualquier manera ni mató a Umpleby, ni conspiró, ni pudo tramar nada en contra de él. Eliminemos a Slotwiner; es más prudente descartar a la servidumbre desde un principio, en mi modesta opinión. El mayordomo siniestro y sospechoso resulta sumamente vulgar…

—Pero, aparte de sus prejuicios literarios, ¿tiene usted alguna otra razón para descartar a Slotwiner?

—La verdad es que, a su manera, Slotwiner estaba muy encariñado con Umpleby, y me parece altamente inverosímil que planeara su muerte. De cualquier modo, no comprendo por qué lo incluye entre los sospechosos. No tenía llave; por consiguiente no pudo introducir a un extraño, y hacerles escapar por la rectoría es hazaña poco menos que imposible.

—De acuerdo —dijo Appleby—. Supongamos, superficialmente, que me equivoqué al incluirle entre los presuntos culpables.

Gott comprendió la importancia de aquel «superficialmente». Pero continuó con su argumento.

—Queda descartado Slotwiner pro tempore. Nos quedan, pues, siete sospechosos, y es bastante. Al mismo tiempo es un número cabalístico. Pensándolo bien, no es malo como título de una novela policiaca: Siete sospechosos. Sin embargo, no deja de ser engorroso manejar tantos personajes al mismo tiempo. Es inevitable que uno o dos resulten algo pálidos y desdibujados.

La vena jocosa de Gott duró solamente el tiempo necesario para llenar los jarros y tomar asiento frente a Appleby, provisto de lápiz y papel. Acostumbrado como estaba a relacionar crímenes y muertes con temas de entretenimiento y distracción, logró esta vez afrontar el asunto con toda la seriedad que solía prestar al estudio de los vetustos impresos del siglo XVI.

—Comencemos —dijo— con la teoría de la conspiración, es decir, de la cesión de las llaves hecha por A al criminal B. En lo que atañe a las probabilidades, éste es un aspecto secundario de la investigación, ¿no es así? ¿Si Deighton-Clerk aquí, o Lambrick, en su casa, entregaron su llave a un asesino mercenario…?

El inspector comprendió enseguida la inverosimilitud que implicaba el tono de Gott.

—Sí —expresó—, tiene usted razón. Sería buscar un asesino principal muy poco verosímil. Aunque le diré que este asunto es muy poco verosímil.

—Eso es —dijo Gott, sonriendo— lo que Deighton-Clerk ha tratado de inculcarnos desde un principio. Me considera como el padre espiritual del crimen. Algo así como un pintor que ha ideado un tipo irrealizable de belleza y, en la próxima generación, la ve aparecer en carne y hueso… Pero es innegable que esas cosas suceden en la vida real. En esta misma Facultad hubo un horrendo asesinato, allá por 1483.

—Sin duda, un precedente así es consolador —repuso Appleby—. Pero no nos apartemos de las posibilidades de una conspiración: comprenderá que procurarse una buena coartada no es nada en comparación con el riesgo que se corre al conspirar con un malhechor mercenario a quien se paga para realizar un crimen. Pero ¿qué pensaría de una conspiración entre dos colegas, basada sobre el hecho de que el colega A tiene llave, y el colega B carece de ella? Se perpetra el homicidio el mismo día en que se cambian las cerraduras, en otras palabras, se proclama deliberadamente la importancia del factor llaves. Supongamos que A da su llave a B y éste asesina a Umpleby. A tiene una coartada, y no podemos probar la culpabilidad de B sin antes demostrar la existencia de semejante conspiración.

—En todo asesinato —interrumpió Gott meneando la cabeza— es más probable encontrar un asesino que dos. En nuestro caso, la complicidad de dos o más personas nos llevaría a un absurdo psicológico. Un asesinato entre dos es, al fin y al cabo, cosa muy diferente de un robo entre tres.

—Es indudable —asintió Appleby—. El método más seguro será descartar la teoría de la conspiración y orientamos más bien por el camino del crimen solitario.

—Nos quedan, pues, cinco sospechosos: Deighton-Clerk, Haveland, Empson, Pownall, Ransome. ¡Adelantamos!

—Superficialmente, cinco; en realidad, tal vez sigan siendo siete.

Reinó un minuto de silencio mientras Gott, enfrentándose una vez más con este aspecto del asunto, meditaba sobre él. De pronto preguntó sin vacilar:

—¿Acaso no fue asesinado Umpleby en el momento en que nosotros creíamos?

