4

UNA DE LAS MÁS GRACIOSAS fantasías relacionadas con la vida universitaria es, sin duda, Zuleika Dobson, esa preciosa narración de Max Beerbohm, en la cual todos los estudiantes de una Universidad se arrojan en las fatales aguas del Isis, desesperados al no alcanzar el amor de la heroína. El toque maestro, como se recordará, es el final. La vida habitual continúa, y aquella noche los profesores se dirigen al comedor de sus respectivas Facultades, como de costumbre, y cenan sin advertir que las mesas, ocupadas antes por los desdichados alumnos, están desiertas.

Tales pensamientos desfilaban por la mente del inspector Appleby en el momento de hacer su entrada en el salón de San Antonio al día siguiente de una tragedia menos colectiva que aquélla La población universitaria estaba reunida en el comedor cuando míster Deighton-Clerk lo introdujo en él, y lo guió hacia el estrado. En torno de la mesa de profesores se veía a los académicos, unos envueltos en sus togas, otros en traje de etiqueta; su expresión era seria, pero no revelaba mayor gravedad de la que conviene al instante ceremonioso que antecede a las comidas. A lo largo del recinto se alineaban los estudiantes: dos mesas de novatos, con sus exiguas togas; una mesa de alumnos más generosamente revestidos, y por fin, una mesa pequeña de bachilleres envueltos en amplísimas vestiduras. Junto a una lámpara y cercano al estrado que ocupaban los profesores, se hallaba el estudiante encargado de las preces de acción de gracias: era un mocetón de ojos azules y rostro angelical, que se esforzaba por ocultar su natural expresión de optimismo. Los murmullos que se oían en el salón cesaron cuando el decano se descubrió y dirigió una ceremoniosa reverencia al querubín, el cual a su vez se inclinó, no seria, pero sí profundamente, y comenzó a derramar con vertiginosa rapidez un torrente de latines medievales. El estudiante se inclinó, le respondió el decano; tomó asiento el decano y toda la Facultad —incluso Appleby— lo imitó: el ritual había sido respetado. Pero no se elevó, como de costumbre, el inmediato murmullo de voces. Aquella noche se conversaba, pero con seriedad y discreción. La mesa de profesores dio la pauta, y el querubín, dirigiendo frases aisladas a su vecino, el estudiante más antiguo, la imitó. Desde lo alto de las paredes revestidas de venerable roble inglés, los estadistas, sacerdotes, poetas y filósofos que la Facultad de San Antonio produjera a través de sus cinco centurias de vida, contemplaban con aprobación cómo se mantenía el decoro de la casa.

Appleby observó a sus comensales. Una ojeada le bastó para advertir que los profesores del establecimiento habían tomado como un deber no faltar a esta cena. «Siempre el decoro y el respeto por las convenciones», pensó Appleby, al notar que nadie parecía observarle con curiosidad. Esto le obligaba, naturalmente, a no demostrar tampoco ningún interés por sus vecinos de mesa. Se hallaba sentado a la derecha del decano; a su derecha tenía —según le informara una presentación hecha en voz baja— a míster Titlow, hombre de edad madura, bien parecido, de carnes algo fofas y aspecto nervioso. «Ese tipo de nerviosidad», pensó instantáneamente, «suele ir unido a cierta irritabilidad crónica, a una continua tensión interior». Titlow era el único de esos hombres que parecía tener temperamento imaginativo y capacidad de invención rápida. Sus dedos largos y amplios —que parecían escapados de un retrato antiguo— sugerían precisamente esa boca móvil y esos ojos ardientes. En cambio, no indicaban esa nariz inexpresiva. «A juzgar por sus facciones», resumió Appleby, «Titlow es un hombre de inteligencia brillante, pero no es de fiar».

Frente al inspector estaba el doctor Barocho, persona rechoncha, alegre y cordial, que comía con excelente apetito y expresión satisfecha. Era el tipo clásico del extranjero de sainete, el que siempre es obstinadamente extranjero. Por cierto que esa característica no le impedía ser un ejemplo de lo más maduro que en el mundo existe: la cultura latina. «El doctor Barocho», dijo para sí Appleby, «es por su nacimiento maestro en algo que sus colegas estudian a costa de grandes esfuerzos. Su inteligencia no sigue el mismo curso que la de ellos…». Pero había una cosa que ciertamente Barocho no poseía: la lengua que hablaban sus colegas. En ese mismo instante explicaba trabajosamente que había perdido su toga. («¿Dejaría de hacer honor a este excelente plato de carne asada», se preguntó Appleby, «si supiese el destino actual de esa prenda? Probablemente no»).

