XLV

Wodstock, 30 de marzo, medianoche

La casa estaba sumida en una oscuridad casi absoluta. El Acólito aparcó el Toyota negro en la curva de la parte trasera. Había una luz encendida en la cocina, que iluminaba con un tenue resplandor un pequeño tramo del sendero que pasaba justo debajo de la ventana. Sabía que los únicos que estaban en la vivienda eran Tom y Jo. Apenas tres horas antes había visto a Laura y a Philip entrando en el Trill Mill Stream. Justo después se había reunido con el Maestro y luego había acudido a St. Giles, al colegio universitario de Jo.

La había visto salir a las 22:45 en compañía de su novio por la puerta principal de la verja. Los había seguido con el coche por la carretera que salía de la ciudad, en dirección norte, hasta Woodstock. Allí había esperado a que entrasen en la casa y había aparcado a poca distancia, en una callejuela cercana.

Iba a ser la cosecha final: un hígado, el de Jo Newcombe. Una vez concluida la tarea, regresaría a Oxford a toda velocidad para estar junto a su maestro durante la representación del rito. Por la mañana la obra estaría terminada.

Giró el picaporte de la puerta de la cocina. Estaba cerrada con llave. Depositó el maletín de transporte de órganos en el suelo y abrió un bolsillo abultado del mono de plástico, extrajo un artilugio alargado, parecido a una aguja, y lo metió en el agujero de la cerradura. Al instante, la puerta se abrió y el Acólito entró en la vivienda.

De una habitación próxima le llegaron unos sonidos. Había estado en la casa ese mismo día y conocía la distribución de las habitaciones. Cruzó el comedor con sigilo, a oscuras, y llegó a la puerta que daba al estrecho pasillo. Abrió la puerta con mucho cuidado. En esa vieja casa todo parecía crujir y chirriar. Una vez en el vestíbulo, pudo distinguir que el sonido procedía del televisor del espacioso salón, justo enfrente de donde estaba él. A la izquierda quedaba la escalera, estrecha y de caracol. Cruzó el vestíbulo. La puerta del salón estaba abierta, pero sólo un resquicio. La empujó suavemente y los goznes giraron.

En el rincón más próximo a la puerta había una lámpara encendida. Pero en la otra punta del salón la única iluminación existente era la luz cambiante de la pantalla del televisor. Jo y Tom estaban sentados en el sofá, pegados el uno al otro, absortos en una película antigua. El Acólito vio fugazmente a los actores, en blanco y negro: una pareja besándose, vista por la ventanilla de un vagón de tren, rodeados de vapor. Breve encuentro, pensó. Qué oportuno.

Miró el reloj. Había llegado el momento. Dejó el maletín en el suelo con un cuidado exagerado y, en silencio, extrajo un escalpelo de un bolsillo de la manga. La hoja, larga y horriblemente afilada, destelló a la luz una décima de segundo. El Acólito dio un paso hacia atrás, pero justo cuando puso el pie en el suelo, el viejo tablón de madera crujió. Jo y Tom dieron un brinco y se volvieron.

El Acólito reaccionó deprisa, pero Jo y Tom fueron más rápidos que él y antes de que el asesino hubiese dado dos pasos, se habían levantado ya del sofá. Jo gritó y se escondió detrás de Tom, que había cogido una maza de criquet. El Acólito no se detuvo. Fue derecho a por ellos, con el escalpelo en alto. Tom y Jo se pegaron a la pared. Jo estaba lívida y tenía los ojos abiertos como platos. Tom trataba desesperadamente de mantener la calma, y peinó el aire con la maza en dirección al Acólito. Erró el golpe. Jo volvió a gritar y se agarró a la camiseta de Tom, desgarrándola. Empezaron a caminar hacia la puerta, de espaldas. El Acólito gruñó, impaciente, y avanzó hacia ellos de nuevo. Tom volvió a blandir la maza, que esta vez golpeó fuertemente el brazo del atacante. El Acólito lanzó un aullido y el escalpelo cayó al suelo.

Habían ganado un segundo y echaron a correr por el pasillo. Jo agarró el picaporte de la puerta principal y tiró con fuerza. Estaba cerrada con llave. Jo soltó un taco.

—¡Arriba! —chilló Tom, y la empujó para que fuese delante.

Justo cuando Tom se dirigía a la escalera, de espaldas, el Acólito salió del salón. El asesino empuñaba el escalpelo con la mano izquierda, mientras el brazo derecho le colgaba inerte. Tom le vio la cara tras la visera de plexiglás. Los ojos eran dos discos negros borrosos; el rostro, una réplica en cera de un ser humano.

Jo subió corriendo. Tom la siguió, muy cerca. Subieron los escalones de dos en dos y Tom blandió de nuevo la maza en dirección al Acólito, que esquivó diestramente el golpe y dejó que el palo acabase estampándose en la barandilla y en la pared, de la que se desprendió un trozo de escayola.

—¡El dormitorio! —gritó Tom cuando llegaron al rellano.

El Acólito estaba muy cerca de él y Tom le atacó de nuevo. Esta vez la maza impactó en el hombro, pero sólo le dio de refilón y apenas frenó el avance del agresor. Tom lo azuzó otra vez, pero no lo alcanzó y la maza se encajó entre dos barrotes de la barandilla y se le escurrió de las manos. En la fracción de segundo que tardó en echar a correr, Tom aprovechó para mirar otra vez al Acólito a los ojos. Pero lo único que alcanzó a ver en aquella mirada fue su propia muerte.

