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Sentado en su dormitorio, Appleby, llevado por la fuerza de una larga costumbre, comenzó por hacer el inventario de cuanto lo rodeaba. La habitación no le llevó mucho tiempo. Tenía unos seis metros cuadrados, tres metros de alto y, en lugar de ventana, una complicada vidriera de paneles coloreados que, partiendo de un extremo del suelo, llegaba al ángulo opuesto del cielo raso en amplia curvatura gótica. La Facultad, resuelta a alojar en su venerable recinto una docena más de estudiantes, llevó a cabo ciertas curiosas alteraciones internas. Aún quedaban en la habitación huellas del paso de su postrer ocupante, tales como un frasco vacío con un rótulo «Ungüento para remeros», un texto bíblico encuadrado entre una exuberante viñeta vegetal, un retrato en sepia representando a Mae West, y diez fotografías idénticas, encerradas en marcos idénticos, de otros tantos jóvenes extraordinariamente parecidos; se trataba, sin duda, de los restantes miembros de un equipo deportivo de la Universidad. Como ignoraba el motivo de la ausencia del propietario de tales recuerdos, Appleby imaginó que, o bien acababa de tener alguna diferencia de opinión con las autoridades, o tal vez padecía, en aquellos momentos, sarampión o paperas.

El inspector volvió a sus propios problemas. Se sentía más seguro que cuando se separó de Dodd. El estudio de los hechos que Dodd sometiera a su consideración le había revelado las características materiales del caso: esas características eran importantes porque limitaban, definían, señalaban y excluían. Pero en torno a ellas reinaba la más densa oscuridad; constituían un escueto perfil de los hechos, pero grabado en alfabeto Braille, como para un ciego. Más adelante, en el transcurso de la velada, había comenzado a distinguir un resplandor, la promesa al menos de una luz, vacilante y turbia quizá, como las últimas chispas de la chimenea que, en esos momentos, se apagaría en el salón de profesores. De la visión del teatro de los hechos y su decorado (esa escena tan artificiosamente preparada, con su lúgubre decoración), Appleby había pasado al conocimiento de las dramatis personae, y había vislumbrado, quizá, a los protagonistas…

Buena parte de la tarea que le esperaba se desarrollaría entre personajes muy astutos. Raras eran las oportunidades que se le brindaban para cruzar aceros con intelectos naturalmente superiores; por lo general, trataba siempre con cerebros infranormales o con inteligencias normales, pero circunscritas y limitadas por una deficiente educación. Ahora estaba frente a lo que podría ser, intelectualmente hablando, el caso más interesante de su carrera. Se hallaba frente a un grupo de hombres de inteligencia excepcional, cuya cultura era el producto de diversas disciplinas mentales, todas ellas muy serias, hombres formidablemente armados de conocimientos. Ellos custodiaban el secreto, y para revelarlo, necesitaría hacer verdaderas proezas de pensamiento.

Aquella noche comenzó a sentirse seguro de un hecho. Podía abandonar su anterior actitud de cautela y precaución ante los hechos materiales que decían a gritos: «¡Submarinos!», según la frase de Dodd. El curioso detalle de las cerraduras nuevas y las llaves recién hechas parecía sellar definitivamente ese aspecto. El crimen provenía —directa o indirectamente— de una o más de las personas provistas de llaves. La segunda alternativa, que el malhechor hubiese trepado por las paredes del parque cerrado, parecía demasiado inverosímil para tomarla en cuenta ni por un instante. Las llaves darían la clave. Ellas le dictaron la siguiente síntesis:

Deighton-Clerk, Empson, Gott, Haveland, Lambrick, Pownall, Titlow, el portero de la Facultad, un hipotético señor X (poseedor de la llave que falta); uno, o varios, o todos estos personajes asesinaron a Umpleby, o bien, por hallarse en posesión de una llave, pueden arrojar alguna luz sobre el crimen.

Appleby consideró este resumen y vio que algo faltaba en él. Sacó una hoja de papel y un lápiz y escribió esta fórmula completa:

Slotwiner, Deighton-Clerk, Empson, Gott, Haveland, Lambrick, Pownall, Titlow, el portero de la Facultad, un hipotético señor X (poseedor de la décima llave); uno, o varios, o todos estos personajes asesinaron a Umpleby, o bien, por hallarse en posesión de una llave, pueden arrojar alguna luz sobre el crimen. Hasta el presente, a nadie puede excluirse, pero si Slotwiner y Titlow dicen la verdad, corroboran mutuamente sus coartadas… Dodd investiga en estos momentos otras coartadas presentadas por los demás.

