12

MÍSTER RANSOME SALIÓ dispuesto a darse un baño y a hacer una incursión en la despensa. Se contentó con indicar que no había cenado… Y míster Gott tuvo que explicarlo todo.

—Creo que ha llegado la hora de revelar nuestro pequeño plan —dijo—. Sin duda ha oído usted hablar de los documentos de Ransome, esos valiosos papeles que Umpleby retenía. Pues bien; Ransome llegó a Inglaterra hace un mes, indignado porque el rector no se los había remitido. En vez de presentarse abiertamente en la Facultad, permaneció en la ciudad y mandó llamar a Campbell. Ambos fueron siempre grandes amigos, y Campbell era partidario de adoptar enérgicas medidas contra Umpleby. Por último decidieron hacer justicia por su propia mano. Una vez resueltos, decidieron asimismo consultar el asunto conmigo, en calidad de… técnico.

La pipa de Gott humeaba una vez más. Narraba su historia con una mezcla de sinceridad y satisfacción que hubiera desarmado a cualquiera.

—Me presté a ello, lo cual, en su opinión, no dejará de ser una tontería, y convertí el asunto en una especie de juego. No nos hubiera sido difícil despojar a Umpleby obligándole a «soltar prenda» ante la amenaza de una publicidad escandalosa. Pero decidimos planear un robo impecable y perfecto, y fui yo quien lo preparó. Interveníamos los tres: Ransome, Campbell y yo, y lo que más me interesaba era el aspecto de las coartadas. En el robo propiamente dicho, tendríamos que participar Ransome y yo…

—¿Por qué los dos? —preguntó Appleby.

Gott titubeó un instante, como si la pregunta que le acababan de formular le pareciese embarazosa, pero luego respondió con una sonrisa:

—Mi presencia era indispensable porque las circunstancias en que se iba a desarrollar el hecho requerían… un tipo muy particular de inteligencia; pronto comprenderá lo que le digo. Y Ransome debía estar allí por la sencilla razón de que hubiera sido injusto que yo interviniese en un asunto peligroso para favorecerlo, mientras él dormía tranquilamente… Lo que me interesaba era lograr buenas coartadas. En cuanto a Ransome, estaba tranquilo, puesto que todos los demás creían que se hallaba a miles de kilómetros de aquí. Pero era menester hallar coartadas para Campbell y también para mí. La cosa era más seria que un simple juego. No se me ocurrió en ningún momento que Umpleby pudiese llamar a la policía, y (le pido mil perdones), menos aún, que la policía se tomaría el trabajo de comprobar nuestras coartadas, en caso de ser llamada. Sin embargo, hice cuanto pude para planear bien el asunto.

—El aspecto experimental de la novela popular —murmuró el inspector.

—Quizá; tal vez he delineado el asunto como si estuviese preparando un libro. Lo cierto es que elaboré todo un plan. A las 11.45 Campbell, como adivinó usted, ocupó mi lugar. En ese instante yo debía dirigirme a San Antonio y reunirme con Ransome, que previamente debía haber inspeccionado el terreno. Calculábamos haber perpetrado nuestro robo a las 12.10. Entonces me tocaba salir sigilosamente rumbo a la avenida de San Ernulfo, donde se presentaría Campbell a las 12.20 en punto; Ransome también aprovecharía esos minutos para escapar. Sin embargo, antes de abandonar la rectoría, haríamos el ruido indispensable para sembrar la alarma entre la servidumbre; el robo se descubriría enseguida, y se le fijaría una hora, el preciso momento en el cual yo, seguido por mis agentes, me encontraba a cierta distancia del edificio, y Campbell, como es natural, no tenía aún tiempo de haber llegado a pie desde la casa de sir Theodore. Campbell y yo cambiaríamos nuestros papeles a la vuelta de la esquina de la avenida, ocultos a los ojos de los agentes; él estaría de regreso en sus habitaciones dos o tres minutos más tarde, y yo entraría sencillamente por la entrada principal, ya que no podía volver sobre mis pasos para tomar el camino de la puertecilla trasera. El portero me abriría, pues, unos buenos diez minutos después de descubierto el robo.

Appleby había escuchado con atención.

