8

POWNALL, PÁLIDO Y fastidiado después del largo interrogatorio de Dodd, se detuvo más pálido aún en el umbral de su habitación. En efecto, sentado junto al fuego estaba el colega del inspector Dodd: míster Appleby, de Scotland Yard, que al ver entrar al profesor salió a su encuentro.

Tal como lo aconsejaban las circunstancias, Appleby presentó corteses excusas.

—Espero que me perdonará usted si me he tomado la libertad de esperarlo en su habitación. Decidí aguardar unos minutos, por si usted regresaba Y caí en la tentación de sentarme junto a la chimenea. La mañana es bastante fría.

Y los ojos de Appleby señalaron las ventanas abiertas de la pequeña sala. Lentamente, como tratando de ganar tiempo mientras lo hacía, Pownall cerró la puerta Cuando la hubo cerrado comprendió, con un leve sobresalto, que acababa de encerrarse con el policía. Pero no apartó su mirada de él en tanto que atravesaba el recinto y tomaba asiento frente al inspector. Era un hombre canoso e inexpresivo; su rostro lampiño, de cutis fresco, hacía imposible calcular con alguna aproximación su verdadera edad; llevaba los cabellos cortados al rape, al estilo alemán. Tenía la costumbre de inclinar la cabeza a un lado y unir las manos suavemente sobre el pecho, actitud dulce, casi femenina, que contradecía extrañamente la dureza de sus helados ojos azules, de mirar lento y acerado. Aquellos ojos, tan fríos en la madrugada anterior, conservaban toda su dureza y miraban fijamente a Appleby en aquel momento. Pownall permaneció inmóvil. Era un hombre de movimientos torpes y daba la sensación de estar aterrado pensando que un falso movimiento físico podía acarrear una serie de torpes revelaciones.

—Acabo de firmar una declaración para su colega, que me ha interrogado largamente. ¿En qué puedo servirle ahora?

Pownall habló en tono sereno e inexpresivo; la única dureza radicaba en las palabras elegidas. Pero mientras hablaba sus ojos recorrieron la habitación con mirada que quería ser distraída y en realidad era inquisitiva y fría. Durante todo este tiempo conservaba la misma actitud, con la cabeza a un lado y se asemejaba vagamente a la pardusca fotografía de Alejandro Magno que colgaba de la pared.

—¿Ha podido agregar usted algo a su primera declaración de ayer? —preguntó Appleby, con el mismo tono sereno; pero la pregunta cobró un matiz especial por la larga pausa que la siguió.

Pasado el embarazoso silencio, Pownall replicó:

—Nada he agregado.

Hubo una nueva pausa.

—¿No conoce usted alguna circunstancia relacionada con la muerte del rector, y que pueda sernos de utilidad?

—No.

—¿Acaba usted de jurar eso?

Nueva pausa. Y de pronto, Pownall se puso en pie de un salto y cruzó el cuarto. Su objetivo resultó ser una cajita de vidrio llena de cigarrillos que, por lo visto, se proponía ofrecer a Appleby. Pero este curioso y repentino gesto de hospitalidad no llegó a realizarse: la caja se escapó de los dedos de Pownall y su contenido se desparramó por el suelo. La torpeza de movimientos que caracterizaba al profesor explicó el pequeño accidente. Pero para el policía no hubo tal casualidad, sino una nueva demostración de que los cerebros de la Facultad de San Antonio funcionaban con notable rapidez y destreza.

Pownall se inclinó al punto. Recorrió la alfombra con sus dedos, a medida que recogía los cigarrillos.

Y cuando volvió a enderezarse, su rostro, que debía haberse enrojecido por el esfuerzo realizado, estaba más pálido aún. Ambos se miraron a los ojos durante unos instantes. Y luego —en forma indirecta— Pownall contestó a la pregunta que se le formulara un momento antes.

—Ninguna revelación tengo que hacer en lo que respecta a la muerte del rector. Pero he considerado como una obligación no revelar, por el momento, ciertas circunstancias que, aunque se relacionan con su muerte, no aclaran el misterio que la envuelve.

—La declaración que acaba de firmar ante el inspector Dodd, míster Pownall, puede usarse en contra de usted en los tribunales. Usted no lo ignora. Y también puede perjudicarle el haber omitido ciertos datos importantes en su declaración.

