EL REVERENDO Y honorable Tracy Deighton-Clerk, decano de la Facultad de San Antonio, evocaba, aun en plena madurez, a los grandes señores de la época victoriana. Su fisonomía era, al mismo tiempo, extraordinariamente enérgica y extraordinariamente bondadosa, y hasta sus incipientes patillas recordaban los magníficos dibujos de G. F. Watts. Cierta amanerada cortesía, unida a esa peligrosa combinación de reserva y amabilidad que procuraban demostrar, hace dos generaciones, quienes trataron a Matthew Arnold, caracterizaba su modo de ser. Se sentía en el papel de ultimus romanorum, «el postrero de los romanos»; era el último representante de una universidad pausada y clerical, de una sociedad académica que no sólo era culta, sino también cortés.
El psicólogo Slotwiner (que, según se decía, imitaba en todo a míster Deighton-Clerk) hubiese instruido quizá que en la persona del decano comenzaba a desarrollarse la actitud episcopal. Algo de esto había sin duda en él, lo rodeaba a manera de confortable penumbra y lo defendía de la incómoda situación planteada, mientras aguardaba ante la chimenea de su escritorio, elegantemente vestido de etiqueta.
La habitación contrastaba violentamente con el tono sombrío de las dependencias que ocupara el último rector. En torno de una delicada alfombra de Aubusson —que los estudiantes apenas se atrevían a pisar, con timidez de chiquillos— se alineaban anaqueles bajos, pintados de blanco, que contenían las obras de los escolásticos y los Padres de la Iglesia, encuadernadas en marfileño pergamino. Un revestimiento de maderas claras, delicadamente talladas en el estilo del siglo XVII, con leves toques dorados, cubría las paredes. El cielo raso, entrecruzado de vigas de roble, estaba decorado —con gusto extraño y armonioso al mismo tiempo— con los signos del zodíaco trazados en azul y plata. Sobre la chimenea se destacaba, austera y pensativa, una de las hermosas madonas de Piero della Francesca, cuyo manto azul repetía el tono del decorado. El conjunto era agradable, y los demás muebles pasaban ingeniosamente inadvertidos. Entre ellos, míster Deighton-Clerk y la Virgen dominaban la habitación.
Sin embargo, en aquel instante, el decano no se sentía con ánimo dominador. Estaba dudando de su propia sabiduría, pensamiento que le desagradaba y procuraba evitar. Pero no podía dudar del acierto de las disposiciones que había adoptado aquella mañana.
«¡Miren ustedes que insistir en traer un oficial detective, seguramente uno de los más conocidos de Scotland Yard, con motivo de este horrible asunto! ¿No era acaso pedir a gritos una indeseable publicidad?».
La mirada de míster Deighton-Clerk se elevó lentamente hacia el techo, como buscando consuelo en su propio firmamento astrológico. Experimentó algún alivio al pasar los ojos de Cáncer a la tensa silueta de Sagitario. Había obrado con energía. Y ¿acaso (pero este pensamiento no pasó de las zonas más remotas de su cerebro), acaso no era precisamente la capacidad de poner manos a la obra lo que solía negarse a los verdaderos intelectuales? En aquel instante, la mirada del decano, que continuaba vagando entre las vigas, se posó en Acuario, «el hombre que lleva el cántaro», como le llama la copla popular. Y por una asociación de ideas relacionada quizá con «ducha fría», sintió con toda su fuerza la gravedad de la situación en que se hallaba. ¡Verse mezclado en un asunto escandaloso, y en estas extrañas circunstancias, expuesto por la publicidad moderna, a los ojos del país! «Mal asunto —pensó sombríamente—, mal asunto, sea cual fuere el éxito de las investigaciones de la policía. Lo que cabe esperar es que no se produzcan revelaciones internas de índole sensacional». De esto había logrado persuadirse a sí mismo durante el transcurso del día. Piscis, «los peces», como si hubieran osado contradecirle, recibieron una ojeada furibunda.