—Acaba de decir que Ransome era el encargado de reconocer el terreno, antes de encontrarse con usted —dijo—. ¿Efectuó esa exploración en el interior del recinto universitario?

Gott asintió.

—Sin duda piensa usted en el asunto de las nuevas llaves —dijo—. Claro está que eso estuvo a punto de alterar nuestros planes. Y los hubiera alterado de no mediar una circunstancia afortunada, Ransome conservaba su llave, y aunque sabíamos que iban a cambiar las cerraduras, no suponíamos que el cambio sería tan precipitado. En realidad, puesto que siempre contaríamos con una llave, la cosa no nos preocupaba mayormente. Pero era más cómodo tener dos, una para Ransome y otra para mí; de ahí que nos fastidiara el hecho de que, en la mañana del martes, Umpleby se presentase en mis habitaciones para comunicarme que se habían cambiado las cerraduras, y darme mi flamante llave. Aunque hubiese encargado una más para Ransome, no se hubiera desprendido de ella por nada del mundo.

—¿Cree usted —interrumpió Appleby— que exista alguna relación entre el cambio de las llaves y la precaución de mantener alejado a Ransome? ¿Sospecha que Umpleby estaba atemorizado por su causa?

—Jamás se me ocurrió semejante idea —respondió Gott, sobresaltado—. Estoy seguro de que el cambio de llaves obedeció al motivo que todos sabemos; no creo que Umpleby temiese jamás a Ransome.

—No es difícil imaginar, míster Gott —dijo Appleby—, el partido que cualquier fiscal sacará de esta circunstancia.

El tono del inspector era severo.

—Lo comprendo perfectamente —repuso Gott—, de otro modo no estaría aquí «cantando», como dicen tan a menudo mis personajes novelescos. Es muy embarazoso para mí el estar en posesión de la décima llave…, la de Ransome.

—De manera que usted la tiene, ¿eh? —repuso Appleby, pasándose la mano sobre la coronilla, aún dolorida, de su cabeza.

—Sí, pero no la conseguí entonces; la tenía desde un principio. Fue un golpe de suerte. Umpleby me dejó para el final, y cuando llegó a mi cuarto, le quedaban dos llaves. Tomé la mía, y dejé la vieja sobre la mesa. Enseguida puse en manos del rector un grueso infolio, con el cual había estado trabajando, y le pregunté su opinión sobre ciertos detalles. Lo tomó con ambas manos; Umpleby tenía una inteligencia muy rápida, se ponía al tanto de cualquier cosa en dos minutos, y le gustaba lucirse. Automáticamente, dejó la décima llave sobre la mesa. Lo envolví en una acalorada discusión, para destruir todo recuerdo en su mente, y mientras tanto, cubrí la décima llave con la mano. Por fin, empujé la antigua llave con el dedo, preguntando con indiferencia: «Y ésta ¿de quién es?». «De Ransome», masculló él, «si es que regresa». Y salió. Consecuencia: Ransome obtuvo su llave.

—Consecuencia —finalizó Appleby en tono cortante—: Estamos un paso más cerca del crimen… Dígame usted ahora ¿qué sucedió en aquella malaventurada noche?

—Nada. Ransome penetró en el edificio por la puertecilla trasera a las 11.30 para explorar el terreno, e inmediatamente advirtió rumores extraños, y gente que iba y venía por Orchard Ground. Luego oyó la voz de Deighton-Clerk, que ordenaba que se examinase la puertecilla. Comprendió entonces que la cosa no marchaba bien, salió y vino a mi encuentro cuando Campbell y yo hicimos nuestro primer cambio. Como es lógico, le esperé, y, según convinimos, a la vuelta de la avenida recuperamos nuestra personalidad…, y eso es todo.

Hubo una breve pausa.

—Y cuando regresó a la Facultad, ¿se enteró usted de que Umpleby había sido asesinado?

—Sí.

—¿Y ninguno de ustedes confesó su plan?

—Ese trabajo se lo dejamos a usted.

La respuesta, poco convincente en sí, fue formulada en tono distraído; era evidente que Gott se preparaba para lo que aún le esperaba.

—Antes de retirarse —añadió Appleby— deseo que me responda a una nueva pregunta: ¿logró alguno de ustedes, en esta entretenida farsa, penetrar en el despacho de Umpleby el martes por la noche?