—Mister Appleby, opino que no puede calificarse de perjurio el tomar nuestras propias decisiones respecto a lo que conviene o no decir en una declaración formulada para la policía.

Appleby se inclinó cortésmente, mostrando que se rendía al argumento. Pero su tono era incisivo cuando dijo:

—En determinadas circunstancias, puede resultar muy peligroso rozar el perjurio. Es peligroso, por ejemplo, pasar la noche que sigue a un crimen tratando con diversas sustancias el suelo de nuestra habitación. Como usted acaba de comprobar, he sacado una muestra de cada punto de la alfombra que usted cubrió con tinta; el análisis revelará qué había debajo de esas manchas.

Appleby confiaba mucho más en las propias revelaciones de Pownall que en el análisis químico. El profesor comprendería a las claras que la alfombra constituía de por sí una prueba en su contra, aparte de lo que podría revelar la investigación. Y lo comprendió. Su confesión fue brusca y fría.

—Esa tinta oculta manchas de sangre.

Reinó un nuevo silencio, y Pownall efectuó el primer gesto que hacía desde el momento en que se sentó por segunda vez ante el inspector. Hizo una especie de ademán resignado por lo que acababa de revelar. Y luego prosiguió:

—Usted se preguntará, sin duda, cómo es posible que un hombre inteligente haya procedido tan estúpidamente como yo. Y bien; la única respuesta es… sangre. Dicen que verter sangre es una especie de embriaguez, que uno se siente etéreo y ágil como un ángel. Yo también me embriago, me he embriagado de sangre. Pero no la derramé jamás. Y no me sentí semejante a un ángel. No, por cierto.

Hubo otra pausa, de esas que ya parecían inevitables en el transcurso de cualquier conversación con este hombre callado, torpe, inexpresivo. Pero esta pausa —a pesar de la incoherencia de sus anteriores palabras— estuvo bien calculada, como si el hombre hubiera jugado la primera partida de un difícil juego de destreza y meditara hondamente para abarcar el alcance de su movimiento.

—Había sangre sobre la alfombra. Aquí —y Pownall, levantándose, llegó hasta el centro de la habitación y señaló con la punta del pie—. No mucha, apenas unas gotas, quizá dos pulgadas…, y estaba medio seca. Tomé una hoja de papel secante. Recuerdo que me pregunté si ese papel absorbería la sangre, aunque estuviese semicoagulada. La absorbió, y sólo quedó una manchita de media pulgada de diámetro. Sobre el negro no se veía; en cambio, destacaba sobre el azul celeste. Entonces tomé el frasco de tinta, una tinta china muy negra que tengo, y cambié el dibujo. Ayer, cada vez que miraba la alfombra, la pequeña irregularidad —una minúscula irregularidad de media pulgada— me saltaba a la vista. Pero, sobre el azul, la tinta teñía perfectamente, reproduciendo el mismo tono negro del resto de la alfombra. Y reflexioné, hasta que me decidí a cambiar la alfombra íntegra durante la noche, haciendo un dibujo simétrico. Cuando hice esas manchas que usted ve, comprendí que se percibiría el olor. Pero con las ventanas abiertas…

Se detuvo. Parecía absorto en sus pensamientos.

Y esta vez Appleby tuvo que sacarlo de su abstracción.

—¿Quiere usted hacerme una relación más coherente y menos dramática de cuanto sabe, por favor?

En el tono del inspector estaba implícita la convicción de que la opresión que dominaba a Pownall era «fabricada», de que su interlocutor interpretaba un papel. Pero, a pesar de todo, no estaba completamente seguro; esa extraña mezcla de agitación e impasibilidad que advertía en el profesor en verdad era desconcertante. Pownall obedeció la orden sin protestar.

—Muy bien —dijo—, lo haré —y después de una de las pausas que ya parecían inevitables en el ritmo de su conversación, añadió—: Todo comenzó con un sueño.

Si una hora antes se hubieran pronunciado estas palabras ante el inspector Dodd, este digno funcionario hubiera mostrado bien a las claras su impaciencia. Pero no así Appleby, que, por el contrario, sacó de su bolsillo lápiz y papel y comenzó a tomar notas taquigráficas. Esto pareció estimular a Pownall, que inició una narración relativamente coherente.

