Los profesores y académicos de las universidades de Oxford y Cambridge se cuentan, indudablemente, entre los hombres más morales y equilibrados del mundo. No hacen nada indigno, no obran por impulsos, ni actúan con precipitación. Por lo común, los asociamos con la sabiduría, el desinterés, la actitud siempre distraída y las manías inocentes, que los hacen aún más simpáticos. Son —como diría Ben Jhonson— personajes que la comedia reclama para sí; resulta mucho más fácil mostrar su aspecto humorístico que ponerlos en situaciones melodramáticas. Además, carecen de la psicología, un tanto irregular, indispensable en las novelas policiacas, lo cual es una verdadera lástima, ya que el lugar que habitan —el edificio donde enseñan, comen y duermen— proporciona un marco excelente para las artimañas y peculiaridades del «oficio».
Afortunadamente, hay una parcela de suelo inglés en que estos varones sabios y virtuosos sufren una lamentable transformación: allí demuestran todos sus síntomas de irritabilidad, impaciencia, apasionamiento y dureza de espíritu que allanan el sendero al novelista. Es bien sabido que, cuando el hombre de Oxford o Cambridge no «baja» ni «sube», sino que «cruza enfrente», es decir, cuando va de Oxford a Cambridge, o viceversa, debe atravesar una región particularmente antipática y capaz de turbar la más académica de las almas. Por misteriosa providencia, esa región está situada casi a mitad de camino entre los dos antiguos establecimientos universitarios, junto al inofensivo vecindario de Bletchley.
Los cerebros científicos algo superficiales han señalado, acostumbrados como están a discernir inmediatamente las circunstancias materiales evidentes, las deficiencias económicas del Empalme de Bletchley. Hay que esperar allí tanto tiempo —argumentan— y tan desprovistos de comodidades materiales, que ¿quién no se sentiría un poco nervioso?
Pero todo esto es cosa del pasado; la última vez que pasé por el Empalme parecía un paraíso en miniatura; de cualquier manera, mi estilo literario prefiere las explicaciones de orden metafísico. Prefiero creer que, entre los dos polos de Tebas y Atenas, el éter se conturba y la atmósfera no resulta fresca y transparente, al menos para el erudito.
Así acabé por imaginar que si aquellos estudiantes de Oxford que iniciaron —hace siglos— el cisma hubieran dirigido sus pasos a Bletchley, quizá se hubiera elevado la Universidad o, por lo menos, la Facultad que me hacía falta para esta novela… Quien se moleste en consultar un mapa al llegar al capítulo 10 comprenderá que me basé en esta fantasía. La imaginaria Facultad de San Antonio forma parte de una universidad inexistente. Sus exalumnos y docentes son igualmente fantásticos, carecen de toda realidad, y ningún manto de verdad imaginativa, ¡oh severo y crítico lector!, cubre su absoluta desnudez. He aquí un desfile de fantasmas, que se mueven en un escenario puramente especulativo.