Oxford, 20 de marzo, 19:36
El hombre secciona el tubo del combustible del coche de la chica mientras ella está en casa de su amiga disfrutando de una merienda-cena. Ve cómo la gasolina salpica el asfalto y forma un reguero que se aleja del coche, pendiente abajo. El residuo se evapora lentamente.
Pasados unos minutos, ve salir a la chica de la casa. Sigue al coche unos cuatrocientos metros, por una zona de campo, y observa en silencio la maniobra del vehículo que, agonizante, se desplaza a un lado de la carretera.
Desconecta las luces, gira la llave de contacto y deja que su coche se deslice sigilosamente, hasta que se detiene a unos cincuenta metros. Escucha cómo intenta en vano arrancar el motor reseco.
Sale del coche y camina con paso lento por la calzada, de sombra en sombra, para evitar los claros que deja la luna.
La chica no es más que una silueta. La luz amarillo limón de la luna cubre el techo del coche e ilumina las ramas y las hojas de los árboles que se abaten encima.
Las fundas de plástico que se ha puesto en los zapatos chapotean al pisar la hierba mullida. Oye perfectamente su propia respiración, rítmica; cuando exhala, su aliento choca con la cara interna de la visera de plástico con la que se tapa la cara. Acelera el paso.
La chica desiste y mira alrededor por las ventanillas, pero no lo ve acercarse al coche, oculto entre las densas sombras.
La ve coger el móvil del asiento de al lado. Dos pasos más y está ante la puerta. La abre y se mete de cabeza, con el escalpelo en ristre.
La chica grita. Se le aflojan los dedos y el teléfono resbala por su pecho hasta que va a parar al suelo del coche. Él se pega a ella y levanta el brazo con un gesto ininterrumpido. Ella no consigue verle la cara, tapada por el plexiglás.
La chica tiembla involuntariamente, la boca abierta, muda de espanto. Justo cuando se dispone a lanzar otro grito, la mano libre de su atacante le tapa la boca con fuerza. Ahora tiene su rostro a pocos milímetros del suyo y puede verle los ojos a través de la visera, grandísimas las negras pupilas.
El dolor comienza con un pinchazo, pero en un instante se le extiende por todo el pecho. Incrédula, nota que de su cuerpo brota un líquido que le empapa la blusa. La hoja de acero se le hunde en el cuello, hacia arriba, como si quisiera perforarle el cerebro.
Se estremece. Emite un rugido. De pronto, no hay sonido. Traga.
Entonces le brota de la boca un chorro de sangre, una rociada arterial del asiento delantero hasta el parabrisas.
Segundos después está muerta.