XLIV

Oxford, 30 de marzo, 23:10

Se detuvieron en mitad del pasadizo, doblados casi por la mitad, con las manos en las rodillas, tratando de recuperar el aliento.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Philip jadeando.

—Pues, en realidad, era evidente… Oro.

—Podrías ser un poco más precisa.

Aurum, oro en latín. Estaba escrito en la misteriosa frase del Guardián. ALUMNUS AMAS SEMPER UNICUM TUA DEUS. «A» y «U» en ALUMNUS, «R» en SEMPER, «U» y «M» en UNICUM.

—Laura, eres un genio —dijo Philip.

—Ya lo sé.

—Y es bonito saber que, mientras, tenías la mente puesta en el trabajo.

—Soy una mujer, Philip; una criatura diseñada para hacer cinco tareas a la vez —replicó ella con una sonrisita burlona.

Enfrente de ellos, a unos veinte metros, había una puerta. Estaba ligeramente entornada y la luz que salía por el resquicio iluminaba el pasadizo.

Se acercaron a uno de los muros que formaban el vano y se asomaron sigilosamente.

La sala estaba iluminada con las velas de una lámpara de araña colgada del centro de un techo abovedado. Al fondo había una inmensa estrella de cinco puntas de oro. Medía unos dos metros de ancho y estaba colocada encima de una plataforma, a poca distancia de la pared del fondo. A la derecha de la estrella, Laura distinguió una puerta de cristal empotrada en la pared. Parecía un frigorífico de grandes dimensiones, con el cristal opaco por efecto del hielo.

Cerca de la estrella de cinco puntas había dos hombres de pie. Iban ataviados con togas negras, aunque no llevaban puesta la capucha. El hombre de la derecha estaba inclinado hacia la estructura metálica, realizando algún ajuste.

Laura estaba a punto de volverse hacia Philip para susurrarle algo, cuando de pronto se le resbaló de las manos la linterna, que provocó un estrépito al chocar contra el suelo. Laura se echó hacia atrás rápidamente y soltó un taco entre dientes.

—¡Laura! ¡Qué alegría que hayas podido acompañarnos! —oyó decir a una voz conocida procedente del interior de la cámara.

Sintió que el horror la atravesaba como una descarga eléctrica, una nítida reacción física, inmediata y poderosa. Se volvió hacia Philip, que la miraba atónito. Laura cerró los ojos y, al tiempo que caía en la cuenta de lo que estaba pasando, sintió una oleada de dolor. Philip creyó que se iba a echar a llorar. Pero ella giró sobre los talones y entró en la cámara.

James Lightman parecía ridículamente sereno, como si estuviese recibiéndola en el salón de su casa o en algún salón de té de The High. Estaba de pie, las manos entrelazadas delante. Parecía rebosante de seguridad en sí mismo, pletórico de energía. A la luz de las velas, le brillaban los intensos ojos marrones. A su lado estaba Malcolm Bridges, mirándolos con ojos totalmente inexpresivos y el rostro esculpido por las sombras. Recordaba a la Parca.

—Llegas en un momento oportunísimo —dijo Lightman.

A Laura se le revolvió el estómago.

—¿Qué demonios es todo esto? —preguntó en tono de exigencia, con el rostro encendido—. ¿Cómo has podido…?

Con un leve atisbo de sonrisa, Lightman respondió:

—No me digas que no lo sospechabas, Laura. ¿Con esa imaginación tuya tan viva?

—De él sí lo habría creído. —Lanzó una mirada a Bridges, y éste se la sostuvo con ojos inexpresivos—. Pero ¿tú, James? ¿Por qué?

—¿Por qué querría yo tener la vida eterna, Laura? Vamos a ver, deja que piense…

—Pero ¿los ritos esotéricos?

—Qué mundo tan aburrido si todos creyésemos las mismas cosas, ¿no te parece? Bueno, ya basta. Debo felicitaros a los dos por haber superado las pruebas de los Guardianes. Muy pocos lo han logrado. Me hubiera encantado ver el documento que habéis utilizado para conseguirlo, pero ya no necesito esas cosas. Pronto mi labor se habrá completado —y señaló con la mano la estrella de cinco puntas—. Como ya sabéis por vuestras intrépidas investigaciones, esta noche tendré en mi poder el último órgano y comenzará la verdadera obra. La última pieza no tardará en llegar.

Laura se disponía a replicar, cuando Lightman levantó la mano.