A la larga se demostraría que el crimen (¡un crimen en San Antonio!), era cosa de fuera, quizá obra de un demente.
Pero aquí se impuso la presencia de Libra (la balanza). Muchas cosas contrapesaban esa esperanza. Si este detective no fuese un modelo de discreción; si se propusiera divertir al público, entonces sobrevendría un período desagradable en que toda clase de teorías, las más alocadas e inverosímiles, circularían por doquier. El decano había comprendido desde el primer momento que las desdichadas circunstancias topográficas que rodeaban al crimen encaminaban las sospechas donde nunca deberían haberse dirigido… Frunció el ceño, al pensar que una sospecha de homicidio pesaba sobre sus colegas. ¿Cómo tolerarían éstos la insolencia de policías, médicos forenses y abogados? ¿Cómo la toleraría él mismo? ¡Gracias a la Providencia, tanto él como sus colegas estaban evidentemente cuerdos!
¡Aquellos huesos! ¡Qué locura! Al verlos, la noche anterior, le habían fastidiado. Recordaba, con un poco de vergüenza, que le había producido mayor disgusto ver aquellos huesos que comprobar la tragedia ocurrida. Se sintió molesto porque le desconcertaron, y a míster Deighton-Clerk le desagradaba sentirse desconcertado, o aun levemente intrigado. Pero luego comprendió —con cierta incoherencia— que en el fondo eran como una bendición: su misma disparatada presencia hacía del crimen algo fantástico, no un hecho siniestro y premeditado. Eran una especie de baluarte entre la vida serena y razonable del establecimiento y aquel espantoso asunto.
Y luego, como si Leo, Tauro y Aries hubieran comenzado de pronto a rugir, mugir y balar al unísono, míster Deighton-Clerk comprendió cuán débil era su razonamiento. Lo primero que sospecharía el investigador era que esos huesos eran una pantalla. Era obvio, perfectamente obvio. Si el hombre era aficionado a la literatura, pensaría al instante que se trataba de un toque fantástico, una nota de estridente irracionalidad, tal como podría ponerla una mente cultivada en un crimen laboriosamente planeado… «La mezcla», pensó míster Deighton-Clerk, «tendría algo del estilo de Poe».
Ciertamente aquellos huesos le desagradaban. De repente comprendió que desde el primer momento le turbaron, aunque sólo fuera en forma subconsciente. Sin duda, esos macabros restos trataban de relacionarse con… ¿algo olvidado, reprimido, abandonado en los linderos de su conciencia?… Se sintió nervioso. «El abismo», clamaba absurdamente su voz interior, «se abre para tragarnos a todos».
Mister Deighton-Clerk se irguió. Estaba muy cansado. Más que cansado, se sentía desazonado. El asunto era, en verdad, terrible. Un homicidio —enviar así un alma humana, sin preparación, al juicio de Dios— era tan espantoso en una universidad como en un tugurio. No había coincidido siempre con las opiniones de Umpleby, pero ¡qué tontas parecían ahora sus polémicas! ¡Qué absurdas esas discrepancias, ante la separación brusca y definitiva de la muerte! El decano consultó su reloj de bolsillo. Sólo faltaba media hora para la cena, y esa cena, con su sobremesa sucesiva, sería, sin duda alguna, un suplicio.
En aquel momento se oyó llamar a la puerta y una voz anunció:
—Mister Appleby.
La presencia del misterio, descubrió el decano, ocasiona disgustos irracionales. Volvió a sentirse irritado, por dos motivos extraordinariamente fútiles. El personaje que acababa de comparecer ante él era muy joven y, según todas las apariencias, era también lo que míster Deighton-Clerk gustaba aún de llamar «un hidalgo».