—No, por cierto.

—¿No estuvo usted en él antes, por ejemplo cuando se le creía en su despacho de censor? ¿No visitó la habitación más temprano, con el propósito de reconocer el terreno?

—No; se lo aseguro.

—¿Tampoco Ransome, ni Campbell?

—Campbell, no; Ransome, si no miente, tampoco.

—¿No trató usted de descubrir la caja de caudales?

—Eso lo había averiguado tiempo atrás —replicó Gott meneando la cabeza.

—¿No anduvo usted por allí, con una vela? —la última palabra sonó como un pistoletazo.

Gott negó nuevamente, esta vez con aire sorprendido.

—Míster Gott, acaba de confesar que ese robo era una tonta imprudencia. Y la coincidencia del asesinato lo convirtió en algo terrible. ¿Cómo se atrevió a hacer otra intentona la noche siguiente?

—Obstinación —repuso Gott—, y una ocasión propicia.

—¿Se refiere usted a la circunstancia de estar en posesión de una llave suplementaria?

—Precisamente. La policía había requisado nueve de las llaves, nosotros teníamos la décima. Pensé que, puesto que se conocía la existencia de una décima llave, se reforzaría la vigilancia de las puertas. No fue así… Aún teníamos libre acceso a Orchard Ground y a las habitaciones del rector. Y nadie lo sabía. Nos reunimos ayer por la tarde y decidimos hacer una nueva tentativa. Esta vez el plan era sencillísimo. Ransome tenía la llave, y a las 12.15 debía penetrar en Orchard Ground por la puerta trasera. El paso era arriesgado, ya que no era difícil que hubiese guardia policial, como le dije, pero no nos preocupamos. Luego debía abrir la puerta de entrada occidental que da al patio del Obispo, para que yo pudiese penetrar en el recinto. Después haríamos lo que pudiésemos. Al principio todo resultó bien. Entramos en el despacho y sacamos los documentos de la caja de caudales.

—¿Conocía usted esa caja? ¿Sabía su combinación?

—Sabía el lugar donde se ocultaba, nada más. Había explorado una vez, hace tiempo, la habitación, y descubrí el rincón donde se disimulaba lo que me pareció una caja de caudales…

—¿Y cómo sabía si podría abrirla? Hasta en las novelas ése es asunto difícil.

—Me fie de mi propia habilidad —repuso Gott sonriente—. Ahí tiene usted el porqué de la imprescindible necesidad de que yo estuviese presente en el robo. Escribir novelas, y quizá, como lo ha sugerido usted, poseer una técnica bibliográfica, me ha dotado de cierta facilidad… Sea como fuere, allí estaba la caja de caudales y yo la abrí, ¿no es verdad?

Gott había recuperado su tono de alegre ufanía, y el inspector dejó de lado toda reticencia profesional al preguntarle:

—Pero, hombre de Dios, ¿cómo lo hizo usted? No va a decirme ahora que oyó, mediante un estetoscopio, el rumor de los engranajes que se movían, y todas esas cosas. Aunque tal vez lo oyera. Logró usted meterse en el despacho usando un método ridículo, que sólo se usa en las novelas: arpillera y cola, ¡Dios nos libre y guarde!, y ahora, ¿me quiere hacer creer que abrió la caja con algún otro sistema igualmente absurdo?

—No —repuso Gott modestamente—; no escuché nada. Me limité a observar.

—¡Observar! ¿Y qué observó?

—El falso anaquel, que es una buena prueba del ingenio de nuestro rector. ¿Recuerda usted, por casualidad, los libros que ocupan ese espacio?

—Se trata de un anaquel alto y angosto, que contiene unos 50 volúmenes de ensayistas británicos —repuso sin vacilar Appleby. Tenía en verdad una memoria visual casi fotográfica.

—Exactamente. Los lomos de los pequeños volúmenes falsos están adheridos a una tabla. Es posible que no haya observado con especial atención los diez últimos tomos.

—No.

—Pues yo sí —dijo Gott radiante—. Y vi que estaban en desorden. Recuerde que verdaderamente no son libros en desorden, sino lomos pegados deliberadamente en esa forma. Los números corrían así:

49, 43, 46, 41, 47, 42, 50, 45, 48, 44.