—¿La ha visto alguno de ustedes, Titlow, Empson, Pownall, por favor? ¿No me vieron dejarla en alguna parte, Pownall, Titlow?

La súplica no fue muy bien recibida. Un personaje sardónico, que resultó ser el profesor Empson, murmuró que Barocho era muy capaz de extraviar su cabeza, observación que el español tergiversó al punto.

—¡Ah, sí! —dijo—, se refiere usted a nuestro director rector.

Y persignándose, adoptó una actitud solemne, como si acabara de hacerse referencia al doctor Umpleby. De pronto, como asaltado por una ocurrencia repentina, se volvió hacia Titlow.

—Deseaba preguntarle algo —dijo—. Ustedes llaman a los rectores cabezas de la casa, y, al decir «casa», se refieren a la Universidad, a las Facultades, ¿no es así? Y dicen también que una cosa está «segura como una casa», y aquí se trata también de establecimientos universitarios, ¿no es verdad, Titlow? Ahora bien: ¿diría usted que esta casa es segura?

La mentalidad de Barocho no sólo seguía cauces diversos, sino también desconcertantes; al menos, parecía divertirse con esas extrañas asociaciones de ideas. Varios comensales lo miraban con esa expresión particular, mezcla de tolerancia e impaciencia, con que solemos contemplar ciertas rarezas a las que nos vamos acostumbrando. Había, sin embargo, un profesor, personaje imperturbable e inexpresivo que resultó ser Haveland, que escuchaba con evidente atención.

En aquel momento el español había iniciado una discusión filológica con sus vecinos de mesa, y su voz se perdió entre el murmullo de la conversación general; sólo quienes estaban a su lado podían oírlo. Pero, en un silencio, se le oyó preguntar:

—¿Qué debo decir, entonces? ¿Que usted será ahorcado o colgado?

El vaso de Titlow descendió bruscamente, y con igual rapidez Haveland se llevó el suyo a la boca. Resultaba imposible decir a cuál de los dos se había dirigido la interrogación. «¿Acaso los redondos ojos de Barocho habían buscado los suyos en aquel instante?», se preguntó pensativo Appleby. Por lo visto, ni se trataba de un tonto, ni había en él propósito deliberado de agraviar a sus compañeros. Estaba haciendo un experimento. ¿Con qué fin?

En un segundo, Deighton-Clerk se hizo cargo de la situación y, en forma indefinible pero muy real, dominó la mesa. Parecía dictar tanto los discretos silencios como las conversaciones a media voz que en tomo a ella se iniciaron durante el resto de la cena. Estaba resuelto a que no hubiera nuevos incidentes, y no los hubo. Media hora después de iniciada la comida, y sin mostrar la más leve sombra de apresuramiento, el decano se levantó y murmuró una breve plegaria. Entre el rumor de las sillas que se retiraban, y cubriéndose con sus birretes, los profesores desfilaron entre una doble hilera de estudiantes que los esperaban de pie. La cena había concluido.

La pequeña fila de profesores recorrió el estrecho corredor del patio del Obispo, situado entre el comedor y las habitaciones de los académicos; Appleby, guiado por su instinto de observación, ocupó el último lugar de la retaguardia. Hacia la izquierda, iluminada por una potente lámpara, se veía la amplia arcada abierta sobre el patio de Surrey. A la derecha, muy cerca de ellos, pero alumbrado sólo por el resplandor intermitente que se filtraba por la puerta entreabierta del salón de profesores, se hallaba ese problemático portón que, clausurado a las diez y cuarto de la noche anterior, continuaba aún bajo llave. Tras el complicado enrejado de su cancela se adivinaban la oscuridad aterciopelada de la noche y el susurro de la brisa que, en ese instante, llevaba y traía los jirones de niebla envueltos en los troncos y enramadas invisibles de Orchard Ground. Appleby observó que ninguno de los componentes de la pequeña procesión miró en esa dirección. Pero dentro de unos minutos, alguno de los subordinados de Dodd abriría esa puerta para dar paso a Empson, Titlow, Pownall y Haveland, si es que decidían pernoctar en sus habitaciones… La distribución, en el mejor de los casos, era incómoda, y resultaba disparatado dividir en dos el edificio cerrando a piedra y lodo cada una de sus partes. Era un ejemplo típico de falta de sentido práctico, algo muy característico del establecimiento. ¿Acaso se aprovechó esta circunstancia con agudeza igualmente típica? Aún se formulaba Appleby esta pregunta cuando la comitiva penetró en uno de los saloncitos reservados al cuerpo docente.