Esto era lo que había averiguado aquella tarde en la rectoría, y sus impresiones posteriores lo confirmaron. Pero ¿qué más había investigado? ¿Qué logró deducir de su entrevista con el decano? En primer término, ciertas cosas relacionadas con la persona del decano. Evidentemente, Deighton-Clerk quería que el crimen recayera sobre una persona extraña al establecimiento: era natural. Y había insinuado un argumento que era, más o menos, el siguiente: «Tales cosas no suceden entre nosotros. Nuestra seguridad de que no pueden suceder es una prueba más concluyente que cualquier circunstancia material que, arbitrariamente, parezca desmentirnos».

Appleby sopesó imparcialmente el argumento en aquel instante, pero ahora comenzaba a considerarlo inválido, y el decano, según sospechaba, hacía exactamente lo mismo… ¿Qué más sabía? Que el decano temía que una investigación corriente pusiera al descubierto las pequeñas rencillas y miserias de la Facultad. Que el propio Deighton-Clerk había tenido una diferencia con Umpleby, en fecha no lejana. Eso era todo. Difícil resultaba deducir impresiones de orden más general. El hombre estaba desconcertado, casi podría decirse, fuera de su estado de ánimo normal. De lo contrario, no hubiera hablado con esa petulancia, ni hubiera tocado innecesariamente el tema de las próximas fiestas que preparaba la Facultad de San Antonio. Pero, en cambio, no había prueba alguna de que hubiera faltado a la sinceridad u ocultado informaciones concretas e importantes.

A continuación, Appleby pasó revista a los acontecimientos ocurridos en el comedor, o mejor dicho, recordó el único hecho notable allí acontecido: la conducta extraña de Barocho. Era evidente que el español apenas tenía una vaga noción de las circunstancias que rodearon la muerte del rector, y dirigía sus golpes al azar, impulsado quizá por motivos personales, contra Titlow y Haveland. Aunque tal vez no tuviera un objetivo determinado, sino que fueron disparos al aire, efectuados con el único objeto de observar las reacciones colectivas. De cualquier modo, era inútil meditar sobre ello por el momento.

Pero cuando les tocó el turno a los sucesos de la sala de profesores, Appleby se halló ante un problema tan complejo, que tuvo la impresión de estar paralizado. Se levantó de un salto y entró en la salita del estudiante ausente; se trataba de una habitación amplia, algo polvorienta y cuyas paredes, revestidas de madera, habían sido pintadas en color chocolate. Appleby encendió la lámpara de la mesa y comenzó a pasearse por el cuarto con pasos silenciosos.

El hecho más destacado fue la declaración de Haveland, rodeada de tan extraña publicidad, sobre la procedencia de los huesos. Debía haber confesado esa circunstancia a Dodd. Bien sabía que tarde o temprano se descubriría al verdadero propietario de los huesos: ¿por qué retardar su confesión? Evidentemente, para hacerla en la sala de reuniones y en presencia de todos sus colegas. Quiso demostrar en público que conocía bien la sospecha que pesaba sobre su persona. Recurrió a Empson y le rogó que revelara un incidente sumamente comprometedor para él mismo, y que sólo Empson conocía: una disputa sostenida con Umpleby, durante el transcurso de la cual había formulado un maligno deseo, realizado ahora casi al pie de la letra: «Dije que me agradaría verlo encerrado para siempre en uno de sus siniestros sepulcros».

La confesión era terrible de hacer, y Haveland no ignoraba que muy pronto Appleby obtendría informes que duplicarían su gravedad. El profesor había sufrido desequilibrios mentales, y las circunstancias sugerían cierta atracción morbosa hacia un macabro simbolismo de la muerte.

Lo que en realidad sucedió fue lo siguiente: Frente a esos hechos inquietantes, Haveland se adelantó y dijo: «Es usted muy dueño de creer que anoche, en un rapto de enajenación, asesiné al rector y realicé mi deseo de verlo muerto, en medio de un montón de huesos. Pero también puede usted creer que alguien que conocía muy bien estos antecedentes me tendió una celada».

