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CIERTA ESPECIAL AGUDEZA para descubrir enseguida la presencia de un «gato encerrado» es factor importantísimo en el equipo de cualquier investigador. Appleby había descubierto uno…, pero se equivocó de lugar. No obstante, era hombre demasiado experimentado para suponer que ese inesperado hallazgo excluyera la existencia de otro gato encerrado en algún desconocido reducto.

Para ser más precisos, digamos que este felino no sólo apareció en un sitio inesperado, sino también en un momento inoportuno. Una hora después de haber sido encontrado el cadáver de Umpleby, dos profesores de la Facultad, Gott y Campbell, se encontraron —casual o deliberadamente— en un tramo de la carretera de Luton. Podría haber sido un encuentro fortuito, podría haber sido premeditado; en este último caso el motivo que les impulsó permanecía en el misterio.

De cualquier manera el terreno era propicio para iniciar una investigación, y Appleby se disponía a efectuarla cuando le anunció a Dodd que salía a dar un paseo. Minutos después descendía con paso rápido por la calle de las Escuelas, y mientras iba andando concentró su atención en el primero de los problemas que se le planteaban.

La noche del crimen, Campbell había visitado el club Chillingworth, en Stonegate. Decía haber llegado allí antes de la hora en que Umpleby fue visto por última vez y haber permanecido en el recinto hasta diez minutos antes de la medianoche. En lo que al asesinato se refería, ésa era, precisamente, la coartada de Campbell, y sería menester confirmarla; comenzaría inmediatamente.

La entrada del club Chillingworth, en Stonegate, se abre al extremo de un corredor cubierto, de pocos metros de largo. Al atravesarla, nos encontramos en un mezquino patio, adornado por una pequeña fuente y un estanque donde nadan algunos peces de colores; esto no ocupa más de unos cinco metros cuadrados y recibe de los socios el pomposo título de «el jardín»… «Una investigación disimulada», pensó Appleby mientras cruzaba el patio, «resultará punto menos que imposible: el único camino a seguir será un ataque frontal contra el secretario de la institución». Resuelto a emprenderlo, tocó el timbre.

El secretario, hombre de edad avanzada, resultó ser una persona muy discreta. Después de examinar las credenciales del inspector, le aseguró cortésmente que el club estaba dispuesto a colaborar con él en la medida de lo posible y con la mayor celeridad. No obstante, como el asunto implicaba investigar las actividades de un socio mientras éste permanecía dentro del recinto de la institución, le era imposible actuar sin la autorización del presidente. ¿Se podría hablar enseguida con el presidente? Desgraciadamente, no era posible. Lord Pucklefield estaba delicado y los médicos habían prohibido terminantemente que se le hablara de negocios. ¿Existía algún presidente provisional? Indudablemente, la autoridad del doctor Crummles podría ser considerada suficiente. ¿Llamar por teléfono al doctor Crummles? Bien comprendería el señor inspector que la índole del asunto no era de las más apropiadas para ser expuesta en una conversación telefónica…

Appleby estaba habituado a vencer obstáculos de esta naturaleza, y una hora después había obtenido de una serie de servidores del club la mayor parte de los datos que necesitaba. Y la verdad es que necesitaba datos minuciosos sobre las actividades de Campbell. Había llegado a las 10.15. Minutos antes de las 10.30 se le había servido una bebida en la sala de fumar. Poco después, con el vaso todavía en la mano, se le vio penetrar en la sala de juego; había intervenido en una partida de bridge, que duró hasta las 11.30. Terminado el juego, permaneció diez minutos más conversando con uno de los contrincantes. A las 11.45 en punto recogió su abrigo y su sombrero y salió. El camarero interrogado estaba seguro de la hora de su salida; recordaba que Campbell, al levantarse, consultó su reloj de bolsillo, acción que él imitó involuntariamente, mirando el reloj de pared. Además había ocurrido otra cosa que le ayudaba a recordar claramente el episodio. Campbell salió por el patio, pero por lo visto olvidó algo en el edificio, porque un instante después se le volvió a ver en el interior del mismo. Luego se fue definitivamente, pero esta vez salió por la puerta que da directamente a Stonegate, unos metros más hacia el Norte.