Jo había llegado a la puerta del dormitorio y estaba entrando a toda velocidad mientras Tom corría por el pasillo. Estaba muy en forma y era muy rápido corriendo, pero su perseguidor estaba a no más de un paso de él. Jo mantuvo la puerta abierta y la cerró de golpe en cuanto Tom hubo entrado, pero el Acólito empujó con todas sus fuerzas.

—¡Echa el pestillo! —gritó Tom, con el cuerpo pegado a la madera de la puerta.

Jo corrió como pudo el pestillo. Estaba temblando, a punto de sufrir un ataque de nervios, con la mirada desencajada y las mejillas pálidas.

El Acólito empezó a aporrear la puerta con una fuerza increíble. Uno de los paneles se resquebrajó. Jo chilló.

—¡Sal por la ventana! —gritó Tom—. ¡Sal! ¡Salta! ¡Lo que sea, pero sal de aquí!

—Pero…

—¡Vamos!

Jo fue a la ventana y trató de soltar el cierre, pero las manos le temblaban fuera de control. Mareada por el pánico, a punto de vomitar, consiguió finalmente descorrer el cierre justo cuando una mano enfundada en plástico se coló por el agujero de la puerta y agarró el pestillo. Tom cogió lo primero que pilló, un pesado jarrón de cristal, y lo estrelló contra los dedos plastificados del Acólito. Y se llevó una alegría al oír el gruñido ahogado que salió de debajo de la visera y al ver que el atacante retiraba la mano enguantada.

Tom retrocedió hasta la ventana y, justo en ese momento, la puerta se hizo astillas por efecto de una patada furibunda. El Acólito sabía que había pasado ya su momento, que las condiciones astrológicas se habían modificado. Pero ahora lo que le impulsaba era la pura sed de sangre. Y se abalanzó hacia ellos.

Monroe dobló la esquina de High Street con Ridley. Delante vieron tres vehículos de la policía con las luces apagadas. Monroe apagó los faros de su coche y avanzó unos metros más.

Había cuatro policías, ataviados de pies a cabeza con protectores especiales y pertrechados con rifles de gran potencia, acercándose al lateral de la casa. Dos de ellos echaron a correr hacia la vivienda mientras los otros los cubrían.

Laura estaba abriendo la portezuela del coche antes incluso de que éste estuviera parado.

Monroe la sujetó por el brazo.

—¡No sea estúpida, joder! Mis hombres están entrando en este momento… así no podrán hacer su…

Laura se soltó bruscamente.

—Si cree usted que…

—¡Si entra ahí podría matarla! —le gritó Monroe—. Sería la responsable de la muerte de su hija… Piense con la cabeza, mujer, ¿es que quiere que pase eso?

Laura se desinfló de repente y se llevó las manos a la cara.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.

Philip le rodeó los hombros con el brazo para tranquilizarla.

Monroe corrió hasta el coche patrulla más próximo. Allí estaba el agente Smith, hablando por el radiotransmisor. Monroe se disponía a ordenarle que corriera por el otro lado de la casa, cuando un fuerte estrépito los hizo levantar la vista hacia las ventanas del dormitorio. A continuación se oyó un grito muy agudo. Monroe gritó por el transmisor:

—¡Jenkins! ¡Informe!

No hubo contestación.

—Smith, sígame, vamos por ese lado.

Monroe sacó su pistola y echó a correr en dirección a la parte trasera de la casa.

Justo cuando se metían entre las sombras del lateral de la vivienda, se abrió una ventana del piso de arriba, con tal fuerza que tembló como un flan, colgada de las bisagras. Laura lo vio desde el interior del coche de Monroe y, antes de que Philip pudiese detenerla, salió corriendo hacia el jardín delantero. Laura levantó la cabeza y vio aparecer el rostro petrificado de Jo. Estaba saliendo al alféizar de la ventana, cuando se oyeron tres disparos. Procedían del interior de la casa. A continuación, se oyó otro disparo, y luego un quinto. Laura se asustó y cerró los ojos una décima de segundo. Cuando volvió a abrirlos, Jo había desaparecido.

El cuerpo del Acólito estaba tendido boca abajo en el dormitorio; parecía un muñeco blanco y rojo. La parte posterior del casco estaba destrozada, salpicada de rojo brillante, y dos agujeros mostraban el lugar de la espalda por donde le habían perforado las balas, entre los omóplatos. A su alrededor, un montón de astillas de madera.

Cuando Laura y Philip entraron corriendo en la habitación, Tom y Jo estaban hablando con Monroe. Laura estrechó a su hija entre sus brazos.

Philip puso la mano en el hombro de Tom.

—Bien hecho —dijo.

—Nada como un buen trozo de sauce para sacarte de un apuro —contestó Tom, con la voz un tanto temblorosa.

Philip lo miró extrañado.

—Me he pasado la tarde con una maza de criquet en el regazo. Después del robo del otro día, no quería arriesgarme.

—Menos mal que se te ocurrió —repuso Philip. Se acercó a Laura y Jo, que seguían abrazadas. Cogió a su hija entre los brazos la besó en la mejilla, empapada de lágrimas. Luego, le rodeó los hombros con el brazo y acercó a Laura—. La familia feliz —dijo.