Alguien que lo sabía todo… «Empson sabía que yo tenía aquí mi colección de huesos. Me pregunto si hay alguien más que lo sepa…». «Bien sabe lo que quiero decir, Empson, y creo que usted es el único en saberlo…». «¿Fue así, no es verdad, Empson?». Haveland había señalado claramente a Empson. ¿Y qué hizo éste? Appleby reflexionó que lo más curioso de todo el incidente fue que Empson, aunque comprendió inmediatamente la insinuación, no señaló a su acusador. Podría decirse que desvió la acusación a un lado con lo de: «Pregunte a Titlow». Nada revelaban esas palabras, pero sin duda se ocultaba tras ellas una segunda intención. La atmósfera de aquella reunión alrededor de la mesa de profesores había estado cargada de electricidad, y ahora Appleby trataba de reconstruirla, la evocaba en su imaginación para probarla y explorarla nuevamente.

Los hechos acusaban a Haveland. Haveland señalaba a Empson. Este, lo mismo que Barocho, acusaba a Titlow. ¿Y Titlow? «Imagino que han sido puestos allí para incriminarle a usted, Haveland. ¿No le parece verosímil, Pownall?». ¿Había algún sentido en el fondo de todo eso? El inspector pensaba que sí, pero también veía la posibilidad de errar, de ver una acusación en lo que era simple casualidad, olvidando tantas acusaciones explícitas y concretas. De cualquier modo, Pownall había señalado también, y directamente, a Haveland: «Se me ocurre una explicación que es, al mismo tiempo, más sencilla y más extravagante…». «Haveland, ¿qué artimaña de loco nos está sugiriendo?».

Appleby previó que, colocados en un plano de desafío intelectual, aquellos hombres se lanzarían la pelota unos a otros en forma semejante. Tal es la costumbre de cualquier reunión constituida por personas mentalmente fuertes y diestras: tratan de desconcertarse mutuamente. Sin duda, llevado a un plano de charla ociosa o difamación, el procedimiento no carece de amenidad. Pero… ¿cuando se trata, como aquí, de un asesinato?

Los hechos destacados estaban estudiados. Había llegado el momento de pasar a los secundarios. Estos últimos suelen ser fundamentales, bien lo sabía el inspector: a menudo un trabajoso proceso de investigación fracasa por haber olvidado una minúscula observación, o dejado de lado una insignificante pregunta.

La estearina. Slotwiner y las velas. Los tomos de los Deipnosofistas colocados al revés. La caja de caudales. La toga de Barocho. El decano, tan interesado en acallar toda maledicencia sobre la casa, describiendo el ataque de Haveland. Curtís asegurándose, a su manera vaga y distraída, de que Appleby se enterase de que Gott era Pentreith, el novelista… Y, por último, Campbell, que escalaba montañas; y, más sugestivo aún, que era el hombre que había escalado la torre de San Baldred. Era casado y no vivía en el establecimiento. Carecía de llaves. Pero, por sus investigaciones etnológicas, estaba relacionado con el grupo de Umpleby. Y por más que el policía no creyera en la probabilidad de que Campbell trepara, bastón en mano, la fachada de San Antonio, una mera probabilidad no es suficiente. No dejaba de ser una complicación molesta, a la que había que prestar atención.

Los pensamientos de Appleby se apartaron gradualmente de este orden de ideas y se dirigieron a cuanto le rodeaba. Había estado contemplando, sin verlo, un anaquel bastante mal surtido de libros, en que se veían Mapas escogidos de Stubb, Poemas modernos, La saga de los Forsyte y El último dilema de Trent.

Se volvió y recorrió la habitación con impaciencia. Una calderilla, una toga de estudiante, una gorra de fútbol, cuyos adornos de oropel comenzaban a oxidarse por la acción de esa misma bruma que envolvía a la sazón los patios. Se arrodilló sobre el antepecho de una ventana, que servía al mismo tiempo de asiento, y abrió de par en par ambas hojas. Miró hacia fuera: la noche era húmeda, fría, oscura. Pero también se sentía frío en la habitación, y no tenía sueño. Obedeciendo a un repentino impulso, apagó la luz, buscó a tientas el camino de la escalera y descendió lentamente.