—Estoy seguro de que lo que tienes que decir es muy importante, Laura, querida. Pero, por favor, deja que termine de explicarte lo que he empezado a decir. Creo que te resultará valioso. Verás, ninguno de los dos —y miró fugazmente a Philip— volveréis a ver la luz del día. Ya no se puede volver por los túneles de los Guardianes y sólo queda una salida. Y no es otra que la ruta que nos conduce hasta la biblioteca. Yo soy el único que tiene el mapa —se dio unos golpecitos en el pecho con la palma de la mano.

—La ruta creada por John Milliner —dijo Laura.

—Mi predecesor, en más de un sentido.

Laura estaba desconcertada.

—¡Ah!, otra pieza del rompecabezas que se os escapó —dijo Lightman—. John Milliner no sólo era catedrático de Medicina en la universidad, sino también director de la biblioteca. En las últimas doce generaciones, por lo menos, todos los bibliotecarios de la Bodleian han sido presidentes de mi orden, la Orden de la Esfinge Negra. Y cada uno de nosotros hemos aportado nuestro granito de arena a la enorme red de túneles que hay debajo de la biblioteca. Las obras de construcción terminaron hace mucho, mucho tiempo, pero hemos ido añadiendo motivos decorativos y ciertos toques de refinamiento. Mi contribución ha sido este ingenioso aparato refrigerador.

—Y supongo que él ha sido tu verdugo —Laura señaló a Bridges con el mentón.

—¡Oh, no, mi listísima niña! —contestó Lightman—. Me temo que ahí te equivocas de plano. Aquí donde lo ves, Malcolm tiene talento para muchas cosas, pero no es vuestro asesino. Esa responsabilidad recae en otro joven colega mío. A lo largo de los años ha usado muchos alias, pero las autoridades universitarias lo conocieron como Julius Spenser. Oficialmente, es un psicólogo del más alto nivel, que en estos momentos se encuentra trabajando en Estados Unidos. Al menos, eso es lo que la policía sabe de él. Me temo que en los últimos tiempos el pobre comisario Monroe ha andado algo escaso de inspiración… Pero, para tu información, querida niña, hay algo sobre mi colega que me gustaría explicarte.

Lightman dio un paso atrás y extrajo un revólver de entre los pliegues de la toga. Apuntando directamente a Bridges, dijo fríamente:

—Malcolm, tal vez puedas contarnos algún detalle sobre tu participación en todo esto.

En la sala reinaba la misma quietud y el mismo silencio que en un mausoleo. Desde allí, a varias decenas de metros de profundidad, debajo de la Biblioteca Bodleian, no podían oír ninguno de los habituales sonidos de la vida cotidiana: el resonar del tráfico, los ruidos de la gente… Todas esas cosas habían quedado arriba, en la superficie. Podrían haber estado en otra época, en el pasado. Si obviaban el aparato refrigerador de Lightman, podían imaginar que estaban conversando en aquella estancia en el instante en que Milliner la vio por primera vez, o incluso cuando Newton tenía delante su colección particular de órganos humanos.

Ahora sí que los ojos de Bridges se abrieron como platos. Levantó las manos lenta y parsimoniosamente, sin dejar de mirar una y otra vez el rostro del viejo y el arma que lo apuntaba. Laura vio que le brotaban gotitas de sudor en la frente.

—¡¿Qué?! —exclamó Bridges, meneando ligeramente la cabeza—. ¿Qué quiere exactamente que…?

—Bueno, como es natural, no lo ibas a admitir por las buenas…

Philip se disponía a intervenir, cuando Lightman le lanzó una mirada.

—Esto no tiene nada que ver con usted, señor Bainbridge. —Y agitó la pistola en dirección a Bridges—. ¿Y bien?

—Yo no…

—Malcolm, Malcolm. —Lightman suspiró y sacudió la cabeza—. Por favor, no desperdicies mi tiempo. Vamos a empezar por el principio, ¿te parece? Yo te ayudaré. Verás, sé mucho más de ti de lo que puedas imaginar. Tengo infinidad de contactos en toda clase de sitios interesantes. Sé, por ejemplo, que estuviste presente en el lugar de los hechos cuando mi colega… ¿lo llamamos Julius? Venga. Cuando Julius estaba cogiendo el cerebro. La policía encontró una muestra casi imperceptible de tu sangre en casa de la chica. Luego, hace dos semanas, mis cámaras te grabaron registrándome el estudio, en mi casa. Y tengo grabadas unas conversaciones muy reveladoras entre tú y tus jefes.

Bridges parecía súbitamente cambiado. Ya no era el tétrico joven que no sale del recinto universitario, ni el vampírico cómplice de una serie de horrendos crímenes. De repente, parecía un hombre corriente.

