EL ESPÍRITU CONSERVADOR se expresa de manera refinadísima en nuestras universidades. Largos siglos después de la reforma de nuestras instituciones eclesiásticas, las tradiciones y costumbres medievales sobreviven en esos venerables recintos. «Los monjes», como definió a esos eruditos dómines cierto historiador del Imperio Romano, en un rapto de indignación, no suelen adaptarse al ritmo de la moda. Por lo contrario, están adormecidos en un largo paréntesis temporal, como diría cualquier economista. Enseñan disciplinas anticuadas con métodos arcaicos. Nadie ha logrado convencerlos de la necesidad de procurarse a sí mismos, a sus esposas e hijos, las comodidades de la vida moderna. Verdad es que hace muy poco que descubrieron a las esposas e hijos. Ayer, por decirlo así, descubrieron el baño. Y hoy, a pesar del largo ejemplo dado por sus alumnos, comienzan a descubrir la existencia del automóvil. Es sabido que el difunto rector de Dorchester, fallecido pocos meses antes que el doctor Umpleby, sostuvo hasta el fin de su vida que las ventajas de poseer una locomotora particular se veían ampliamente anuladas por el riesgo que la proximidad de las calderas ofrecía; personalmente viajaba en ferrocarril, pero siempre elegía el último vagón.
Hoy en día, el automóvil gana terreno. Por una parte, y a diferencia del tren (otra institución que fue tardíamente aceptada y tolerada con displicencia), viajando en automóvil se puede cambiar de opinión. Y esto es muy placentero para la mentalidad particular del sabio retraído. ¡Qué hermoso partir una mañana hacia las auras puras y salubres del Museo Británico, y terminar en el cementerio de Beaconsfield, descifrando el epitafio del poeta Waller: Inter poetas sui temporis facile princeps! Hay un paraje, en ese mismo camino, especialmente asociado con tales cambios del programa; se trata de un punto situado mucho antes de llegar a Aylesbury. Parte de allí un atajo, tal vez en dirección a Bicester, quizá hacia Tring, que conduce al experto en tales escapatorias a una posada excelente, casi diría chestertoniana. Allí se puede almorzar y cenar bien; sirven una sopa bortsch que no le va en zaga a la de Gurin’s y un sencillo schnitzel que merece ser elogiado por el propio Sacher. En la bodega hay un clarete de primer orden, vino legítimo de Tokay, y un curioso licor procedente de Dalmacia. El jardín es erudito, e igualmente hermoso en cualquier época del año. Si tiene usted suerte, no encontrará a ningún otro colega allí, aunque quizá se tope con algún distraído profesor, procedente de los yermos universitarios de Birmingham o Hull, que medita en medio de la propicia soledad sobre las últimas consecuencias de la cuadratura del círculo, o con un novelista londinense, de aspecto próspero y respetable, que dedica una semana de ocio a la desastrosa corrección de las pruebas de su último volumen. Sólo hay una presencia peligrosa: la de los estudiantes, pues ellos también (era, ¡ay!, inevitable) han descubierto ese paraíso terrenal. Pero hasta los mismos estudiantes se muestran más corteses y menos bulliciosos en el ambiente de Las Tres Palomas.
En el instante que nos ocupa, un grupo de estudiantes se había adueñado de la posada. Míster Edwards, míster Bucket y míster de Guermantes-Crespigny estaban de sobremesa, y se ocupaban en hilvanar ingeniosas insolencias a expensas del único cliente que, fuera de ellos, ocupaba el comedor: un viejo de barbas alborotadas que consumía ruidosamente un gran plato de sopa en un rincón, inclinado sobre un grueso y erudito volumen. No era el novelista de Londres; más bien parecía el matemático de Birmingham; pero con toda seguridad no era el culpable de las aberraciones esotéricas que suponían nuestros jóvenes de San Antonio. A la larga, una mirada severa del hombre de las barbas, el deseo de mantener los buenos modales exigidos en la Facultad a la cual pertenecían, y la imperiosa necesidad de encender sus pipas (cosa que estaba rigurosamente prohibida en el comedor de Las Tres Palomas), llevó a nuestro trío a la habitación contigua. Allí se instalaron cómodamente, dispuestos a discutir el orden del día.