Por debajo de una de las puertas se veía luz, y dentro sonaba un murmullo de voces. Sin duda, un grupo de estudiantes que, excitados por el acontecimiento, lo discutían al tiempo que se fortificaban lícitamente y dentro del recinto universitario con alguna de las agradables bebidas prohibidas al desdichado Gott, que continuaba su recorrido. Pero no; probablemente en ese momento Gott estuviera cómodamente acostado en su cama, en una de esas habitaciones que daban al patio de Surrey. Cuando Appleby llegó al exterior del edificio, percibió una sorda campanada, solemne y velada, seguida de repiques más débiles procedentes de otras direcciones. Era la una de la madrugada.

La escalera del decano, donde estaban situadas las habitaciones de Appleby, ocupaba la esquina del patio del Obispo que hacía diagonal con el salón de profesores. Hacia la izquierda, sobre la arcada de Surrey, brillaba una luz. Pero era una luz débil y apenas alumbraba el sendero de grava, dejando en tinieblas el césped que, como recordaba claramente el inspector, se extendía ahora ante él. La noche era tenebrosa, no brillaba una estrella. Nada se veía, a excepción de una línea indecisa que separaba dos oscuridades diversas, oscuridades que, a la luz de la aurora, resultarían ser piedra y cielo. Y sin embargo, nunca como entonces, bajo el hechizo del silencio de la noche, comprendió Appleby el ambiente del venerable recinto. Absorto en sus pensamientos, comenzó a pasearse por uno de los lados del patio, trazando una senda en las tinieblas.

Cuando dieron las dos, Appleby continuaba paseando. Pero se detuvo al oír el eco de las campanas, y durante esa pausa sintió el segundo impulso de aquella noche. Tras la hilera de edificios que se levantaban frente a él estaba Orchard Ground, y en su bolsillo había una llave. Era la última que quedaba, sin contar aquella problemática llave número 10 que escapara a la vigilancia de sus colegas. Las demás fueron requisadas esa mañana (Dodd ejercía con audacia su autoridad); un agente provisto de una de ellas había montado guardia durante todo el día y un relevo ocupaba, en esos instantes, la garita del portero. Por consiguiente, Empson, Haveland, Pownall y Titlow, una vez admitidos en el recinto de Orchard Ground, donde se alojaban, se habían convertido en prisioneros virtuales hasta la mañana siguiente. Mientras las cosas permanecieran así, y no podría ser por mucho tiempo, nadie podía salir ni entrar de Orchard Ground sin recurrir al policía de guardia…, o a Appleby. Su impulso de hacer uso de la llave fue totalmente irracional, ya que nada podía hacerse en medio de tan densas tinieblas. Pero en ocasiones, conviene no rechazar tales impulsos; por eso el policía se adelantó cautelosamente hacia el más cercano de los portones: el que estaba situado entre la capilla y la biblioteca. Pero de pronto cambió de opinión, atravesó el césped, bordeando los edificios destinados a bibliotecas y oratorio, para dirigirse hacia la puerta occidental que se abría entre el salón y la rectoría. Era éste el portón que divisara pocas horas antes al retirarse del comedor, terminada la cena, y el que hubieron de atravesar los cuatro profesores, bajo la vigilancia de un agente uniformado, para pasar a sus habitaciones situadas en Orchard Ground.

Después de rodear el último de los grandes contrafuertes meridionales del salón, Appleby oyó crujir la grava bajo sus pies; eso significaba que estaba en el camino que, después de atravesar el portón, bordeaba la rectoría antes de desembocar en la zona arbolada de Orchard Ground. Avanzó lentamente: a su derecha, el salón; a su izquierda, lo que, según sus conjeturas, debía de ser la prolongación de las salas de profesores. Buscó en su bolsillo la llave del portón, sin perder de vista la tenue claridad del camino que se abría ante él. Es difícil medir las distancias en medio de la oscuridad, por eso extendió las manos para tocar el portón y continuó andando, sigiloso. De pronto adivinó a su derecha algo inexplicable: la muralla del salón, junto a la cual había estado avanzando, había desaparecido para ser reemplazada por un vasto espacio abierto. Al mismo tiempo, el camino se bifurcaba a sus pies en dos direcciones: a izquierda y derecha. Estaba en Orchard Ground. Había dejado atrás el portón.