—Precisamente. El rector murió entre las 10.30 y las 11, en Orchard Ground o tal vez en el interior mismo del alojamiento de profesores.

—¿Puede usted probar eso?

—No, por cierto. Pero hay una brizna de hierba fresca adherida a la llanta de una silla de ruedas.

—¡La vieja silla de Empson! —saltó instantáneamente Gott—. ¡Una buena carroza fúnebre!

Tras un nuevo intervalo de silencio, añadió, demostrando haber comprendido claramente el caso:

—O quizá, la idea fue de Titlow.

—O de Slotwiner…, si no estuviera usted tan seguro de su fidelidad. Imagínelo: Slotwiner penetra en el despacho de Umpleby y le lleva, como de costumbre, unas bebidas. Además, trae un falso recado: saludos de Haveland o de Pownall, que ruegan al rector quiera pasar por el alojamiento de profesores para ver tal cosa o hacer tal otra. Umpleby sale, seguido por su mayordomo, y el disparo suena en las cercanías de Little Fellows en el preciso instante en que un ruidoso camión pasa por la calle de las Escuelas. Slotwiner se apodera de los huesos, de la toga olvidada por Barocho (usted ignoraba aún este detalle), saca la silla de ruedas y vuelve al despacho con todo ello. Vuelve a su sitio la silla, pero se olvida de la toga: en ese momento el tiempo apremia, pues se acercan las 11 y Titlow llegará de un momento a otro. Prepara la pistola y la coloca en el escritorio con un alambre o cordel atado al gatillo, y mientras conversa con Titlow junto a la puerta, tira de ese alambre. En los instantes de confusión que siguen inmediatamente al descubrimiento del cadáver, oculta su pistola y el alambre acusador. Claro está que podría idearse una reconstrucción muy parecida, con Titlow como protagonista.

—Me inclino por Titlow —dijo Gott instantáneamente.

—¿Lo cree usted capaz de cometer un crimen?

Appleby hizo la pregunta con aparente indiferencia, pero con intención bien definida; en tales casos la deslealtad sería olvidar que se es un policía. Y el espíritu de caridad cristiana de Gott fue suficiente para hacérselo comprender, aunque eludió el lazo.

—No debí haber hablado de los sentimientos de Slotwiner —dijo—, pues no diré una palabra sobre los de los demás. Podemos estudiar los hechos sin necesidad de suministrar datos que pueden enviar a otros al patíbulo. Quise decir que si Slotwiner hubiera llevado ese falso recado al rector, no podría haber salido antes que él a Orchard Ground para dispararle un balazo en la frente. En cambio Titlow, o cualquier otro, pudo hacerlo.

Ambos fumaron en silencio durante un rato. Luego Appleby prosiguió:

—¿Opina usted, analizando sencillamente los hechos, que tenemos indicios acusadores contra Titlow?

—De ningún modo. Sólo sabemos que Titlow y Slotwiner figuran entre los sospechosos. Lo único que tenemos es la posibilidad de que alguien pretendió hacernos creer que la muerte de Umpleby tuvo lugar a otra hora y en lugar diverso de los verdaderos. Cualquiera de los otros pudo tener razones para quererlo así, y es absurdo limitar las acusaciones a Titlow y Slotwiner. ¿Por qué hemos de suponer que esa maniobra tuvo por objeto asegurar la coartada del asesino? ¿No podría, acaso, estar destinada a destruir la coartada de otra persona?

—Así es —repuso Appleby—, yo también llegué a esa deducción, aunque tardé más tiempo que usted en hacerlo. Llegué a imaginar que alguien podría haber dicho estas palabras: «Él puede demostrar que no lo hizo en este lugar y en el momento actual, pero no puede probar que no lo hizo en otro lugar y veinte minutos después… si queda algún rastro de su culpabilidad».

—¡Magnífico! —exclamó Gott—; ahora tenemos una visión exacta de los sitios y las actividades de todos.

—Y nos enfrentamos con las probabilidades psicológicas.

—Sobre las cuales me abstendré de discutir con usted. Pero quedan aún muchos hechos concretos, por ejemplo los huesos. Esos huesos marcan el centro de gravedad del problema. El indicio más claro que poseemos está en el terreno limitado por los portones, las llaves y los huesos. ¿Qué implican contra su poseedor, es decir, Haveland, en su opinión?

