EL INSPECTOR DODD recorrió la calle de las Escuelas con aire satisfecho. El asunto del robo marchaba bien. Guardaba en el bolsillo un buen montón de anotaciones que demostraría a su colega londinense la eficiente labor de su dependencia La mañana era fría pero agradable; el sol se filtraba por la callejuela, esmaltaba el torreón de San Baldred, jugaba al escondite en los extraños templetes situados frente a Cudworth, exploraba la polvorienta e intrincada ornamentación de los portones del Museo y se alargaba hasta Ridley, tratando de poner un rayo de alegría en los rostros severos de las estatuas de varios clérigos del siglo XVII. Pasó un grupo de estudiantes en traje de montar; un adolescente solitario y delicado, calzado con soberbias zapatillas rojas, atravesaba la calzada con el evidente propósito de desayunarse, en compañía de algún amigo, en el café de Joseph; a intervalos se veía pasar a una estudiante, con birrete y toga, pedaleando furiosamente en su bicicleta rumbo a alguna clase matutina, con el celo característico de su especie. Un niñito, inocentemente sentado en el umbral del rector de Dorset, vendía periódicos a una clientela que no parecía muy interesada en ellos. Nadie hubiera dicho que ese mismo niño corría locamente, la tarde anterior, por la calle de las Escuelas, agitando el diario vespertino y voceando con agudos gritos la muerte del doctor Umpleby…
El maestro de San Timothy, venerable, barbado y magnífico, recorrió la calleja en el transcurso del paseo matutino que realizaba cada mañana, sin excepción, durante los últimos cuarenta años; por lo visto no le preocupaba en lo más mínimo la muerte de su colega, ni el pensamiento de que el crimen podía haber tenido lugar en San Timothy y no en San Antonio. Dodd se alegró, de pronto, de no ejercer su profesión en Chicago, ni en Sidney, ni en Cardiff. Agradeció a Dios semejante dicha y tomó por la avenida de San Ernulfo.
Le dijeron que encontraría a míster Appleby en la habitación 6-4. Mientras meditaba en la escasa eficacia de los métodos de investigación de su colega, Dodd encontró el número 6 —que era una escalera—, pasó frente a la habitación 6-2 sobre cuya puerta se anunciaba al «Reverendo y muy honorable Tracy Deighton-Clerk, decano», dio al fin con el alojamiento de Appleby y golpeó la puerta con energía. Nadie respondió, por eso Dodd entró. Un alegre fuego ardía en la chimenea. La mesa estaba puesta para el desayuno: a un lado, cerca del fuego, se mantenía caliente el café de Appleby; delante, también se calentaba una fuente cubierta que contenía, sin duda alguna, los huevos y el jamón destinados al inspector. Pero ni el menor rastro del propio Appleby… hasta que los ojos de Dodd tropezaron con una hoja de papel prendida con una chincheta en la puerta del dormitorio. El mensaje era breve y concreto: «Desayuno a las nueve. J. A.». Dodd consultó su reloj. Eran las nueve y diez.
—¡Rayos y truenos! —exclamó, y estaba a punto de irrumpir en el dormitorio, cuando apareció Appleby.
—Buenos días, Dodd —dijo—. ¿Quiere una taza de café? Creo que hay bastante y se ha mantenido calentito.
Luego, al advertir la inquisidora mirada que su colega dirigía hacia su cabeza vendada, se rió suavemente.
—Sí, pasé un mal momento. Hubo desórdenes nocturnos en la Facultad. La policía fue atacada con cachiporras, caños de plomo y culatas de revólveres de grueso calibre… Pero ¡ya es hora de hacer desaparecer esta nota pintoresca!
—¿De modo que le golpearon y perdió el sentido?
—Así es, con suavidad y firmeza, y en el preciso instante en que estaba a punto de solucionar el misterio de la Facultad de San Antonio. Estoy de mala suerte —Appleby bebió un largo sorbo de café y asintió solemnemente con la cabeza—. Uno de sus hombres volvió a su casa esta mañana con un respeto mucho menor del que le inspiraba hasta ayer el sabueso metropolitano.
—¿Quién le atacó?
—Lo ignoro. Pero, sea quien sea, era el poseedor de la décima llave. Al menos en un principio la tenía, luego pasó a mis manos, y por fin hicimos un pequeño intercambio. Yo tengo la décima, que era la suya, y él tiene la novena, que era la mía. Me la quitó después de propinarme un mazazo en la cabeza.
—¡Se la quitó! ¿Y de dónde sacó usted la décima llave?
