9

EL PATIO DEL Obispo estaba lleno de estudiantes (cosa harto desacostumbrada), que lo recorrían con paso más lento de lo que parecía imponer el soplo glacial del viento de noviembre. Algunos se detenían ante las ventanas para entablar conversación con sus camaradas, y también las ventanas mostraban racimos de cabezas. Sin embargo, Appleby, que se paseaba a la pálida luz del sol invernal, como pocas horas antes se paseara en medio de las tinieblas, no prestaba atención al espectáculo. Continuaba tan excitado y nervioso como cuando Dodd le viera por última vez.

Se había quejado de ver demasiada luz en el asunto…, pero esa luz, o mejor dicho, esa multitud de luces, había iluminado un callejón sin salida. Ahora los resplandores, concentrándose, le mostraban un camino, una remota avenida que podía conducirle al éxito. Ya comenzaba a explorarla. A medida que se adelantaba por ella, el sendero se definía, la luminosidad aumentaba…

Ahora sabía a ciencia cierta algo que debió haber adivinado en el instante mismo en que penetró en la rectoría. El tiro que oyeron Titlow y Slotwiner no fue el que mató a Umpleby. Appleby había encontrado la toga, y vuelto a colocarla cuidadosamente, envuelta alrededor de la cabeza del muerto. Y el asesino no tuvo tiempo de envolverla. Entre el momento en que se oyó el disparo y aquel en que Titlow y Slotwiner penetraron en la habitación, no pasó ni siquiera un cuarto de minuto. Y la tarea de desparramar los huesos, dibujar sobre la pared y escapar al huerto no podía realizarse en ese intervalo.

Menos aún podría el asesino haber arrollado una toga alrededor de la cabeza de su víctima, lo cual hubiera sido, además, perfectamente inútil.

Todo esto, que debía habérsele ocurrido inmediatamente al joven inspector, y que quizá yacía en el fondo de su conciencia desde el primer instante, subió a la superficie cuando oyó en boca de Dodd un informe sin importancia. Y subió a la superficie en una imagen vivida: mientras meditaba, de pie en el despacho de Umpleby, su visión interior reprodujo la densa oscuridad de una noche de invierno, noche de noviembre sin luna; noche como la que él mismo viviera unas horas atrás. Y en medio de esa oscuridad, vio avanzar una forma extraña, chirriando y tropezando, hasta que al fin se detuvo a la luz incierta que se filtraba a través de los ventanales de la rectoría: era una silla de ruedas en la que estaba sentado un hombre cuya cabeza estaba envuelta en un paño negro…

Una vez más se reprodujo el cuadro con absoluta precisión en la mente de Appleby, que se volvió y corrió en dirección a Orchard Ground. Un minuto después estaba en el depósito de que le hablara Dodd. Allí estaba la silla de ruedas. ¿Sería posible comprobar que recientemente había sido utilizada, que había rodado por el jardín? Comenzó a examinarla atentamente. Tal como lo imaginara, era vieja y chirriaba ominosamente…, un vehículo aterrador para el propósito que imaginaba el policía. Pero funcionaba bien. Estudió el mecanismo: ni la menor señal de aceite, lo que constituía una ligera prueba de que había sido utilizada por un impulso repentino, sin plan preconcebido. No había rastro alguno de sangre. Ahí estaba la clave de la cabeza envuelta: no debía hallarse rastro de sangre fuera del despacho del rector…

A continuación, examinó las llantas. Estaban viejas y gastadas, y la superficie dura y lisa del caucho no presentaba adherencias. Pero aquí y allá se advertían pequeñas resquebrajaduras que ofrecían alguna esperanza. Encontró restos de grava… resecos. Si esa grava hubiera sido recogida dos noches antes, ¿podría haberse secado hasta ese punto? Appleby opinaba que sí, pero continuó buscando. Y cuando estaba a punto de dar por terminado el examen de la segunda rueda, encontró algo. Entre rueda y llanta, enredada como si la silla hubiera rozado el borde de un arriate de césped, había una brizna de hierba, que aún conservaba el verde claro que ni el más riguroso invierno puede arrancar a las praderas antiquísimas. La silla había sido utilizada en fecha muy reciente.

