LA VIDA UNIVERSITARIA, solía observar el doctor Johnson, nos enfrenta muy raras veces con las formas violentas de la muerte. No fue éste el caso de los profesores y estudiantes de la Facultad de San Antonio cuando, al despertar una cruda mañana de noviembre, se encontraron con que su rector, Josías Umpleby, había sido asesinado durante la noche. El crimen era extraño y apasionante, teatral y bien hecho. Bien hecho porque nadie sabía quién era el asesino. Teatral porque —como pronto se rumoreó— el criminal completó su acto con un fantástico y macabro detalle, absolutamente superfluo.
La Facultad estaba llena de rumores. Si el doctor Umpleby se hubiera suicidado, la buena educación habría impuesto silencio y suprimido toda curiosidad ociosa. Pero un asesinato, y un asesinato misterioso, abría paso a toda clase de hipótesis y excitaba los ánimos. A las diez de la mañana el profesor más distraído, acostumbrado a pasear por los patios con el pensamiento fijo en el problema del Sócrates histórico, habría notado que la tranquilidad de la Facultad de San Antonio había desaparecido. Las grandes puertas estaban cerradas; todos cuantos entraban eran revisados e identificados por el bedel y un sargento de la policía uniformado.
Desde el ventanal norte de la biblioteca se divisaba, tras las amplias Cortinas de las ventanas correspondientes al despacho del rector, otra silueta uniformada. Las numerosas escaleras, merced a las cuales la Universidad medieval logró retrasar la institución de la galería, resonaban bajo el paso atlético de los estudiantes que bajaban y subían para discutir la catástrofe con sus amigos. Poco antes de las once, un anuncio fijado —contrariamente a las costumbres del colegio— en la parte exterior del edificio informó a los estudiantes externos de que aquel día no se dictarían clases en la Facultad. A mediodía los diarios locales exhibían grandes carteles en todas las esquinas. Por cierto que en ninguna otra ciudad se hubieran redactado titulares más discretos: «Muerte repentina del rector de la Facultad de San Antonio», pero los mismos diarios informaban de que el doctor Umpleby había sido asesinado, al parecer, deliberadamente y por una mano desconocida. Durante la tarde un grupito de curiosos del pueblo, reunido en un extremo de la avenida de San Ernulfo, satisfizo como mejor pudo su curiosidad contemplando la larga fila de ventanales estilo Tudor, con sus arcos bajos y sus columnitas grises, tras los cuales se había desarrollado la misteriosa tragedia. Mientras tanto, la tragedia local se iba transformando en acontecimiento nacional. A las cuatro y media centenares de miles de personas, en todos los barrios y suburbios de Londres[1], añadían un nuevo nombre a lo que sabían sobre la distante ciudad universitaria. Las últimas ediciones colocaron a ese inmenso público en igualdad de condiciones con los ociosos del pueblo, ya que publicaron en primera página la fotografía de la interminable hilera de ventanales Tudor. A las siete, remesas cuadruplicadas de tales diarios londinenses se descargaban, con febril apresuramiento, a las mismas puertas de la Facultad. Indudablemente, el reposo claustral del establecimiento había desaparecido.
Sin embargo, la tranquilidad de que disfrutan las universidades en el siglo XX es bastante relativa. Noche y día la vasta metrópoli, que apenas dista sesenta millas, exige abastecimiento; noche y día envía sus productos al interior del país. Noche y día las calles venerables que tantas generaciones de poetas y estudiosos han recorrido, sumidas en la calma de la meditación, resuenan bajo el rodar de los vehículos modernos. Durante el día, la misma ciudad contribuye: los autobuses locales y los automóviles conducidos por estudiantes inundan las estrechas callejas. Pero de noche es apenas un sector de carretera: a intervalos, sin remordimientos, con la regularidad estrictamente indispensable para hacernos esperar inquietos, los pesados camiones y tractores del comercio contemporáneo pasan, retumbando la ciudad.
Y día y noche, a medida que fluye la incesante corriente, las viejas piedras grises que se van curvando suavemente, de un puente a otro, se estremecen y suspiran, como si un martillo gigantesco golpease la tierra.