Un momento antes, mientras caminaba cautelosamente en las tinieblas, Appleby era apenas una inteligencia incorpórea, tal era la concentración subjetiva de su atención. Pero ahora se había transformado en un tenso mecanismo de energía física y agudeza sensorial. Durante unos treinta segundos permaneció rígido, el oído alerta. Luego, sin hacer el más leve ruido, echó cuerpo a tierra y aplicó el oído al suelo. No se percibía otro ruido que el apagado e intermitente eco del tránsito nocturno en la calle de las Escuelas.

Se enderezó otra vez y volvió sobre sus pasos. El ángulo norte del salón se elevaba a pocos metros de distancia, y avanzó lentamente, palpando el muro con la mano izquierda hasta llegar al portón. Una de sus hojas estaba abierta; había atravesado el umbral, sin advertirlo. Se detuvo y meditó su plan de acción. Sería una falta imperdonable dejar abandonado el portón: allí estaba la posibilidad de un hallazgo tan importante, que bien podía esperar hasta la mañana siguiente para obtenerlo. También podía gritar y despertar a cualquiera de los moradores. Por fin, si adelantaba unos pasos, estaría a la vista del portón de Surrey y desde allí su linterna eléctrica daría la señal al agente apostado en la portería, siempre que estuviera despierto. Pero cualquiera de estos métodos implicaba delatarse ante aquel desconocido que, desprevenido, podía caer fácilmente en una trampa. Appleby se acercó a la pared y esperó. Estaba resuelto a esperar y vigilar incesantemente hasta la salida del sol.

Daba la espalda al salón; rozaba, con la mano izquierda, la fría lámina de hierro que formaba la hoja del portón abierto; de pronto, tocó la cerradura. Quedó tenso de emoción. ¡En la cerradura estaba la llave, la misteriosa llave número 10!

Comenzó a examinar minuciosamente el portón, tan minuciosamente como se lo permitía la oscuridad reinante. La hoja abierta estaba construida de tal manera que, por su propio peso, cerraba automáticamente al volver a su lugar. Pero en la pared del salón había un gancho destinado a mantener abierta la puerta durante el día, y la hoja abierta había sido asegurada en él. Sacó del bolsillo una diminuta herramienta; con ella extrajo la llave de la cerradura sin tocarla con los dedos y la guardó en su cartera. Luego pasó al patio del Obispo y dejó que la puerta se cerrara tras él. Al volver a su sitio produjo un imperceptible chirrido. Todas las llaves estaban ya en poder de la policía.

Entonces, Appleby comenzó a correr. Atravesó silencioso el césped y pasó velozmente bajo la arcada en dirección al edificio residencial. Fue cuestión de segundos llamar al agente que desempeñaba en ese momento las funciones de portero, y no había transcurrido un minuto desde que el inspector abandonara el portón cuando ya estaba de nuevo junto a él, en compañía del agente. Abrió de nuevo la hoja y murmuró:

—Es posible que venga alguien, de cualquiera de las dos direcciones. Deténgalo. Y espere a que yo regrese.

Con estas palabras desapareció una vez más entre las tinieblas de Orchard Ground.

Se dirigió en primer término hacia la puerta oriental, la que se abría entre el oratorio y la biblioteca. Una carrera a través del césped lo llevó a ella: estaba cerrada con llave. Y otra vez recorrió el sendero casi invisible, que conducía en dirección a la calle de las Escuelas, y en cuya extremidad se abría la puertecilla que comunicaba la Facultad de San Antonio con el resto del mundo. De pronto se extravió, y caminó a tientas entre los manzanos del huerto. Pero, a pesar de todo, creyó más conveniente no encender la linterna, y después de unos minutos de vagar a ciegas, tocó la pared que señalaba el lindero oriental de la huerta. El césped llegaba hasta la misma muralla, por eso pudo avanzar silenciosamente. Llegó a la puertecilla. También estaba cerrada.

Volvió sobre sus pasos, tratando de recordar la situación de los senderos, tal como los había visto en el pequeño croquis de Dodd. Pero no logró su objeto, y tuvo que fiarse de su propio sentido de la orientación. Dos caminos conducían hacia la derecha, por él continuó avanzando hacia la izquierda hasta llegar a una encrucijada. Ahora sabía dónde estaba: a la derecha se hallaba la residencia de los profesores; a la izquierda, el portón occidental, donde había dejado al agente; frente a él, los ventanales de la rectoría. Appleby se dirigió hacia ellos. Y entonces comprendió que algo anormal sucedía.

