CERCA DE MEDIA HORA después, Appleby recuperó el conocimiento. Las sienes le palpitaban violentamente y se sentía mal. A pesar de ello, no advirtió estos detalles, comprendió igualmente que su cerebro comenzaba a funcionar en forma normal y clara. Su primer pensamiento fue que no había sido víctima de un intento homicida: había sido derribado hábilmente y no sin delicadeza. Y no hubo de reflexionar mucho tiempo para comprender el porqué. Sus bolsillos habían sido registrados y la llave de Orchard Ground había desaparecido. Pero no la llave que él había encontrado: ésa estaba segura en su cartera, con todas las impresiones digitales que pudiera llevar impresas. El agresor se contentó con apoderarse de una llave cualquiera, no le importó otra cosa. Y así, por segunda vez en aquella noche, Appleby comprendió que la inteligencia que planeaba esos crímenes no era tan perfectamente hábil y sutil como había creído.
El desconocido se contentó con apoderarse de una llave; su propósito no era difícil de adivinar. La puerta occidental estaba vigilada, mas no así la del Este; mientras todas las llaves estuvieron en manos de la policía, la precaución hubiera sido superflua, puesto que quien merodeaba por los patios sólo podía salir por la portada occidental, custodiada por el agente. Pero ahora el agresor estaba en libertad. Le bastó recorrer el jardín, bordeando el muro de la casa, y pasar por el corredor entre la capilla y la biblioteca —manteniéndose siempre fuera del alcance de la vista y el oído del policía apostado en el otro extremo del patio— para penetrar en Orchard Ground. En tal caso, si se trataba de Empson, Titlow, Haveland o Pownall, se fue a acostar tranquilamente; si, por el contrario, era un extraño, salió a la calle por la puerta trasera y desapareció.
Appleby se puso de pie, dolorido. Al moverse, un hilillo de sangre manó de la herida que tenía en la cabeza. Se inclinó, y la sangre corrió por su frente, inundándole enseguida los ojos. Impaciente, se improvisó un vendaje con ayuda del pañuelo y se puso el sobretodo, aquel sobretodo que había sido el culpable de su fracaso. Tiritaba de frío. En verdad, había fracasado. En el transcurso de una sola noche se habían burlado de él dos veces: la primera, porque no pudo impedir el despojo de la rectoría, y la segunda, en este encuentro más directo y personal. Experimentó una vez más la mortificante sensación del arrepentimiento inútil. ¡Si en lugar de pensar en su propia comodidad hubiera ido sin pérdida de tiempo al alojamiento de los profesores! ¡Quién sabe cuántas cosas hubiera descubierto! ¡Tal vez nunca se repetiría la oportunidad que acababa de perder!
Al menos, tenía aún tiempo de visitar el edificio. Hizo un esfuerzo para contener el mareo y las náuseas, y salió al patio. El pequeño vestíbulo de piedra era frío, pero al aire libre se sentía más intensamente aún el cierzo de la madrugada. A pesar de todo, el soplo glacial lo serenó y atravesó el césped con paso firme.
El policía había procedido correctamente: mientras duró la ausencia de Appleby, no se había movido de su puesto. Pero a medida que pasaba el tiempo, su perplejidad iba en aumento y en aquel instante estaba ansioso por preguntar al inspector si había cometido algún error. Appleby lo tranquilizó y le envió a pasar una noche más tranquila al despacho de la rectoría. Era ya inútil custodiar la puerta: el pájaro había volado… El inspector volvió a Orchard Ground. Mientras iba andando, consultó su reloj de bolsillo: eran las cuatro menos cuarto y reinaba la oscuridad más absoluta.
Pocas esperanzas abrigaba sobre el resultado de esta última pesquisa. Pero hubiera sido peor volver a su habitación y ponerse a pensar con el cerebro demasiado fatigado para hacerlo. Y bien sabía que, si volviese, comenzaría a meditar; ¿cómo dormir después de la derrota? Bordeó la rectoría y, unos segundos después, vio erguirse ante él la mole del edificio residencial. Había llegado el momento de hacer una pequeña violación de domicilio por cuenta propia. Si uno de los cuatro profesores era su agresor, había una remota probabilidad de hallar algún rastro, alguna prueba. Y quizá fuese conveniente que se le encontrara a las cuatro de la mañana, rondando las habitaciones de uno de sus huéspedes. La simple idea de que la policía sigue una pista suele obrar resultados sorprendentes en estos casos de investigación criminal.