En medio de todo, la Facultad de San Antonio ha tenido suerte. Sola en medio de los edificios que afrontan lo peor del estrépito, está separada de ellos por un espacioso jardín: el célebre Orchard Ground. Defendida por una pared de cuatro metros de altura coronada por altas rejas ornamentales, una gran pradera sembrada de manzanos se extiende hasta los primeros grupos de edificios, los más importantes: la capilla, la biblioteca y el salón. Tras la amplia cortina de estas construcciones, en el patio del Obispo, apenas se oye el rumor del tránsito. Más atrás todavía, en la parte antigua del establecimiento, en el patio de Surrey, que data de la Edad Media, con su arcada romántica y sus portones que dan a la avenida de San Ernulfo, hallamos la paz nunca violada de los prados del rey Alfredo. La vieja ciudad aún tiene rincones propicios al ensueño.
Pero el gran parque de Orchard Ground ha sido, a veces, teatro de actividades nada apacibles. Los estudiantes de San Antonio se han peleado y han cazado un zorro en él; más aún: una noche, protegidos por la oscuridad, llegaron a introducir en su interior una marrana de tamaño bastante respetable y en trance de dar a luz. Por eso se acabó por clausurarlo de noche; los estudiantes de los primeros años no pueden entrar en Orchard Ground después de las diez y cuarto. Los mayores y el cuerpo docente pueden hacer uso de una llave. Esta llave es indispensable para cuatro de ellos, que se alojan allí… Y al parque de Orchard Ground, totalmente aislado durante la noche, dan los ventanales bajos del escritorio en que fue hallado el cadáver del doctor Umpleby.
Serían aproximadamente las dos de la tarde cuando el gran Bentley amarillo partió de Scotland Yard y se detuvo ante la Facultad de San Antonio en el preciso instante en que las veinte campanas del carillón daban las cuatro. «Pocas veces», reflexionó el inspector John Appleby, «me han enviado con tanta rapidez a investigar un caso de presunto homicidio fuera del radio urbano».
Era evidente que su llegada en el más suntuoso de los vehículos de Scotland Yard indicaba que personajes influyentes habían tomado cartas en el asunto: aquella mañana, el decano de la Facultad había solicitado con urgencia una audiencia al vicecanciller; éste, a su vez, se había comunicado telefónicamente con el lord canciller de Inglaterra, alto funcionario del Consejo Universitario; el lord canciller se puso en contacto con el ministro del Interior… «No sería difícil», pensó Appleby al descender del automóvil, «que la policía local se mostrara recelosa ante una intervención tan rápida de las autoridades centrales». Pero se sintió aliviado cuando, al entrar en el comedor del rector asesinado, adonde le condujo una sirvienta muy asustada, halló a la autoridad local encamada en la persona de su antiguo conocido el inspector Dodd.
Ambos presentaban un contraste curioso; no era el contraste de dos generaciones (aunque Appleby fuese más de veinte años menor que su colega), sino el de dos etapas de la vida inglesa. Dodd, lento, pesado, con una educación rudimentaria, que hablaba un dialecto tan marcadamente regional que cualquier filólogo hubiera podido señalar sin equivocarse cuál era su parroquia nativa, sugería una Inglaterra rural, y al mismo tiempo, una Inglaterra en la cual el crimen era evidente y brutal, y más que habilidad de investigación, requería vigorosa actividad física. Había aprendido una rutina, pero carecía de especialización y de técnica; confiaba en cierta innata agudeza, vigorosa, pero insegura siempre; su lenguaje mental, lo mismo que su habla, era a la vez enérgico y personal. A su lado, la personalidad de Appleby parecía esfumarse, debilitada por los largos años de estudio y disciplina, como la de un cirujano cuya individualidad se ha encerrado en los límites de una técnica quirúrgica única.
En efecto, Appleby era el producto de una época más refinada que la de Dodd, una época en la cual nuestra civilización —multiplicando sus elementos a fuerza de dividir— ha producido, entre mil seres altamente especializados, el criminal especializado y el investigador especializado en descubrirle. Sin embargo, había en Appleby algo más de lo que enseña el más moderno y profundo curso de policía. El hábito de la contemplación, una inteligencia experimentadora, el aplomo unido a la energía, la actitud más reservada que cautelosa: he aquí las señales de una cultura general subyacente. Su inteligencia bien dirigida, pero independiente, era en última instancia lo que lo hacía temible, así como un algo de tradicional y telúrico hacía en última instancia temible al inspector Dodd.
