XLVI

Los Ángeles, dos días después

Un hombre alto y delgado, con pantalones cortos anchos con estampado de camuflaje y un sombrero ligero de tela, salió de una casa. Hacía un sol cegador, la típica mañana californiana. No había mucho movimiento en el paseo marítimo, y todavía era demasiado temprano para que abriesen los puestos.

Cruzó los tablones de madera del paseo que bordeaba la Venice Beach y caminó descalzo por la arena, finísima y tibia, hasta la orilla, donde dio media vuelta y contempló la espaciosa casa de la playa, pintada de un blanco resplandeciente y rodeada de terrazas de vidrio y acero. A continuación, se sentó en la arena y se quedó mirando el océano.

Sonó un pitido. Acababa de entrarle un mensaje en el móvil. Miró la pantalla y leyó:

Misión cumplida. Salvada la última chica. Maestro y sirviente, muertos. Le deseo felicidad eterna. Bradwardine.

Charlie Tucker sonrió y miró las olas. Fingir su propia muerte no había sido tarea fácil, pero, como jefe de los Guardianes, tenía muchos recursos a su disposición. La dotación policial y sanitaria que se había presentado en el lugar de su «asesinato» estaba compuesta por leales integrantes de la hermandad. Habían ejecutado su trabajo a la perfección y, cuando él empezaba a aclimatarse al sol de California, otros se habían ocupado de organizar su funeral en Croydon. Odiaba haber involucrado a Laura en una situación tan peligrosa, pero, como le había dicho en la grabación, ella misma ya se había implicado en el misterio.

Tenía mucho que agradecerle al Bradwardine del siglo XXI. Ese apellido era el nombre en clave, bajo el que se había ocultado su hombre de confianza y compañero Guardián, Malcolm Bridges. A Malcolm le había tocado el trabajo más peligroso de todos, y se lo había jugado todo. Había entrado en el MI5 y en Oxford para vigilar cualquier actividad esotérica, igual que John Wickins había entrado en Cambridge casi tres siglos y medio antes para vigilar a Newton. En la práctica, no podía alertar a las autoridades. En vez de eso, había actuado igual que lo habían hecho todos los Guardianes que lo precedieron a lo largo de los siglos: observar y esperar, trabar amistades e infiltrarse sin levantar sospechas sobre la ancestral organización a la que pertenecía. Charlie entendía su misión porque él había hecho exactamente lo mismo: había utilizado a terceras personas y las había manipulado para que hiciesen exactamente lo que precisaba que hiciesen.

Y, desde la otra punta del globo, Bradwardine-Bridges lo había mantenido al corriente del curso de los acontecimientos. Le había informado cuando a Lightman se lo había tragado la tierra. Por su parte el profesor había empleado tácticas similares, y había simulado su propia desaparición con tal esmero, que incluso una testigo afirmó haber presenciado su secuestro. También se enteró de que Laura y Philip habían entrado en el laberinto. A 9600 kilómetros de distancia, poco podía hacer excepto aguardar y esperar haberles transmitido suficiente información para apañárselas, sin echar a perder su propia tapadera. Ahora sabía que Jo estaba sana y salva y que tanto Lightman como Spenser habían muerto.

Suspiró. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el valioso objeto del que ya no se separaba ni un instante: una Esfera de Rubí perfectamente esférica. La sostuvo en alto, hacia el sol, y observó con atención las finas hileras de abigarrados jeroglíficos que discurrían en espiral de un polo a otro. El sol brilló en sus profundidades insondables. Volvió a meterse la esfera en el bolsillo, miró hacia el cristalino océano azul, y se sintió en paz con el mundo.