Los detalles parecían exactos, por lo cual Appleby no se lamentó de no obtener datos más minuciosos cuando interrogó a otros miembros de la servidumbre. Era de por sí extraordinario que se recordaran tan bien las actividades corrientes de uno de los socios, pasados ya algunos días. El inspector estaba casi seguro de haber dado con una pista Pensativo, salió por la puerta de Stonegate, tal como lo hiciera Campbell, y se encaminó hacia la carretera de Luton. Su próxima visita sería a sir Theodore Peek, y a su vecina posada del Caballo Verde. En efecto, esta circunstancia topográfica constituía el núcleo de las investigaciones de Appleby. El plano de Dodd le había revelado que el Caballo Verde estaba, por así decirlo, en el propio establo del eminente sabio. Y esperaba que esa exacta topografía le revelaría detalles interesantes.

Y así fue. La entrada a la hostería del Caballo Verde se abre sobre el patio frontal de la misma, y este último, situado junto a la carretera, linda por el otro lado con una umbrosa avenida suburbana. La casa más próxima es Berwick Lodge, la mansión de sir Theodore. Appleby se detuvo unos instantes, y evocó todo lo ocurrido aquella noche en las tinieblas. Luego subió corriendo la escalinata en Berwick Lodge y golpeó la puerta de entrada.

La ciudad posee un considerable número de ancianos. Los suburbios, especialmente, están poblados por sabios profesores de incalculable edad. Esta circunstancia no se advierte enseguida, pues estos venerables señores, cuando han salido de sus Facultades, permanecen en sus casas. Sin embargo, escondido en aquella vulgar villa, construida en el estilo que propagaba Ruskin, hay un anciano que aún recuerda la publicación del Lucrecio de Lachmann; más allá, bajo esos techos que imitan el maderamen Tudor, vive el historiador que sostuvo polémicas con Grate; calle abajo habita el viejecillo cuya cabeza infantil fue acariciada por el propio Niebuhr… Hay además algo muy particular en esa generación de sabios primigenios. Ellos son, a su vez, hijos y nietos de varones eruditos que dedicaron la labor de toda una vida al adelanto del saber humano, y cuando, alrededor de los noventa años, comprendieron que las primeras brumas de la senectud se cernían sobre su inteligencia, abandonaron sus actividades intelectuales para dedicarse a la tranquila vida de familia. De ahí que ese señor que recuerda a Lachmann también recuerde las anécdotas de Porson que le relataba su padre, y que aquel otro que recibió la bendición de Niebuhr conserve todo un repertorio de anécdotas familiares relacionadas con Bentley, Heinsius y Voss. Esta impresión de contacto personal y directo perdura viva y real, hasta perderse, con Policiano y Erasmo, en la penumbra del siglo XV. Ésta es la tradición de los auténticos jefes de la Universidad, y entre todos ellos, sir Theodore Peek era el más anciano y borroso, el más sumergido en la inmemorial y brumosa historia de la erudición, y quizá también el más iluminado por la distante y dorada luz de Grecia y Roma.

Appleby lo encontró en una habitación pequeña y oscura, alrededor de la cual se apilaba la más indescriptible confusión de libros y manuscritos que imaginarse pueda. Dormía; o bien dormía un momento y velaba otro, pues de cuando en cuando los ojos de este hombre casi prehistórico se abrían, para cerrarse después. Pero, cuando se abrían, lo hacían para descifrar un fragmento de papiro que estaba sobre su escritorio; cuando terminaba, una mano descarnada redactaba una breve anotación, y los ojos volvían a cerrarse. Parecía que se estaba ante un símbolo viviente de la sabiduría.