No sería difícil que ambos chocaran, pero con un poco de buena voluntad, podrían combinarse sus fuerzas. A pesar de sus muchos kilos y del extraordinario cansancio que sentía (pues había estado investigando el crimen desde las primeras horas de la mañana), el inspector Dodd salió al encuentro de su colega con la debida cordialidad.
—Llega el investigador —dijo sonriendo, después de saludarlo—, y el policía de aldea hace entrega del cadáver, junto con las pruebas que no ha sabido interpretar.
Mientras hablaba, Dodd se volvió hacia la mesa; una pila de papeles indicaba que no había estado ocioso durante el día. A un lado se veía un plano de la Facultad, trazado con mano presurosa, pero con bastante exactitud; al otro, restos de pan, queso y un buen jarro de cerveza. Al llegar las tres de la tarde, los servidores del doctor Umpleby sospecharon que el policía necesitaría un refrigerio.
—Lo mejor del asunto, hasta ahora —dijo Dodd—, es la cerveza de la Facultad. El sabueso de aldea está desconcertado, pero no le falta su jarro.
Appleby sonrió levemente.
—El sabueso de aldea habrá sabido reunir muy bien los elementos —respondió—, si es el mismo policía que conocí hace dos años. Aún se habla en Scotland Yard de su triunfo en aquel caso de los ladrones de automóviles… ¿recuerda?
La única respuesta de Dodd al implícito cumplido fue poner manos a la obra sin pérdida de tiempo. Acercó una silla para Appleby, y colocó frente a ambos el montón de papeles.
—Hoy he debido apresurarme un poco —dijo bruscamente——, y esa misma prisa ha limitado mis investigaciones. No he avanzado mucho en el terreno, pero basta para orientarnos. El campo de investigación es vasto, y el primero que llega debe recorrerlo cuanto antes, como usted sabe. He hecho docenas de interrogatorios, someros por cierto, pero cualquiera de ellos hubiera podido darme la pista de alguien que vaya a ausentarse del país. No he concretado nada. El asunto es bastante misterioso, Appleby. En otras palabras, creo que se trata de un caso de los suyos, no de los míos.
Las elocuentes palabras de Dodd eran sinceras, pero no del todo desinteresadas. Repuesto por la excelente cerveza de San Antonio, había pasado la última hora meditando, y cuanto más pensaba, menos le agradaba el cariz que tomaba el asunto. El curso de sus pensamientos se desvió a ratos, apartándose de este caso, cuyo origen no adivinaba, para recordar un problema, cuyo desenlace esperaba de un momento a otro. Hacía algún tiempo que se ocupaba de investigar una larga serie de robos ocurridos en las zonas suburbanas, y este misterioso asesinato, cuyo esclarecimiento era urgente, le impediría continuar y dar fin a la tarea que, sin duda, redundaría en su provecho y fama. Expuso la situación a Appleby, y ambos convinieron en que el crimen de la Facultad quedaría por el momento a cargo de éste. Dodd colocó entonces el plano del establecimiento ante los ojos de Appleby y comenzó a referirle los acontecimientos tal como los conocía.
—El doctor Umpleby fue asesinado anoche a las once. He aquí la primera de las circunstancias que hacen novelesco este caso. ¿Leyó usted la historia del caballero asesinado en su casa solariega, en medio de una tormenta de nieve? Todos los casos fantásticos son semejantes; los crímenes se cometen en un transatlántico en alta mar, en un submarino, en un zepelín en marcha, en un cuarto herméticamente cerrado que carece hasta de chimenea… Pues bien: San Antonio, o cualquier otro internado que usted conozca, se transforma en algo semejante después de las nueve y media de la noche. Aquí está el submarino.
Mientras hablaba, Dodd tomó el plano y señaló con un índice acusador el perímetro de los edificios universitarios.