No se veía una sola luz en la casa cuando Appleby penetró en el pequeño vestíbulo pavimentado de piedra. El edificio había sido construido recientemente, pero construido en estilo antiguo y convencional. A derecha e izquierda del inspector se veían pesadas puertas que daban acceso a las habitaciones: la de la izquierda, según recordaba, era la de Pownall; la de la derecha correspondía a las habitaciones de Haveland. Ambas puertas estaban abiertas, y Appleby paseó la luz de su linterna eléctrica por el diminuto recinto de piedra que tras ellas se advertía. Sólo contenía una segunda puerta, la que daba entrada al saloncito de cada profesor, en el cual, a su vez, una sola puerta daba al dormitorio. Frente al policía, y adosada al muro de la derecha, subía una escalera, perdiéndose en las tinieblas, para desembocar en un segundo vestíbulo similar al del piso bajo… sobre él daban las habitaciones de Titlow y Empson. Enfrente también, pero hacia la izquierda, un pequeño corredor daba paso a una escalerilla, que descendía, sin duda, al sótano donde se encontraban las habitaciones de servicio y otras dependencias. Poco se podía explorar allí, pero Appleby estudió minuciosamente el suelo, tanto el pavimento de piedra del primer vestíbulo como el maderamen del resto de la casa. La leve humedad del suelo le hizo sospechar la existencia de alguna pisada que le daría la clave, al revelarle quién había salido de la casa durante la madrugada.
Pero nada descubrió, y, fatigado, se sentó en la escalera. Subió luego de puntillas los escalones de madera, examinándolos uno a uno. A mitad de camino había un pequeño rellano, en cuya pared se había instalado el depósito de carbón, cerrado por una puertecilla; después la escalera torcía bruscamente, y se divisaba el vestíbulo del primer piso…; ¡nadie! Comenzó a pensar que esto constituía de por sí una prueba convincente, ya que sus propios pies habían dejado huellas muy visibles en el piso bajo y en los escalones que acababa de subir. Si alguien hubiese entrado durante las dos últimas horas, habrían quedado rastros de humedad en el piso. Sin embargo, no faltaban dificultades. Él había marchado casi todo el tiempo sobre el césped, pero si su antagonista hubiera recorrido los senderos de grava, conservaría secas las suelas de sus zapatos. Tampoco era improbable que un hombre tan cuidadoso del detalle se hubiera quitado los zapatos al trasponer el umbral.
Appleby decidió asegurarse con sus propios ojos sobre la presencia de todos los ocupantes del edificio. Abrió sin ruido la puerta del saloncito de Empson y se deslizó en su interior. La tenue luz de su linterna le mostró una habitación grande, con muchos libros alineados, con hermosas alfombras sobre el suelo bien limpio, cómodos sillones de cuero y, junto a la puerta en cuyo umbral se hallaba Appleby, un busto de bronce sobre un pedestal. Siguiendo un impulso de curiosidad artística muy natural en él, Appleby lo iluminó largamente con su linterna. La cabeza era, sin duda alguna, la de un sabio…, luego advirtió en el pedestal una chapa de metal en la que se leía: Charcot. El maestro de Empson, quizá, y también el de Freud.
Luego —y esto era también característico de nuestro inspector— la luz de la linterna recorrió los anaqueles de libros. La biblioteca era adusta, casi desprovista de digresiones y elementos de diversión… Filosofía antigua y filosofía moderna, en dos grandes masas de volúmenes. Biblioteca internacional de Psicología, Filosofía y Metodología de las ciencias…, uniforme, completa, aplastante. Psicología académica, la colección era de primer orden. Mucha psicología médica también. Medicina general; aquello parecía el núcleo de una biblioteca de consulta. Psicología criminal. Criminología pura… Eso era todo. Ahora, al dormitorio.