Appleby replicó con una nueva pregunta:

—¿Recuerda usted que anoche, de sobremesa, Haveland virtualmente ofreció una doble alternativa sobre el crimen? ¿Qué piensa de esas alternativas?

—Haveland —manifestó Gott, asintiendo— dijo lo siguiente: «Una de dos, o yo he matado al rector en un rapto de locura, o bien otra persona ha cometido el crimen y ha tratado de incriminarme». Pues bien, en mi opinión estas alternativas no son necesariamente seguras. Haveland muy bien pudo haber perpetrado el crimen en su sano juicio. Quiero decirle que sería capaz de haber preparado una acusación deliberada contra sí mismo.

—¡Cómo! ¿Dice usted que no dejó su colección de huesos junto al cadáver en un momento de locura, para delatarse, sino para dar la impresión de que alguien lo incriminaba? Me parece muy traído por los pelos, además de trabajoso y arriesgado.

—Arriesgado, sí. Traído por los pelos y trabajoso…, puede que sí, y puede que no. Quizá le pareció ésa la mejor manera de atribuirle el crimen a otro.

—¡Incriminar a otro inventando una artimaña que lo incrimina a él mismo! Mi querido Gott, ¿no le parece demasiado fantástico?

Sin embargo, Appleby, lejos de burlarse, estudiaba cuidadosamente la hipótesis sugerida por su interlocutor.

—Es fantástico, sí —repuso Gott—, pero al fin y al cabo está usted (nuevamente, según tengo entendido) en uno de los centros más refinados, intelectuales y sutiles de Inglaterra. Claro está que la teoría traerá… consecuencias.

—¿Cómo por ejemplo?

—Por ejemplo, comprenderá que hay cosas que no había sospechado hasta ahora. Mejor dicho, no se han dejado entrever aún.

—No me cabe la menor duda de que ignoro una porción de cosas —dijo el inspector, con una sonrisa—; pero dígame en qué está pensando ahora.

—En las huellas deliberadamente colocadas para crear falsa pista…, en las indicaciones que Haveland puede haber dejado para sugerir que fue tal o cual persona quien trató de incriminarle.

—A ese respecto, creo haber observado que abriga un odio especial contra Empson. Sin embargo, hasta ahora no he descubierto ningún indicio acusador contra él… dejado por Haveland o por otra persona. Como usted dice, es posible que los haya pasado por alto. Pero no es imposible tampoco que no los haya observado, sencillamente, porque no existen y porque su teoría es errónea.

—No es una teoría —protestó Gott—; es, sencillamente, una hipótesis. Pero no creo que usted haya «pasado por alto» nada. Sería absurdo que Haveland hubiese dejado rastros tan leves que uno pudiera pasarlos por alto; tal vez aparezcan en el futuro.

Appleby rió; le agradaba la conversación de Gott.

—¿De manera que opina que habrá un segundo asesinato que nos aclarará el primero? ¿Y luego, un tercero y un cuarto que eliminarán a dos de los presuntos culpables del segundo? Veamos, tratemos de exponer ordenadamente las actividades de cada uno, en su debida sucesión cronológica. Comencemos por Haveland.

Y, como lo hiciera el inspector Dodd, Appleby sacó de su bolsillo un montón de papeles. Pero, en ese preciso instante, sobrevino la segunda interrupción de la velada. Se oyeron pasos de alguien que trataba de esquivar el canasto que obstruía el pasillo y luego golpes en la puerta. Era Haveland en persona.

Cuando vio a Gott, el visitante se detuvo y dirigió la palabra a Appleby:

—Le pido me disculpe, creí que no estaría ocupado. ¿Quizá si volviera dentro de unos minutos?…

—Míster Gott y yo —repuso Appleby— estábamos conversando sobre los asuntos que me han traído aquí.

En ese instante, Gott se levantó para retirarse. Pero Haveland había cerrado la puerta, y cuando habló nuevamente se dirigió a los dos.

—¿Creen ustedes que mi presencia sería de utilidad a tan respetable conciliábulo?

El carácter de Haveland debía de ser franco y espontáneo. Su silueta redondeada resultaba aún más desdibujada por el descuido elegante, aunque un tanto rebuscado, de sus ropas, esas ropas que no quería abandonar para vestir el traje de etiqueta impuesto por el ritual universitario para la cena. Pero a pesar de ello, su personalidad superficial era la de un hombre severo, seco y sin espontaneidad alguna. Aparte del matiz de ironía que subrayaba cada una de sus frases, se mostraba impasible, distante, deliberadamente frío. Appleby resolvió, cediendo a un impulso, tratar de exasperarlo.