Appleby estudió el respaldo. Se empujaba el sillón por medio de un barrote horizontal, de esos que se quitan destornillando la perilla en que terminan, a cada extremo. Como lo aconseja el procedimiento para descubrir huellas digitales, el inspector las destornilló mecánicamente. Y luego, miró alrededor. La habitación, como Dodd le había dicho, estaba llena de desechos, casi todos propiedad de Titlow. Había un arcabuz. Y en una caja de vidrio, un tiburón embalsamado, de expresión apocada. Y unas esculturas de yeso, entre las cuales destacaba una Venus yacente, detrás de la cual, sin duda, se había hallado el revólver. Como no se atrevía a ocupar el sillón, Appleby tomó asiento sobre el estómago de la dama…, y se puso a meditar.

A las diez y media, Umpleby estaba vivo en su escritorio. Entre 10.30 y 11 es asesinado fuera de la rectoría… Repentinamente, recordó otra impresión recogida la noche anterior. El silencio que reinaba en el patio del Obispo, protegido por la enorme barrera que formaban comedor, biblioteca y capilla. Y el rumor intermitente del tránsito nocturno que se oía en Orchard Ground y que se hacía cada vez más sonoro a medida que uno se aproximaba a la calle de las Escuelas. Había un instante, que se repetía cada cinco minutos aproximadamente, en que se podía hacer un disparo sin ser oído en el resto de la casa.

Umpleby fue asesinado en Orchard Ground, y su cadáver conducido hasta el despacho. Muerto a cierta hora y en cierto lugar, pero simulando hora y lugar distintos. Otra hora, otro lugar y —por consiguiente— otra persona. Una coartada…, no, era imposible. Se oyó un segundo disparo; quien se queda a disparar por segunda vez su arma no busca una coartada. Destruir la coartada ajena…, era más probable… Y un nuevo detalle vino a enriquecer el cuadro mental de Appleby, ese cuadro que representaba la trágica silueta de la silla de ruedas saliendo de las tinieblas. A los pies del cadáver había una caja, una bolsa quizá, llena de huesos.

Se levantó del helado y rígido abdomen de Afrodita y salió de la habitación. Se detuvo en el vestíbulo. A su izquierda estaban las habitaciones de Haveland: de allí salieron los huesos. A su derecha, las habitaciones de Pownall, con su alfombra manchada de sangre. Volvió a Orchard Ground y recomenzó su paseo entre los árboles. Nadie lo miraba ahora. Estaba absorto, estudiando una fórmula que era, poco más o menos, la siguiente:

«Él no podía probar que no lo hizo aquí y en un lapso de veinte minutos; no lo podría probar si hubiera quedado algún rastro acusador. Pero sí podría probar que no lo hizo aquí y en este instante».

Y añadió algo más: «El hombre es diestro; volvió a cargar el arma, para que pareciese que se había hecho un solo disparo. Luego se preguntó: ¿Una segunda bala?». Y por último, sin mucha coherencia, añadió el siguiente apéndice: «A pesar de todo, necesito ese paseo. Lo mejor será darlo cuanto antes».

Appleby no había sacado la nariz fuera del recinto de San Antonio desde el momento en que el gran Bentley amarillo lo depositara a la puerta de la vieja Facultad.

Y sentía la necesidad de un cambio de aire. Se hizo un pequeño itinerario en el cual se unía la necesidad con el placer; este itinerario, cuyo recorrido fue postergado por el sensacional hallazgo del revólver, debía ser iniciado cuanto antes. Un sándwich y un jarro de cerveza en el bar del Berklay, ¡y listo! Pero cuando estaba a punto de escurrirse por la arcada de Surrey, divisó a lo lejos a míster Deighton-Clerk. En la fisonomía de míster Deighton-Clerk irradiaba, además de su perpetuo aire de severidad benévola, la clara luz de la hospitalidad universitaria. Appleby quedó consternado.

—¡Ah, míster Appleby, lo he buscado por toda la casa! Venga usted y acompáñeme a almorzar, si tiene tiempo. Mucho me agradaría conversar otro rato con usted. Un ligero refrigerio nos espera en mis habitaciones.