Saltando deliberadamente de una alfombra a otra, como un niño que juega, llegó hasta la puerta interior y contuvo el aliento: oyó dentro el rumor de una respiración isócrona. Giró el picaporte y abrió la puerta hasta divisar el lecho. Luego dirigió el haz luminoso de su linterna contra el cielo raso de la habitación vecina: la débil luz le permitió distinguir claramente a Empson. Dormía profundamente, y así, dormido, daba la impresión de un hombre consumido y frágil. Las comisuras de sus labios mostraban cierta expresión dolorosa; su piel se extendía, tensa y pálida, sobre los pómulos y la mandíbula. Appleby recordó que tartamudeaba ligeramente y que era cojo; al andar se apoyaba en un bastón que estaba precisamente allí, junto a la cama. Estas desventajas eran, tal vez, sintomáticas de alguna debilidad congénita, y el humorismo seco y un tanto maligno de aquel hombre, el caparazón que protegía una sensibilidad dolorida y morbosa. El inspector recordó los libros que acababa de ver en la habitación contigua. El resorte maestro de una personalidad como la de Empson, diría cualquiera de aquellos volúmenes, es el ansia inquieta de adquirir poder, ambición característica del que se siente físicamente infranormal. Cerró silenciosamente la puerta, ocultando aquella silueta consumida y amargada. Tuvo un impulso de vergüenza, que no era ciertamente profesional, al pensar que había espiado al profesor: ¡un hombre dormido está indefenso y, al mismo tiempo, tan al desnudo; se lee en él como en un libro abierto!… Appleby salió nuevamente al pasillo y entró en las habitaciones de Titlow.
Esta vez no perdió el tiempo revisando el salón, pues quería bajar cuanto antes. Se acercó de puntillas a la puerta del dormitorio para escuchar. Nada oyó. Y el oído del policía era de una finura casi anormal. O Titlow tenía un sueño extraordinariamente liviano, o… Abrió audazmente la puerta. La habitación estaba vacía. La cama estaba en desorden, y el traje de etiqueta colgaba de una silla vecina, pero Titlow no se hallaba allí.
Aún no se advertía en los ventanales que miraban al Este el más débil resplandor luminoso, y Appleby mantuvo encendida su linterna mientras bajaba, pensativo, las escaleras. Esperaría a Titlow, y mientras tanto, echaría una ojeada a las dos habitaciones del piso bajo. Había desechado ya sus escrúpulos: si el sueño nos permite leer en las almas, tanto mejor. Al llegar al pie de la escalera, se dirigió hacia la derecha, y tenía puesta la mano sobre el picaporte de la puerta de Pownall, cuando se detuvo repentinamente. Bajo la puerta se filtraba una angosta franja de luz. Alguien había encendido las lámparas eléctricas dentro de la habitación.
Appleby pensó que podría ser Titlow; mientras él registraba la habitación de Empson, Titlow podría haber bajado a hablar con Pownall por motivos de su incumbencia. Sin embargo, ningún murmullo de voces se oía en el cuarto: sólo se advertían leves rumores, como de alguien que recorriera el recinto. ¿Estaría Pownall dormido en el lecho, ignorante de la presencia de su visitante, como lo había estado Empson pocos minutos atrás? Appleby trató de mirar por el ojo de la cerradura, aunque sin mayor entusiasmo. Ninguna abertura es más exasperante para quien espía que el ojo de la cerradura. Le permite ver una franja de suelo, una franja de pared, y a veces, hasta un metro cuadrado de techo, pero su zona lateral de visión es limitadísima. Además, cuanto más ancha y maciza es la puerta, menor es el radio visual, y las puertas de los colegios suelen ser fuertes y bien construidas. A través del ojo de la cerradura de Pownall sólo se distinguía un leve movimiento y nada más. Había dos alternativas: entrar o marcharse sin descubrir nada. Entonces se le ocurrió que las ventanas eran más propicias a este tipo de observaciones. Salió al exterior y vio recompensada su paciencia: las cortinas de la habitación estaban corridas, pero por un intersticio se filtraba una rayo de luz y, poniéndose en puntillas sobre uno de los macizos del jardín, se alcanzaba a divisar el interior.