—Hablé con Gott esta mañana —anunció Michael—, pero no conseguí sacarle una palabra Le pregunté quién era, en su opinión, el culpable. Mejor dicho, le pregunté francamente quién era el asesino. Dijo que no le cabía la menor duda de que se trataba del comisario, aunque no era imposible que fuese la abuela del rector, que era una demente y lanzaba ruidos extraños durante la noche, desde la buhardilla donde la tenían encerrada. Entonces hice la prueba de comenzar: «Pero hablando seriamente…». Y me respondió que él se ocupaba de inventar historias novelescas. Y me preguntó qué opinaba sobre su último libro.
—¡Preguntar tu opinión! —exclamó, incrédulo, Horace—. Querrás decir que trató de sonsacarte, considerándote como un ejemplar característico del público vulgar.
—No, me pidió un consejo. Se trata del epígrafe.
—¿De qué?
—Del epígrafe. Como en La tierra yerma, ¿recuerdas?: Nam Sibyllam quidem Cumis ego…
—¡Idiota! ¿Te pidió un mote latino para encabezar sus novelitas de adolescente?
—No es indispensable que sea en latín. Y tampoco es un mote. Él toma citas de algún texto imaginario, y las coloca al principio de cada capítulo. La nota científica. Ahora quiere una que diga, poco más o menos, cómo se sacan tajadas al cerebro de un criminal para exponerlas a los rayos Gamma, o algo por el estilo.
—¡Qué estúpida vanidad! ¿Y en qué intervienes tú?
—Yo le di una idea para el título: Investigaciones estadísticas sobre doce tipos diversos de algolagnia homicida, por el profesor Umplestein, de Göteborg. Göteborg está en Suecia, ¿sabes? Gott aceptó el título, pero suprimió a Umplestein. Tenía razón. No era de buen gusto.
—Y, por consiguiente, indigna de una de las lucubraciones de Gott —dijo Horace con marcada ironía—. ¿Qué se está haciendo de la Universidad? El día menos pensado nos dirán que Deighton-Clerk se ocupa de redactar anuncios comerciales.
—¿Has dicho lucubraciones? —preguntó David con un despliegue de pedantería—. Está mal. Quiere decir algo que se ejecuta durante la noche.
—Como Umpleby —dijo Horace—. Él sí que fue ejecutado durante la noche. Y no estoy muy seguro de que no sea una de las lucubraciones de Gott.
Pero mientras tanto, David, haciendo caso omiso de este macabro humorismo, había desplegado un mapa.
—Caballeros —exclamó—, se inicia la conferencia.
Todos estudiaron el mapa. Horace agregó:
—Todo se reduce a colocarse en la postura mental de la presa. ¿Has leído alguna vez Treinta y nueve escalones, Michael? Ahí tienes una novela mucho mejor que las malsanas historietas del tío Gott. Bien, en esa novela hay un individuo que quiere hacerse pasar por un picapedrero escocés. Y lo consigue por medio de una intensa concentración mental. Decide ser un picapedrero. De ese modo logra eludir las investigaciones de los emisarios de la Piedra Negra. Pues bien, ahora nosotros tenemos que identificarnos con el criminal; una vez hecho esto, sólo nos resta poner el dedo al azar sobre el mapa y decir: «¡Aquí está!».
—Eso depende de las dimensiones del mapa —repuso Michael—. Yo opino que el hombre está en Londres.
—Demasiado lejos.
—No, no lo creas. Es un magnífico lugar para esconderse, para mantenerse oculto, como dicen. Lo más probable es que esté en su club. Los clubs londinenses son reservadísimos, no dan información alguna sobre sus socios. Gott lo destaca en su novela Envenenamiento en el jardín zoológico.
David y Horace gimieron al unísono.
—Sea como sea —continuó David—, ¿estás seguro de que los profesores tienen su club? A mí no me lo parece, salvo los más viejos, que se reúnen en cierto lugar junto a la escalinata del Duque de York… Pero nada sacaremos con la ciudad: mantengámonos dentro de un radio de 20 millas a la redonda. Veamos qué hay en él.
Lo dibujó cuidadosamente en el mapa, y luego anunció:
—Incluye San Neots y Biggleswade, atraviesa Hatfield y Princes Risborough, excluye Amersham y Kingswood por unas pocas millas y Bicester por muchas más, roza Towcester, abarca Olney y sus contornos…
—¡Ya lo tengo! —gritó de pronto Michael—. Estamos equivocados.