—Pero en el caso particular de este colegio —continuó— hay algo más —esta vez su dedo señaló un aspecto reducido. Y continuó—: Aquí hay un submarino dentro de otro. A las nueve y media la Facultad queda incomunicada con el exterior. Y un poco más tarde, a las diez y cuarto, una parte de ella queda incomunicada con el resto del establecimiento. ¿No le parece que la situación es novelesca? Nadie sale de aquí después de las nueve y media sin ser visto por el portero, salvo ciertas excepciones. Nadie entró, ni salió, desde anoche a las nueve y media hasta el momento actual, sin saberlo nosotros, exceptuando siempre a unos cuantos. Y pasadas las diez y cuarto, nadie puede pasar del edificio principal de la Facultad (submarino) a esta zona cerrada del Orchard Ground (submarino dentro del submarino), exceptuando siempre a unos pocos. ¡Lo malo —dijo el inspector Dodd con aire irritado— es que ninguno de ellos parece ser un demente homicida! Por consiguiente, el loco que hizo esto —añadió señalando con el pulgar la habitación contigua— debe hallarse todavía en el establecimiento. Yo no he podido dar con él, Appleby. Cada hombre de esta casa me parece más cuerdo y menos sospechoso que el anterior.
—¿Y por qué tiene que ser un loco? —preguntó Appleby.
—No digo eso —respondió Dodd, pensativo—. Lo que vi allí me hizo perder la serenidad por un momento —y volvió a señalar el aposento contiguo—, pero ya lo verá usted dentro de un instante. Lo que me interesa —añadió con severidad— es lo referente a esas excepciones de que le hablé. Se trata de algunos profesores de la Facultad, no de todos, por cierto. Unos pocos poseen llaves maestras, que les permiten entrar o salir por la puerta que da a la calle de las Escuelas. Ya ve usted dónde da acceso esa puerta: a la mitad del submarino interior, Orchard Ground. La misma llave les franquea el paso de Orchard Ground al resto de la casa. Cuando le refiera los detalles del caso, dentro de unos segundos, comprenderá usted que el asesino del doctor Umpleby debía de poseer una de estas llaves. He aquí, sin duda alguna —concluyó el inspector secamente—, el motivo por el cual se le ha llamado con tanta urgencia.
—Creo comprender la situación —dijo Appleby después de estudiar durante unos minutos el plano—. Mientras en otra Facultad un asesinato nocturno puede ser cometido por cualquiera de los moradores del internado, en este establecimiento las cosas están dispuestas de tal manera que este crimen sólo pudo ser cometido por un pequeño grupo de personas: las que poseen, o pueden apoderarse de una de las llaves que abren el portón de Orchard Ground. Porque esas llaves, según afirma usted, pondrían al asesino en las circunstancias ideales para acercarse al doctor Umpleby.
—Eso es —asintió Dodd—, y ahora se explicará la conmoción general que hay en la Facultad.
—Recordemos que las llaves son traicioneras. Son más fáciles de robar que un talonario de cheques, y se imitan mejor que las firmas.
Dodd movió lentamente la cabeza.
—Sin duda, pero hay algo más. La topografía del caso es extraordinariamente curiosa.
Ambos estudiaron el plano en silencio.
—Bien —dijo Appleby al cabo de unos instantes—, el decorado está montado. Veamos ahora a los protagonistas, y conozcamos el argumento.
—Comenzaré por los personajes —expresó Dodd—, o mejor dicho, le proporcionaré lo primero que reuní esta mañana: una lista de nombres.
Mientras hablaba, el inspector revolvía sus papeles, como buscando alguna anotación. Pero cambió de idea y se echó hacia atrás, arrugando el entrecejo en actitud de profunda abstracción; luego continuó, con los ojos clavados en sus botas.
—Los profesores que cenaron anoche en la Facultad, además del rector, fueron: el decano, que se llama reverendo y muy honorable Tracy Deighton-Clerk —el inspector pronunció este nombre con un tonillo indefinible—, míster Lambrick, el profesor Empson, míster Haveland, míster Titlow, el doctor Pownall, el doctor Gott, Míster Campbell, el profesor Curtis, Míster Chalmers-Paton y el doctor Barocho.
Appleby asintió, repitiendo al mismo tiempo:
—Deighton-Clerk, Lambrick, Empson, Haveland, Titlow, Pownall, Gott, Campbell, Curtis, Chalmers-Paton…, y un extranjero cuyo nombre se me escapa. Continúe.
—Barocho —dijo Dodd—. Ahora bien: sólo faltaba uno de los profesores. Se llama Ransome y se ocupa actualmente en desenterrar no sé qué vejestorios científicos en el centro de Asia.
El tono de Dodd daba a entender sutilmente que la muerte del doctor Umpleby lo había colocado entre seres muy extravagantes.