Appleby no tenía mucho tiempo, y todavía menos ganas. Pero no se atrevía a confesarlo. Tal vez por la fuerza de una larga costumbre: la del joven inteligente que ansia recibir invitaciones de sus mejores profesores, o quizá impulsado por el subterráneo instinto del investigador, lo cierto es que cambió de plan. Después de murmurar unas fórmulas corteses, siguió humildemente los pasos de míster Deighton-Clerk. Se alegró de llevar el barrote de la silla de ruedas, que asía delicadamente con una mano. Eso le daría que pensar a su huésped.

El almuerzo consistió en doble filet de sole, bécasse, carême y poires flambées, regados con un admirable vino blanco de San Antonio. Los cocineros de la Universidad son muy capaces de preparar semejantes almuerzos, y los estudiantes, y aun los profesores, son igualmente capaces de encargarlos. Sin embargo, al inspector le pareció un gesto extraño, considerando que se trataba de agasajar al policía de guardia. También advirtió cierta inseguridad en Deighton-Clerk. Su hermosa habitación, un tanto recargada; su excelente pero intempestivo convite, eran gestos propios de un hombre que no se siente tranquilo. Y, una vez más, su conversación comenzó en tono vacilante. Cuando hablaba con sus colegas, y aunque la situación fuera difícil y tirante, el decano era siempre correcto, cordial y eficiente. Pero cuando a la situación tirante se añade la presencia de un extraño a quien no se sabe cómo tratar, cualquiera se siente desconcertado. Durante el transcurso de la comida, su conversación volvió a la pomposa seriedad que caracterizara sus primeros diálogos con Appleby. Pero al fin logró adoptar un tono más sincero. Habló largamente, pero sin pretensiones de elocuencia.

—Recordará usted que ayer tarde le dije que la muerte de nuestro rector se había producido en un momento muy poco feliz: cuando preparamos la festividad del quinto centenario del establecimiento. La idea parece extraña y carente de importancia, y por eso mismo he meditado sobre ella. Y he llegado a la conclusión de que inventé una preocupación ficticia para eludir las preocupaciones reales que existían y existen aún. Estaba resuelto a rechazar la idea de que nuestro rector hubiera sido víctima de uno de los miembros de nuestro cuerpo docente; ansiaba, aun sacrificando la lógica, como usted habrá comprendido, que la responsabilidad del asesinato recayera en un extraño, que saliera del recinto de San Antonio… Y ahora me preocupa ver hasta qué punto —involuntariamente, por cierto— olvidé y falseé la evidencia. Quise ver en esos huesos la prueba de una irrupción irracional que vino de fuera y se introdujo entre nosotros, hombres cuerdos y serenos. No presté atención al hecho de que las actividades de mis propios colegas exigen que tengan en su poder diversos huesos. Y lo que es más notable aún, logré borrar de mi memoria el recuerdo de la enfermedad del pobre Haveland.

Hubo una breve pausa, mientras el criado servía el café, y Appleby recordó las pausas angustiosas de la conversación sostenida con Pownall esa mañana. Pero mientras los silencios de Pownall eran involuntarios, Deighton-Clerk parecía provocarlos para dar mayor énfasis a ciertos conceptos. Si no se trataba de un loco ajeno a la casa, que fuese por lo menos un loco de la casa. Tal era, en efecto, lo que quería decir el decano, siempre impulsado por el deseo de suprimir toda difamación…

Y continuó:

—Lo que quiero manifestarle es esto: anoche no cumplí con mi deber. Mucho me temo que la intensidad con que deseaba que las pequeñeces internas de la Facultad no se relacionasen en ninguna forma con el crimen, me hizo poco comunicativo. Traté de grabar en usted la idea de que los roces que han existido aquí no están en el plano del homicidio. Hubiera procedido mejor si hubiera confiado en su sentido común; después de oír un relato imparcial sobre esas pequeñas diferencias, usted hubiera llegado a esa conclusión, en la cual sigo creyendo.

Y eso es lo que deseo contarle ahora.