Al cabo de unos instantes, sir Theodore advirtió la presencia de Appleby, pero no tomó en cuenta su carácter de policía. Parecía considerarlo más bien como un estudiante que, terminada su carrera con excelentes calificaciones, había venido para consultar a la más alta autoridad sobre temas de investigación de seminario. Trabajo le costó al inspector arrancarlo de una disertación sobre una revisión crítica de Aristarco sobre las obras de Homero, y llamar su atención sobre el nombre de Campbell.

—Campbell —repetía enérgicamente Appleby—; Campbell, de la Facultad de San Antonio.

Sir Theodore asintió, y luego meneó la cabeza.

—Es hombre preparado —murmuro—, muy preparado, sin duda, pero su especialidad no nos interesa mayormente, ¿no es así? Umpleby es lo mejorcito que hay en San Antonio. Le aconsejo que visite a Umpleby. ¡Lástima que se haya dedicado a esas fantasías antropológicas! ¿Ha leído usted su trabajo sobre Harpocracio?

—¿Le… visitó… a… usted… Campbell… el… martes… por… la… noche…? —preguntó Appleby.

—En verdad, usted mismo podría investigar la obra de Harpocracio —continuó sir Theodore—. Como usted sabe, nos ha conservado multitud de pasajes de los Atidógrafos: Helánico, Androcio, Fanodemo, Filocoro e Istro, para no mencionar a historiadores tales como Hecateo, Eforo y Teopompo, Anaximenes, Marsias, Cratero…

Appleby hizo una nueva tentativa.

—Sí —dijo enérgicamente—, sí; Harpocracio. ¿Le habló… acaso… sobre… Harpocracio… el… profesor… Campbell… el… martes… por… la… noche?

Sir Theodore pareció vagamente sorprendido.

—No por cierto —dijo—. Mucho me temo que Campbell no sepa nada sobre él. Vino a traerme un manuscrito para que sea publicado en nuestra revista; no solemos oponemos a la aparición de ese tipo de artículos. Apenas estuvo unos instantes. Ahora bien: si necesita usted algunas cartas de presentación para cuando salga de viaje…

Sir Theodore Peek era un personaje venerable, pero fatigoso. Appleby se despidió respetuosamente, y se dirigió, con diversos propósitos, a la hostería del Caballo Verde.

Eran las 8.30 cuando el inspector regresó a sus aposentos de la Facultad. La visita al Caballo Verde no había sido la última de las tareas del día. Se había entrevistado con escribientes atónitos y desconcertados; había enviado mensajes telefónicos al censor y al vicecanciller; había interrogado detenidamente a personajes con aspecto de boxeadores, que daban vuelta entre sus manos a los característicos hongos oscuros… Sin embargo, terminó la velada en forma placentera, cenando en compañía de Dodd, con quien conversó sobre mil asuntos diversos que no guardaban ninguna relación con el trabajo que tenía entre manos. Por desgracia, la charla quedó interrumpida cuando Dodd tuvo que salir precipitadamente. Se acercaba la crisis de sus operaciones tácticas contra la pandilla de ladrones. Appleby, vencida la fatiga, buscaba ahora la soledad de su dormitorio para reflexionar sobre los datos reunidos durante el día. Pero, al abrir la puerta, se detuvo sobresaltado. Sentado junto al fuego, como él había esperado a Pownall aquella misma mañana, le esperaba míster Gil Gott.

El entusiasmo de Michael por su joven profesor era justificado. La primera impresión que Gott producía, en reposo, era inmejorable: se trataba de un hombre apuesto. Se movía con donaire; hablaba con simpatía, y cuando su conversación se prolongaba, sabía mantener siempre el interés de su interlocutor. Por encima de todo, sabía congraciarse con cualquiera. Toda su persona parecía decir: «Es evidente que mi vida es más afortunada, más elevada, más completa y vigorosa (sin esfuerzo alguno) que la vuestra, pero ¡fijaos bien!, en lugar de irritaros, esa misma circunstancia os agradará».

En ese instante, míster Gott se puso de pie airosamente…, y no dijo una sola palabra. Pero contempló a Appleby con cierta expresión entre amable e irónica que pocos hombres podrían lograr sin un dejo de impertinencia, pero que en él resultaba muy atractiva.