Recordaba que esos ventanales habían sido asegurados desde dentro por medio de dos cerrojos: uno en la parte superior, otro en la inferior, y que, además, habían sido cerrados con llave. Pero ahora, lo mismo que la portada, estaban abiertos. Dentro reinaba una absoluta oscuridad. Después de escuchar una vez más, Appleby se deslizó en la habitación. Las cortinas habían quedado ligeramente entreabiertas; el inspector las corrió lo más silenciosamente que pudo, y encendió su linterna eléctrica.

Aquella misma tarde se habían llevado el cadáver. Pero los huesos continuaban allí, lo mismo que las calaveras toscamente dibujadas con tiza sobre el muro. Se dirigió a la puerta; estaba cerrada con llave, y sin duda el sello que Dodd colocara en la parte exterior antes de marcharse continuaba intacto. El ladrón había forzado, sencillamente, el cierre de los ventanales, y había desvalijado la habitación. Appleby encendió las luces y, con un repentino presentimiento, corrió hacia el extremo del cuarto. En la concavidad adosada a los Deipnosofistas, el falso anaquel estaba abierto. La caja de caudales oculta también lo estaba. En su interior, unos cuantos documentos yacían dispersos aquí y allá. Sin duda faltaba algo.

Cualquier observador hubiera visto palidecer a Appleby en aquellos instantes. Acababa de perder una oportunidad, tal vez una oportunidad decisiva. Debía haber reclamado una vigilancia más estricta que la de aquel único agente apostado en la portería. Debía haber pedido un par de cerrajeros de Londres, y tenerlos toda la noche ocupados en abrir aquella caja de caudales…

Comenzó a inspeccionar. Nada había sido tocado. El escritorio estaba intacto. Y la caja de caudales no había sido violentada. El misterioso visitante sabía muy bien lo que quería, dónde estaba oculto y cómo obtenerlo.

Y por lo visto, ni siquiera esa caja de caudales, cuya existencia era un misterio para todo el resto de la casa, tenía secretos para el intruso, ni aun el de la combinación que la abría. ¿Quién podía ser ese hombre? Appleby sopesó las posibilidades. Cualquiera de los cuatro profesores alojados en el edificio contiguo podía haber irrumpido fácilmente en la casa. Una vez más se deslizó tras las cortinas y examinó los ventanales. La cosa era evidente. El ladrón había dibujado tres círculos en el cristal, con ayuda de un diamante, luego había aplicado a cada uno un trozo de arpillera cubierto de alguna sustancia pegajosa; merced a este recurso logró practicar sin ruido un orificio que le permitió descorrer los cerrojos y abrir la cerradura. El ardid era más propio de las novelas que de las costumbres de los ladrones de oficio, y había tenido un éxito sorprendente. Lo más probable era que se hubiese roto el cristal íntegro, con gran ruido de vidrios astillados, pero, en realidad, las fracturas no pasaron del límite señalado por el diamante y el ruido fue tan leve que no llegó hasta las habitaciones de la servidumbre del difunto rector, ni despertó a los profesores de la casa vecina.

Podría haber sido uno de estos últimos… pero ¿por qué, entonces, estaba el portón abierto? La llave estaba puesta del lado de Orchard Ground. Si existiese alguna relación entre el robo y el portón abierto, y en caso de que uno de los cuatro sospechosos: Empson, Haveland, Titlow o Pownall, fuese el culpable, debía de haber pasado a uno de los patios exteriores… donde permanecería aún. Si, por el contrario, una persona ajena a la Facultad hubiera entrado en el edificio por la puertecilla trasera haciendo uso de la décima llave, después de perpetrado el robo, habría pasado a las otras dependencias del establecimiento.