«¡Oh tú, el más locuaz de los hijos de San Antonio —decía para sí Appleby—, habla de una vez!», y en voz alta dijo:

—Es difícil diferenciar lo útil y lo inútil, en este caso.

—Así es —respondió Deighton-Clerk, con el mismo tono que emplearía para aprobar la acertada contestación de algún estudiante—; así es. Y le diré en primer lugar algo que ya le di a entender: hace algunos años que no nos llevamos tan bien como antes. Ya oyó usted la dura observación que Haveland hizo del rector, y conoce la existencia de otros rozamientos. Le he hablado de una disputa que yo mismo sostuve con Umpleby…, ya le diré más sobre este punto. Pero ante todo quiero expresarle que me es imposible dirigir acusaciones en este asunto. Pequeñas desavenencias surgidas no se sabe cómo se han transformado en riñas, enemistades y pendencias. Se han oído acusaciones (lo cual es bastante desagradable en sí), y acusaciones referentes a delitos menores. Pero se advierte a las claras la escasa importancia de este desdichado asunto si consideramos que un juez imparcial no se atrevería a decidir quién es el culpable.

»Debo decirle algo sobre el propio Umpleby. Era un hombre sumamente capaz…, allí está, quizá, el núcleo de la situación. No había en San Antonio inteligencia como la suya, a excepción, tal vez, de la de Titlow. Sin embargo, el talento de Titlow es irregular y parece que piensa a saltos. Umpleby era tan brillante como Titlow y mucho más tenaz, intelectualmente hablando. Su fuerza consistía en abarcar vastos campos diferentes, aunque relacionados entre sí, lo que le permitía organizar investigaciones de conjunto entre los estudiosos de una y otra especialidades. Aquí, en San Antonio, había logrado formar un excelente equipo. Pero ese equipo se disgregó.

»Como le dije anoche en la sobremesa —continuó—, Haveland, Titlow, Pownall, Campbell y Ransome estaban estrechamente relacionados entre sí, y la trabazón y organización de esa sociedad científica fue obra de Umpleby. Personalmente me he interesado por esas investigaciones, aunque no en forma activa, y muy especialmente por las que se referían al sincretismo de la región mediterránea. Esta circunstancia hizo que estuviera al corriente de todo desde un principio y advirtiese el primer roce entre Umpleby y sus colaboradores.

Appleby sacó su libreta de apuntes, con cierta timidez, como si le avergonzara tal actitud después del elegante y nada policiaco almuerzo del decano. Deighton-Clerk, al notarlo, hizo un ademán de autorización —amplio y episcopal— y continuó:

—Las primeras desavenencias se iniciaron hace unos cinco años, cuando Campbell fue nombrado profesor de la Facultad. Era entonces muy joven, creo que apenas tenía veintitrés años. Contaba, pues, dos o tres años menos que nuestro otro investigador, Roland Ransome. Este último había estado trabajando desde hacía algún tiempo bajo la dirección de Umpleby, cuando Campbell llegó a San Antonio, y los dos jóvenes se hicieron grandes amigos. Ransome es un hombre con talento, pero… desigual: realiza una tarea con brillante éxito y la siguiente la hace mal y descuidadamente. Negligente y terco, desempeña su trabajo a la buena de Dios, sin tener en cuenta su reputación, ni su éxito. Pues bien; un día se le ocurrió a Campbell que Umpleby estaba explotando a Ransome. Dijo que Ransome se sometía a las directivas de Umpleby con una sumisión indigna de su jerarquía y que el rector se adornaba con plumas ajenas, aprovechando los descubrimientos de su alumno.

Y logró convencer al propio Ransome de que le asistía la razón… Como le he dicho, es difícil juzgar en estos asuntos. Umpleby editaba numerosas obras, sin referirse casi a Ransome. Pero no olvide usted que el rector organizaba y coordinaba las tareas de multitud de personas diversas, con el consentimiento de los interesados… y con evidente provecho para ellos. Deseo asegurarle, míster Appleby, que nuestro último rector jamás se apropió de bienes intelectuales ajenos con el objeto de aumentar su prestigio en el mundo universitario, o de beneficiarse con esos bienes.