—Sabe para quién trabajo —dijo, clavando la mirada en Lightman—. Con sus impuestos me pagan a mí el sueldo. Y si realmente ha grabado mis conversaciones, cosa que dudo mucho, sabrá que terminan en Millbank. Estuve en la casa de la chica asesinada con la esperanza de interponerme en el camino de Spenser. Por desgracia, llegué demasiado tarde para salvarle la vida… Fui testigo de cómo la abría en canal. Y ahora estoy aquí para impedir que remate su obra.

Lightman le lanzó una sonrisa fugaz, gélida. Pero Laura percibió que esa seguridad suya, aparentemente imperturbable, había perdido parte de su brillo.

—Ah, la confianza propia de la juventud —dijo—. Cuánto la admiro. Pero, querido muchacho, creo que has dejado las cosas para demasiado tarde. Claro que no nos podías haber detenido antes… No tenías nada a lo que agarrarte, ¿verdad que no? Julius es muy concienzudo. ¿Qué habrían pensado tus superiores si les hubieras ido con el cuento de que el bibliotecario, que había desaparecido misteriosamente, era en realidad el cabecilla de un grupo esotérico que pretende contratar los servicios del Señor de las Tinieblas en un ritual abominable? Mientras nosotros conversamos, Julius está preparándose para cosechar el elemento que falta.

Bridges no dijo nada y empezó a bajar lentamente los brazos.

—¡Quieto! Creo que deberías dejar las manos donde estaban —le espetó Lightman, agitando de nuevo la pistola. Bridges hizo lo que le decía—. Oídme bien —añadió, y lanzó una mirada rápida a Laura y a Philip—: tal vez supongáis que soy un viejo enclenque, pero, por favor, no se os ocurra pensar que podéis conmigo. Tengo una puntería soberbia y estoy muchísimo más ágil de lo que parece —respiró hondo—. Os ruego que os sentéis los tres ahí, si me hacéis el favor —añadió, blandiendo el arma en dirección a la estrella de cinco puntas.

—James, ¿no crees que todo esto ha ido ya demasiado lejos? —dijo Laura.

—¿No lo entiendes, verdad, Laura? —replicó Lightman—. No es ningún juego. Esto es muy serio. He dedicado los últimos diez años de mi vida a planear este delicadísimo proceso y esta noche llegará el momento culminante y la terminación de todo el trabajo. No podéis interferir. Y ahora, por favor, haced lo que os digo.

Lightman le puso una mano en el hombro para acompañarla al otro lado de la sala. Pero ella se revolvió y la apartó, enfadada.

—No me lo puedo creer de ti —le dijo entre dientes.

Philip la cogió por el brazo y Lightman condujo a los tres hasta la plataforma sobre la que se alzaba la estrella de cinco puntas. En el suelo había una caja de herramientas. Lightman levantó la tapa. Dentro había una llave inglesa regulable, varios destornilladores, un montón de llaves fijas, tuercas y tornillos, y un rollo de cinta adhesiva. Cogió la cinta y se la dio a Laura.

—Átalos por las muñecas a la estructura. Vosotros, sentaos aquí —dijo a los dos hombres, y encañonó a Bridges por la espalda, empujándole lo justo para que notase el arma entre los omóplatos.

Philip se quitó la mochila y la dejó en suelo, cerca, antes de agacharse para sentarse en las losas de piedra. Lightman pasó por detrás de la estrella, sin dejar de apuntarlos con la pistola. Dio una patada a la mochila de Philip y esperó mientras Laura se ponía en cuclillas y ataba las muñecas de Philip con la cinta adhesiva. Luego, cuando ella se aprestó a repetir la operación con Bridges, Lightman comprobó la sujeción.

—Siéntate, Laura, por favor —dijo cuando hubo terminado. Acto seguido, la ató a la estrella por las muñecas—. Bueno, yo ahora tengo mucho que hacer… —Los miró uno por uno.

Laura apartó la mirada, asqueada.

—Está perdiendo el tiempo, ¿sabe? —La voz de Bridges sonó tranquila pero autoritaria.

—No me hagas enfadar, Malcolm —le espetó Lightman—. Aunque vas a morir igualmente, te aseguro que hay formas que no te gustaría considerar.

—La inscripción no vale para nada.

—¿No me digas?

—Charlie Tucker se enteró de lo que se proponía y alteró el significado de la decodificación de la inscripción. No cabe duda de que creía en todas estas cosas. Y lo mató demasiado pronto, profesor.