—Abarca Olney y sus contornos —reiteró David con severidad—, excluye Rushden, y ya estamos de vuelta otra vez en San Neots. ¿Qué te sucede ahora, Michael?
—Estamos —exclamó el aludido con febril entusiasmo— lejísimos del verdadero sitio. Olney me recordó enseguida a Kelmscott…
—¿Y por qué diablos te recordó a Kelmscott, adoquín?
—Por los poetas ingleses, ignorante. Escúchame ahora. Cuando yo era, como dicen los ineducados, un novato, hice una peregrinación a Kelmscott, una peregrinación literaria. Y al ir de Kelmscott a Burford pasé por una aldea cuyo nombre no recuerdo. En los alrededores del pueblo había una casa solariega, aislada en mitad de un vasto parque. Y, en el momento en que yo pasaba, él salió.
—¿Quién salió?
—Nuestra presa, como dice Horace con expresión tan pintoresca. Ahora que lo recuerdo comprendo que ya en aquellos días alentaba en él el instinto criminal. Al verme se sobresaltó, e hizo ademán de ocultarse. La verdad es que dio un brinco y desapareció antes de que pudiese observar sus facciones. Pero lo reconocería enseguida por una característica muy curiosa: anda con los puños junto a los hombros, como si hiciera gimnasia.
—Pero… ¿estás diciendo la verdad?
—¡Claro que sí! Lo recordé al oír la charla de David. Pero está a millas y millas de distancia. Sin embargo, si mi viejo y frágil automóvil es capaz de llevarnos hasta allí…, ¡vamos!
David asintió. Horace, que había adoptado su postura favorita y, acostado sobre la alfombra de Las Tres Palomas, exhalaba el humo de su pipa en la cara de un gato que dormía, se puso de pie y los tres salieron al patio. El viejo y frágil automóvil de Michael resultó ser un moderno y potente De Dion que había costado una pequeña fortuna a su cariñosa tía. Un minuto después estaba en marcha, llevándolos en vertiginosa carrera, azotados por el vivificante aire invernal, rumbo a Farringdon. Ninguno de los tres creía estar siguiendo una pista razonable: se divertían, lisa y llanamente, con la complicada ironía de su especie, y en el estilo de los estudiantes modernos. Almorzar en Las Tres Palomas, correr en vertiginosa carrera por el campo, bebiendo el aire de su propia velocidad como los espíritus que pinta Shelley, cantar, charlar y bromear, jugando, en los intervalos de este difícil juego policiaco, les parecía divertido. Atravesaron Wantage. De pronto, Michael extendió la mano y frenó el vehículo con tal rapidez que Horace cerró los ojos, esperando la catástrofe. Sin embargo, el De Dion se detuvo instantáneamente y sin esfuerzo. Al otro lado de la carretera se levantaba un destartalado edificio de ladrillos que ostentaba el cartel de «Lavadero».
—Aquí —anunció Michael— efectuaremos una compra —y salió del automóvil—. Podéis acompañarme, si lo deseáis —añadió cortésmente.
Los tres atravesaron la calle y penetraron en un despacho húmedo e inhóspito donde los recibió una dama severa, de edad indefinible, que los contemplaba con desconfianza y asombro. Michael se descubrió. Luego hizo una reverencia, la misma que hacía noche tras noche a los profesores de San Antonio en su carácter de director de oraciones.
—Señora, desearía saber si su casa emplea… canastas.
—¿Canastas? Naturalmente.
—¿Naturalmente, las usan ustedes?
—Claro que sí.
—¿Me vendería usted una?
—¡Venderle una, caballero! Esto es un lavadero, no una cestería. No tenemos canastas de sobra para vender.
—Mi estimada señora, ¿está usted segura? Se trata de un caso urgentísimo. Le explicaré. Mi tía abuela, a quien usted quizá conozca: mistress Umpleby, de la Villa San Antonio, parte mañana para la India, y tiene la costumbre de guardar las mantas y edredones en grandes canastos. Pues bien, acaba de descubrir que los suyos han sido roídos por los ratones, y me preguntó…
—¡Por los ratones! —interpuso la desconfiada señora con incredulidad.