—Suelo levantarme temprano, y me he acostumbrado a realizar las tareas más pesadas del día antes del desayuno. Adquirí este hábito cuando vivía en climas tropicales: he realizado largas investigaciones arqueológicas en Egipto y en Grecia. Por lo común, estoy en pie antes de las cinco y también me acuesto bastante temprano. Anteanoche regresé de la sala de profesores unos minutos antes de las nueve y media. Me senté aquí y leí aproximadamente durante veinte minutos. Después fui al antecomedor de servicio, que está situado sobre el corredor, busqué un poco de agua caliente, me lavé y me metí en la cama. Creo que antes de las 10.15 me había dormido: prefiero dormirme un cuarto de hora antes, siempre que me es posible… Bien, como le dije, todo comenzó con un sueño. Durante mi vida de estudiante fui remero, y este sueño se desarrolla en el río. Estábamos entrenándonos tal como se entrenan ahora, en botes de cuatro pares. Nuestro entrenador nos gritaba sus instrucciones, y recuerdo claramente que algo me inquietaba en su voz, había una nota extraña, quizá utilizaba un altavoz… Hacíamos práctica de salida y un mismo grito se repetía una y otra vez en mi sueño: «¡Adelante! ¿Listos? ¡Remar!». Esa última palabra era proferida con un alarido tremendo, como el restallar de un látigo, y nosotros remábamos río arriba. Sucedían otras cosas que ahora no recuerdo, quizá se haya interrumpido el sueño. Pero la situación se reproducía, siempre idéntica; era una especie de pesadilla de repetición. Y de pronto, sentí que una rara inmovilidad se apoderaba de mí, impidiéndome remar. El entrenador me gritaba repetidas veces: «Déjelas caer, Bow… Déjelas caer, Bow», refiriéndose a mis muñecas, pero yo no lograba hacerlo, y acabé por enredar lastimosamente los remos… Me desperté sobresaltado. Estaba cubierto de un sudor frío. Pero mi terror no era lo suficientemente intenso como para extrañarme, pues aunque soy víctima de frecuentes pesadillas, no llegan a atemorizarme seriamente. Pero en ese instante comprendí que alguien había estado en mi habitación. No sé cómo lo supe, pero supongo que, mientras dormía, el subconsciente lo comprendió. Un segundo después mis temores se vieron confirmados. Percibí en mi saloncito un ruido nítido, pesado. Si viviese en otro sector de la Facultad, hubiera pensado inmediatamente en una broma de los estudiantes, aunque por fortuna no son frecuentes. Pero a semejante hora y en Orchard Ground, sólo podía tratarse de uno de mis colegas o del portero. Y aunque nada tendría de raro que uno de mis colegas entrase en mi salón, era inverosímil que penetrase subrepticiamente en el dormitorio, aprovechando que yo dormía. Por consiguiente, deduje que era un ladrón quien había irrumpido en la residencia de Little Fellows… No soy excepcionalmente valiente. Tardé un par de minutos en obligarme a mí mismo a levantarme y salir al saloncito. Al entrar vi un hilo de luz que provenía del vestíbulo y que desapareció al instante. Alguien acababa de cerrar la puerta. Cosa curiosa (puesto que soy, como le he dicho, un cobarde): me lancé tras él sin vacilar. Y salí en el preciso instante en que una forma humana desaparecía en las tinieblas.

—¿En qué dirección?

La pregunta de Appleby, inesperada y cortante, resonó como un pistoletazo. Pero no pudo cerciorarse de haber desconcertado a Pownall, que apenas vaciló un segundo.

—Hay un solo camino —respondió—, y el hombre se perdió de vista antes de llegar a la encrucijada. Grité, y me consta que el desconocido me oyó, pues comenzó a correr.

—¿Quién era, míster Pownall? —preguntó el inspector, con suavidad.

Y esta vez Pownall titubeó de veras, y hubo otra de aquellas pausas bien definidas. Parecía pesar una vez más los efectos y las consecuencias de sus palabras antes de responder, finalmente:

—Lo ignoro.

—¿No tiene usted la menor idea? ¿Vio solamente una espalda? ¿Qué ropas llevaba?, ¿qué porte tenía?

Pownall meneó la cabeza y reanudó su relato en forma brusca.

—Volví a mi habitación, resuelto a telefonear enseguida a la portería. Pero al observarlo todo para ver si habían robado o destruido algo, divise…

—Una mancha de sangre, míster Pownall, dos pulgadas de sangre a medio coagular. Y la secó usted con un trozo de secante, y sacó su frasco de tinta… ¿Qué más?