—Por cierto que no tengo ninguna prueba que acredite el paradero de Ransome —añadió con aire de sospecha—, pero todos los otros lo confirman.
—El submarino parece bien tripulado —dijo Appleby sonriendo—. Si se propone usted seguir sacando de sus botas una lista de doscientos o más estudiantes, prefiero la casa solariega del caballero del cuento, o el globo estratosférico, en el cual no caben generalmente más de dos personas.
Mientras hablaba, sus ojos no se apartaban del plano que tenía delante. Luego añadió:
—Lo más curioso es que los estudiantes no entran aquí, ¿no es así?
—Creo que no —replicó Dodd—, al menos es probable que no entren, como también es probable que no lo hagan los servidores de la Facultad, por simples motivos topográficos, como ya ha visto usted. Esa es precisamente la importancia de la lista que le di. Y ahora, después del escenario y los protagonistas, hablemos de los acontecimientos. He aquí el horario, el ritmo que siguieron, tal como he podido averiguarlo:
»La cena concluyó alrededor de las ocho, en el salón central. Pero los comensales de la mesa principal: el rector, el decano y los profesores salieron en grupo, dirigiéndose al edificio donde se alojan. Durante una media hora permanecieron en su saloncito, tomando unas copas de oporto y comiendo dulces. A eso de las ocho y media, siempre reunidos, pasaron al salón contiguo, que es más grande, donde se les sirvió café. Allí permanecieron, fumando y conversando, hasta las nueve de la noche. Todo esto forma parte de la rutina diaria. El primero en retirarse fue el doctor Umpleby; salió por la puerta que comunica directamente con su casa. Si hemos de creer lo que se nos dice, ésa fue la última vez que lo vieron vivo sus colegas.
»Unos minutos después, la reunión comenzó a disolverse, y a las nueve y media todos se habían ido. Lambrick, Chalmers-Paton y Campbell son casados, y a las nueve y media regresan a sus domicilios. Los demás se retiraron a sus habitaciones en la Facultad, salvo Gott, que, por su cargo, debe efectuar un recorrido de vigilancia por las calles.
»A las nueve y media se cerraron las puertas. El portero echó la llave al portón de entrada. En ese momento, podríamos decir, el submarino se sumergió: a partir de ese instante, nadie entró ni salió de la casa sin ser visto, a menos que tuviera una llave.
Appleby movió la cabeza en actitud de protesta.
—Me inclino a desconfiar desde un principio de esas llaves —dijo—, y desconfío también de su submarino. Un gran establecimiento como éste, con varios edificios dispersos, debe de tener media docena de salidas subrepticias.
Sin embargo, Dodd respondió con aplomo:
—Aunque lo del submarino le parezca cosa novelesca, yo creo que se acerca mucho a la verdad. Es algo que debemos tener en cuenta, aunque lo callemos. Verdad es que podríamos sorprender a varias universidades, señalando mil escapatorias ingeniosas, pero yo he recorrido ésta hoy, y puedo asegurarle que es «hermética».
Appleby asintió, rindiéndose transitoriamente al argumento.
—Bien —dijo—, el rector está en sus habitaciones, los profesores en sus cuartos, los estudiantes en los suyos y el pequeño mundo se halla totalmente incomunicado. ¿Y después?
—Nueva incomunicación —respondió al punto Dodd—. El mayordomo del rector echó la llave a tres puertas. Cerró la puerta de la casa, que da al patio del Obispo, la del fondo, que da a la avenida de San Ernulfo, y la que comunica la rectoría con las habitaciones generales, es decir, la que el doctor Umpleby acababa de atravesar unos minutos antes. Serían las diez. A las diez y cuarto se efectuó la última clausura: el portero cerró el portón de Orchard Ground…
Hasta ese momento, Dodd había hablado de memoria. Pero al llegar a esta altura de su exposición sacó una serie de anotaciones y se las entregó a Appleby.
—En su lugar —dijo—, yo las estudiaría de nuevo. No es cosa fácil recordar con claridad tantos detalles.
Appleby las recorrió minuciosamente, y no dejó de mostrarse admirado al ver que ningún error se había deslizado en la narración de su colega. Asimilados los nombres y las horas, levantó los ojos y Dodd continuó con su relato.