Una forma negra y voluminosa recorría el suelo del cuarto, y le costó unos minutos de observación aislarla de cuanto la rodeaba y estudiar sus características. Después de analizarla, resultó ser un par de nalgas humanas, la curva de una espalda y las suelas de dos zapatos. Un cuerpo revestido con un traje de etiqueta estaba de rodillas sobre el suelo y gateaba lentamente sobre la alfombra. No podía ser Titlow, a menos que se hubiera quitado un traje para ponerse otro, lo cual era absurdo. Pero en ese instante, el cuerpo giró y se puso de pie. Era el propio Pownall.
A pesar de lo difícil que resultaba examinar los detalles del cuadro, la expresión de intensa atención que denotaba el rostro de Pownall impresionó al inspector. El profesor era hombre de movimientos torpes, y poseía el par de ojos más azules y lentos que Appleby hubiese visto jamás. En ese momento su mirada era fría, con frialdad perceptible aun a través del diminuto intersticio de la cortina, y su ceño expresaba desesperado esfuerzo. No parecía fácil que descubriera el rostro del policía a través de la ventana. Sus ojos estaban clavados en el suelo; sin levantar la vista, se movió, saliendo del radio visual de su observador, y volvió llevando en la mano un pequeño objeto. Volvió a arrodillarse sobre la alfombra. La estaba examinando pulgada a pulgada.
Appleby estaba tan absorto como Pownall, y tan interesado en esa tarea, que se sobresaltó violentamente cuando una voz afable murmuró a sus espaldas:
—¡Ah, mi querido inspector, empieza usted temprano, o bien, continúa su trabajo hasta muy tarde!
Se volvió de un salto y dirigió hacia el recién llegado el haz luminoso de su linterna. Era Titlow, en pijama y cubierto por una gastada pero magnífica bata de seda de colores, quien le miraba por encima de su nariz anodina con aquellos ojos luminosos pero impenetrables. En su voz había cierta ironía burlona, sobre todo aquel «mi querido inspector». Pero inmediatamente añadió con acento de preocupación y alarma:
—Pero, por Dios, amigo, ¿no está usted herido o lastimado?
Pálido y exhausto, con el vendaje sanguinolento que rodeaba su cabeza, con la cara manchada de coágulos de sangre, el inspector Appleby constituía un espectáculo poco agradable, aun a la tenue luz qué llegaba desde la ventana. Hubo de reconocer, de mala gana, que había sufrido un accidente. Titlow añadió, siempre alarmado:
—Si ha terminado usted su inspección, ¿por qué no sube un momento a mis habitaciones? Vengo de buscar una lata de café en la pequeña despensa del sótano; sufro de insomnio. Pero creo que usted necesita algo más fuerte. Y opino que, después, lo mejor que puede hacer es meterse en la cama. ¡Venga usted conmigo!
Bajo la aparente benevolencia de estas palabras, Appleby adivinó la misma excitación nerviosa, mezclada con irritación e impulsividad, que ya le había llamado la atención en Titlow. Este hombre no era menos vehemente que los demás profesores: Empson, o Haveland, por ejemplo, pero sí más profundo. Su personalidad estaba formada por muchas capas diversas, no muy sólidamente unidas en un todo coherente. Pero en ese instante sonreía cortésmente, divertido, al parecer, por haber sorprendido al inspector en una actitud humillante. Y en verdad, Appleby se sentía un poco avergonzado. Experimentaba una tonta alegría al pensar que Titlow no lo había descubierto mientras espiaba por el ojo de la cerradura, porque, al fin y al cabo, hay diversos grados de ignominia que separan una ventana del ojo de una cerradura. Entonces se reportó y contestó:
—Con el mayor gusto, si me espera usted un minuto.
Y volviendo al vestíbulo de la casa, entró sin vacilar en las habitaciones de Haveland, penetró en su dormitorio, comprobó que dormía y salió sin perder un instante. Terminada esta operación, acompañó a Titlow, que sonreía ya sin rebozo.