Appleby se había vuelto verdaderamente temible. Había en su voz una incredulidad tan acerada y glacial, que hubiera bastado para desconcertar a cualquier malhechor empedernido. Pero Pownall permaneció sereno y dueño de sí.

—Así es —dijo—, descubrí la sangre y algo más. Dos trozos de papel chamuscado que había en el cenicero llamaron mi atención…, estaba seguro de que, cuando me acosté, ese cenicero estaba vacío. Al examinarlos, vi que eran dos páginas arrancadas de una agenda y casi completamente carbonizadas. En un ángulo que se salvó de las llamas, distinguí claramente la letra del rector.

Appleby, en cuyo bolsillo se encerraba en aquel momento la agenda mutilada del muerto, reconoció que esto, al menos, no era pura imaginación. Pero no demostró ninguna señal de asombro.

—He aquí algo digno del cerebro de míster Gott —dijo, y luego se sobresaltó al comprender el involuntario doble sentido de su observación—. ¿Y qué dedujo usted de estos indicios?

Pownall hizo un esfuerzo desesperado para saltar su obstáculo, como Haveland lo había hecho la noche anterior.

—Deduje que alguien había asesinado al rector y estaba tratando de incriminarme.

—Me figuro que semejantes deducciones se presentan espontáneamente a la mente de los habitantes de Chicago, pero no son comunes aquí. ¿Dice usted seriamente que pensó eso en aquel instante?

Pownall lo miró con frialdad.

—Eso fue lo que pensé.

—¿De manera que esas extrañas circunstancias: una mancha de sangre, unos papeles chamuscados, un merodeador nocturno, le sugirieron homicidios y conspiraciones? —el tono de Appleby expresaba abiertamente su incredulidad.

Esta vez su interlocutor no titubeó.

—Fue la sangre —dijo—. Me sacó de quicio…, me embriagó, como le dije hace unos momentos. Mis actos se hicieron anormales. Ese esfuerzo por ocultar las cosas fue anormal, no lo niego. Pero la deducción que hice fue perfectamente lógica y razonable. Partiendo de esos hechos: la visita clandestina a mis habitaciones, la sangre, los fragmentos semidestruidos que mostraban la letra de Umpleby, mi razonamiento sólo podía llevarme a una deducción: el rector, por increíble que pareciese, había sido asesinado o atacado, y el agresor trataba de desviar las sospechas hacia mí. Probablemente la sangre y aquellos papeles arrancados del diario fueron sólo pasos preliminares. Probablemente, yo acababa de interrumpir su plan. Lo natural sería que yo continuase durmiendo, mientras se desarrollaba su proyecto, pero ahora él sabía que yo estaba despierto. Lo más verosímil es que, confiado por la creencia de que tengo el sueño muy pesado, se hubiera propuesto dejar otras huellas en mis habitaciones. Es conveniente recordar que, cuando hubo un conato de incendio en la Facultad, hace cinco años, yo dormí profundamente durante el transcurso de la alarma, y fui víctima de las bromas del personal.

Luego continuó:

—Pensé que el criminal se proponía abandonar el cadáver en las cercanías y, después de dar la alarma, encaminar, por decirlo así, la búsqueda a mis habitaciones. Entonces se descubrirían esos indicios, que serían considerados como huellas fatales que yo olvidé antes de meterme cínicamente en cama. Si no hubiese despertado en aquel momento, me hubieran sacado de la cama para conducirme directamente ante el tribunal, acusado de homicidio.

Pownall hablaba confiada y hasta apasionadamente, bajo su voluntaria frialdad. «Casi», pensó Appleby, «casi como si dijera la verdad». Y, sin embargo, al hacer frente a su obstáculo, acababa de incurrir en un error.

Y el policía, con esa intuitiva agudeza nacida de la experiencia y de la técnica, comprendió que Pownall sabía que había errado. «Ha creído», se dijo Appleby, «que era indispensable conocer el asesinato de Umpleby para explicar su terror y las manipulaciones con la alfombra. Por eso inventó esa historia de las deducciones. Al hacerlo, se ha colocado en un terreno de imposibilidad psicológica. Sencillamente debía haber dicho que se asustó por lo sucedido, y procedió impulsado por una sensación confusa de peligro. Ha cometido un error que le será imposible tapar con alusiones a la inferencia y la capacidad deductiva…, y lo sabe».