El inspector no consideró necesario variar el tono sugerido por esa actitud. Tomó asiento en silencio, al otro extremo de la chimenea, y comenzó a llenar su pipa. Cuando por fin habló, sus primeras palabras parecían premeditadas, destinadas a subrayar lo extravagante del encuentro.

—¿De manera —dijo— que es usted un bibliógrafo?

Gott, que a la sazón también llenaba su pipa, se rió.

—Es usted —prosiguió Appleby en tono didáctico— un bibliógrafo profesional, lo cual equivale a ser un investigador. Hace una ciencia de los componentes físicos de un libro, lo cual le permite, por la confrontación de los más mínimos fragmentos, descubrir falsificaciones, robos, plagios, la intervención de esta o aquella mano en un texto dado, aquí una interpolación, allá una corrupción del original, que datan a veces de cientos de años. Mediante esa labor investigadora ha llegado usted a descubrir en los dramas de Shakespeare cosas que ni siquiera el mismo Shakespeare sospechaba…

Appleby se detuvo para atizar el fuego y fumar su pipa.

—Ahora bien —continuó—: Ha utilizado usted esa técnica, o al menos, la dúctil inteligencia que hay detrás de esa técnica, para forjar crímenes. Las novelas de Pentreith son las mejores de su tipo: agradablemente fantásticas y, al mismo tiempo, densamente lógicas. Me imagino que no deja de interesarle, profesionalmente, la muerte del doctor Umpleby, tan agradablemente fantástica y tan severamente lógica a la vez, ¿no es así?

—Míster Appleby —repuso Gott moviendo la cabeza—, usted no cree lo que está diciendo. En medio de los mil enredos en que se ve envuelto en este instante, apenas tiene certeza de una o dos cosas. Y sabe que aunque yo, para mi mayor vergüenza, escribo novelas policiacas, no he forjado este auténtico crimen.

—Pero sé que usted ha forjado algo.

—No lo niego. Sin embargo, recuerde usted el Don Juan. «La verdad es que nada he proyectado, salvo el pasar un momento de alegría»… ¿Qué piensa usted de ello?

—Pienso que resulta peligroso buscar diversiones cuando se está tan próximo al crimen. Y juzgo inadmisible transformar un asesinato en un asunto de ociosa observación. Me parecería mal meterse en una cueva de ladrones con el fin de interesarse sencillamente por el homicidio. Pero es aún peor hacerlo desde un punto de vista sentimental.

Gott escuchó con gravedad.

—Sí —dijo seriamente, después de un instante de silencio—; es cierto. Pero, como sabe, mis asuntos particulares no guardan relación alguna con este problema.

Appleby respondió con repentina energía:

—Míster Gott, he pasado la tarde investigando sus actividades, y he meditado mucho sobre ellas antes de hacerlo. No olvide que, en un caso como el presente, mi tiempo no carece de valor.

Estas palabras sólo consiguieron sacar a Gott de su actitud seria.

—¿Qué le pareció el bíter del Caballo Verde, míster Appleby? ¿Y qué me dice de sir Theodore? Me imagino que ya ha descifrado usted la charada, ¿no es verdad?

Su risa era, al mismo tiempo, burlona y cordial; sus palabras, una confesión y un desafío.

—Así es —repuso el inspector—, la he descifrado. No era muy difícil.

—¡Ah! —exclamó Gott—, ¿quiere usted darme su versión?

A pesar de la impertinencia de semejante petición, Appleby se lo perdonó, gracias al carácter jocoso del diálogo y a la indudable simpatía que experimentaba por su interlocutor.