—De la cerradura, Dodd; la encontré puesta en la cerradura. ¿No le parece el lugar más adecuado para una llave?
Dodd lanzó un quejido.
—Y a propósito, Dodd, le comunico que han desvalijado, con éxito, la caja de caudales de Umpleby. Ya no contiene nada que pueda interesarnos.
El policía dio un salto en su asiento.
—¿Desvalijado? ¿Quién diablos puede haber sido el autor de esa hazaña? ¿Alguno de los habitantes de la Facultad?
—No tengo la menor idea.
El policía local contempló durante un instante a su colega con desconfianza.
—Pero ¿ha visto usted alguna luz en este asunto? —preguntó.
—¡Ya lo creo! Muchísima luz. Raudales de luz parten de todos los rincones. Y estoy segurísimo de que usted me trae más luz todavía.
—Algo he sabido —respondió Dodd—. Pero antes quisiera enterarme, en líneas generales, de lo que ha sucedido aquí. Es decir, si tiene usted tiempo para narrármelo —y mientras decía esto miró con cierta jocosa severidad su reloj y el anuncio clavado en la puerta de la habitación. Su admiración por Appleby se acrecentaba cada vez más. Si a él se le hubiera perdido esa llave, nunca lo hubiera tomado con ese aire despreocupado. Comprendía además que Appleby hacía algo más que tomar el asunto con elegante indiferencia: estaba demostrando una espontánea y muy sincera confianza en sí mismo. Por más que le golpearan en la cabeza, siempre se sentía dueño de la situación, en apariencia al menos. Mientras que Dodd sabía que si él fuera el golpeado, la vergüenza y la furia le durarían días enteros.
—Perfectamente —dijo Appleby—. Le diré en síntesis lo que he averiguado: en primer lugar, su amigo el honorable y reverendo Tracy está metido en un lío. Lo que no sé es si le preocupa la reputación de la Facultad o algún motivo de orden personal que desconocemos. Lo cierto es que la Facultad de San Antonio se verá expuesta a gran publicidad en un futuro inmediato, y las preocupaciones del decano parecen relacionarse con este aspecto de la cuestión. En segundo lugar, ya sé de dónde provienen los huesos…
Dodd se irguió en el asiento.
—¿De dónde?
—De Australia, mí estimado Dodd. La última joya de la Tierra descubierta por el hombre. «Tierra Australis del Espíritu Santo».
Dodd lo miró desconcertado.
—¿Está usted seguro de que no provienen de Atenas o de Esparta —preguntó sarcásticamente—, lo mismo que los Deipno-no-sé-cuántos de la biblioteca de Umpleby?
—Los huesos fueron traídos desde Australia, y no por artimañas irracionales, como decía sir Thomas. Fueron arrancados al piadoso cuidado de una tribu de aborígenes para satisfacer las aficiones científicas de un tal John Haveland.
—¡Haveland! ¿De manera que son suyos?
—Suyos son. Y ya presentó sus excusas por no haber proporcionado las explicaciones pertinentes durante sus interrogatorios de ayer. Parece que John guardaba los cráneos y demás en su alacena particular, con todos sus juguetes, y ahora están en el despacho del rector. Por eso nos invita a considerar dos posibilidades en el crimen. Una, que él mismo lo cometió y dejó los huesos a manera de firma; otra, que alguien trató de incriminarlo. Después invitó a sus eruditos camaradas a que me contaran cómo, hace unos cuantos años, hubo un tiempo en que él no estuvo muy bien de la cabeza. Creo que esto último coincide muy bien con cualquiera de las dos probabilidades… ¡Oh! Y tampoco estuvo muy amable con Empson.
»En tercer lugar, y prosiguiendo con el tema de las llaves, los submarinos y el escalamiento de alturas, le diré que en San Antonio vive un hombre que el día menos pensado escalará la cumbre del Himalaya y que, en esta ciudad, ha trepado a la torre de San Baldred. Se trata de Campbell, y espero que usted tendrá en su bolsillo los informes que se refieran a él. Cuarto: el rector Umpleby no era muy querido. John Haveland se queja de sus robos, robos de erudito. Pensándolo bien, esto último parece más inverosímil que una serie de asesinatos…; sin embargo, encontró eco en toda la confraternidad reunida.
»Quinto: la caja de caudales de Umpleby, como ya le he dicho, ha sido violentada por un tal señor X, que sabía la combinación del cierre. X tenía la décima llave. Partió de la residencia de profesores, o entró por la puertecilla trasera que comunica con el exterior. X es un hombre extraño, pero inteligentísimo. Dejó abierto tras de sí el portón occidental porque producía un ligero chirrido, error de raciocinio. Dejó la llave en la cerradura…, ejemplo de colosal negligencia.