Lightman se quedó mirando a Bridges unos segundos. Cuando por fin habló, la voz, extrañamente, le salió casi apagada.

—Yo no ordené matar a Tucker.

—Es igual. El que se cargó a Charlie Tucker le ha dejado a usted con una inscripción inútil con la que no va a poder invocar ni a un gnomo, y no digamos a Mefistófeles.

La mirada de Lightman se tornó siniestra, cargada de ira.

—Piensa lo que te dé la gana —dijo con sorna—. Imagino que lo único que estás haciendo es aplicar lo que te han enseñado. Puedo ver el manual de entrenamiento… Técnica número setenta y dos: «Intenta intimidar a tu adversario con amenazas plausibles, aunque para ello debas recurrir a falacias».

Bridges se limitó a encogerse de hombros.

—Muy bien… —dijo—. Podemos esperar.

—¿Ah, sí? —bramó Lightman, y dio un paso adelante—. A lo mejor yo puedo corregir eso. —Y levantó la pistola hasta la cabeza de Bridges.

—¡No! —gritó Laura.

Lightman se volvió hacia ella y Philip, blandiendo el arma delante de sus narices.

Lightman se rió y retrocedió para contemplarlos a los tres, maniatados a la estrella de cinco puntas.

—Pero qué estampa más patética formáis…

—¡Oh, cierra el pico, James! —le respondió Laura—. Aquí el único patético eres tú… Has debido de perder la cabeza.

Lightman se acercó a donde Laura estaba sentada, entre Bridges y Philip. Se agachó. El rostro le quedó a la altura del de ella. Laura notó su aliento en la mejilla.

—¿No sospechas absolutamente nada, verdad? —le preguntó.

—¿Sobre qué? —replicó Laura entre dientes—. ¿De qué coño estás hablando ahora?

—Mujer, de la identidad de la víctima final, de qué va a ser —sonrió.

Sus palabras tardaron un segundo en cobrar sentido en la mente de Laura.

—¡Ah, ya lo entiendes! —dijo Lightman fríamente—. Tu hija morirá asesinada dentro de… —miró la hora en el reloj— unos cuarenta y cinco minutos. Julius le extirpará el hígado y nos lo traerá aquí.

Laura se quedó helada. El frío la inundó como una oleada del Ártico. Notó que, a su lado, Philip trataba de soltarse de la atadura que lo ligaba a la estrella.

—No me lo diga, señor Bainbridge —añadió Lightman con voz melodiosa—. ¿Que no me voy a salir con la mía? ¿Y quién me lo va a impedir? ¿Monroe? Está más perdido que una aguja en un pajar.

Laura se había quedado muda de espanto. A toda velocidad visualizó a Jo, sola en la casa de Woodstock, y al despiadado Julius Spenser colándose por la puerta de atrás. Philip había cerrado los ojos y apretaba los labios. Estaba muy pálido.

—Bueno, supongo que os estaréis preguntando cómo es posible que Monroe no sepa que Jo es mi objetivo final, ¿verdad que sí? —Ninguno de ellos contestó, y Lightman pareció encantado de poder seguir hablando—. Pues bien, aunque nuestro comisario es un poco zoquete, en el fondo no ha sido culpa suya del todo. Veréis, Jo… ¿Puedo llamarla Jo, verdad? Usaba el apellido de su padrastro, Newcombe, que, como sabes, Laura, es el que usa para los trámites oficiales y, por tanto, el que usó en los impresos de la matrícula universitaria. Y con él se apuntó a las pruebas psicológicas. ¿Cómo iba Monroe a caer en ese detalle?

Bridges soltó un suspiro exagerado y Lightman le ordenó guardar silencio.

—Se lo repito, profesor. Está perdiendo el tiempo.

Lightman apuntó a Bridges. Todos pudieron ver que al viejo le temblaba la mano, y Laura recordó, de pronto, su visita al despacho de Lightman en la Bodleian hacía una semana. Recordé el curioso cachivache que el profesor había usado para mitigar el dolor de la artritis. Pero no podía hacer nada; tenía las manos tan fuertemente atadas, que casi no notaba los dedos.

Cambió el arma de mano y, al dejar la derecha pegada al costado, la agitó como para sacudirse el dolor.

—¿Sabes, Malcolm? —Y su voz tembló ligeramente—. Me estoy hartando de que te repitas tanto. —Los tres siguieron con la mirada el arma que se apoyaba en la frente de Bridges. Lentamente, casi de una manera sensual, Lightman le acarició el rostro con la fría boca del revólver. Al moverla por su piel, le dejaba una marca blanca—. Qué seres tan frágiles somos, ¿verdad? —susurró.