—Llega usted en momento muy oportuno —dijo—. Nos disponíamos a estudiar sus actividades en la noche del crimen. Tome asiento.

Hubiera sido lógico suponer que Haveland hubiera mostrado algún asomo de enojo, al menos contra su colega. Pero no fue así. Aceptó el asiento que se le ofrecía, sin pronunciar una palabra. Quería dar la impresión de que dejaba de lado los asuntos que lo habían llevado allí para ponerse a disposición del inspector. Y, a pesar de ello, esa actitud significó un tanto a su favor. Appleby tuvo que avanzar enseguida y sin estar muy seguro del terreno que pisaba. No había tenido tiempo de examinar las declaraciones recogidas por Dodd después de los últimos acontecimientos, sabiendo que la hora del crimen no fue en realidad la que en un principio creyeron. No obstante, fijó serenamente los ojos en sus anotaciones.

«John Haveland —leyó en alta voz—, de cincuenta y nueve años de edad. Profesor de la Facultad desde 1908. Soltero. Se aloja en Orchard Ground. Nada puede indicar sobre el crimen, ni las circunstancias que lo rodean. 9.15: Salió de la sala de profesores y se dirigió a sus habitaciones, donde leyó. 10.40: Abandonó Orchard Ground, saliendo por el portón oriental, y visitó al decano, en el patio del Obispo. 10.50: Volvió, por el mismo portón, y se dirigió derecho a sus habitaciones. 11.25: Fue hallado en ellas por el inspector Dodd, que le comunicó que el rector había sido asesinado. Dio escasas muestras de interés».

Appleby levantó los ojos. La última observación de Dodd era favorable para iniciar una breve pausa. Pero Haveland no vaciló:

—Me enteré de la muerte de Umpleby sin la más mínima emoción y sin pesar alguno —dijo.

—¿Y sin sorpresa, míster Haveland?

—Debo confesar que experimenté cierto asombro.

—¿Y curiosidad?

—¿Curiosidad?

—Las anotaciones de mi colega dan ciertos datos sobre una segunda entrevista que mantuvo con usted la mañana siguiente. Nada dijo sobre los huesos, por ejemplo, pero en cambio preguntó tres cosas. Inquirió si el rector había muerto a consecuencia de un balazo, si el arma había sido hallada y si se conocía el momento exacto del crimen.

—¡Mi estimado Haveland —murmuró Gott en ese instante—, semejante interés por el resto de la humanidad es extraño en usted! Sin duda, la emoción le dominaba.

Haveland mostró cierta levísima impaciencia.

—Dado que mi colección de huesos estaba sobre la alfombra de ese hombre en el momento de su muerte, el asunto me importaba. También le importaba a Deighton-Clerk. Parece que Umpleby fue asesinado a las 11 en punto. Por consiguiente, cualquiera de nosotros pudo haberlo hecho. En cambio, si hubiera muerto a las 10.45, los dos estaríamos libres de sospecha…, o embarcados en una horrible conspiración. ¿Por qué no habría de hacer preguntas? No tengo ningún interés en ser ahorcado.

—El rector fue asesinado mucho antes de las 11 —dijo Appleby con aire inocente—. El inspector Dodd estaba en un error cuando habló con usted. Y hemos encontrado el arma.

Haveland debatió el primer punto, sin mostrar interés.

—¿Cuánto tiempo antes de las 11?

—Alrededor de media hora.

El profesor continuaba impasible, pero se advertía que su actitud era fingida. Daba la impresión, bien conocida por Appleby, pues la había experimentado varias veces en San Antonio, de calcular rápidamente. Titlow, Pownall, Haveland…, todos meditaban intensamente antes de hablar. Quizá fuera efecto de un simple hábito intelectual. No obstante, Haveland parecía calcular con profunda concentración mental…, calcular si debía decir algo, confesar algo, hacer una nueva pregunta. Por fin dijo fríamente:

—Entonces Deighton-Clerk y yo continuamos bajo sospecha.

—¿Deighton-Clerk hubiera matado a Umpleby, dejando sus huesos en el despacho?

—Naturalmente; o bien, yo mismo podría haberlo hecho.