La habitación era bastante agradable, pero tenía el aire de lujo anticuado y convencional que suelen presentar tales aposentos. Una larga mesa de caoba, iluminada por pesados candelabros de plata, alegrada por los reflejos color rubí y topacio de los botellones de oporto y jerez y matizada en todos los tonos del iris por fuentecillas de frutas variadas, ocupaba su centro. La otra luz provenía del abundante fuego encendido en la chimenea. Envueltos en la sombra de las oscuras paredes, innumerables retratos de académicos desaparecidos parecían rodear a los vivos en un revuelo de espectros —espectros de la época victoriana, semejantes a míster Deighton-Clerk—; sombras del siglo XVIII, sentadas en sus bibliotecas, paseándose por parques, adoptando posturas, rodeadas de ruinas y fragmentos del arte clásico; unos pocos espectros del siglo XVII, que sostenían en sus manos libros de oraciones. Los grandes de San Antonio estaban allí; ellos eran su progenie ilustre y desconocida, inmortalizada en escala diminuta, según convenía. Parecían una nube de testigos.

Hubo un momento de incertidumbre. Al atravesar el umbral del salón, la autoridad de míster Deighton-Clerk o, mejor aún, la autoridad del último rector, por él asumida, quedaba en suspenso, siguiendo una antiquísima costumbre. Tocó a míster Titlow distribuir a los comensales en torno a la mesa. Pero míster Titlow se hallaba todavía agitado, y lo hizo muy mal. Sus ademanes eran vagos y contradictorios, y pasaron varios minutos de cambios y contraórdenes antes de que cada uno ocupase su puesto. Appleby, por rara coincidencia, se encontró a la cabecera de la mesa, frente a Haveland, que ocupaba la extremidad opuesta; entre ellos se extendía la doble fila de profesores.

Mister Deighton-Clerk toleró, por respeto a la costumbre, esa momentánea confusión, pero cuando el orden se restableció volvió a asumir el mando. Murmuró unas palabras al oído de Titlow; ambos dieron instrucciones en voz baja a los sirvientes, y la mesa quedó vacía en un instante: las copas de cristal tallado, los botellones, la fruta, todo desapareció. El simbolismo era portentoso, y el silencio que siguió lo fue también. El rito de los postres se había transformado en una ceremonia de presentación. Se retiraron los servidores, y el decano tomó la palabra. Appleby notó que hablaba sin dar muestras de frialdad o reserva, contrariamente a lo que sucediera en su primera entrevista, lo que podría atribuirse, quizá, a falta de costumbre de hablar con extraños, sobre todo si eran miembros de la policía.

—Esta noche tenemos con nosotros a míster Appleby, de la policía londinense. Ha sido enviado de acuerdo con nuestra solicitud especial dirigida al Ministerio del Interior, y debemos prestarle toda la ayuda posible. Permanecerá en la Facultad, alojado en las habitaciones situadas frente a las mías, hasta que se aclare la situación. Todos comprenderán que el asunto puede prolongarse. Es inútil ocultar el hecho de que las circunstancias que rodean el asesinato de nuestro rector son no solamente siniestras, sino también complicadas. Mister Appleby necesitará, indudablemente, interrogarnos a todos sucesivamente, a fin de descubrir qué podemos decirle al respecto. Caballero, le presentaré ahora a mis colegas. A su izquierda están míster Titlow, el doctor Gott, el profesor Empson, el profesor Curtís, míster Chalmers-Paton…

En esta forma, el decano recorrió la mesa entera. El procedimiento era ingrato, pero práctico, y Deighton-Clerk terminó su cometido con toda serenidad. Evidentemente, no era una presentación social propiamente dicha, y terminó sin que nadie pronunciase palabra alguna, ni hiciese la más leve inclinación de cortesía. La mayoría de los nombrados miró de frente a Appleby, otros conservaron los ojos clavados en la mesa. Sólo Barocho siguió con la suya la mirada de Appleby, sonriendo afablemente a cada uno de los nombrados; daba la impresión de que consideraba aquello como el primer requisito de algún divertido juego de salón.