—Al dejar el salón, el doctor Umpleby pasó directamente a su escritorio. A las diez y media su mayordomo, Slotwiner, le llevó una bebida, según su costumbre, dirigiéndose luego al antecomedor que está situado al otro lado del vestíbulo. Slotwiner pudo vigilar, pues, esa parte de la casa durante la media hora siguiente, y afirma que nadie entró en el escritorio por allí, y que tampoco nadie salió de él. En otros términos, un solo camino estuvo expedito durante ese lapso: los ventanales bajos que dan a Orchard Ground, y por los cuales se puede entrar y salir fácilmente.
—A Orchard Ground, tan herméticamente clausurado —murmuró Appleby.
Dodd percibió lo que implicaba el tono de su colega.
—Exactamente. Esa es nuestra primera pista: lo artificioso del asunto. Pero mientras tanto tenemos a Slotwiner en su antecomedor. Es un rincón estrechísimo, y lo natural sería que hubiese bajado directamente a sus habitaciones, que se encuentran próximas a la cocina. Pero parece que, en esa misma noche, míster Titlow acostumbraba a hacer su visita semanal al rector para tratar los asuntos universitarios. Mister Titlow es el más antiguo de los profesores. Solía llegar tarde, cerca de las once. La hora me parece inadecuada para visitas, pero ambos deseaban tener dos horas libres para trabajar después de la sobremesa. ¿Sabe usted que estos señores, a su manera, trabajan bastante? Pues bien; Slotwiner se quedó para abrir la puerta a míster Titlow. Tuvo que abrir la puerta principal, la que da al patio del Obispo, ya que —como recordará usted— la había cerrado a las diez, según la costumbre de la casa, Titlow llegó a las once en punto, y estaba hablando con Slotwiner en el vestíbulo cuando ambos oyeron la detonación.
—Y el disparo se oyó, indudablemente —dijo Appleby—, en el escritorio, donde todos creían que se encontraba Umpleby solo.
—Precisamente. Y estaba solo, al menos su cadáver lo estaba, cuando Titlow y Slotwiner irrumpieron en la habitación. Un balazo lo había herido de muerte; no se veía, según declaran los dos testigos, ninguna arma, pero los ventanales que dan a Orchard Ground estaban abiertos de par en par. Pues bien; Titlow y Slotwiner, o uno de los dos —no sé cuál—, se hicieron cargo de la situación con sorprendente rapidez. Comprendieron que se trataba de un crimen, y vieron también toda la importancia de la posición de Orchard Ground. Si por allí había escapado el asesino, debía encontrarse aún en la casa, a no ser que (y esto no se les ocurrió) tuviera la llave del portón.
El inspector tomó un lápiz y trazó cuidadosamente el contorno del plano. Destacó nuevamente, con su habitual minuciosidad, el núcleo central de su teoría:
—Cuando salga usted, comprenderá la exactitud de cuanto le digo. Orchard Ground está limitado, en estos tres lados, por un muro altísimo, o por una combinación de muro y enrejado más alta todavía. El cuarto costado está flanqueado por una serie de edificios: la casa del rector en un extremo y la capilla de la Facultad al otro, y entre ellos, la biblioteca y el salón central. Sólo dos pasajes comunican Orchard Ground con el patio del Obispo, atravesando el edificio: uno se halla entre la capilla y la biblioteca, y el otro entre el salón y la rectoría. La única salida de Orchard Ground, fuera de estos pasadizos, es una puertecilla que da a la calle de las Escuelas. Las tres salidas estaban, naturalmente, cerradas con llave. Resultaba imposible salir del establecimiento sin una llave maestra.
»Por eso Titlow y Slotwiner creyeron tener encerrado al asesino. Pensaron que le sería imposible escapar, ya que jamás sospecharon que podría ser dueño de una llave. Y pensaron esto porque ni siquiera pasó por su imaginación la idea de que fuera un profesor de la Universidad.
»Me parece que Slotwiner tomó la iniciativa. Es un veterano, y lo creo capaz de afrontar un momento crítico, mientras que Titlow parece un soñador. Sin embargo, es valiente. El espectáculo que ofrecía aquella habitación era bastante sorprendente, y a pesar de ello, permaneció allí cuidando las ventanas mientras Slotwiner corría al teléfono que está en el vestíbulo, se comunicaba con los porteros de la parte exterior del edificio, llamaba a un médico y nos avisaba. Yo me había quedado en mi oficina hasta muy tarde, trabajando en el caso del que le hablé, y lo que me dijo Slotwiner fue suficiente para que, a los diez minutos, estuviese aquí con todos los hombres disponibles.