El whisky de Titlow era excelente, o al menos así le pareció a Appleby, que hubiera bebido cualquier mejunje con verdadero deleite en esa hora melancólica: las cuatro y media de una madrugada de invierno. Arrellanado en un sillón, ante un potente radiador eléctrico, bebió, comió los bizcochos contenidos en un recipiente con el engañoso rótulo de «Pastillas de calcio: Lagash y Uruk» y estudió con interés la habitación en que estaba. Ya la había visto —aunque su dueño lo ignorase—, pero ahora la examinó minuciosamente. Una habitación donde alguien pasa la mayor parte del día siempre dice algo sobre la personalidad de su morador, especialmente cuando está llena de libros. Los de Titlow, a diferencia de los de Umpleby y Empson, pero a semejanza de los de Deighton-Clerk, sólo llegaban a la altura del pecho, pero estaban colocados en doble hilera en los hondos anaqueles de roble; esta disposición ofrece inevitables inconvenientes, acrecentados en este caso por el completo desorden de los volúmenes. Encima de las bibliotecas, una multitud de objetos de alfarería antigua parecía haber sido sembrada al azar: siluetas sutilmente libres y esbeltas; formas angulosas, abstractas y austeras; vidriados relucientes, delicadas porcelanas, substancias que halagan el sentido del tacto a través del sentido de la vista. Sobre estos ejemplares pendía, en una de las paredes, un enorme mapa de alguna excavación en vasta escala: el adelanto anual estaba señalado con tizas de colores diversos. Junto a él, y evidentemente con fines de estudio más que de ornamentación, había una serie de fotografías aéreas muy grandes y técnicamente magníficas: reproducían la misma excavación, y sobre ellas se habían trazado multitud de líneas y crucecitas en un blanco mate. Luego, había un perfecto museo en miniatura: una serie de grabados y reproducciones que abarcaban un vasto campo artístico, o mejor dicho, todo ese campo de la civilización prehelénica, bárbara y anterior a la historia, que es para la mayor parte de los estudiosos «arqueología», aunque para unos pocos se ha convertido en «arte». Todas las formas de vida, y principalmente la forma humana, están allí estilizadas y deformadas para implicar cierta permanencia, rigidez y abstracción: es el arte propio de un pueblo que temía a la vida, Y junto a éste, el arte de los pueblos que despreciaron la vida: el arte de la Edad Media, una colección erudita que dominaba un enorme grabado alemán: la Danza macabra. Y, frente a todo esto, proporcionando un violento contraste, pendía en la pared opuesta todo el calor y la luz del Renacimiento emanado de una reproducción en colores de la Venus dormida de Giorgione.
Appleby comprendió que Titlow presentaba en forma dramática su propia incoherencia interior en esa habitación. Además de esa armonía evidente, había pequeños detalles sueltos de verdadera extravagancia. Aquí, un perrito embalsamado, que traía reminiscencias curiosas de la reina Victoria (que no se hubiera hallado muy a gusto en esa habitación); más allá, un cañoncito; una de las sillas estaba tallada en una gran piedra porosa. Pero el inspector estudió principalmente la Danza macabra, y luego la Venus dormida, mientras bebía lentamente su vaso de whisky. Por último murmuró, con un poco del tonillo burlón que Titlow adoptara momentos antes:
—¿Qué verdad es ésta, qué encierran estas montañas, y se convierte en mentira en el mundo exterior?
Reinó un instante de silencio, mientras el profesor contemplaba pensativo a un policía familiarizado con Montaigne; luego sonrió, con un gesto que irradiaba simpatía.
—¿De manera que cuelgo mi corazón de la pared? —preguntó—. Proyectar hacia fuera nuestros propios conflictos, suspenderlos en la pared en sencillos términos pictóricos, equivale a dar un paso atrás y contemplarse a sí mismo. ¿Comprende usted?
—Impulso de artista —repuso Appleby.
—No soy artista —dijo Titlow, meneando la cabeza—; más bien parece que soy un arqueólogo, y quizá no es lo más saludable para mí. No es saludable dedicarse a una ocupación en la que sólo interviene una parte de nosotros mismos. Y, a veces, tengo la impresión de que he llegado a ser lo que soy con una pequeñísima parte de mí mismo. Soy, por naturaleza, un hombre imaginativo y quizá creador. Pero hoy en día es difícil ser artista. Nos detenemos y buscamos otras actividades. Y si éstas son puramente intelectuales, de tal manera que los demás impulsos carecen de expresión, entonces nos volvemos… raros. En nosotros se esconden impulsos irracionales, que esperan el momento de salir a la superficie. ¿No le parece que tengo razón, míster Appleby?
Resultaba curioso preguntar así, a bocajarro. Y no menos curiosa la actitud de ese hombre, que parecía hablar obligado por una fuerza extraña, confiándose a un desconocido, a un policía.