Esta última frase era oscura, y Appleby, recordando su propia incredulidad ante la acusación de plagio formulada por Haveland, pidió enseguida una aclaración:

—«Con el objeto de aumentar su prestigio o beneficiarse con ellos»… ¿Quiere explicarme esto último, por favor?

—Verá usted cómo se explica solo, míster Appleby. Resumiendo: llegó un momento en que Umpleby parecía complacerse en fastidiar al prójimo. Si lograba descubrir una solución X, se esforzaba por convencer a cualquier colega A de que era él, el profesor A, quien había descubierto la solución X, con el único objeto de molestar al colega A robándole luego la solución X.

—Comprendo —dijo Appleby, mientras pensaba: «¿Y qué pensará de esto el amigo Dodd?».

—Proseguiré mi relato —continuó el decano—, sin aludir nuevamente a la circunstancia de que Umpleby no se mostró jamás amable o comprensivo. Cuando se enteró de que Ransome, su antiguo discípulo a quien seguía considerando como tal, se quejaba a sus espaldas, se puso furioso. Hubo momentos muy desagradables hasta que Ransome partió, hace ya cuatro años. Permaneció dos años en el extranjero, y a su regreso volvió a plantearse el desagradable conflicto. Hubo escenas que bien podrían calificarse de incidentes, y por fin Umpleby adoptó una línea de conducta muy discutible. Tenía en su poder ciertos documentos valiosos que todos considerábamos como propiedad de Ransome. Y comprenderá usted que por «documentos valiosos» entiendo documentos que tenían un determinado valor científico: constituían una clave casi completa para descifrar ciertas inscripciones de suma importancia… creo innecesario entrar en mayores detalles. Pues bien; Umpleby se quedó con ellos. Dijo que cuando Ransome abandonara nuevamente el país se los devolvería, que su presencia le era intolerable y que no tenía otro recurso para obligarle a salir de Inglaterra. Bien; Ransome partió y no ha regresado aún. Y mi discusión con el rector se produjo, precisamente, con ocasión de este conflicto.

Deighton-Clerk estaba absorto en su narración; tan intenso era su esfuerzo por lograr la más absoluta nitidez de expresión que había dejado de lado su acostumbrada pomposidad. El policía le escuchaba con atención.

—Hace pocos meses recibí carta de Ransome: me decía que no había recibido aún sus documentos. Y formulaba ciertas insinuaciones que me obligaron a iniciar una investigación en regla. Me encontré con un hecho desconcertante: Umpleby se proponía publicar en cierta revista especializada un estudio sobre las inscripciones de que le hablé, y de su clave. Esto me lo dijo, confidencialmente, el editor de la revista, sir Theodore Peek, y entonces me dirigí sin pérdida de tiempo al rector. No quiso darme explicaciones. Consideré que era mi obligación hablar del asunto en la primera reunión del Consejo Superior. Por eso, aunque el procedimiento no fuese rigurosamente legal, lo hice. Se pronunciaron palabras duras. Aparentemente, el asunto no era serio, no pasaba de una disputa entre colegas sobre un tema de investigación científica. Pero en el fondo se planteaba una humillante acusación de plagio…, o de robo. No olvide usted que el asunto no es tan sencillo como parece. No me cabe la menor duda de que Umpleby era capaz de trabajar mejor que Ransome en la interpretación de las inscripciones, aunque también es cierto que estaba procediendo arbitraria e injustamente al retener lo ajeno…, el asunto es discutible.

—¿Intervinieron otras personas, además de Umpleby, Ransome y Campbell?