»Slotwiner y Titlow estaban en el escritorio todavía, acompañados de un portero que les ayudaba a montar guardia. Recorrimos todo el terreno encerrado por la muralla como si estuviésemos buscando un gato negro. Revisamos todo, de un extremo a otro: la capilla, el pequeño grupo de casas que sirven de alojamiento a los profesores… ¡hasta trepamos a los árboles! Fuera de los tres profesores que, junto con Titlow, se alojan allí y que estaban tranquilamente en sus cuartos, no encontramos a nadie. Cuando amaneció, emprendimos una nueva búsqueda, y las puertas están aún bajo vigilancia.
Dodd se detuvo un momento, y Appleby preguntó:
—¿No hay señal alguna de robo?
—Absolutamente ninguna. El dinero, el reloj y todo lo demás están intactos. Sin embargo, hay un detalle que podría tener su importancia.
Sacó un pequeño objeto envuelto en papel de seda y lo puso delante de su colega:
La agenda de Umpleby que encontramos entre sus ropas. Hay aquí bastantes cosas que debería usted estudiar hasta llegar a la fecha de hoy. Las páginas correspondientes a los dos últimos días, y las de hoy y mañana, han sido arrancadas. Venga, ahora.
Los dos hombres salieron del comedor de la rectoría y atravesaron el vestíbulo, en donde —al extremo de un angosto pasillo— se veía a un policía robusto custodiando la puerta del escritorio. El agente se apartó, cuadrándose ante Dodd, mientras contemplaba a Appleby con curiosidad ingenua de provinciano. El inspector sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta e invitó a entrar a su colega con gesto levemente dramático.
La habitación era amplia y hermosa; había una gran chimenea de leña frente a la puerta, y en cada extremo, una ventana.
A la izquierda, una hilera de ventanitas enrejadas (como todas las de la planta baja del edificio) se abría sobre la avenida de San Ernulfo; a la derecha se veían unos ventanales bajos, algo estrechos y cubiertos por amplios cortinajes, que daban —según Appleby sabía muy bien— a Orchard Ground. La luz pálida de la tarde de noviembre y el resplandor de una sola lámpara eléctrica iluminaban el recinto sombrío, con sus muebles oscuros y las paredes cubiertas de libros. Entre los ventanales y la chimenea yacía, de espaldas, el cadáver de un hombre alto, delgado, vestido de esmoquin. Nada más podía verse, ya que la cabeza estaba envuelta, como en siniestra burla a la acción niveladora de la muerte, en la tela negra y opaca de una toga universitaria.
Pero no fue esto lo que sobresaltó a Appleby cuando penetró en la habitación. Comprendió instantáneamente por qué Dodd había hablado de un «loco homicida». Sobre el oscuro tablero de roble, encima de la chimenea, dos calaveras toscamente dibujadas con tiza gesticulaban, macabras. Junto a la cabeza del rector se veía un cráneo humano. El resto del suelo estaba sembrado de pequeñas pirámides de huesos.
Después de un largo minuto de contemplación, Appleby se dirigió hacia las ventanas y abrió los cortinajes. Anochecía, y el cuidado parque del establecimiento parecía tan misterioso como una selva. Pero junto a él, hacia la derecha, se elevaba —desmintiendo toda ilusión— la silueta gris del salón y la biblioteca, con su masa de piedra tallada que se perdía, muy arriba, en la penumbra de los cristales coloreados de las grandes ventanas.
Enfrente mismo, sobre un cielo opaco, se dibujaban borrosamente los audaces arabescos que coronaban el techo de la capilla, construida en el estilo de la época de Carlos II. Una bruma tenue, que no se decidía a ser niebla, comenzaba a elevarse sobre el césped, se enroscaba en torno de los árboles y deshacía, en fantástico desfile, las líneas borrosas de murallas y arcadas. Sobre la ciudad y el edificio resonaban, apagadas como en señal de duelo, las melodiosas y evocadoras campanadas que llamaban a vísperas.