Hubo una pausa, y de pronto se oyó la voz de Haveland, desde el otro extremo de la mesa. Su rostro era pálido e inexpresivo, pero había en sus facciones una rigidez que hablaba de profunda concentración o esfuerzo interior. Estaba vestido —como lo profetizara el decano— con traje de mañana, y el apagado colorido de sus ropas, unido a cierta negligente elegancia con que parecía llevarlas, sugería una sensibilidad estética deliberadamente exhibida. Sus manos, en cambio, lo mismo que su voz, parecían muertas: frías, débiles, impasibles, contradecían perfectamente con su fisonomía. Se dirigió al decano:

—Doy por sentado que usted no aconseja comenzar con una conferencia. Personalmente opino que será mejor que míster Appleby obtenga las informaciones necesarias hablando en particular con cada uno de nosotros: así conocerá nuestras impresiones.

Bajo esas palabras frías, y el tono monocorde en que fueron pronunciadas, se presentía, latente, algo afilado que esperaba el momento propicio para entrar en funciones. «Informaciones», «en particular», «nuestras impresiones»: había escepticismo, ironía y desprecio tras estas palabras, aunque sutilmente velados. Haveland prosiguió:

—Pero quiero aprovechar esta oportunidad para decir ciertas cosas en público, aunque prive a algunos de ustedes de la satisfacción de comprender súbitamente que dos más dos son cuatro, y les quite una impresión personal que podrían haber comunicado a míster Appleby. Ustedes perdonarán. Todos sabemos que el despacho de Umpleby está sembrado de huesos… ¿De dónde habrán salido? ¿Tiene usted alguna idea, Empson?

Bajo esta pregunta había una segunda intención; Empson pareció turbado en el primer instante. Haveland continuó:

—Estoy seguro de que algo sospecha. Pero ignoro si míster Appleby comprende la importancia que revisten los huesos entre nosotros. Creo que es un detalle que su colega rural —con quien estuve extremadamente reservado esta mañana, según me temo— no apreciaría en toda su trascendencia. Propongo que informe a míster Appleby al respecto, Deighton-Clerk.

El decano, al sentirse interpelado, demostró, primero, desconcierto, y luego, sobresalto.

—Mister Haveland quiere decir —explicó— que la antropología nos interesa extraordinariamente en esta Facultad. Él mismo es antropólogo. Los estudios de arqueología grecolatina de Titlow se han complicado en estos últimos tiempos —y disculpe usted la expresión, Titlow— con investigaciones antropológicas. Lo mismo aconteció con la historia antigua de Pownall y la etnología de Campbell. El difunto rector favoreció siempre estas relaciones. El propio doctor Umpleby llegó a la antropología por el camino de la filología comparada, lo mismo que su discípulo Ransome, que actualmente se encuentra de viaje. La Facultad de San Antonio se ha hecho célebre por las investigaciones, colectivamente realizadas por su personal docente, sobre las civilizaciones antiguas. Yo mismo, en mis estudios de historia comparada de las religiones, he rozado el tema. Supongo que esto es lo que quiere decir Haveland al sostener que los huesos tienen aquí especial importancia, aunque a mí jamás se me hubiera ocurrido tan peregrina idea… Ahora, Haveland, si desea decir algo, dígalo de una vez.

La mirada del profesor recordaba la de un jinete que coloca a su caballo ante un obstáculo elevadísimo, que el animal ya se ha negado a saltar.

—Empson sabía que yo tenía aquí mi colección de huesos. Me pregunto si hay alguien más que lo sepa.

Su mirada recorrió la mesa durante unos segundos. Luego dijo:

—Esos huesos son los míos.