—¿En qué momento cree usted que le hurtaron los huesos?

—Supongo que entre las 10.40 y las 10.50, mientras estaba con Deighton-Clerk.

—¡Entonces, no pudo haberlos robado Deighton-Clerk!

—No. En realidad no estoy absolutamente seguro de la hora en que desaparecieron. Sólo sé que esa misma tarde estaban en su sitio: una alacena sin llave.

—¿Estaban enemistados Deighton-Clerk y Umpleby?

—No estaban en muy buenas relaciones, aunque el decano nunca le expresó, como yo por desgracia lo hice, el deseo de verlo pudrirse en un sepulcro. En cambio Deighton-Clerk lo acusó en público de mal comportamiento con Ransome, que actualmente se encuentra en el extranjero.

—Ransome no está en el extranjero —interpuso Gott serenamente.

—¿No?

—Está aquí, en su cama. Hasta hace unos minutos se encontraba en el canasto de ropa que usted vio en el pasillo.

—¿Verdaderamente?

Haveland se complacía en presentar una máscara impasible ante el mundo. No demostró la más leve sorpresa al saber que uno de sus colegas había estado encerrado en un canasto, ni dio la menor señal de interés. De pronto, se puso de pie.

—Veo que no hago más que estorbar. Espero conocer el resultado de sus deliberaciones. Buenas noches.

Y salió. Appleby lanzó una carcajada.

—¿Qué entenderá por «el resultado de nuestras deliberaciones», Gott?

—Supongo que lo que quiere decir es que lo mejor que podríamos hacer es escribir novelas en colaboración. Pero ¿por qué vino?

El inspector sonrió, con aire pensativo.

—Vino en busca de ciertos datos. Y ya los conoce o, al menos, los intuye. ¿Sabe usted qué debemos hacer ahora?

—¡Ya lo creo! —repuso el invencible Gott—. Tenemos que hacer un pequeño experimento con una carroza fúnebre. ¡Qué espere la cerveza!

—¡El malhechor —informó Horace, al regresar al dormitorio de David, después de una minuciosa exploración— ha sido puesto en libertad!

—¡En libertad! —exclamaron desconcertados sus amigos.

—Celebro deciros —replicó Horace, que, por lo visto, había estado reflexionando sobre el asunto— que está en libertad. Lo que significa que no hemos hallado al verdadero asesino. Recordaréis que nada decidimos sobre el aspecto ético de nuestra conducta, en caso de atraparlo. Nos dejamos llevar, mejor dicho, Michael se dejó llevar por el deseo de hacer una broma pesada entregándolo perfectamente embalado y acondicionado.

—¿De modo que lo dejaron escapar?

—Volvió a sus antiguas habitaciones, se dio un baño, cenó con excelente apetito y llamó por teléfono a mistress Tunk para que tendiera su blando lecho. Ese cerdo de Adams lo ha visto todo desde su ventana.

—Quizá sea una treta —sugirió Michael.

—Tal vez la treta sea contra nosotros —replicó Horace—. ¿No os parece probable que nos llamen de parte del decano?

—¡De ningún modo! ¿Te imaginas a Ransome quejándose a Deighton-Clerk de lo que le sucedió mientras rondaba el viejo mouseion disfrazado con una nariz de cartón?

—Pues bien —murmuró con aire dubitativo Horace—, si es así, nos hemos salvado. Terminó todo.

—¿Terminó todo? —inquirió David—. Supongo, Horace, que no abandonarás la investigación. ¿No te dije, acaso, que además de ideas tenía datos? No, no, Horace; has cumplido tu misión, pero te queda aún mucho que hacer.

Horace se dirigió a Michael:

—¿Sabes que es pesado? Hacía tiempo que lo sospechaba, ahora lo compruebo.

—Me lo imagino —asintió Michael, con ceño adusto—. Sir David Pennyfeather Edwards, ilustre momia del Ministerio de Hacienda. Va de un lado a otro creando una comisión aquí, una junta investigadora allá. ¡Pobre David!

Y se aplicó, con exagerada atención, a la lectura de los Sermones selectos del siglo XVII. Horace se sentó en el suelo, y se sumió inmediatamente en los misterios de una novela de Miss Milligan. La muerte del doctor Umpleby había cesado de interesar.

Pero David conocía a sus amigos. Comenzó a hablar con voz suave, en un soliloquio característico. Y dos minutos más tarde todos escuchaban con profundo interés.