La respuesta de Appleby fue de simple tanteo:
—¿Cree usted que el artista cuya vocación se ha torcido es un ser desequilibrado?
—Hoy en día los artistas, lo mismo que los eruditos —recomenzó Titlow—, estamos desequilibrados. ¡Es el espíritu de la época, el creciente reflujo, el caos que se acentúa, el fin de nuestra era que se acerca hora tras hora! Quizá no sea necesario habitar mucho tiempo con nuestra imaginación en las interminables civilizaciones estables de Egipto y Babilonia para percatarse de ello. La primera ráfaga del remolino azota a los eruditos, a los hombres pensantes, a los espíritus contemplativos…
Y en tanto que recorría la habitación con paso nervioso, casi impulsivo, Titlow habló… del ritmo de la historia… de la grandeza y decadencia de las civilizaciones… der Untergang des Abendlandes… de la decadencia de Occidente. Habló bien, con una retórica audaz y personal, plena de lógica y, al mismo tiempo, de atrevidas elipsis. Appleby escuchó pacientemente hasta el final. Titlow hablaba así porque Umpleby había muerto como murió.
—Usted sabe muy bien nuestra procedencia, quiero decir, de dónde derivamos. Somos clérigos, clérigos medievales que vivimos en la vida de actividad mental que sólo puede ser sana y natural para quienes sirven un ideal trascendente. ¿Lo tenemos, acaso? ¿En qué se convierte entonces nuestro análisis, nuestra investigación y nuestras interminables polémicas? En una agonía dolorosa de acción contenida y extraviada. Esa concentración incesante de la energía fisiológica natural en los angostos senderos del intelecto y de la meditación ¿no le parece peligrosa? ¿No cree usted que, desvanecidos los ideales y olvidada la misión, nos transformamos en una casta desequilibrada? ¿No opina como yo?
Se detuvo y se apoyó en su extravagante cañoncito. ¿Qué urgencia se adivinaba detrás de esa charla extraña… bajo esos conceptos, manidos en su esencia, pero que revelaban una curiosa relación personal con la situación real y concreta del profesor? Appleby recordó a Deighton-Clerk, que hablaba sin cesar tratando de convencerse a sí mismo. Y ahora Titlow ¿no estaba acaso incurriendo en idéntico error? Como el decano, terminó con un interrogante, una petición de confirmación. Y otra vez el inspector tuvo que elaborar una respuesta.
—Sin duda, como usted dice, los eruditos y los pensadores advierten las primeras ráfagas del remolino que se acerca. Pero ¿ceden ante ellas? ¿No son, precisamente, los únicos que sobreviven, por estar alejados del mundo? ¿No le parece a usted que son los custodios, los centinelas?
Mientras hablaba, Appleby se preguntaba qué pensaría Dodd sobre esta técnica de investigación. Pero mantenía los ojos clavados en Titlow, como si su pregunta se refiriera directamente al asesinato del rector. Y cuando su interlocutor respondió, había en su mirada una expresión de angustia.
—Tiene razón, míster Appleby. Esencialmente, es así.
Hubo un silencio deliberadamente provocado. Titlow parecía tantear el terreno, calculando en qué posición quedaría si abandonase el punto de apoyo que hasta entonces le sustentara, pero sus pensamientos no se referían al inspector.
—Así es, verdaderamente —reiteró.
—¿Lo que usted cree es que una comunidad como ésta, en medio de una época histórica de desintegración, es necesariamente inestable, inconexa?
El gesto de Titlow fue casi doloroso. Y su respuesta impersonal puso de manifiesto una vez más el hábito del intelectual que se esfuerza por alcanzar la verdad objetiva, desapasionada. Había conseguido reprimir toda urgencia personal.
—Inconexa, sí. Pero quizá he exagerado un tanto al afirmar… o al sugerir ciertas cosas. No hay un desequilibrio fundamental. Lo que hay es… tensión nerviosa; excentricidades aisladas; cierto grado de irresponsabilidad. Me consta que nuestro mundo intelectual es esencialmente irresponsable. Pero no afirmo que exista una inestabilidad básica, no. A excepción, tal vez —añadió suave pero resueltamente— de ciertos individuos como yo… —y terminó otra vez con su leve mueca de dolor.