Hubo un silencio sepulcral. Nadie pronunció una palabra, y Appleby también permaneció callado.

—Supongo, al menos, que lo son, porque los míos han desaparecido. Y como son huesos de aborígenes australianos, será fácil reconocerlos… ¿Sabe alguno de ustedes cómo se ha dado tan pintoresca aplicación a esas piezas de mi colección?

Reinó el más absoluto silencio. Haveland añadió:

—Quizá no debería preguntar cómo han ido a parar allí, sino por qué. ¿Qué le parece, Empson? ¿Tiene usted alguna teoría al respecto?

—Nada tengo que decir… Pregunte a Titlow.

«¿Por qué a Titlow?», se dijo Appleby. Titlow parecía hacerse la misma interrogación. Miraba a Empson con la misma indignación que Empson demostrara ante las palabras de Haveland. Si esto continuaba, todas las subterráneas corrientes afectivas de ese pequeño mundo acabarían por subir a la superficie y quedarían al desnudo.

—Imagino que han sido puestos allí para incriminarle a usted, Haveland —dijo Titlow—. ¿No le parece verosímil, Pownall?

Pownall, obligado a tomar parte en la discusión (¿por qué interpelar a Pownall?), respondió:

—Se me ocurre una interpretación que es, al mismo tiempo, más sencilla y más extravagante. Y ¿a usted, Haveland?

Por lo visto, Barocho tenía razón; aquello parecía un juego de prendas, cuyas reglas ignorasen los propios jugadores. De pronto, un personaje venerable, de larga barba, que estaba sentado frente a la chimenea, tomó la palabra.

—¿Sabían ustedes la curiosa leyenda que corre en Bohemia sobre los huesos de Klattau?…

Era el profesor Curtis. Appleby tuvo la impresión de que aquellas palabras inocentes y —dadas las circunstancias— casi absurdas tuvieron el efecto curioso de disipar en un instante la atmósfera de odio que impregnaba la conversación. Aquel «Y ¿a usted, Haveland?», de Pownall respiraba maldad; en ese instante Haveland, haciendo caso omiso de Curtis y su leyenda bohemia, se preparaba para responder.

—Ciertamente, se me ocurre otra explicación. Veo inmediatamente la conexión de las circunstancias. Empson, creo conveniente que narre usted a los presentes la conversación que sostuve con Umpleby hace uno o dos meses. Ya sabe usted lo que quiero decir. Y me parece que nadie más que usted lo sabe.

—Pownall sí, se lo conté al día siguiente —replicó Empson impulsivamente, y al instante se arrepintió—. No veo la necesidad de narrar tales cosas aquí. Si quiere confesarlas, confiéselas usted mismo.

El decano, entre inquieto y autoritario, exclamó:

—¿Le parece provechoso todo esto, Haveland? Si está decidido a comunicarnos algo, ¡hable francamente!

—Hablaré francamente —la respuesta era una excelente y maligna parodia de la voz profesoral del decano.

Era evidente que Haveland no deseaba atraerse simpatías. Todo el grupo se estremeció ante lo inadecuado del tono. Pero, ya dueño de sí, el profesor, impasible, continuó:

—Les referiré una disputa, una seria disputa que tuvimos con Umpleby, ya que Empson no parece dispuesto a hacerlo.

Se oyeron sordos murmullos de protesta. El decano, con aire perplejo, hizo ademán de dirigirse a Appleby, pero éste tenía los ojos clavados en el borde de la mesa, y Haveland continuó sin interrumpirse:

—Se trataba, como es natural, de uno de los habituales robos de Umpleby.

Al oír estas palabras, la expresión que se pintó en los rostros que rodeaban la mesa fue más bien de comprensión que de asombro, según observó el policía. Solamente el decano hizo un gesto de protesta, que Haveland pasó por alto con cierto desdén.

—No sea usted tonto, Deighton-Clerk. Piense en la situación que se nos plantea. Umpleby —repito— había vuelto a las andadas. No es necesario que dé todos los detalles. Empson estaba presente, y si no estuviera tan intranquilo, podría narrarles el episodio con mayor imparcialidad que yo. Pero recuerdo una frase que pronuncié en esa ocasión.

Appleby presintió que el obstáculo estaba ahora delante de Haveland. Todos parecían vibrar con la tensión del instante.