—Me preguntó si podía ayudarla. Tengo entendido que cuestan, por lo general, unas cinco libras esterlinas…
Michael extrajo la cartera, y la dama, olvidando toda desconfianza, sacó la canasta. Era un enorme artefacto de mimbre, cerrado con un formidable barrote de metal, dos ganchos y un candado. Michael la hizo colocar en su automóvil, pagó a la asombrada señora, le dio las gracias en nombre de su tía abuela, distribuyó generosas propinas e hizo subir a sus amigos. El De Dion partió.
«Este Michael», pensó Horace, «debe de ser el hombre munífico de que habla Aristóteles. Se divierte como un gran señor… Pero el precio de ese canasto es excesivo».
—¿Para qué lo has comprado? —preguntó.
—Una jaula para Bayaceto —repuso Michael, y continuó enigmáticamente—: Una ciudad de Roma, un paño del sol y la luna, un dragón para Fausto…
El día anterior, nuestro joven había estado sumido en el estudio de los elementos escenográficos del teatro isabelino. Un momento después declamaba:
Entre el fango viscoso sumergido
Diez días me vi; para que no durmiese
Un tambor atronaba mis oídos;
Agua y pan me arrojaban, por ser rey…
Di a la reina Isabel que he parecido
Muy otro cuando, por su amor, en Francia
Aventuras corrí…
Mientras tanto Horace, desde atrás, golpeaba el canasto y respondía:
Yo soy Ulises, hijo de Laertes,
En el orbe temido por mi astucia;
Y mis triunfos llegaron hasta el cielo.
Moro en Ítaca, célebre entre todas,
Sombreada por colinas arboladas,
Y Nerito, famosa por sus selvas…
David, entonces, comenzó con Píndaro, y después de recitar largos trozos, se entusiasmó más y más en su esfuerzo por hacer memoria. Y el De Dion se lanzaba a través del aire como un grito de victoria y los otros dos jóvenes escuchaban, como cuando el mundo era joven aún. Así llegaron a Lechlade y se detuvieron en la plaza central para deliberar. Al cabo de un rato, comenzaron a explorar callejuelas antiguas, y permanecieron silenciosos, extrañamente silenciosos.
—Empieza a dominarnos —comentó David— la desagradable sensación de que nuestra broma puede convertirse en realidad.
Era cierto. Al fin, Michael lo había visto en esos lugares.
—Éste —anunció Michael— es el poblado, y allí está la casa.
La aldea era pequeña y vulgar. La casa, grande, sombría, producía una impresión de rechazo. Construida en ladrillos rojizos, guardaba cierta semejanza con el lavadero y contrastaba con los edificios de piedra de la región. Por fortuna, se ocultaba tras un jardín umbroso y altas murallas de ladrillo. La puerta de entrada era de altos barrotes de hierro; una de sus hojas estaba abierta y contra ella se apoyaba la bicicleta del cartero.
—Me parece —dijo David— que conviene hacer unas preguntas a los aldeanos.
Michael detuvo el automóvil en un punto apartado y todos descendieron. La aldea parecía desierta. No se veía a nadie, a excepción de dos ancianos decrépitos que, sentados junto al muro de una casa, tomaban el pálido sol de noviembre. David se acercó a ellos.
Uno de los ancianos asintió enérgicamente.
—Sí, sí —musitó—, los cerdos son enormes. No los he visto más grandes desde mi infancia. Es muy cierto.
Suponiendo que estas palabras formaban parte de una conversación interrumpida, y que no constituían respuesta a su pregunta, David hizo un nuevo esfuerzo… en voz muy alta.
—¿Cómo se llama este pueblo?
Los dos viejos lo miraron con aire bondadoso y comprensivo. El segundo parecía estar a punto de revelar el secreto. Pero cuando habló, lo hizo consigo mismo, continuando con un tema anterior.
—¡Ya se lo dije! —murmuró—, ¡ya se lo dije!
Horace comenzaba a reírse, Michael hacía gestos ininteligibles. Y, de pronto, el primer anciano pareció establecer contacto con la realidad circundante.
—Esto se llama Lunnontawn —dijo.
—¡London town!, «ciudad de Londres» —repitieron ambos jóvenes, desconcertados.
—¡No! ¡No London town; Lunnontawn!
—Y esa casa —preguntó Michael, empuñando la palanca de velocidades y cambiando de tema—, ¿qué es?
Y señaló el edificio, de intenso color rojo, que se divisaba a través de la arboleda.
—Esa es la Casa Blanca —repuso el segundo aldeano, inesperadamente y con aire de misterio; luego escupió.