—Sí; eso es lo que ahora iba a referirle. El desdichado asunto repercutió desde el primer instante en la conducta del rector. Opino que era un hombre tornadizo. Y cuando creyó que la opinión unánime de la Facultad lo condenaba, comenzó a proceder en forma caprichosa. Al menos, así lo creo, aunque estas cosas son difíciles de analizar. Tuvo una disputa con Haveland. Al principio comenzó a fastidiar a Haveland, a burlarse de él, como diciéndole: «Ahora le robaré su trabajo». Haveland se enfureció, y al mismo tiempo sus nervios se excitaron, cosa que parecía complacer a Umpleby. Por fin, inventó un curioso juego intelectual. Se divertía en tener intrigada a la Facultad con el problema de su probidad en dichos asuntos. E iniciaba nuevas disputas. Buscaba aliados. Se alió con Pownall en contra de Haveland y luego, para que los bandos fueran más iguales, obligó a Titlow a ponerse de parte de Haveland. Por último decidió que sería más divertido (me resulta violentísimo expresarlo en tales términos) luchar contra cada uno de ellos particularmente, con el resultado de que mantuvo una acalorada discusión con Pownall. Como se trataba de una especie de torneo, Umpleby nunca pasó de ciertos límites, jamás quebrantó las normas que él mismo se había impuesto. Mantuvo siempre una invariable cortesía, y estoy seguro de que en el fondo era imparcial y no lo agitaban apasionamientos. Se trataba de una diversión, un tanto morbosa por cierto, que le entretenía como intelectual. Pero transformó el ambiente de la Facultad. Y los actores secundarios no se mostraron imparciales y fríos; sospecho que Pownall y Haveland comenzaron a detestarse: mucho me temo que haya entre ambos una antipatía muy marcada. Otros también se han visto envueltos en la disputa, de una manera u otra: Empson, Chalmers-Paton y ¡hasta el excelente y anciano Curtis! ¡Qué escenario, míster Appleby, para este horrible desenlace!

Deighton-Clerk había finalizado su relato. Para indicarlo se echó hacia atrás en su asiento con aire sombrío y pareció sumirse en la contemplación del azul ceniciento y del plateado del cielo raso. Appleby, anotado el último dato, se sumió en un estudio igualmente minucioso de la alfombra de Aubusson. Por fin, el decano dijo:

—Si desea usted hacerme alguna pregunta sobre cuanto acabo de referirle, o de cualquier otro aspecto de la cuestión, le ruego que me interrogue.

Pero Appleby no tenía intención de molestar a su huésped con interrogatorios. Se concretó, pues, a formular una pregunta sobre cierto tema que no se había tratado aún.

—Este asunto del cambio de llaves de Orchard Ground… ¿puede usted indicarme algo al respecto? ¿Fue idea del doctor Umpleby?

—Efectivamente. Durante la última reunión del Consejo Superior nos dijo que le parecía conveniente, y que él se ocuparía de los detalles. Nuestro tesorero falleció hace poco, y el rector se hizo cargo de casi todos los asuntos prácticos del establecimiento.

—¿Supone usted que hubo algún motivo oculto, detrás de esa decisión de alterar las llaves; que el rector se propuso, por ejemplo, protegerse de un posible ataque?

Deighton-Clerk se sobresaltó.

—Me parece difícil —repuso—. Umpleby creía que existían copias subrepticias de las antiguas llaves. Por eso resolvió cambiarlas, y nunca pensé que tuviera algún motivo personal para ello.

—No obstante, su punto vulnerable, por decirlo así, era Orchard Ground. Su despacho, por ejemplo, es inaccesible desde la avenida, y las puertas que dan al patio del Obispo se cerraban con llave todas las noches. Sin embargo, no era difícil entrar en él desde Orchard Ground.

La fisonomía del decano se iluminó de alegría.

—¿Tal cosa supondría —dijo— que Umpleby temía una agresión por parte de alguien que se había adueñado ilícitamente de una llave, es decir, por parte de un extraño que se había procurado una copia?

Appleby asintió. Deighton-Clerk reflexionó unos instantes. Luego meneó la cabeza, diciendo tristemente:

—No, creo que no fue así. Estoy seguro, estoy casi seguro de que los motivos que guiaron a Umpleby no fueron otros que los que le expuse. Estaba preocupado, lo reconozco, estaba excesivamente preocupado. Pero era por la reputación de la casa. Había surgido un pequeño escándalo con motivo de las escapatorias de algunos estudiantes, y el rector estaba resuelto a poner coto a estas salidas ilícitas. Le diré que Umpleby era de origen modesto, y sus preocupaciones sociales eran a veces excesivas. Le agradaba que el internado de San Antonio fuese selecto, y nada aleja más a las buenas familias que un escándalo vulgar. Opino que ése, y no otro, era el motivo de su inquietud. No creo que le haya preocupado su propia seguridad, ni la agresión de un extraño a cuyas manos hubiese llegado una copia de la llave.