—Si considerara el caso sin apasionamiento, ¿diría usted que el espíritu de nuestro siglo y todas esas cosas pueden empujar a alguno de sus colegas al crimen?
Si Appleby quiso poner ironía en esa pregunta, fue trabajo perdido. De pie ante la chimenea, Titlow sopesó la interrogación y replicó sencillamente:
—No.
—¿Cree usted que ninguno de sus colegas, en su sano juicio, sería capaz de cometer un asesinato?
—Por supuesto que, espontáneamente, no creería culpable a ninguno de ellos.
—Pero ¿si tuviéramos pruebas…?
Sentado allí, bebiendo el whisky de Titlow y comiendo sus bizcochos, Appleby no quiso hacer una pregunta más directa. Y la respuesta del profesor fue enigmática.
—¿Qué es una prueba?
Appleby se puso de pie. Ya tendría tiempo de continuar con el tema a la mañana siguiente o, mejor dicho, más tarde, ya que el nuevo día había comenzado. Mientras tanto, lo más discreto sería abandonar una posición ligeramente incómoda. Pero Titlow tenía aún algo que decirle. Otra vez se había adueñado de él esa inquietud, esa característica agitación nerviosa que se había advertido en su anterior conversación y que luego había conseguido dominar, no sin esfuerzo. En su paseo por la habitación había llegado a un extremo; ahora se volvió con ademán distinto y enérgico, como si fuera a pronunciar palabras decisivas, concluyentes. Pero, en el último instante, se demoró en un tema secundario.
—¿Quién hubiera dicho, míster Appleby, que usted sería el encargado de esta misión entre nosotros? Nadie hubiera creído en la existencia de una persona como usted, fuera de las fantasías de Godd… Dígame, ¿cuándo estuvo usted en esta casa?
—Hace ocho años —respondió el inspector, de mala gana, pero diciendo la verdad.
—¡Exactamente! ¡Era natural! Una inteligencia clara y bien adiestrada se conoce pronto y en cualquier parte. ¡Y hablábamos de conducta extravagante! ¿Qué me dice de las extravagantes coincidencias de la vida? Desde nuestro punto de vista, usted es lo más inesperado de este asunto.
—¿De manera —dijo Appleby, recordando una observación jocosa de Dodd— que ustedes esperaban al otro personaje de Gott, al clásico personaje de aldea?
—Quise decir que no contábamos… —y de pronto, Titlow se lanzó a un nuevo orden de ideas—. ¿Ha leído usted el libro de Quincey titulado El homicidio considerado como una de las bellas artes?
No se trataba aquí de una ociosa costumbre de la digresión, que había llevado al venerable profesor Curtís a comentar «La carta robada». Titlow se proponía algún fin; su actitud era la del nadador que se prepara para la zambullida. Pero por segunda vez titubeó en el mismo borde del agua:
—Le interesaría, sin duda. Pero no vale mucho; bastante erudición manida y una pequeña dosis de humorismo débil… —y por fin dijo lo que quería—. Trata de una anécdota sobre Kant. Eso le interesará, pues se estudia la actitud académica frente al homicidio. Y si se toma el trabajo de invertir los términos, creo que le resultará sumamente útil.
—Gracias —respondió Appleby, sonriendo—. Lo consultaré sin pérdida de tiempo.
El inspector se dirigió hacia la puerta. Titlow habló otra vez, pero con bondad, espontáneamente, como cuando invitara al policía a subir a sus habitaciones.
—Es hora de que se acueste usted. Todavía puede dormir tres o cuatro horas… en lo que trataré de imitarlo. Si deja un aviso junto a su puerta, el sirviente no lo molestará.
Amable, jovial otra vez…, pero había una diferencia. Ahora Titlow estaba tranquilo. Al dar esa pista o indicación a través de los ensayos de Quincey, había ocupado una posición o tomado un camino que le satisfacía. Podía descansar. Acompañó a su huésped hasta la puerta.
—Más tarde nos veremos —dijo Titlow.
Despidió a Appleby con su ademán nervioso y regresó a sus habitaciones. El inspector bajó lentamente las escaleras. Los primeros resplandores del amanecer iluminaban el huerto.