Pero si bien esto le desconcertó al principio, comprendió inmediatamente que podía resultar útil y ventajoso. Avanzó hacia el recién llegado, y le dio la mano, al tiempo que le decía:
—Me alegro de verle, míster Appleby. Me alegro muchísimo de que haya podido usted consagrarse a esta —aquí titubeó—, a esta investigación. Tome asiento.
Appleby saludó cortésmente y ocupó la silla que le había sido ofrecida y que estaba casi en el centro de la habitación, ante el ordenadísimo escritorio del decano. Era evidente que, al menos durante la primera etapa de la entrevista, éste había resuelto tomar la palabra. Después de dar unos golpecitos más diplomáticos que nerviosos sobre el brazo de su silla, comenzó a hablar con voz monótona y fría, pero agradablemente modulada.
—Conoce usted las circunstancias extraordinarias que rodean la muerte de nuestro rector —dijo—. Toda la Universidad está conmovida, y considero el deber de este establecimiento ayudar en toda forma a la justicia. Tan pronto como comprendí la gravedad de lo acaecido, resolví que la Facultad misma, para hacer honor a su fama, actuase con energía. Haciendo a un lado los procedimientos lentos —míster Deighton-Clerk se detuvo y meditó cuidadosamente la frase—, hice los trámites necesarios para obtener inmediata ayuda desde Londres. Nada podía satisfacernos y tranquilizarnos más que la rapidez de la respuesta obtenida. Confiamos en usted, míster Appleby, para solucionar este difícil asunto.
Mientras duró la breve pausa del decano, Appleby estuvo ocupado preparando una adecuada respuesta, pero le interrumpió nuevamente la voz profesoral de míster Deighton-Clerk. Por lo visto, sólo había pronunciado una especie de exordio o introducción, y se proponía iniciar todo un discurso. «Tal vez», pensó el inspector, «sea la fuerza de la costumbre de hablar largamente, hábito característico de los catedráticos; quizá se trate de una peculiaridad de su misma idiosincrasia». Permaneció, pues, inmóvil, escuchando con respetuosa atención.
—Lejos de mí el decir —continuó aquél— que esta tragedia haya ocurrido en un momento inadecuado. Sería una idea impertinente. Sin embargo, usted me comprenderá perfectamente cuando le comunique que la Facultad se dispone a celebrar, dentro de dos meses, el 500° aniversario de su fundación. Será todo un acontecimiento. Se sabía, por ejemplo, que el doctor Umpleby recibiría, en esa oportunidad, un título nobiliario. Es cosa terrible, en verdad, que nuestro establecimiento inicie su sexto siglo de vida al día siguiente, por decirlo así, del asesinato de su rector. Pero sería más deplorable aún que nos viéramos envueltos en un largo proceso, lleno de misterios y escándalos. Cuanto más tiempo pase sin que se esclarezca la muerte del doctor Umpleby, mayores y más graves serán las calumnias que se propalen: debo admitirlo, por increíble que parezca. Lo sé, míster Appleby, lo sé perfectamente. Y mi deber, como jefe de este establecimiento, es velar a fin de que no se perjudique a los vivos, ni en su buena fama, ni en su tranquilidad, ni en su carrera o intereses materiales, con un átomo de sospecha o calumnia que pueda ser evitado.
Aquí hubo una verdadera pausa; tal vez comprendiera míster Deighton-Clerk que, arrastrado por la fuerza de su retórica, había hablado demasiado. Appleby respondió en breves palabras. Comprendía perfectamente que circularía toda especie de rumores ridículos, en boca de personas irresponsables. Le era imposible evitar la detallada investigación que el caso exigía, pero pondría todo su interés en lograr la mayor discreción. Esperaba poder contener la exuberante locuacidad de la prensa… Esta diplomática perorata, seguida de una pausa incitante, obtuvo el resultado deseado. El decano reanudó su discurso. Esta vez pasó del dominio de las generalidades a una posición bien determinada. El doctor Umpleby —expresó, en resumen— acababa de morir en circunstancias complicadas que la policía debía interpretar. Pero, para ser válida, esa interpretación debía ajustarse, no solamente a los hechos materiales o físicos, sino también a las probabilidades de orden psicológico. Un crimen en la Facultad de San Antonio no podía, evidentemente, haber sido cometido por personas de la misma casa.