—Le contaré todo: desde la primera sospecha hasta el hallazgo de la prueba definitiva. La primera sospecha fue una casualidad. No me interesaban especialmente las actividades de ustedes durante la noche del martes; por consiguiente, tampoco me interesaba la suya. Pero un colega concienzudo, a quien encargué la tarea de investigar sus actividades, logró averiguar buena parte de sus idas y venidas…, o lo que él creía tales. El segundo censor llegó a Town Cross a las 11.40. Minutos después se dirigía a Stonegate. A medianoche entró en el Caballo Verde. Por rara coincidencia, otro de los profesores de San Antonio, míster Campbell, declaró que en ese preciso momento él también recorrió el mismo trayecto. La coincidencia me pareció demasiado casual (para emplear un término muy poco científico), y, una vez despertada mi atención, me resolví a dar un paseíto por los alrededores. Ese paseo me reveló por qué Campbell visitaba a sir Theodore en el mismo instante, aproximadamente, en que el segundo censor penetraba en el Caballo Verde.

Appleby hizo una breve pausa. Su visitante lo contemplaba afablemente a través de una nube de humo de tabaco.

—Mister Gott: usted y Campbell estaban elaborando una coartada la noche del asesinato del doctor Umpleby, pero, en lo referente al crimen, se equivocaron de hora. La coartada les resultó atrasada en sesenta minutos.

—Curioso —dijo Gott—. ¿Me hará usted el favor de explicarme cómo se le ocurrió todo esto? Me agrada la teoría.

—Cuando recordé —prosiguió el inspector tranquilamente— en qué forma proceden las comisiones de censura, me lo expliqué todo. El censor no marcha en compañía de sus agentes, éstos lo siguen a unos quince metros de distancia. Cuando él penetra en un edificio, los agentes no lo siguen, a menos que se les invite expresamente a hacerlo; permanecen junto a la puerta.

—Parece que usted conoce bien el proceso —interpuso secamente Gott—. Continúe, por favor.

—Usted y Campbell fijaron una hora decisiva: las 11.45. Desde las 11.40 hasta las 11.45, sus coartadas eran auténticas, o sea, que cada uno de ustedes estaba realmente donde aparentaba encontrarse: Campbell en su club, usted recorriendo la ciudad. Pero a las 11.45 usted llegó a Stonegate, y en el mismo instante, Campbell franqueó el corredor cubierto que sirve de salida al club de Chillingworth. Los agentes lo vieron y, como es natural, lo reconocieron, pero nada importa ese detalle. Ustedes se saludaron, y Campbell le incitó a entrar al corredor y visitar el club. Nada había de extraño en ello; durante semejante visita, los agentes esperarían a la puerta. Una vez en el corredor, usted se despojó de su toga de censor, y se la entregó a su colega; mientras éste atravesaba el recinto, se ponía la toga y salía por la puerta que da a Stonegate, usted esperaba tranquilamente. Y, unos instantes después, el segundo censor marchaba nuevamente al frente de sus hombres. Si por casualidad alguien lo reconocía, jamás se le ocurriría pensar otra cosa sino que Campbell ejercía las funciones de censor suplente, cosa perfectamente legal.

—Muy convincente —musitó Gott.

—De allí al Caballo Verde y a visitar a Sir Theodore. Como de costumbre, los agentes esperan a la puerta. Campbell entra en el patio de la posada y hace una breve inspección, revestido con su toga. Todos los parroquianos se enteran de que el censor ha visitado el Caballo Verde. Este detalle, de cualquier modo, carece de importancia, puesto que bien lo saben los agentes…, o creen saberlo. Sale nuevamente Campbell con su toga por el otro extremo del patio y dos minutos más tarde consta que Campbell, el auténtico Campbell, visitó a sir Theodore alrededor de la medianoche. Dos excelentes coartadas: una falsa, y la otra, por decirlo así, entre falsa y verdadera.

—¿Y el desenlace? —inquirió suavemente Gott.

—Campbell, siempre actuando como censor, aparece fugitivamente bajo la arcada del patio, llama con un gesto a los agentes, se vuelve y sale por la puerta trasera, pasando frente a la casa de sir Theodore. Y sus hombres le siguen hasta la misma puerta de San Antonio.