Pero estas presunciones podían haber sido deliberadamente provocadas con la intención de desconcertar al inspector. ¿Por qué se había dejado la llave puesta? ¿A manera de pista falsa? ¿Y si el intruso no hubiese entrado desde fuera, sino desde el patio del Obispo? En tal caso, habría dejado la llave colocada del lado de Orchard Ground para sugerir precisamente lo contrario. ¿Qué implicaba tal sugestión en el terreno lógico? Que alguien había pasado de Orchard Ground, o quizá desde la calle de las Escuelas, a los patios principales de la casa y luego (ya que no podía descubrirse allí una persona ficticia) regresó, dejando el portón abierto tras de sí, con la llave puesta. El pretexto era demasiado transparente, no valía la pena tomarlo en cuenta. Lo más verosímil era que alguien pasara de Orchard Ground al patio del Obispo y, según todas las probabilidades, esa persona continuaba aún en dicho recinto. Porque (tal como lo sugería el chirrido del portón) si había dejado abierta la puerta para evitar ruidos, previendo una posible retirada, después de la cual la hubiese cerrado nuevamente, era probable que hubiese olvidado la llave mientras tomaba esta serie de resoluciones. Pero, en cambio, si el intruso hubiera regresado efectivamente a Orchard Ground, habría tratado instintivamente de borrar todo rastro: era cosa segura que habría corrido el insignificante peligro de cerrar el portón con tal de adueñarse una vez más de la llave.

Si ésta era la verdadera situación; si el ladrón se ocultaba en ese momento en uno de los edificios principales y no tenía otra huida que el camino que atravesaba el portón, estaba virtualmente en manos de Appleby. ¡Craso error era dejar abierto el portón, habiendo tantos policías que rondaban por los contornos! Pero el hecho de abandonar la llave, dejándola puesta en la cerradura, era un error más grave aún: ambos implicaban un tipo de mentalidad que Appleby no hubiese relacionado con el asesinato del rector. Si éste era el asesino que amenazaba la paz de San Antonio, quizá todo el misterio quedase revelado antes de treinta minutos. La idea era desconcertante.

Una vez más, Appleby se deslizó en la oscuridad y volvió a la puerta occidental… para encontrarse de pronto ante el cañón reluciente de un revólver. Dado que el robusto policía que lo empuñaba no parecía muy experto en el manejo de esa arma, fue un verdadero alivio para el inspector poder probar por fin su identidad. Pero al menos este hombre estaba alerta, y podía dejarlo de guardia durante algún tiempo todavía. Murmuró a su oído algunas instrucciones. Él se alejaría durante unos minutos para reconocer al edificio donde se alojaban los profesores. En cuanto al agente, debía continuar su vigilancia y registrar a quienquiera se presentase ante la puerta. Se presentaba una excelente oportunidad de atrapar al ladrón cargado con su botín, si ambos se mantenían alerta y en silencio. Provocar una alarma y una búsqueda en regla podría revelar la presencia de alguien que quizá no pudiese explicar satisfactoriamente su presencia en el edificio, pero lo más probable es que no conservara en su poder la prueba del delito. En tanto que una exploración en la residencia de profesores podría muy bien demostrar la ausencia de uno de sus cuatro ocupantes, lo cual constituiría de por sí una prueba concluyente, aun en el caso de que fracasara la captura del criminal en la puerta de Orchard Ground.

El inspector se disponía a entrar nuevamente en este último recinto cuando se percató de que, en el transcurso de su largo paseo nocturno, había quedado aterido de frío. Y le esperaba aún, después de efectuado el registro del pabellón de Little Fellows, una prolongada vigilia junto al agente de guardia. Del otro lado del jardín, al pie de la escalinata que llevaba a las habitaciones del decano, había dejado su sobretodo y, como el camino que a él le conducía no estaba iluminado por la luz vacilante de la lámpara suspendida en la arcada de Sussex, resolvió atravesar una vez más la pradera, ya que podía hacerlo sin peligro de alarmar al malhechor.

Anunció al policía su intención y no había transcurrido un minuto cuando había vuelto la esquina del salón y se adelantaba con paso rápido hacia la escalera. Pisó una vez más la grava del sendero, llegó a la puerta y penetró en el edificio. Buscó a tientas el camino hasta llegar al sitio donde, según recordaba, había colgado su abrigo. Ya extendía la mano para cogerlo cuando sintió algo que se movió en la oscuridad, detrás de él. Y sin darle tiempo de volverse, un violento golpe se abatió sobre su cabeza. El inspector cayó al suelo sin proferir un grito.