La cerveza quedó definitivamente abandonada. Gott se dedicó a preparar café negro. Appleby contemplaba, pensativo, su reloj de bolsillo, que descansaba sobre el brazo del sillón.

—El experimento no tuvo resultados concluyentes —dijo Gott—. Pudo hacerlo, pero con escasísimo margen de tiempo.

—Así es, en cualquier momento que lo hubiese intentado. Haveland tuvo dos oportunidades, de diez minutos cada una: de las 10.30 a las 10.40 y de las 10.50 a las 11. Supongamos que haya llegado a las habitaciones del decano a las 10.43 o 10.45; aun así debemos concederle unos minutos más al comienzo, los necesarios para que Umpleby saliera de su despacho y atravesara el parque, después de que Slotwiner entrase, a las 10.30, con las bebidas. Un margen escasísimo.

—De cualquier modo, mi visión de Haveland empujando la silla de ruedas, cargada de huesos, además del cadáver, por el sendero del jardín, en realidad era un poco fantástica. Pero ¿con qué fin fue a visitar al decano, y qué dice éste sobre la hora?

¡Un instante! —ordenó Appleby—. A continuación pasaremos a las actividades de los demás, comenzando por el decano. Aquí tengo la anotación correspondiente.

Y sacó un nuevo papel del bolsillo.

—«Deighton-Clerk… 9.30: salió de la sala de profesores en compañía del doctor Barocho, a quien acompañó hasta sus habitaciones, situadas en el patio del Obispo. 10.35: cruzó hasta sus propias habitaciones, escoltado hasta la mitad del camino por el doctor Barocho. Pocos instantes después de llegar, recibió la visita de míster Haveland. 10.50: Haveland salió, rumbo a sus habitaciones. Pocos segundos después, Deighton-Clerk llamó por teléfono a la portería, por un asunto universitario, y luego se instaló para leer. 11.10: El mayordomo del rector, Slotwiner, se presentó, trayendo las primeras noticias de la desgracia ocurrida…».

—Queda confirmado lo que nos dijo Haveland —comentó Gott—. Y si esa llamada telefónica a la portería se prolongó por espacio de unos minutos, tendremos que descartar a Deighton-Clerk.

—A no ser que —repuso Appleby— telefoneara, por decirlo así, con una mano mientras con la otra asesinaba a Umpleby.

—¡Pero un disparo se hubiera oído perfectamente en el patio del Obispo!

—No sería imposible que hubiera seguido los pasos de Haveland hasta Orchard Ground; una vez allí encontró a Umpleby, le dio muerte y telefoneó desde una de las habitaciones del alojamiento de profesores, salió corriendo, y, después de colocar el cadáver y los huesos en la silla de ruedas, la empujó hasta el despacho, depositó su carga, hizo (no sé por qué) el segundo disparo, y luego huyó rumbo a sus habitaciones.

—¡Santo Dios, Appleby! ¡El margen de tiempo sería aún menor en este caso! ¿Se imagina usted a Deighton-Clerk correteando por la casa con semejante agilidad? Y además…, ¿había acaso en el edificio de profesores alguna habitación vacía desde la cual pudiera haber telefoneado? Haveland estaba en la suya. ¿Y los otros tres?

¡Un instante! Reconozco que tuvo muy poco tiempo, demasiado poco, sin duda. Y en caso de no haber un teléfono a mano, mi teoría se derrumba. Pero, antes de estudiar el caso de los otros tres, examinemos a Barocho. Sus actividades están relacionadas con las del decano y tal vez podamos descartarlo inmediatamente.

—Pero ¡Barocho no tiene llave!

—No importa. Estudiemos su caso. Creo recordar que, de cualquier manera, está descartado. Sí, lo está. «Acompañó a Deighton-Clerk hasta la puerta de sus habitaciones a las 10.35 y luego se dirigió directamente a la biblioteca, donde permaneció sumido en la lectura hasta que lo llamaron, pasadas las 11…». Había varios estudiantes en la biblioteca, de manera que Barocho debe ser eliminado.

—Ya que se ocupa usted de los que no tenían llave, ¿qué me dice del viejo Curtís? ¿Tiene su coartada?

—Curtís —respondió el inspector meneando negativamente la cabeza— entró en sus habitaciones a las 9.30, y afirma que no se movió de allí en toda la noche. El decano lo levantó de la cama poco antes de medianoche para relatarle lo ocurrido. He ahí todo cuanto sabemos.