—Pero —interrumpió Dodd— ¿por qué tuvo que atravesar el portón que comunica con el cuerpo principal del edificio?
—Después del robo realizado con tanto éxito —dijo Appleby, meneando la cabeza—, querría conversar un instante con alguien que vive en los otros cuerpos. Como le digo, es extravagante e inteligentísimo. Se halló de pronto encerrado, cuando regresó para escapar…, y se zafó de la trampa sin misericordia, sin vacilaciones, sin perder la cabeza y sin golpear demasiado fuerte.
Y aquí Appleby se acarició tiernamente el cráneo.
—Sexto: bajo el prosaico nombre de Gil Gott, segundo censor de la Universidad, se oculta nada menos que Gilbert Pentreith.
Dodd dio un brinco.
—¡Y pensar que ni lo sospeché!
—Así es. Sentado allí, en sus habitaciones del patio de Surrey, dedica sus horas libres a imaginar esos lindos asuntitos. Ya le dije que de todas partes brotaban raudales de luz.
»Séptimo: Raymond Pownall, distinguido historiador, se pasa las noches gateando por el suelo de su habitación, presa del pánico.
»Octavo y, por el momento, último: Samuel Still Titlow atrae a los honrados policías a sus habitaciones y luego los hechiza con profundas y convincentes peroratas sobre el fin del mundo. Pone término a esas conversaciones diciendo que los tiempos son tan raros que no sería nada difícil que San Antonio fuera un verdadero almácigo de asesinatos. Después, aconseja la lectura de los clásicos secundarios de la literatura inglesa.
Y deja caer misteriosas indirectas sobre su situación en el instante del crimen.
—¿Diría usted —interrumpió Dodd con su repentina agudeza— que Titlow, lo mismo que X, es extravagante e inteligentísimo?
Appleby asintió, pensativo.
—Sí —repuso—, lo es. Pero ése solamente sería uno de los aspectos, que, por lo demás, es frecuente en este ambiente. Y estoy de acuerdo con él. Espero que mi próximo caso sea en Hull, entre los mineros.
Una lenta sonrisa se dibujó en el rostro de Dodd.
—Usted está como pez en el agua, satisfecho y feliz —dijo.
Pero de pronto lo asaltó una idea inesperada.
—¿No habría rastros del ladrón en el despacho de Umpleby? ¿Y si hubiera regresado para borrar alguna huella?
Appleby meneó negativamente la cabeza.
—Uno de sus hombres ha estado sentado allí desde anoche, cuando me recuperé del desmayo… Me imagino que a estas horas habrá telefoneado pidiendo un relevo. Naturalmente, hubo un intervalo desde el momento en que X regresó de Orchard Ground; durante ese período de tiempo bien pudo haber vuelto al escritorio para borrar cualquier rastro. Pero creo que no dejó ninguno, por extravagante y distraído que sea. Examiné las colillas de cigarro y las demás cosas esta mañana y…, ¡nada!
Y no me hago ilusiones de encontrar huellas digitales en la décima llave.
Reinó un momento de silencio y Dodd sacó del bolsillo sus anotaciones. Una de las características del inspector era la de tener siempre a mano algún papel que sacaba en el momento propicio; vivía en un ambiente de minuciosos informes y documentación concienzuda. En el mismo instante, Appleby sacó las notas y declaraciones que le habían sido entregadas el día anterior. Poco tiempo había tenido para estudiarlas: el contacto directo con las personas de que se ocupaban esos documentos absorbía todo su tiempo.
—El agente Sheepwash —comenzó Dodd con la particular gravedad que adoptaba cuando saboreaba las ironías y absurdas situaciones en que abunda su profesión—, el agente Sheepwash cenó anoche con la cocinera de Lambrick. Unas horas antes se interrumpió la corriente eléctrica en casa de Chalmers-Paton, y el sargento Potter desempeñó las funciones de electricista; después de prolongadas operaciones, realizadas casi todas en las habitaciones del servicio doméstico, las luces funcionaron nuevamente. El agente Babbitt, que se presentó en calidad de periodista a la familia Campbell, fracasó en su misión, pero tuvo mejor éxito esta mañana, disfrazado de lechero. El sargento Kellett se ocupó de investigar las andanzas del segundo censor, míster Gott; en su recorrido por las tabernas y lugares de diversión, Kellett se vio obligado a consumir una buena cantidad de bebidas alcohólicas, pero a pesar de todo, en esencia, su informe es bastante coherente.