En voz alta preguntó:

—¿Y cómo es que no dio usted la alarma?

La mención de Chicago había sido un tanto a favor del inspector. Esta pregunta era otro. Y Pownall tardó un instante en contestarla.

—Tenía las manos atadas. Después de haber usado esa tinta, acobardado ante la sangre y demostrando, lo reconozco, toda mi estupidez, no me atreví a correr otro riesgo. La ocultación de la mancha sangrienta fue consecuencia de un terror morboso que se desató en mí; volví a experimentarlo la noche siguiente, y seguía manipulando la alfombra. Y creo que en aquel momento hubiera preferido la horca antes de confesar todo esto.

El profesor era muy capaz de responder a todo, sabía el momento oportuno para ceder y en qué puntos se podía ceder. Todos eran inteligentes… ¡qué caso!

Y repentinamente, Appleby quedó consternado al comprender el placer intelectual que estaba gozando como consecuencia de este desdichado asunto, de este homicidio inútil e irracional. Volvieron a su memoria ideas que se le ocurrieran esa madrugada, mientras paseaba por el patio del Obispo, en medio de la oscuridad. Las tinieblas, el silencio empapado en el espíritu mismo del recinto, le habían sumido momentáneamente en una rara amargura…, amargura por haber vuelto a los viejos patios que amara en calidad de instrumento de la justicia retributiva. Después sintió ira. Tocó la helada piedra tallada de uno de los arcos, y tuvo una sensación de eternidad: allí había algo anterior a nuestro siglo, algo que permanecería mientras nuestra civilización, como lo dijera Titlow, avanzaba lenta y gigantesca hacia su ruina; algo que continuaría en épocas remotas. Recordaba que la lámpara colgada sobre la puerta de Surrey había revestido de pronto un nuevo simbolismo, con su luz tenue brillando entre la niebla y la oscuridad. Y él había jurado eliminar ese intruso nocivo… Y ahí estaba; ante sus ojos yacía el problema, frío y sin solución, como un juego intelectual preñado de interés.

No obstante, le era imposible reprimir un elemento de emoción, un impulso de piedad. ¿Por qué mentía fríamente ese sabio que estaba sentado frente a él? ¿Por qué le engañaba en un asunto de vida o muerte? ¿Había tomado un revólver, acaso, y descerrajado un tiro en la frente de Umpleby? ¿Para qué hacer algo tan estúpido? Una oleada de impaciencia le inundó, y formuló una pregunta más atrevida.

—Perfectamente, míster Pownall, ¿llegó usted a observar la hora exacta en que tuvieron lugar estos interesantes acontecimientos?

Pero el tono despectivo no inmutó al profesor, como tampoco le inmutara la incredulidad de Appleby.

—Al levantarme miré mi reloj. Eran las 10.42.

—Las 10.42 —había énfasis e ironía en el detalle—. Pero ¡eso sería 18 minutos antes de la hora en que fue asesinado el rector! ¿Cómo cree usted que el doctor Umpleby, vivo aún, se hubiera desprendido de su propia sangre, aunque sólo fuera una mancha de dos pulgadas? La dificultad es grave.

—Supongo que la sangre no era de Umpleby. Imagino que el agresor, sea quien sea, sembraba con anticipación sus falsas pistas en aquel momento. Lo único que le quedaba por hacer era matar al rector en algún lugar cercano, correr y provocar la alarma.

—Pero nos consta que el rector fue asesinado en su despacho, lugar donde el disparo se oiría claramente, señalando un tiempo preciso para su muerte. Y luego se halló allí el cadáver, rodeado por los huesos de Haveland. ¿Le parece que esto concuerda con su hipótesis?

—Sí, concuerda. Recuerde que el agresor sabía que yo había adivinado sus intenciones. Me oyó gritar. No sería difícil que, al no poder incriminarme, haya resuelto incriminar a Haveland en mi lugar.

Hubo una prolongada pausa Appleby estaba resuelto a no decir palabra. Y Pownall añadió al fin:

—Tampoco sería imposible que el asesino haya abandonado su propósito de hacer recaer la culpa sobre otro. Si se tratase de una persona desequilibrada, por ejemplo, y viese que su minucioso proyecto había fracasado por completo…

—Sería muy posible que, volviéndose contra sí mismo, dejase su propia firma certificando el hecho, ¿no es así? Ya lo veo.