—Cuando le acusé, no quiso aceptar mi punto de vista. Habló de sus investigaciones en las tumbas de la zona del golfo. Y yo dije que me agradaría verlo encerrado para siempre en uno de sus siniestros sepulcros. Fue así, ¿no es verdad, Empson?

El aludido no respondió. Reinaba un silencio total. Haveland continuaba, en apariencia, impasible, pero a través de la mesa y a la tenue luz de los candelabros, Appleby creyó divisar gruesas gotas de sudor sobre su frente. Una voz rompió el silencio.

—Haveland, ¿qué artimaña de loco nos está usted sugiriendo?

Pownall había hablado. El silencio se convirtió ahora en una quietud absoluta. Appleby tuvo la intuición de que una repentina sensación de haberlo comprendido todo, una iluminación horrenda, corría de pronto alrededor de la mesa. En tanto, Haveland se había puesto de pie. Miró a los ojos al inspector y dirigiéndose directamente a él, dijo:

—Ya tiene usted base para dos teorías. Titlow pronunció la palabra «incriminar»: piense usted en eso.

Y Pownall habló de algo «más sencillo, y a la vez, más extravagante»: piense también en ello. ¡Buenas noches!

Haveland, con dos pasos, estuvo fuera de la habitación. Durante un instante, los comensales miraron —desconcertados— su silla vacía. Pero Deighton-Clerk murmuró unas palabras al oído de Titlow, y éste tocó un timbre. Se anunciaba una tranquilizadora vuelta a la rutina.

De pronto, se abrió de par en par la puerta del salón interior y la voz serena de un camarero anunció: «¡El café está servido!».

El decano hizo una seña a Appleby y ambos, escoltados por Titlow, Barocho y un caballero silencioso que resultó ser el doctor Gott, pasaron a la habitación contigua: Deighton-Clerk, en su carácter de decano, Appleby, por ser huésped del decano, Titlow, por desempeñar el cargo de académico más antiguo, Gott, por ser censor del establecimiento, y Barocho, probablemente, porque se olvidó de permanecer en el salón. Después de que el café fue servido, Deighton-Clerk manifestó a las claras su consternación.

—Míster Appleby, ¡qué horrible asunto! ¡Quiera Dios que lo resuelva usted cuanto antes! Comienzo a sentir que una siniestra atmósfera, o cosa parecida, nos envuelve a todos.

No hacía todavía una hora, el decano se esforzaba por grabar en la mente del policía la convicción de que, a pesar de todas las apariencias, el asesinato de Umpleby era obra de un desconocido que ninguna relación tenía con el pequeño mundo universitario. Ahora se advertía claramente que su convicción, si es que había sido sincera, vacilaba. Llevó a Appleby a un rincón apartado y continuó hablándole con creciente angustia:

—La observación de Pownall fue ciertamente inadecuada. Aunque Haveland estuviese invitando a una acusación, nunca debió insinuarse en semejante forma. Todos estamos turbadísimos.

Estas palabras resultaron oscuras para el inspector, pero Deighton-Clerk las explicó al instante.

—Considero mi deber explicarle todo, míster Appleby, por afligido que me encuentre. Lo había olvidado por completo… ¿Recuerda que esta tarde, hablando de los huesos, le dije que se trataba de una locura, y que en esta casa todos estábamos perfectamente cuerdos? Creo que lo dije, al menos implícitamente. Y olvidé en aquel momento, aunque en el fondo de mi alma presentía un no sé qué de siniestro…, olvidé la enfermedad del pobre Haveland. Hace algunos años sufrió un serio quebranto del sistema nervioso; durante algún tiempo se comportó en forma extravagante. En cierta oportunidad se le vio entre los sarcófagos del Museo, accionando en forma extraña. ¡Dios santo! ¿Adónde nos conducirá todo esto?

«En más de una dirección», pensó Appleby, pero, por el momento, no parecía conducirles fuera del recinto de la Facultad.