Terminada la broma, Dodd volvió a su tono habitual.
—¿Qué le parece —preguntó— si leemos ahora las declaraciones tomadas ayer? Usted lee, y yo cotejo con estos informes que tengo aquí. Así aclararemos la situación de estas cuatro personas que estaban fuera del edificio durante la noche del crimen.
Su interlocutor asintió.
—Comenzaremos con Campbell —dijo—. Veo que éstas no son las declaraciones verbales, ¿no es así?
—No, son simples resúmenes de las declaraciones preliminares que obtuvimos a toda prisa. No servirían como prueba. Hoy tendrá usted en su poder las declaraciones en regla. De cualquier modo, necesitamos algunas antes de que el médico forense inicie la investigación.
Appleby asintió nuevamente y comenzó a leer.
Campbell, Ian Auldearn (29). Fue nombrado profesor del establecimiento hace seis años; hace cuatro que se casó; vive en un piso alquilado en el número 99 de la calle de las Escuelas; jamás tuvo en su poder ninguna de las llaves de la puerta de San Antonio. Declara no tener ningún dato capaz de aclarar el misterio de la muerte de Umpleby. Estuvo relacionado con el difunto rector en investigaciones científicas, pero no fue su amigo personal.
9.30: Salió de la Facultad y volvió a su casa. Media hora después salió nuevamente rumbo al Club Chillingworth, situado en Stonegate.
11.50 (aproximadamente): Regresó del club a su casa, pero, recordando que debía discutir sobre ciertos asuntos de negocios con sir Theodore Peek, que reside en una casona llamada Berwick Lodge, en la carretera de Luton, y que sir Theodore suele acostarse muy tarde, se dirigió hacia allí y llegó a la casa alrededor de la medianoche. Sostuvo una breve conversación con su amigo y luego regresó a la calle de las Escuelas; entró en su domicilio unos minutos antes de las 12.30.
Tan pronto como Appleby terminó su lectura, Dodd inició la del informe del agente Babbitt, con el tono monocorde de quien recita una antífona:
Según las instrucciones que me fueron impartidas, entré en conversación con Mary (apellido desconocido) en el número 99 de la calle de las Escuelas, a las 7.25 a. m. Después de varias observaciones de carácter general, que creo innecesario anotar, la informante declaró: 1) que sus patronos tenían un horario corriente; 2) que míster Campbell regresó aquella noche poco antes de las 9.30, pero volvió a salir unos 45 minutos después; 3) que le pareció oírlo regresar largo rato después de medianoche; 4) que a la mañana siguiente, durante el desayuno, le dijo a su esposa que la noche anterior había visitado a esa vieja gárgola de Peek, y lo había encontrado soñoliento y gruñón (¿se trata de un perro enfermo?). Nada más logré averiguar.
Appleby tomó una nota. Luego dijo:
—De manera que se interrogó a los del club y a los sirvientes de sir Theodore… ¡el perro enfermo! El momento más importante es el de su permanencia en el club. Pero los dos informes se corroboran.
Y, sin más, pasó a la nota siguiente.
Chalmers-Paton, Denis (40). Profesor en la Facultad de San Antonio y en otros dos establecimientos universitarios. Está casado y vive en la avenida Angas, número 12. Nada sabe sobre el asesinato del rector.
9.30: Salió de la Facultad y regresó a su casa. Leyó en voz alta a su esposa La decadencia y caída del Imperio Romano. Luego mistress Chalmers-Paton se retiró a sus habitaciones y el profesor continuó leyendo en su escritorio La decadencia y caída del Imperio Romano hasta poco antes de medianoche. A esa hora se acostó.
Nuevamente, Dodd cotejó estos informes con los que le proporcionaran sus hombres. Chalmers-Paton había vuelto a su casa, había leído un rato a su esposa y se había retirado a su escritorio «unos minutos antes de las once». Nada sabían los sirvientes sobre lo que hizo después, y no se permitió al sargento Potter interrogar a la dueña de casa. No obstante, había medido el tiempo que se tarda en recorrer a pie el camino que media entre la Facultad y el número 12 de la avenida Angas: era de 20 minutos. Chalmers-Paton no tiene automóvil.