Esta propuesta, formulada en forma complicadísima, fue bien comprendida por Appleby.
—Opino, lo mismo que usted, que las circunstancias materiales que encuadran el caso no son una prueba concluyente —dijo—. Es posible que sean engañosas, muy engañosas. Reconozco también que no inculpan a ninguna persona o agrupación determinada. Son simples factores dentro de una situación compleja sobre la cual estoy aún muy mal informado.
Dejó que el decano meditara estas palabras, y continuó:
—Además, está el extraño asunto de los huesos. Bien puede pensarse que constituyen un elemento irracional en el conjunto. Recuerdo un caso muy semejante que investigué en Cumberland: locura homicida acompañada de lo que, según creo, suele denominarse «neurosis obsesiva». Un individuo penetró en una casa desconocida, que resultó un despacho de bebidas, y cometió un asesinato. Luego puso todos los muebles patas arriba, escribió su propio nombre en la pared, con tiza, y se fue a su casa. Hasta ahora nunca se ha sabido, en el manicomio donde se aloja, si recuerda o no el hecho.
No parece muy seguro que míster Deighton-Clerk, después de oír la opinión oficial sobre los huesos, quedara tranquilizado por esta anécdota; sin embargo, animado por la cortesía de Appleby, continuó desarrollando las ideas que deseaba —con toda evidencia— aclarar al policía. Reconoció que la muerte del doctor Umpleby podía haber sido causada por un demente; en realidad, no se le ocurría otra explicación. También consideró muy probable que los huesos lo indicaran. Pero de esto último no estaba completamente seguro: podía tratarse de una pantalla —sin duda míster Appleby ya habría contemplado esa posibilidad—, aunque, por otra parte, el engaño era tan evidente, que parecía poco verosímil esa explicación. Sin embargo, estaba seguro de que no había en San Antonio persona, relación o circunstancia alguna que pudiera relacionarse con la muerte del rector, dentro de las probabilidades psicológicas. Estaba dispuesto a que se investigasen sus actividades y las de sus colegas; por lo que a él tocaba, no pondría la más mínima objeción. Pero, con el prestigio de su autoridad y para facilitar el rápido esclarecimiento del crimen, quería dejar bien clara su convicción de que el problema estaba fuera del recinto de San Antonio, convicción que sostenía, aunque las circunstancias materiales parecieran desmentirla.
«¿No es excesiva la defensa de este caballero?», pensó Appleby. «¿O será tal vez que, con esta pieza retórica, sólo trata de convencerse a sí mismo?». Pero aún no había terminado. De pie, dando la espalda a la chimenea, el decano miró a la cara a Appleby y prosiguió:
—Hay algo más. Puede ser que mañana prenda usted a su hombre, esté loco o cuerdo. Pero puede ser también que necesite iniciar una larga investigación entre nosotros. Si esto último sucede se verá usted frente a un cúmulo de circunstancias difíciles. Quiero advertirle muy seriamente que esas circunstancias pueden llegar a extraviar su juicio. En un establecimiento como éste, tenemos nuestras costumbres: espero que sean hábitos dignos de intelectuales y de caballeros. Pero superficialmente (y uso este término con toda intención) hay rivalidades, diferencias y hasta disputas. Cuando las descubra usted, le suplico que haga dos cosas: en primer lugar, pese cuidadosamente la gravedad de estas rencillas de eruditos frente al hecho imponderable de un crimen; luego, medite usted la posible importancia de cada una de ellas antes de darla a la publicidad.