—Jamás tuvo recaídas —prosiguió el decano—. Todo estaba olvidado y sepultado, hasta que ahora Haveland y Pownall lo han hecho resurgir deliberadamente. Comprenderá usted la verdad de mi aserto cuando le revelé que Haveland era el candidato indicado para suceder a Umpleby, a pesar de sus… incorrecciones sociales. En aquel tiempo, el ataque sufrido por nuestro colega se consideró una psicosis de guerra, consecuencia de la tensión nerviosa sufrida durante la contienda. En todo lo demás, es persona muy equilibrada.

Appleby recordó la primera impresión que Haveland le produjera. ¿Persona equilibrada? Serena, sí. Pero esa serenidad parecía el resultado de un incesante dominio interior. En alguna parte de esa conciencia había una zona de alta presión, y donde existe tal presión suele presentarse también un crónico desequilibrio latente.

Habían transcurrido pocos minutos, los necesarios para el intervalo ritual, cuando comenzaron a entrar los demás profesores (quienes, separados de sus autoridades, no gozaron siquiera de la ventaja de un ratito más junto al botellón de oporto) para tomar su tacita de café. El grupo se dividió en corrillos pequeños, y el profesor Curtís tomó por su cuenta a Appleby: parecía que sólo el inspector disfrutaría del privilegio de oír la curiosa leyenda de los huesos de Klattau. Pero el sabio pensaba ahora en otras cosas.

—Estimado señor, ¿me permite preguntarle si se ha interesado usted alguna vez por la literatura policiaca? —preguntó cortésmente.

«Curtís debería trabar relación con Dodd», pensó Appleby, pero respondió en alta voz que algo le alcanzaba del tema.

—En ese caso —respondió Curtís mirándolo amablemente por encima de sus lentes—, ¿conocerá usted las aficiones de Gott? Creo no revelar ningún secreto si le digo que Gott es Pentreith. ¿Lo sabía usted? Supongo que sus novelas policiacas se conocen en todo el mundo.

Appleby asintió, y se volvió a contemplar con curiosidad a tan famoso novelista. Pero Gott, por su cargo de censor, ya se había retirado para efectuar su recorrido nocturno a través de la ciudad con propósitos disciplinarios.

—Es una rama curiosa de la literatura —prosiguió Curtis—, y debo confesar que no estoy muy versado en ella. ¿Estaría usted dispuesto a sostener que Wilkie Collins ha sido superado? ¿O Poe? Y no se puede negar que Poe no sea desdeñable…; ¡es extraño cómo su fama nos ha sido impuesta desde Francia! Me imagino que los jóvenes como usted han pasado las fronteras del Simbolismo, ¿no? Pero vea usted el caso de «La carta robada», ¿no le parece algo demasiado… fuerte?

El inspector asintió. Curtís se manifestó muy satisfecho.

—¡Cuánto me alegro de que mi juicio de simple aficionado se vea respaldado por el de un profesional, por decirlo así! Sí, creo que yo mismo hubiera descubierto la carta inmediatamente. Pero ¿habrá sido idea de Poe? No me sorprendería en lo más mínimo que su argumento fuera más antiguo que las montañas. ¿Y a usted? En el País Vasco relatan una leyenda muy interesante…, pero ya se la contaré en otra oportunidad, si me lo permite. Lo que me sugirió Poe fue esto: esos huesos pueden haber sido colocados allí para un fin que no sea el de incriminar a otro, ni el de indicar enajenación mental en el criminal. Hablo de una verdadera enajenación mental. Podrían ser… no sé cómo hacerme entender, una manera de expresar lo grotesco, tal como puede concebirlo una mente perfectamente normal. ¿Conoce usted los Caprichos de Goya? En aquellos (¿cómo se llaman, Barocho?), cuadros de la guerra pintados por Goya…

Y el profesor Curtís se alejó, distraído.

Appleby miró en torno a sí y descubrió un grupo formado por los tres académicos que aún no conocía: Lambrick, Campbell y Chalmers-Paton. Le interesaba especialmente Lambrick, el hombre casado que poseía una llave del portón misterioso. Y le parecía reconocer vagamente a Campbell. Comprendiendo que aún podía acrecentar su caudal de información antes de retirarse a su dormitorio a rumiarla, se acercó al grupo y al cabo de unos instantes fumaba y conversaba amigablemente con sus componentes.