—¿La Casa Blanca? ¿Y quién vive en ella?
Los dos viejos se miraron, temerosos. Y luego, como impulsados por un resorte, se pusieron de pie. Eran muy ancianos, sus manos parecían garras y sus rodillas se doblaban. Se alejaron lentamente. El primero desapareció en el zaguán de la casa junto a la cual habían estado sentados. El segundo se dirigió a un antiquísimo edificio contiguo. Pero se detuvo en el umbral y se volvió trabajosamente.
—Ese es un antro terrible de maldad —dijo.
Lanzó otro escupitajo y desapareció.
Michael miró a Horace, meneando la cabeza.
—Una vez oí decir a los ancianos: «Todo lo hermoso corre como las aguas»… Amigos, corramos también nosotros.
Y los tres volvieron sobre sus pasos, encaminándose, algo inseguros, hacia la vasta casona.
—Lo mejor será entrar y preguntar —dijo Horace.
—Horace —comentó Michael— olfatea une maison mal famée[3].
—Vamos —urgió David—, si se ocultaba aquí en un tiempo, muy bien puede ser que continúe en la casa.
La verja continuaba abierta, y la bicicleta del cartero se apoyaba contra ella. Nadie los vio entrar, pero ellos, atisbando por encima del seto, divisaron al cartero que charlaba con alguien junto a la puerta trasera. El sendero que seguían dibujaba curvas caprichosas alrededor de los bosquecillos de arbustos. Al volver uno de esos recodos se encontraron frente a la Casa Blanca, y vieron, adosada al vistoso edificio rojo, único visible desde la carretera, una estructura baja, larga, pintada en un blanco sucio. La casa no era, ciertamente, alegre, aunque tanto el edificio como el parque estuvieran cuidados. No había en ellos belleza, ni armonía. Un murmullo de voces, proveniente de un bosquecillo cercano, llegó hasta ellos. Los tres se detuvieron y escucharon.
En aquel momento sucedió algo extraño. En el recodo del sendero apareció un hombre que venía de la casa. Tan pronto como divisó a nuestros tres amigos, se precipitó en medio de los arbustos y las malezas, con gran ruido de ramas rotas, y desapareció.
—¿Es él? —gritó David.
Todo había sucedido en un segundo.
—¡Claro que es! —exclamó Michael, y se lanzó ciegamente tras él.
Aunque no lo supiera, lo que el joven quería era una nueva emoción. Los tres se lanzaron a la carrera por el sendero, y Horace acompañó la cacería con aullidos espeluznantes, imitando los sonidos del cuerno de caza cuando la jauría persigue al zorro. El fugitivo había pasado del macizo de laureles a un estrecho atajo, por el cual se alejó. Pero se oía el rumor de sus pasos que se adelantaban, paralelos al camino principal y en dirección a la casa. Los perseguidores avanzaban en fila india.
De pronto el angosto sendero se bifurcó, y a pocos pasos de distancia cada una de sus ramas se abrió, a su vez, en dos caminos. A ambos lados se elevaba un seto alto y tupido. Horace, el primero de la fila, se detuvo y obligó a sus compañeros a imitarle.
—¡Este sí que es un laberinto en toda regla! —exclamó.
Decía la verdad. Y a cada instante se oían más lejanos los pasos del fugitivo, como si varias hileras de seto vivo se interpusieran entre su persona y los tres estudiantes.
—¡Separémonos! —gritó Michael, que saltaba de entusiasmo.
—No —replicó David—, es mejor que nos mantengamos unidos. Así sabremos que cualquier rumor lo produce él.
David era el primer ingenio del grupo: estaba destinado a obtener el Gran Premio de ese año. Obedientes, sus compañeros se acercaron a él y comenzaron a explorar el terreno, deteniéndose a cada paso para sorprender el menor ruido entre el follaje. A veces el rumor venía de un lado, otras veces se adelantaba a ellos; su sonoridad aumentaba y disminuía. Pronto se percataron de que se habían extraviado en el laberinto vegetal. Era lo más verosímil, suponiendo que el fugitivo fuera capaz de orientarse en él. Por último, reinó el más absoluto silencio, y el trío dobló un postrer recodo del sendero, y desembocó en un pequeño claro. Estaban en el centro del laberinto.
—¡Buena la hemos hecho! —dijo Horace, jadeante—. Se ha escapado y nos costará trabajo encontrarlo de nuevo.