—¿Qué le parece Curtís como sospechoso? —inquirió Gott; pero agregó con seriedad—: Bien, tratemos entonces de sintetizar: los verdaderos protagonistas son Haveland, Titlow, Empson, Pownall, Ransome, Deighton-Clerk y yo. Todos tenemos llave. Sin embargo, para el mejor resultado de esta discusión, yo estoy fuera de concurso. Desconocemos aún las actividades de Ransome en esos precisos momentos. Haveland apenas tuvo el tiempo indispensable. La situación de Deighton-Clerk depende de lo que hicieran los otros tres. Si no le fue posible telefonear desde la habitación de cualquiera de ellos, no contó con el tiempo necesario para matar a Umpleby y hacer todo lo demás entre las 10.50 y las 11. Y como no pudo usar el teléfono de Haveland, nos resta estudiar lo que hicieron Titlow, Empson y Pownall, cuyos movimientos son de trascendental importancia para nuestro caso.

Appleby sacó otra anotación.

—Aquí —dijo— tenemos el informe sobre Pownall, de acuerdo con lo que me dijo esta mañana. Volvió a sus habitaciones poco antes de las 9.30. Leyó por espacio de veinte minutos. Luego se acostó, y a las 10.15 dormía profundamente. A las 10.42 oyó ruidos en su dormitorio y se despertó.

—¡Demonios! Pero es demasiado temprano para que haya sido Deighton-Clerk, que hablaba por teléfono… ¿No salió de su cuarto después de ese incidente?

—No. Examinó todo, descubrió unas gotas de sangre y supuso que acababan de asesinar a Umpleby. Así y todo, no se movió de sus habitaciones.

Appleby, después de referir a Gott los detalles fundamentales de la versión de Pownall, dirigió su atención a Titlow.

—9.20: regresó, después de la sobremesa, y trabajó hasta las 10.55, hora en que, como de costumbre, salió para visitar al rector. Atravesó el portón occidental y, una vez en el patio del Obispo, tocó el timbre de la puerta de la rectoría, cuando faltaban unos segundos para las 11.

Appleby hizo una breve pausa.

—Explíqueme usted esto —dijo—. ¿Por qué llamó a la puerta? ¿Por qué no golpeó simplemente los cristales de los ventanales del despacho, que quedaban mucho más cerca?

—Minucias de etiqueta —replicó Gott—. Siempre lo hacía en ocasiones parecidas. Era una especie de visita oficial, que tenía lugar una vez por semana…, y no existía mucho afecto entre los dos.

—Bien —asintió el inspector—, ahí tiene usted la historia. Nadie la confirma… ni la desmiente. Pero, si la aceptamos, Deighton-Clerk queda privado de todos los teléfonos de Little Fellows. Por último, he aquí el informe sobre Empson. Volvió a su cuarto a las 9.30 y se dispuso a trabajar. A las 10.40 se dirigió a la portería y pasó por el portón occidental, para preguntar si había llegado un envoltorio con ciertas pruebas de imprenta que esperaba recibir. Ocho o diez minutos después estaba de vuelta y nadie le molestó hasta la llegada de la policía… Eso es todo.

Y Appleby guardó sus papeles. Gott lanzó un suspiro.

¡Qué buena oportunidad para mentir! —exclamó—. ¿No comprende usted que ninguno de los profesores alojados en Little Fellows estuvo en contacto con los otros? No obstante, si el informe de Empson es exacto, Deighton-Clerk queda descartado. Empson regresó a las 10.50, antes de que aquél pudiera usar su teléfono y huir, evitando ser reconocido. ¿Qué piensa usted?

—Opino que, a menos que Deighton-Clerk haya telefoneado desde sus propias habitaciones inmediatamente después de la partida de Haveland, y no (como dice el informe) «pocos minutos más tarde», queda definitivamente eliminado. En verdad, creo que es inocente. El margen de tiempo es demasiado escaso, aun si se deja de lado lo del teléfono.

—En ese caso —dijo Gott— sólo quedan los habitantes de Little Fellows, aparte de Ransome y yo.

—Así es. Pero no me explico por qué me siento inclinado a sospechar cada vez menos de los ladrones de San Antonio. La clave del misterio está…

—¿En Little Fellows?

—No, ¡en la obra de Thomas de Quincey! —exclamó Appleby.