—Casi satisfactorio —dijo Appleby—, pero no del todo. Nuestro hombre se retira a su despacho demasiado temprano. Si a las 10 de la noche estaba en su casa leyendo, «un poco antes de las 11» podrían ser muy bien las 10.40. Y contando con la posibilidad de que utilizase algún medio de transporte para su traslado: un taxi, por ejemplo, no es suficiente. Y no nos consta que no sea el poseedor de la décima llave.
—Su coartada tiene un pequeño fallo. Y la de Campbell en el club me parece demasiado buena. Siempre conviene desconfiar de las coartadas demasiado buenas.
Appleby sonrió. El que hablaba era el Dodd de las novelas policiacas. Pero no le faltaba razón. Concentró su atención en la nota siguiente.
Lambrick, Arthur Basset (54). Ha sido profesor del establecimiento durante los últimos 24 años. Está casado y vive en la casa contigua a la de Chalmers-Paton. Hace largos años que tiene en su poder la llave del portón. Dijo al inspector Dodd: «No puedo convencerme de que yo sea quien asesinó a nuestro pobre rector».
9,30: Regresó a su casa y allí permaneció, «ya que ignoraba que sucediese algo en ese instante».
—Aquí tenemos al humorista del grupo —murmuró Appleby.
Y escuchó a Dodd, que leía el informe del agente Sheepwash. El caso parecía clarísimo. Lambrick había regresado antes de las diez, jugó a los dados con su hijo mayor hasta las once, y después bailó con su hija mayor durante cerca de media hora, a los acordes de una orquesta que transmitía por radio su programa de bailables. Una de las criadas, que estaba aún despierta a esa hora, consideró inmorales estas actividades y por eso las recordaba muy claramente.
—No vale la pena sospechar de esta coartada —reconoció Dodd—. Pero no sería imposible que hubiese prestado su llave a alguien, ¿no le parece?
—¿Y que bailara, por decirlo así, mientras Umpleby se enfriaba? Es posible. Podría haberle prestado su llave, pongo por caso, a Chalmers-Paton, su vecino.
El tono de Appleby era distraído, y pasó un instante mientras concentraba una vez más su atención en los papeles.
Gott, Gil (32). Hace seis años que llegó a la Facultad. Desde que ocupa el cargo de segundo censor, hace un año, posee la llave del portón. No tiene nada que declarar sobre la muerte del rector.
9.30: Salió de San Antonio por la puertecilla trasera y pasó al despacho del censor. Allí se ocupó de asuntos del establecimiento hasta las 11.15. Permaneció solo durante este lapso.
11.15: El primer censor regresó de su gira, acompañado por los cuatro funcionarios de guardia. Entonces Gott inició su inspección, recorriendo diversos barrios de la ciudad. Tardó más que de costumbre, y despidió a sus satélites a la puerta del recinto universitario, a eso de las 12.20.
Appleby meneó la cabeza al terminar la lectura del informe.
—Aquí no hay coartada —dijo—, ni siquiera la sombra de una coartada. Estuvo solo en su despacho hasta quince minutos después de la hora en que se oyó el disparo y se encontró el cadáver del rector. Y si se utiliza la puerta trasera, hay siete u ocho minutos de camino entre ese despacho y Orchard Ground.
La topografía de Appleby era extraordinariamente exacta.
—¿Qué es lo que ha podido averiguar su sabueso sobre Gott? No creo que haya sabido nada útil.
—Kellett recorrió la ciudad, averiguando cuáles fueron las actividades de los censores durante la noche del crimen. Todo parece en regla. Entre 9.30 y 11 inspeccionó el primer censor; a partir de las 11 fue reemplazado por Gott, que prosiguió su gira por distintos lugares hasta mucho después de la medianoche. Nadie lo vio hasta cerca de las 11.30, pero no sería posible que hubiese salido subrepticiamente de su despacho y hubiese llegado a San Antonio sin ser reconocido. La noche era oscurísima. Le advertiré, de paso, que Kellett no ha hecho averiguaciones directas en las oficinas de los censores, ni ha interrogado a los cuatro funcionarios. Creo que ese procedimiento ha de efectuarse abiertamente y en forma oficial. Como usted dice, no hay coartada alguna…, o mejor dicho, la que hay no corresponde al momento que nos interesa; es una coartada tardía. Kellett ha tratado de corroborarla en todos sus detalles, pero me parece trabajo perdido.
—¿De manera que Kellett siguió los pasos de Gott a partir de las 11.15? Mejor será que lo sepamos todo.
A veces, Appleby se aferraba estrictamente a la rutina.