Y aquí está el último dilema. Usted suele entrar al edificio, en ocasiones semejantes, por la puertecilla que da a la calle de las Escuelas. Pero esta vez se dirigió discretamente a la entrada principal, por la avenida de San Ernulfo, y llamó al portero para que abriese el portón… Sí, señor mío, esta vez era usted en persona. Campbell dobló por la avenida, y allí le esperaba usted en un umbral: un rápido cambio de toga, y Campbell se encamina tranquilamente hacia sus habitaciones. En cuanto a usted, como le estaba diciendo, llega a la entrada principal, espera allí a los agentes, se vuelve y los saluda ceremoniosamente. Ellos se quitan sus hongos: «Buenas noches, míster Gott». Usted llama al portero. Una vez más: «Buenas noches, míster Gott»… En realidad, desde las 11.50 hasta las 12.20, tuvo usted media hora para hacer lo que mejor le pareciese, y una magnífica coartada preparada en ese mismo lapso. ¿No le parece una lástima haber desperdiciado, sin utilidad alguna, en la cruda realidad, una estratagema que hubiera quedado tan bien en cualquiera de sus novelas?

—Ingeniosísimo —dijo Gott, que fumaba en actitud meditabunda—, pero un tanto caprichoso. ¿No será usted mismo, y no Campbell ni yo, quién ha forjado esa estratagema? ¿Qué puede probar, a menos que encuentre a alguien que me haya visto donde no debía haber estado, o que haya reconocido a Campbell bajo la toga del censor? Sus teorías están en el aire. ¿Y no ha pensado usted qué motivo habría detrás de tan sorprendentes actitudes? ¿Acaso que pensábamos asesinar a Umpleby a medianoche, y alguien nos tomó la delantera?

—Quizá —repuso Appleby— nada tenga que ver esto con la Facultad de San Antonio. Mi colega Dodd se ocupa actualmente de dilucidar ciertos latrocinios perpetrados en los alrededores. Tal vez sea usted, míster Gott, la mente criminal que dirige la gavilla de malhechores.

Gott rió sin alegría, y dijo:

—¿De manera que me toma por un ladrón?

—Sí.

—¿Un ladrón de arrabal?

—No. Y ahora —añadió el inspector después de una pausa—, ¿quiere contarme su versión?

—Si hubiera una historia que contar, quizá no fuera yo el más indicado para narrarla.

Hubo una nueva pausa, mientras Appleby se preguntaba cuál sería la mejor manera de tratar a ese hombre impasible, reservado, y al mismo tiempo tan atractivo. Con Pownall se había mostrado casi grosero…; una técnica muy desagradable. Y estaba seguro de que muy poco podría obtener de Gott si se mostraba excesivamente severo. Mientras pensaba en esto, se oyeron extraños ruidos tras la puerta del saloncito, ruidos sordos y chirriantes seguidos por un sonoro golpe y el rumor de unos pasos que se alejaban velozmente. Appleby corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. En el pasillo se veía un canasto de mimbre de gran tamaño.

Gott se había levantado también, y, junto a la puerta, ambos contemplaron silenciosos el extraño objeto. Otros ruidos, igualmente extraños, turbaron el silencio.

—Opino —dijo Appleby— que sería conveniente abrirlo.

Y se dispuso a correr el grueso barrote de metal que cerraba sólidamente la canasta.

Hay algo particularmente absurdo en el espectáculo de un ser humano encerrado en un canasto destinado a la ropa sucia, y Shakespeare no lo ignoraba, indudablemente, cuando planeó Las alegres comadres de Windsor.

La aparición que se presentó en aquel momento ante nuestros amigos tenía algo de Falstaff, un Falstaff alicaído y harapiento, cuya caracterización teatral había sufrido serios perjuicios. Su rostro tenía churretes de pintura, y de una de las encarnadas orejas colgaban los restos de una barba postiza, muy blanca y alborotada.

Appleby no vaciló un instante. Ayudó cortésmente a su inesperado huésped, y le preguntó con voz meliflua:

—¿Míster Ransome, según creo?