Esta fue la mejor parte del discurso de míster Deighton-Clerk, y hubiera hecho bien en terminar allí. Pero quería decir algo más, y lo dijo sin ambages:
—Le citaré un ejemplo. Hace pocos días, el doctor Umpleby y yo tuvimos una diferencia personal en público. Si usted la estudia, comprenderá acto seguido que no se trata de un asunto capaz de provocar un crimen. Pero verá además que podría dar pie a un pequeño escándalo, y, por la Facultad misma, desearía evitar que se divulgase. Hay muchos casos semejantes. Bien sabrá usted que, en toda agrupación humana, el minucioso análisis de acciones y motivos nos revelaría cosas muy tristes… De cualquier manera, quedo a su disposición para todas las investigaciones que considere necesarias, y tal será —según creo— la actitud de mis colegas. ¿Cómo desearía comenzar sus tareas, míster Appleby?
El inspector, que felicitó mentalmente al decano por su extraordinaria habilidad para confesar la reciente disputa sostenida con el rector asesinado, no pudo responder. Como si se hubiera calculado al segundo la duración de la conversación y su punto culminante, cuando aún hablaba míster Deighton-Clerk, comenzó a sonar la campana del establecimiento.
—Nos llaman a cenar —explicó el decano—. Tendremos que continuar nuestra conversación mañana, o esta misma noche, si usted lo prefiere —vaciló un instante, y añadió—: ¿Me permite usted preguntarle dónde piensa alojarse? Ya que deberá entrar y salir continuamente de la Facultad, ¿le agradaría…, podría quizá quedarse aquí? Si lo cree conveniente, nos daría un verdadero placer el proporcionarle hospedaje. Le prometo buscarle unas habitaciones retiradas, desde donde podrá usted… ¡ejem!… operar.
Appleby reflexionó rápidamente sobre esta inesperada invitación. Estaba seguro de que, oficialmente, no se pondrían objeciones a su estancia en el edificio, si él lo estimaba oportuno. Además, tendría así varias ventajas, principalmente la de tener libre acceso a las dependencias universitarias a cualquier hora del día o de la noche. Aceptó, pues, la propuesta con gratitud, expresando que, como se había dirigido directamente a San Antonio, su maleta había quedado en la portería. Manifestó que le agradaría pernoctar en la Facultad, y permanecer algunos días más en ella, siempre que fuese necesario.
Míster Deighton-Clerk estaba satisfecho de sí mismo. Una vez más se había mostrado enérgico y emprendedor. Aun a riesgo de quebrantar la rutina, es cierto, pero en una crisis de esa índole cualquier medida estaba justificada. Observó una vez más a Appleby —estaba seguro de que se trataba de todo un caballero— y se aventuró a añadir:
—¡Magnífico! La solución me parece muy satisfactoria. Naturalmente, usted cenará con nosotros en el salón. Sólo hubiera deseado que se sentara usted a la mesa de la Facultad en una ocasión mejor y menos… ¡ejem!… melancólica.
Appleby no esperaba esta secuela, y, como funcionario escrupuloso, sintió la tentación de excusarse. Pero míster Deighton-Clerk, que acababa de marcar un número y murmurar algunas palabras en su teléfono esmaltado en color marfil, se envolvía en los amplios pliegues de su toga.
—¡De ningún modo, de ningún modo! —exclamó, respondiendo a la objeción que adivinaba en labios del joven—. No es necesario que cambie de ropa. Hay muchos profesores que jamás se toman esa molestia. Mister Haveland, por ejemplo, irá con traje de mañana. Nunca se viste de etiqueta. Esto fastidia…, quiero decir, fastidiaba al pobre doctor Umpleby. El criado le llevaba diariamente una lista, y si Haveland y su traje a cuadros anunciaban su asistencia al comedor, el presidente no hacía acto de presencia. Me temo que se detestaban. Mister Appleby, permítame que le guíe.
El aludido se puso en marcha dócilmente, comprendiendo que el decano, que se mostrara tan correcto y elevado durante la última media hora, acababa de permitirse un chisme.