—Perfectamente. Gott se dirigió directamente a la estación del ferrocarril. Allí esperó con sus hombres la llegada del tren de las 11.32, que viene de la capital. Luego volvió a Town Cross, donde fue visto por uno de nuestros agentes de servicio a las 11.40. Luego siguió rumbo a Stonegate y debe de haber seguido por ese mismo camino, pues al toque de las 12 se le vio en la taberna del Caballo Verde.
—¿Qué es eso?
—Una taberna de dudosa reputación, situada sobre la carretera de Luton; es un lugar indicado para una visita de inspección a altas horas de la noche. Pero Gott no perdió mucho tiempo en ella, pues a las 12.15 estaba de regreso en Town Cross y recorría la calle de las Escuelas, camino de San Antonio, según él mismo dijo.
—Y volviendo a la taberna del Caballo Verde, ¿interrogó Kellett al personal del servicio para obtener estos informes?
—No. Se los proporcionó un granjero que había dejado su bicicleta estacionada en el patio, y regresó a medianoche para buscarla, momento en el cual se topó con Gott. Kellett tuvo que hacer un despliegue de habilidad para interrogarlo. Naturalmente, el hombre estaba al corriente de cuanto sucede: todo el mundo conoce aquí al censor y a su toga. Y además, cuando salió al patio, vio a los cuatro «polizontes», según los calificó, que esperaban a Gott.
Appleby se había puesto de pie y recorría inquieto la habitación; nunca le había causado mayor perplejidad el misterio de la Facultad de San Antonio que en este preciso instante. De pronto, se detuvo.
—¿Tiene usted por casualidad un plano de las calles, Dodd?
Sin responder una palabra, Dodd sacó un mapa de su bolsillo. Su colega lo desplegó y permaneció varios minutos estudiándolo.
—Curioso —murmuró—, sumamente curioso. Ésta es la primera rareza que nos ha saltado a la vista. Y, al mismo tiempo, carece de importancia, como muy bien usted dice. Le repito, Dodd, en este asunto hay demasiada luz, demasiadas pistas interesantes.
Y volvió a pasearse por la habitación, con largas zancadas.
—Y bien —preguntó Dodd, con tono levemente agresivo, después de un largo silencio—, ¿qué piensa usted hacer ahora?
—Creo que voy a dar un paseo. Pero antes hay otro asunto que me interesa. ¿Tiene usted un poco de tiempo disponible esta mañana? Desearía que llamase a Pownall y le hiciese un interrogatorio en toda regla en el comedor de la rectoría. Y quiero que el interrogatorio se prolongue por espacio de más de media hora.
La habitación de Raymond Pownall era muy descolorida Los libros estaban raídos y en desorden; aquí y allá unos cuantos periódicos aumentaban el aire turbio y triste del conjunto. Unos pocos cuadros reproducían motivos de la estatuaria griega; se trataba de esas reproducciones fotográficas en las que el mármol se destaca sobre un fondo negruzco. La alfombra, de un azul desteñido, estaba adornada con cenefa de color negro intenso.
Esa alfombra interesaba profundamente a Appleby. Ante la seguridad de que su propietario estaba a esas horas encerrado en compañía de Dodd, se arrodilló sobre ella y la estudió con el mismo minucioso cuidado que presenciara esa madrugada. Primero estudió el dibujo, una serie de grandes flores. Luego, guiado por esa misma ornamentación, recorrió con la vista cada pulgada de superficie. Después de veinte minutos de trabajo había recorrido toda la superficie… sin encontrar nada.
Se enderezó, se sentó y comenzó a meditar. Y de pronto sintió un escalofrío; la aventura nocturna que había vivido lo había dejado muy sensible al frío… Frío. Miró en torno a sí. En esa mañana glacial, de sol pálido, las ventanas de Pownall estaban abiertas de par en par. Comenzó de nuevo su tarea, inclinado sobre la alfombra, pero esta vez no miraba, olía… Pocos minutos después se puso en pie, salió al jardín y envió un recado a Dodd por intermedio de un agente allí oculto. Necesitaba una hora más. Volvió a inclinarse sobre la alfombra.
El azul claro había sido teñido de negro. Se había cambiado simétricamente el dibujo de la cenefa en siete puntos diversos, y en todos ellos se advertía un tenue olor a tinta. Una ligera frotación con el pañuelo reveló en cada uno de esos lugares una mancha delatora: tinta china.
—¡Qué artimaña más curiosa! —murmuró Appleby, y sacó un puñado de sobres en blanco del escritorio de Pownall. Un momento después estaba otra vez arrodillado sobre la alfombra, trabajando industriosamente con unas tijeritas.