Appleby se puso de pie. Y agregó:

—A propósito, si su primera hipótesis fuese auténtica; si el asesino, comprendiendo que ya no podría incriminarle, decidió inculpar a míster Haveland, debe de haber contado con la extraordinaria imprudencia de usted al ocultar lo que debía haber revelado inmediatamente.

—Yo no sostengo que mi primera hipótesis sea auténtica —respondió Pownall.

Pensativo y perplejo, el inspector Appleby recorrió lentamente Orchard Ground, camino de la rectoría. Se sentía tentado de reaccionar ante esa serie de curiosas entrevistas a lo largo de las cuales parecía desarrollarse la investigación. Presentía inquieto que su técnica favorita: retirarse a un rincón, observar y esperar, resultaba inadecuada y hasta peligrosa en este caso. Se necesitaba un procedimiento más enérgico. Mientras se tratase de simples discusiones, estos señores siempre se mostrarían plausibles y lógicos, y no lograría sorprenderlos en el más insignificante error.

¿Qué había descubierto? O, mejor dicho, ¿qué sabía, fuera de lo que ellos querían hacerle saber? Su único éxito había sido esa conversación con Pownall: había conseguido cambiar la posición del profesor, demostrándole que su conducta había sido muy imprudente. Pero ese triunfo había sido consecuencia del empleo de un sistema policiaco muy convencional: espionaje a través de una ventana, un poquito de apremio en el interrogatorio… ¿No sería, acaso, un error perseguir a estos señores en su propio terreno, en el terreno del raciocinio y la lógica? Además, el procedimiento llevaba tiempo; había concluido la mañana sin resultado alguno. Mejor sería no repetir la experiencia sin realizar antes un pequeño y oculto trabajo preliminar. Sentía agudamente la urgencia de efectuar un poco de investigación concreta; la había sentido en el instante en que dijo a Dodd que se disponía a pasear un rato. Era indispensable buscar la solución de un dilema que parecía, al mismo tiempo, secundario y demasiado relacionado con el asunto para ser verdaderamente secundario… Mientras tanto penetró en la rectoría con el propósito de persuadir a Dodd, en caso de que deseara retirarse, de que dejara en su puesto a un oficial de elevada graduación, encargado de continuar con la tarea de tomar declaraciones. El mismo no podía aún dedicarse a semejante ocupación.

Atravesó el umbral de la rectoría con aire sombrío. Era inútil esperar resultados inmediatos en asunto tan complicado como el presente. No obstante, había llegado el momento de que ciertas cosas apareciesen en la superficie, y aún no lo habían hecho. En ese instante debían haberse revelado ciertos motivos, ciertas líneas generales; y en concreto…, ¿qué sabía? Que Haveland y otros muchos detestaban a Umpleby, y que corrían historias sospechosas sobre su falta de escrúpulos ante la propiedad intelectual ajena. Bien poco, por cierto. ¿Qué otra cosa debía haberse descubierto? ¿El arma?

Entró en el comedor. En un extremo de la mesa, el lúgubre sargento apilaba una serie de papeles. En el otro extremo estaba Dodd, sumido en hondas cavilaciones.

Y entre ambos, sobre la brillante superficie de caoba, había un diminuto revólver, un arma delicada; el cañón era de acero azul, la culata, de marfil bien torneado. No era mortífera…, excepto a tres o cuatro metros de distancia. Appleby analizaba su propia sorpresa ante semejante hallazgo cuando, repentinamente, Dodd salió de su meditación y le dijo con aire satisfecho:

—Los sabuesos de aldea le han ahorrado un poco más del trabajo grueso —y señaló la pistola—, y ahora se retiran.

Y el buen inspector comenzó a recoger sus papeles.

—¿Sin revelar dónde encontraron este interesante objeto?

—¡Naturalmente! Lo olvidaba. Lo encontramos entre las Venus y unos animales fabulosos.

Dodd no carecía de cierta habilidad para hacer alusiones literarias muy personales.

—Ya veo —dijo Appleby—; entre las Venus. ¿Acaso hay algo más natural?