De pronto David señaló algo con el dedo, y corrió. En medio del claro se levantaba una plataforma de madera provista de una escalerilla, una especie de mirador que servía para orientar a los extraviados. El joven subió a ella de un salto.
—¡Ya lo veo! —anunció al punto—. Va a salir. Oye, Michael: ¿tienes un trozo de papel? Ahora comienza la cacería. Vosotros dos partiréis y yo os dirigiré. Y no os olvidéis de tirar papelitos a lo largo del camino, para que pueda seguiros.
El proyecto era feliz, pero presentaba sus inconvenientes. Comenzaba el crepúsculo y David, desde la plataforma, apenas distinguía el sendero que conducía a la salida. Tardó veinte minutos en guiar a sus camaradas y cinco en seguirlos, con ayuda de los papelitos sembrados a lo largo del camino. Al fin se reunieron los tres en la avenida principal, a cierta distancia de la casona.
—Hemos hecho un triste papel —dijo Horace.
—Ha llegado el momento de salir de aquí —añadió Michael.
—Volvamos a la entrada —aconsejó David—; lo más probable es que se nos haya escapado definitivamente. ¡Vamos!
Y salieron. Cuando llegaron a los portones oyeron una voz aguda y airada que lanzaba el más pintoresco repertorio de imprecaciones que imaginarse pueda. Era el cartero. Y se lamentaba por la desaparición de su bicicleta.
—¡Corramos! —exclamó David, y los tres se lanzaron a la carrera por el camino real. Sólo llegaron a distinguir vagamente al cartero que gesticulaba, una silueta de mujer, aparentemente asustada y sorprendida, junto a la entrada y un peón o jardinero que se acercaba corriendo por un atajo. La carretera estaba desierta. Lo más probable era que el fugitivo se hubiera alejado hacía más de veinte minutos en la bicicleta. Verdad es que el cartero no se había percatado del robo hasta ese instante, pero quizá fuera porque, en pos de su comadre, hubiera entrado en la portería a tomar una copita.
—¿Qué camino habrá seguido? He ahí el dilema ¿Qué camino tomó?
Michael, mientras se encaminaba hacia el automóvil con sus compañeros, lanzó a los vientos esta pregunta con verdadera desesperación. Y la respuesta llegó de la manera más inesperada: aparecieron los dos ancianos, gesticulando muy alarmados. Se adelantaron por la carretera agitando sus bastones, tan encorvados y nudosos como sus dueños, y lanzando gritos extraños, en un «unísono» involuntario.
—¡Por allá se fue, señores! ¡Por allá salió! ¡Por allá se fue con todas sus maldades! —y señalaban una de las angostas callejas de la aldea.
Un momento después el De Dion estaba en marcha y devoraba la distancia. Michael dijo a gritos:
—Me parece que este camino va directamente a la carretera que une Lechlade con Burford. Hay dos millas de trayecto. Lo alcanzaremos.
Tenía razón. La calleja formaba mil recodos y recorría unas dos millas sin otra interrupción que alguna que otra puerta aislada, que daba sobre campos solitarios. Lo más probable era que el fugitivo hubiera avanzado en línea recta. David se dedicó a estudiar el mapa, y cuando el automóvil salió a la avenida principal, había localizado su posición exacta.
—A la izquierda está Lechlade —dijo—, y a una milla de distancia se encuentra la encrucijada de Bampton a Eastleach. Si continuamos avanzando llegaremos a Burford. No hay encrucijada alguna hasta llegar a la carretera Witney-Northleach, que circunda la aldea. Personalmente, voto por Burford.
—¡Espera un poco! —exclamó Horace—. Aquí viene un policía que quizá pueda decimos algo.
Un agente extraordinariamente grueso se acercaba a ellos en su bicicleta. Venía del lado de Burford. David lo llamó.
—Oiga, agente, ¿ha encontrado usted algún ciclista en ese camino?
El rotundo agente se detuvo con severa dignidad.
—Sí —repuso.
Al meditar sobre el asunto, reparó en un nuevo aspecto que hasta el momento no llamara su atención.
—Pensándolo bien —añadió—, era la bicicleta de Will Parrott —se detuvo, pensativo.
—¿De Will Parrott, el cartero? —inquirió David.
El agente asintió con la cabeza, y prosiguió:
—Pero no era Will quien la conducía.