En esos instantes, en la habitación 2-6, situada sobre el patio de Surrey, se realizaba un rito de antiquísima fecha. Míster David Pennyfeather Edwards, estudiante mayor o más antiguo de la Facultad de San Antonio y ocupante de esas habitaciones, estaba en cuclillas ante el fuego, apoyado —muy adecuadamente, según él— en un grueso volumen de Analítica posterior, y preparaba un sencillo brebaje matutino compuesto de dos ingredientes básicos: leche y vino de Madeira. Michael de Guermantes-Crespigny, el angelical director de oraciones de la noche anterior, estaba tendido cuan largo era sobre una banqueta, junto a la ventana, y sostenía sobre su estómago un ejemplar del Lector anglosajón de Sweet. Horace Kitchener Bucket, uno de los deportistas de la casa, jugaba distraídamente a las cartas haciendo un solitario que requería el empleo de cuatro barajas y todo el espacio disponible de la habitación. Las sillas y las mesas estaban literalmente cubiertas de cartas. Y los tres jóvenes ejercitaban su talento en la conversación.
—La desaparición de la Calamidad Rectora —dijo míster Edwards— sugiere diversas e interesantes hipótesis. Por ejemplo, ¿qué haría usted, mi querido inspector, si supiera quién perpetró este útil y saludable acto?
Míster Bucket, interpelado con el título de inspector, aludiendo a la inmortal novela de Charles Dickens, se arrastró unos centímetros sobre la alfombra para recoger un diez de corazones, y meneó la cabeza.
—No sé, David. Esperaría a ver si me dan alguna gratificación.
—Estoy persuadido —murmuró míster Crespigny desde su asiento junto a la ventana— de que nuestro inspector está tan corrompido por la burguesa afición al dinero, que sería capaz de aceptar sin remordimientos el precio de la sangre. Horace, me repugna usted… ¿Cómo va esa bebida?
Horace, que miraba detrás del sofá esperando encontrar el as que le faltaba, respondió con mucha calma:
—Aristóteles, o tal vez Platón, no recuerdo bien, era tendero, o hijo de un tendero. Y vuestro propio tocayo, querido Michael, el sabio de Perigord, vendía pescado. En cuanto a vos, sois un retoño indeseable, malsano, degenerado y absolutamente repugnante, con anticuados privilegios de casta. Además, vuestras costumbres personales se tornan cada día más desagradables; vuestro hablar, confuso e incoherente; vuestro porte, vacilante y, por encima de todo, vuestra total incapacidad para hablar con sentido común, nos han persuadido a David y a mí —aunque tratemos de disimularlo— de que estáis minados por los efectos de una dolencia retributiva.
Y vuestro sastre, cuyo mal gusto es perpetuo motivo de asombro para mí, si me permitís decirlo, agradecería cualquier suma de dinero, aunque fuese a precio de sangre, que vos pudierais hacer producir a Umpleby: con ella se alimentarían los ocho niños que vuestras deudas sumen en la miseria.
Mucho antes de terminar estas observaciones, Horace había perdido todo interés por ellas. Hablaba maquinalmente, mientras sus manos manipulaban con destreza las barajas que yacían alrededor de la chimenea. De pronto añadió:
—¿Quién mató a Umpleby?
—Umpleby —respondió Michael— fue apuñalado por un sirviente bribón, rival suyo en sus bajos amoríos, y murió blasfemando. ¿No te parece, David, que podría haber sido ese misterioso semita llamado Slotwiner? Celos ardientes se habían despertado entre ambos a propósito de la señora de Tunk, la lavandera. Pero todo fue inútil, pues la señora de Tunk está definitivamente entregada a nuestro omnívoro y promiscuo Horace.
—Pero ¿qué haríamos? —interrogó David, levantándose de un brinco para distribuir el Madeira falsificado—, ¿qué haríamos si lo supiéramos?
Michael se irguió en su banqueta, cerrando de golpe el volumen de Sweet; Horace se puso de pie, desparramando una nube de cartas al hacerlo, y los tres se miraron atentamente por encima de sus jarros. Un momento antes, las reglas de juego exigían la más absoluta falta de interés y un humorismo perezoso y soñoliento. Ahora podían mostrarse interesados. Aquello parecía una bandada de pájaros que se elevara bruscamente del suelo, impulsada por un estímulo misterioso y repentino.
—¿Dependería tal vez —preguntó Horace— de la catadura moral de Umpleby? Necesitaríamos saber hasta dónde llegaba su maldad.