Hasta el lúgubre sargento tomó parte en la explosión de hilaridad, aunque con mucha discreción. Entonces Dodd explicó lo ocurrido:

—Babbitt la encontró en el depósito de la residencia de profesores. ¿Recuerda usted ese pasadizo que desde el piso bajo desemboca en una escalerilla que baja a las habitaciones de servicio? Pues allí mismo, junto al antecomedor, hay una gran alacena o pequeño depósito repleto de toda clase de desperdicios. Babbitt —y aquí el inspector reasumió su aire pensativo— recorrió la casa antes de que usted se regalara con aquel suculento desayuno… Pues bien; entre esos desperdicios hay una buena cantidad de piezas antiguas desechadas por Titlow. Le aseguro que aquello es un verdadero museo; hay estatuas sarcófagos y restos del pavimento de un cuarto de baño, según dice Babbitt, aunque usted, que es tan sabio, nos dirá, sin duda, que se trata de un fragmento de calzada romana o cosa parecida. La puerta está casi bloqueada por una vieja silla de ruedas que usaba Empson cuando estaba más cojo que ahora. Y detrás se encuentran esas mujeres paganas: allí fue arrojado el revólver. ¡Cómo escondrijo, el lugar no era malo, por cierto!

—Indudablemente tenía sus ventajas —dijo Appleby con cierta dureza. No apartaba los ojos del arma. Y continuó mirándola largo rato.

—¿Está usted esperando que salte y le cuente toda la historia? —inquirió Dodd.

—Creo que me ha dicho bastante, permaneciendo allí quietecita. Pero no puedo concretarlo. Otra vez abondance de richesse. Hace unos minutos, pensaba que, al fin y al cabo, nada logré averiguar. Y ahora, en un minuto, averiguo demasiadas cosas juntas.

—El clásico tono de misterio —dijo Dodd, riendo.

Appleby estuvo a punto de sonrojarse, y preguntó a su colega con un poco de brusquedad:

—¿Tiene un horario de ferrocarriles, Dodd? Bien. Sargento, ¿ha tenido usted ocasión de darse un paseíto por la ciudad últimamente? Vaya, por favor, y traiga mi equipaje, que está en la habitación 6-2.

—Scotland Yard en acción —continuó Dodd, siempre en vena jocosa—. Y ahora, modestamente, continuaré mi pequeña cacería de ladrones. Kellett vendrá dentro de un momento para continuar con los interrogatorios, tal como usted desea. ¿No dijo usted que iba a dar un paseíto? No permita que lo derriben otra vez, en esta soledad campestre. Y si sus sabios amigos no lo reclaman, ¿quiere venir a cenar con nosotros?

Appleby aceptó cordialmente, comprendiendo que sería una descortesía presentarse de nuevo en la mesa de la Facultad. Terminado el diálogo, llegó el sargento con la maleta, y Appleby comenzó a trabajar activamente en presencia de Dodd, que le contemplaba atento.

—¿Sospecha usted que hay alguna impresión digital? —preguntó con aire de incredulidad.

—Difícil sería decirlo —respondió Appleby, mientras retorcía entre sus dedos un grueso alambre.

—Nunca había visto que se buscaran impresiones digitales con una trampa para conejos —dijo Dodd, que, divertido, asombrado y feliz, contemplaba los extraños preparativos de su colega.

—¡Por Dios, Dodd! ¡Qué atrasadas de noticias deben de estar las novelas policiacas que usted lee! ¿Cómo supone usted que yo me voy a ocupar personalmente en una tarea que implica 99 probabilidades contra 1? Eso lo harán los químicos y los fotógrafos del Departamento. ¡Ay, y de paso le diré que ellos necesitan también la bala, y cuanto antes, mejor!

Al concluir esta última frase, Appleby terminó de hacer una menuda jaula de alambre; levantó con delicadeza el revólver, que cupo perfectamente en ella, y metió ambas cosas, junto con la décima llave, en una cajita de acero. Cerró ésta con llave y se la entregó al sargento, quien se guardó la llave en el bolsillo.

—Listos, sargento; aquí está el horario. Tomará el primer tren para Londres y luego un taxi hasta Scotland Yard. Busque a míster Mansell, en el ala oriental del edificio. El tiempo es factor importantísimo, de manera que… ¡andando! Y será mejor que pase usted la noche en Londres; quizá pueda traernos datos útiles. ¡Que lo pase bien!

El lúgubre sargento salió transfigurado. Y Dodd partió también, llevando en la retina una nueva imagen de Appleby, un relámpago que le mostró una mirada asombrada y asombrosa.