»En otras palabras, un memorándum sumamente práctico que le recordaba a Umpleby la combinación de su pequeña caja de seguridad: 9361720584. Sencillísimo, querido…

—Watson —concluyó Appleby, sacudiendo la ceniza de su pipa vacía—. Y, como usted ha dicho, clara demostración del ingenio del difunto rector.

Llenó nuevamente su pipa, y ofreció tabaco a su interlocutor. Se sentía cada vez más a gusto en esta charla con el famoso míster Pentreith.

—Y ahora —añadió al cabo de un momento— llegamos a un asunto algo espinoso.

—Ransome fue el culpable —dijo Gott, señalando el gran canasto que aún ocupaba el pasillo—, y no me negará usted que ha recibido su merecido… Por más que no sea muy cortés decir semejante cosa tratándose de un colega, Ransome es bastante terco. No quiso marcharse tranquilamente con sus famosos papeles, sino que se empeñó en acompañarme a mis habitaciones para festejar con un trago nuestra victoria, victoria obtenida sobre un muerto, para decir la verdad de las cosas. Salimos, pues, al patio del Obispo y al llegar al portón, dijo que él echaría la llave, mientras yo me adelantaba para explorar. Así lo hice, y sólo me enteré mucho después de que el muy tonto, no conforme con dejar la puerta abierta so pretexto de que chirriaba, había dejado la llave puesta en esa condenada cerradura.

—Fue una torpeza mayúscula —interrumpió Appleby, riendo—, y en un principio me desconcertó. Me explico por qué no tiene usted mucha confianza en Ransome, y no lo deja operar solo. Aunque es muy capaz de romper el cráneo a cualquiera con certera puntería. ¿No estaba usted en las cercanías, dirigiendo las operaciones?

No. Jamás se me ocurriría golpear a nadie en la cabeza, fuera de mis novelas; es demasiado arriesgado. Si hubiera estado en el lugar de Ransome, me hubiera entregado o hubiera inventado alguna mentira verosímil. No obstante, su conducta no fue del todo mala. Encontró su salida bloqueada, esperó hasta dar con usted, y… perdió usted la décima llave.

—Pero no era la misma.

—En ese caso la torpeza fue doble. Ransome no es muy minucioso, pero es hombre hábil en cualquier aprieto.

—Siempre que no sea dentro de un canasto de ropa —dijo Appleby—. Y a propósito, ¿qué hacía Ransome hoy por aquí con ese absurdo disfraz?

—Yo mismo lo disfracé —repuso Gott—. Me interesan las caracterizaciones, saber hasta qué punto engañan, etcétera. Ransome confiaba ingenuamente en sus barbas postizas, y cuando supo que había golpeado a un policía célebre, se asustó y decidió permanecer oculto en los alrededores. Por cierto que se había buscado un alojamiento sumamente cómodo…, hasta que nuestros jóvenes amigos dieron con él.

Gott se había puesto en pie y se paseaba por la habitación. Al llegar frente al anaquel se encontró, como Appleby la noche anterior, con El último dilema de Trent. Tomó esta biblia en su género literario, la abrió al azar, y leyó varias páginas. Luego la cerró con violencia y dijo:

—Lo que ahora desearía saber es si usted cree o no cuanto le he dicho. Le confieso que soy muy capaz de inventar diversas versiones que coincidan con los hechos, y podría inventarlas a medida que hablo. ¿Cree usted por casualidad lo que le he contado?

Appleby meditó unos minutos, fumando en silencio. Estaba ante «El máximo dilema de Appleby…», y también ante «El dilema más extraño y menos convencional de Appleby». Pero decidió correr el riesgo, confiando en cierta misteriosa intuición que le decía que ese riesgo sólo existía en su imaginación.

—Creo en su versión —dijo— verbatim et litteratim.

—¿Y cree usted también que no le he ocultado nada?

—Creo que usted no me ha ocultado nada.

—En ese caso —dijo serenamente Gott, como si quisiera premiar esa prueba de confianza—, sólo nos resta descubrir al verdadero asesino. Y ahora, si es que no estoy detenido, cruzaré la calle en busca de un poco de cerveza… ¿Blanca o negra, Appleby?

—Negra, Gott.