El gesto no era muy correcto, pero la Facultad ya tenía bastantes convencionalismos propios para preocuparse mayormente de los del mundo exterior. Tácitamente, todos habían convenido en tratar al inspector que había venido a aclarar el crimen como hubieran tratado a un arquitecto llegado para proyectar una nueva biblioteca, o a un artista venido para pintar acuarelas. Esta actitud hacía posible el empleo de una alta técnica de investigación, circunstancia muy conveniente para Appleby.

La conversación giraba en torno a las actividades de Gott. El trayecto del comedor al salón les había hecho sentir el frío de la noche, un frío desagradable y húmedo, acompañado de una neblina que irritaba la garganta. Y la idea de que su compañero, en esos momentos, recorría las calles a la cabeza de un piquete de policía universitaria, parecía regocijar extraordinariamente a los profesores que estaban allí, cómodamente arrellanados en sillones de cuero, fumando cigarrillos ante la chimenea crepitante.

—Piensen ustedes —decía Lambrick, un matemático corpulento y soñador, cuyo humorismo parecía un tanto primitivo— si va a la taberna El Caso Cambia, encuentra a dos individuos tomando ponche; registra a ambos y sale Gott pensando en ese ponche. Cruza hasta llegar a Pato (¡buena taberna!), y se topa con otros dos sujetos jugando y bebiendo ron; al salir, Gott piensa en el ron y en el juego que ha visto, pues es un excelente jugador. Se dirige a ese salón elegante del Berklay y encuentra a media docena de petimetres bebiendo unas copas de champaña. Con la esperanza de un pequeño alboroto, el viejo Gott les pregunta sus nombres, y a qué Facultad pertenecen. Todos responden, mansos como corderos. Y a la calle otra vez, a dar la vuelta a esa antigua Facultad que está junto a la tienda de mi sastre (nunca he podido recordar su nombre) hasta que todos los miembros del Club de la Hoz y el Martillo estén tranquilos y seguros en sus camas. ¡Qué vida de perro!

—¿Le han contado a usted —preguntó Campbell, un escocés moreno y ágil— que una vez, siendo censor el profesor Curtis, registró al arzobispo de York?

La anécdota era excelente, pero demasiado sutil para Lambrick, que desapareció repentinamente, para sumergirse en un mundo matemático impalpable. Chalmers-Paton sostuvo el interés de la conversación relatando una hazaña de Campbell.

—¿Recuerda usted, Campbell, la vez que trepó a lo alto de la torre de San Baldred, después de aquel asunto?

Aunque el protagonista no pareció muy contento al oír anunciar ese relato, Chalmers-Paton narró la anécdota. En ella Campbell aparecía como un hombre lanzado y un hábil alpinista. Appleby recordó entonces, repentinamente.

—Usted llegó a considerable altura en la ascensión del Himalaya en 1926, ¿no es así? —preguntó tranquilamente al escocés.

Este enrojeció, y permaneció durante un instante desconcertado.

—Participé en esa ascensión —dijo al fin—. Creo que hicimos juntos la subida al pico del Pilar, cuando encontramos a su grupo en Wasdale.

Appleby asintió, con aire inocente, y durante algún rato la conversación giró alrededor de los temas preferidos por los alpinistas. Al fin, el inspector preguntó:

—¿Se practica en San Antonio el deporte de trepar a los tejados?

—Creo que no —respondió Chalmers-Paton—. Hace algunos años existió un club de esa índole, pero los estudiantes vienen y se van, y creo que el entusiasmo ya ha pasado.

Appleby comprendió que sus compañeros intuyeron al instante que —al fin— se había dicho algo relacionado con la muerte del rector. Dirigiéndose directamente a Campbell, le interrogó sin ambages:

—Qué tal, ¿es fácil o no trepar por las paredes de este edificio?

Campbell rió secamente.

—Soy alpinista, como usted sabe. Pero le aseguro que no me dedico a escalar tapias, ni puede considerárseme un saltimbanqui. No me creo autorizado a dar opiniones. Cualquiera puede llegar a la techumbre, utilizando una de las puertecillas o escotillones de acceso, y estudiar el terreno; pero opino sinceramente que no podría hacer más. Creo que trepar desde la calle, o salir del edificio en esa misma forma, es casi imposible.

—¿Aun para un hábil gimnasta?

—Aun para un hábil gimnasta —respondió serenamente Campbell.