Reflexionó otra vez, y al hacerlo, una serie de vagas probabilidades, de borrosas implicaciones, ganó los linderos de su conciencia. Agregó con lentitud:
—Pensándolo bien, el individuo que la manejaba iba a gran velocidad. No sería difícil…
Lo interrumpió el rugido de un motor. El De Dion había partido como una exhalación en dirección a Burford. El obeso policía tardó unos minutos en incorporar este nuevo hecho a su composición de lugar. De pronto, una luz se hizo en su cerebro.
—¡Debe de ser uno de esos malditos pistoleros de Londres, que ha llegado finalmente a estos contornos! —dijo.
Y volviendo su bicicleta, se lanzó en su persecución.
El breve crepúsculo otoñal terminaba. Había llegado el momento de encender las luces. Por más que esforzaban su vista, David y Michael nada lograban distinguir. Pero Horace, que, en compañía de la canasta, ocupaba el asiento posterior, gritó de pronto:
—¡Muchachos! Hay otro vehículo en el camino, un enorme Rolls-Royce. ¡Parad!
Era exacto. Michael avanzaba a gran velocidad, pero pasaron unos segundos antes de que apareciese la vasta silueta del Rolls-Royce gris en la penumbra crepuscular. Su bocina sonaba insistentemente y, en ese instante, encendió sus focos delanteros iluminando todo el camino. Michael se hizo a un lado, dejándole paso, y aceleró en el mismo momento. El Rolls-Royce tenía prisa, pero no intentaba suicidarse. Refrenó la marcha y ambos automóviles se lanzaron por la carretera en fila india.
La visibilidad era pésima; en esa hora intermedia, los faros son de poca utilidad. De pronto, frente a ellos, apareció la encrucijada de Burford. El teléfono de la policía había funcionado en el intervalo, pues tres agentes cerraban el paso. Entre los automóviles y la policía estaba el fugitivo, inclinado sobre el manillar de su bicicleta y pedaleando con furia. Hubo un momento de confusión. El ciclista se precipitó sobre los agentes, dos de ellos trataron de detenerlo, se oyeron gritos y golpes…, luego se vio al fugitivo hacer un brusco viraje y enfilar hacia Burford Hill, atravesando la encrucijada. Los policías se echaron a un lado para dar paso a los dos automóviles. Sin embargo, Michael, que conservaba una admirable sangre fría en el volante, tomó por la carretera principal y pronto divisaron nuevamente al ciclista, que se preparaba a bajar la rápida pendiente.
—¡Lo alcanzaremos! —gritó Horace.
—Si es que queda algo que alcanzar —repuso secamente David—. Está bajando esa cuesta a una velocidad mucho mayor de la que se proponía.
Decía verdad. Michael bajaba la angosta y abrupta pendiente de la calle de Burford tan velozmente como se lo permitía la seguridad de un automóvil grande y perfectamente conducido. Pero apenas superaba la velocidad del ciclista, que se precipitaba por la cuesta como si tuviera la mismísima muerte en los talones. Se mantenía en equilibrio por milagro. Pero, en un segundo, todo terminó. Pasaron como flechas entre la posada del Cordero y la iglesia; luego el camino torció rumbo al puente; el fugitivo, por un prodigio de pericia, logró transponer el puente, pero el De Dion lo alcanzó y lo obligó a pararse contra el borde del sendero. La presa estaba acorralada…
—¡No es él! —exclamó Michael al divisar el rostro atónito y la cabeza pelirroja del que estaba en la cuneta. Y en ese instante comprendió que nunca tuvo razones muy poderosas para suponer que lo fuese.
—¡Es un loco! —dijo en voz baja David, al ver la fisonomía inexpresiva y la mirada extraviada de su víctima.
—¡Aquello es un manicomio! —añadió Horace, contemplando mentalmente el destartalado edificio rojo llamado «Casa Blanca».
El Rolls-Royce gris se detuvo junto a ellos, con ruidoso chirriar de frenos. Un hombrecillo nervioso pero resuelto, que tenía cierto aire entre médico y militar, descendió enseguida.
—¿Está herido? —preguntó—. ¿Está herida su señoría? ¡Maldita sea!
Y se precipitó en la cuneta, donde comenzó a examinar al loco.
—Su señoría —musitó tristemente Horace—. Este sí que es el momento indicado para hacer mutis.