Appleby reflexionó unos segundos, intercalando una pausa de su propia cosecha antes de formular su segunda pregunta:

—¿Tenía también Ransome una llave?

Deighton-Clerk sufrió un nuevo sobresalto.

—Sí —repuso.

—Pero no una de las nuevas, ¿no es así?

—No, supongo que no.

—¿Puede usted decirme en qué forma distribuyó el rector las nuevas llaves?

—Pues, sencillamente, recorrió la casa entregándolas personalmente a cada uno.

—¿En qué orden lo hizo?

Deighton-Clerk miró al inspector con cierto asombro.

—¿Quiere usted decir a quién le dio la primera, a quién la segunda, y así sucesivamente? No tengo ni idea. Sólo sé que yo fui el penúltimo, pues me dijo que sólo le faltaba Gott para terminar.

—¿Y esto sucedió anteayer, cerca de mediodía?

—Así es.

Appleby calló nuevamente. El almuerzo no había sido infructuoso. Pero la luz se había fraccionado otra vez, y sólo veía rayos aislados que iluminaban aquí y allá el horizonte. Quizá esa misma noche se viera obligado a decirle a Dodd otra vez que había un exceso de luz en el asunto…

El decano consultó su reloj de bolsillo.

—Tengo que asistir a una reunión, míster Appleby, y debo apresurarme. ¿Desea usted saber algo más?

—Una sola cosa —replicó el policía, tomando la misteriosa pieza sacada de la silla de ruedas—. Necesitaré tomar las impresiones digitales de todo el cuerpo docente.

Al fin había surgido la demanda policiaca; el aroma del exquisito vino blanco del decano y el sabor de su magistral versión de la obra cumbre de Carême perduraban aún en el paladar de Appleby cuando pronunció estas palabras. Y, evidentemente, Deighton-Clerk quedó un poco desconcertado al oírlas.

—¡Impresiones digitales! —exclamó—; ciertamente. Pero yo creía que actualmente todos los malhechores usaban guantes.

—A menudo los usan, y logran así eludir a la justicia Sin embargo, ciertos investigadores alemanes afirman haber descubierto la manera de obtener las impresiones a través de cualquier tipo de guante… Sea como sea, tomar impresiones digitales (contando, naturalmente, con la autorización de los interesados) es trabajo de rutina que estamos obligados a realizar. Si hubiera algún inconveniente…

—Ninguno —interrumpió con energía su interlocutor—. Estoy de acuerdo con usted: se trata de un requisito indispensable. Mis… ¡ejem!, mis dedos están a su completa disposición; seré el primero. Y lo mismo puedo asegurarle respecto a los demás.

A pesar de estas palabras, se advertía cierta desconfianza y mala voluntad en la voz del decano, y Appleby añadió cautamente:

—En tal caso, míster Deighton-Clerk, enviaré al sargento…

El rostro del anciano se iluminó inmediatamente. Lo que le preocupaba era la cuestión de jerarquía. Era inadmisible que míster Appleby, que había cenado la noche anterior con el cuerpo docente de la Facultad, recorriese la casa con un tampón, imprimiendo huellas de dedos profesorales en trocitos de cartulina. Se imponía la presencia de un subordinado.

—Ya lo creo, míster Appleby, con el mayor gusto. La idea es excelente. Será… ¡ah!… toda una novedad. ¿No ha tomado usted hasta el presente impresión alguna?

—Sólo las del cadáver —repuso Appleby con cierta sorpresa.

Y después de consultar su propio reloj se levantó y comenzó a despedirse. El decano finalizó la entrevista preguntándole cortésmente si se encontraba cómodo en su habitación. Pero no apartaba los ojos del barrote de madera que Appleby sostenía delicadamente en su mano izquierda. Le parecía una especie de bastón de mando simbólico.