—O hasta dónde llegaba la bondad del asesino —inquirió Michael.
—¿Qué quieres decir? —preguntó David—. Si se trata de un hombre honrado, que al asesinar a Umpleby cometió un crimen, su bondad nada tiene que ver con nuestra resolución, ¿no es así? Tendría que ser honrado como asesino, y no solamente como hombre, si quiere que tomemos en cuenta su rectitud. Quiero decir que si asesinó impulsado por algún motivo éticamente puro… lo pensaríamos.
—¿Acaso se puede asesinar impulsado por un motivo puro? —protestó Horace.
—Supón que Umpleby fuese un hombre perverso, pero en cosas que escapan a la acción de la justicia. Supón que obrase mal, y que no pudiese dejar de hacerlo; con el resultado de que otras personas inocentes se verían llevadas al borde del suicidio, matarían a sus hijitos, cometerían estafas, y demás. ¿Crees que en tal caso sería éticamente puro eliminarlo?
—¿Sería el motivo, aunque no el hecho, éticamente puro? —interpuso Michael, quien, aunque no muy práctico en tales disputas, siempre tenía algo que decir.
—¿Y si Umpleby hubiese sido un hombre bueno en el fondo —sugirió Horace— pero desequilibrado?… Supón que tuviese un desdoblamiento de la personalidad; eso es, que fuese una de esas personas que ha estudiado Morton Prince: un día son de un modo, al día siguiente se transforman por completo…
—El hombre y la bestia; el doctor Jekyll y míster Hyde dijo Michael, muy oportunamente, pero nadie le prestó atención.
—Imagínese que tuviera dos personalidades, «a» y «b». Y que «a» fuese, pongo por caso, un chantajista Y «a» conociera la existencia de «b», pero «b» nada supiese sobre «a». Imagina que el mismo crimen también fuese obra de una personalidad desdoblada, con tres núcleos: «x» ignora la existencia de «z», pero conoce la de «y» y sabe…
—¡Alto ahí! —dijo Michael—. No te alejes del cadáver… y del que eliminó a Umpleby. Cuando descubramos quién fue, tendremos tiempo de sobra para discutir si es moralmente lícito intervenir y cobrar la recompensa ¿Por qué no podríamos aclarar el misterio… si es que Gott no se nos adelanta?
—¿Y por qué habría de adelantársenos Gott? —preguntaron ambos al unísono.
—Gott puede descubrirlo todo si se lo propone —sostuvo Michael, que tenía inmensa confianza en su profesor—, pero lo más probable es que no se tome el trabajo de hacerlo.
—Estoy seguro de que fue Gott el culpable —declaró David—. Ese individuo debe de tener una imaginación morbosa… ¡qué cosas escribe! El hombre que fue capaz de escribir El asesinato en la cueva de estalactitas, con todas esas digresiones sobre cuánto puede tardar en petrificarse un hombre maduro y bien alimentado, debe de ser capaz de cualquier cosa. ¿Os dije que ayer traté de sonsacarle algo al viejo Curtis, y me dijo que el rector había sido asesinado con «circunstancias grotescas concomitantes»? ¿Qué habrá querido decir? Me pregunto si es posible que Gott lo haya destripado.
Haciendo caso omiso de esta insinuación injuriosa, Michael desarrolló su propio punto de vista.
—No veo qué daño haríamos tratando de descubrir al asesino. Nos divertiríamos. Verdad es que ignoramos los hechos, pero mucho puede hacerse mediante la reflexión inteligente. Tú y yo, David, somos inteligentes, y el pobre Horace suele tener sus momentos felices.
Horace, impertérrito en su aplomo de humanista dotado de una cultura clásica superior, dijo:
—Claro está que somos más inteligentes que la policía, aunque ese individuo de Scotland Yard ha de ser hábil también, a su manera cuidada y minuciosa. Pero no somos más inteligentes que Deighton-Clerk o Titlow, y ellos también están al corriente de los hechos. Es más probable que ellos acierten, y no nosotros.
Horace, a su vez, creía en la inteligencia casi sobrehumana e ideal de sus preceptores. Hubo una breve pausa. David dijo:
—Sé algo. Y lo que es más interesante aún, tengo una teoría.
Hubo otra pausa. En todas las camarillas hay un caudillo, y aquí el caudillo era David. La atención de sus camaradas fue inmediata.
—Se trata de algo que a nadie se le había ocurrido hasta ahora, de una teoría que abre nuevas perspectivas. Os lo diré todo.
Y se lo dijo.