El médico en miniatura salió de la cuneta.
—No hay fracturas. Está un poco atontado, nada más… ¡Yates! ¡Davies! Ayuden a su señoría a subir al automóvil. Dejen allí la maldita bicicleta del cartero. ¡Malditos sean estos policías…, no son capaces de detener a un bebé en su triciclo! Casi se ha roto la cabeza. ¡Rogers! Da la vuelta. Y ahora, señores míos…
Los señores contemplaron con desconfianza al encargado de su señoría. Era evidente que ignoraban cuál era su verdadera posición. Pero a nuestro hombrecillo no se le ocurrió ni por un instante que esos tres jóvenes elegantes, que acababan de bajar de un magnífico De Dion, fuesen los villanos de la obra.
—Les estoy muy agradecido, caballeros, por su, ¡ejem!, intervención y ayuda. Creo que habrán comprendido ustedes de qué se trata. Lord Pucklefield es uno de mis pacientes… Soy el doctor Goffin, de la Casa Blanca. Es un individuo nervioso; en cuanto se asusta, huye. No me explico de qué se ha asustado esta vez; pero sé que la puerta quedó abierta mientras el cartero charlaba… ¡No volverá a suceder, maldita sea! ¡Yates! ¡Davies! ¡Adentro!
Y el doctor Goffin se descubrió con exquisita cortesía. (Michael tuvo el tiempo indispensable para hacerle su reverencia más profunda). Un momento después lord Pucklefield y sus amigos habían desaparecido en la oscuridad, cada vez más acentuada, de la noche.
Horace tamborileaba sobre el canasto. David encendió su pipa. Michael consultó su reloj.
—Son las seis menos cuarto, y estamos muy lejos de casa. Si nos apresuramos, alcanzaremos la cena.
La propuesta, formulada sin entusiasmo, fue recibida fríamente.
—Apuesto diez chelines a que no la alcanzamos —añadió el vagabundo director de oraciones de San Antonio.
—Ya has tirado cinco libras —dijo brutalmente Horace, dando una palmada sobre el canasto—; no te hará daño gastar diez chelines más. Lo mejor que podemos hacer es volver a Las Tres Palomas y cenar decentemente.
Resuelto el problema por unanimidad, volvieron al automóvil; unos segundos después corrían a gran velocidad rumbo a la encrucijada de Fulbrook. Al ascender la cuesta que acababan de bajar, sus faros iluminaron una robusta silueta que contemplaba la bicicleta abandonada en la cuneta Era el obeso policía, que, por lo visto, no había encontrado a sus colegas en lo alto de la colina. Sumido en hondas meditaciones, parecía estudiar un misterio impenetrable.
El potente De Dion, burlado pero no vencido, se detuvo ante el anuncio discretamente iluminado que indicaba la entrada de Las Tres Palomas. En el salón ardía un alegre fuego, y la tenue luz de los candelabros hacía más reconfortante y dorado el jerez que tomaron, a guisa de aperitivo, nuestros amigos. Había concluido la farsa… y felizmente la fatalidad que amenazara turbarla no llegó a hacerlo. David había vuelto a Píndaro, Horace soñaba con los ojos abiertos, Michael pensaba en la cena. Era temprano todavía y podían disfrutar de los placeres de la expectación.
En Las Tres Palomas todo resulta bien. Terminado el jerez, recitada la oda, concluido el sueño, elegidos los vinos, llegó el momento en que la expectación se torna impaciencia y los ojos consultan el reloj: en ese instante, el camarero se acercó a la puerta y pronunció las palabras sacramentales. Todos se levantaron complacidos y Michael, en una sola frase, cerró el episodio del día:
—En el fondo, muchachos, no me hubiera gustado atraparlo.
Fueron ellos los primeros ocupantes del comedor, cuyas maderas lustradas relucían al resplandor rojizo de la chimenea. Habían terminado el salmón ahumado cuando llegó el otro comensal. Era el señor de las barbas alborotadas que vieron a la hora del almuerzo. Pero ahora no llevaba el libro consigo, y avanzó hacia la mesa con los puños apretados, en forma extraña, contra sus hombros…
—¡Es él! ¡Es él! —el alarido de Michael fue espeluznante y el señor de la hirsuta barba desapareció instantáneamente.
—¡Se fue, se fueee!
A continuación tuvo lugar una escena única en la historia de aquella tranquila hostería.