Lightman bajó el arma lentamente hasta apoyarla pocos centímetros por encima del pecho de su víctima. Luego, le acarició con ella cada brazo, primero el izquierdo y después el derecho. A continuación, volvió a llevarla hasta el torso de Bridges, la bajó hasta la entrepierna y la dejó ahí, ligeramente apartada, unos segundos. Despacio, le recorrió la pierna derecha y después la izquierda. Al llegar a la rodilla, se detuvo un instante. Parecía estar estudiándole la pierna, pues ladeó la cabeza mientras la miraba.

—Tan frágiles…

Miró a Malcolm Bridges a los ojos y disparó.

El sonido percutió por toda la cámara, rebotando en sus paredes de piedra. La bala destrozó la rodilla de Bridges, quien gritó y se convulsionó violentamente, golpeándose la espalda contra la estructura metálica de la estrella de cinco puntas.

El rostro de Lightman seguía imperturbable. Sin prestar la menor atención al joven, que se retorcía de dolor, se volvió hacia Laura y Philip. Los dos estaban petrificados de la impresión.

—Como dije antes, tengo mucho que hacer —murmuró Lightman.

Se oyó entonces un educado carraspeo en la puerta de entrada. Allí estaba el comisario Monroe, flanqueado por dos policías. Los tres llevaban casco y chalecos antibalas. Los policías de uniforme apuntaban a la cabeza de Lightman con sus armas de fuego.

—¡No se mueva! Baje el arma —dijo Monroe.

Lightman dio un paso a la derecha y agarró a Laura por el pelo, lo que la hizo gritar de dolor. Colocó entonces la pistola junto a la sien derecha de Laura y dijo:

—Yo diría que deberían ser ustedes quienes bajaran sus armas. Me repatea ponerlo todo perdido.

Laura reflexionó a toda velocidad. Se negaba a que el pánico se apoderase de ella. No ayudaría nada en semejante trance y, desde luego, no ayudaría a Jo. Monroe y los dos policías entraron en la cámara. La reacción de Lightman fue apretar aún más la boca del revólver a la sien de Laura, que notó cómo el dolor se expandía en forma de ondas dentro de su cabeza.

Sin pensar exactamente lo que estaba haciendo, giró la cabeza y empujó con fuerza uno de los barrotes transversales de la estructura metálica, justo detrás de ella. Laura sintió otra punzada de dolor, pero aquello debió de dolerle más a Lightman, porque le había aplastado los dedos entre la barra de metal y la parte posterior del cráneo.

Lightman ahogó un grito, trató de soltarse y perdió el equilibrio. Suficiente para los tiradores de la policía. Resonaron dos disparos y Lightman cayó al suelo, agarrándose el pecho con las manos.

Monroe cruzó la sala en un tris. Y justo cuando llegaba a la estrella de cinco puntas, entraron otros dos agentes.

—¡Traiga el botiquín, Jones! —gritó Monroe.

El otro policía corrió hacia el cuerpo de Lightman.

—Ocúpese de este hombre inmediatamente —añadió, señalando a Bridges—. Sáquenlo a la calle y avise a los sanitarios que están en camino… en cuanto tenga cobertura. —A continuación, se volvió hacia Laura y Philip—. ¿Se encuentran bien?

Laura estaba blanca como una sábana y le temblaban las manos.

—Jo… Tiene que salvar a Jo —contestó como pudo.

Monroe la miró extrañado.

—¿Cómo dice?

—Jo es su objetivo final —dijo Philip con voz trémula—. Es nuestra hija. Debe de estar en casa, en Woodstock. El asesino ha ido para allá.

Monroe no vaciló.

—¡Harcourt, Smith! —gritó en dirección a los dos agentes que habían entrado con él en la cámara—. Salgan inmediatamente a la superficie. —Se volvió hacia Philip—. ¿Cuál es la dirección?

—Somersby Cottage, Ridley Street. Justo saliendo de High Street, dos casas después de la estafeta de correos.

—Avisen a todas las unidades. Y extremen la precaución —ordenó Monroe—. El sospechoso está armado y es muy peligroso.

Entonces, rodeó la estrella de cinco puntas y cortó la cinta. Laura y Philip se pusieron de pie de un salto y se frotaron las muñecas.

—Tenemos que salir de aquí —dijo Laura con la voz rota y el corazón a punto de salirle por la boca.

—Podemos ocuparnos nosotros, Laura —insistió Monroe.

—Así lo espero. Pero no pienso quedarme aquí sin hacer nada.

Uno de los policías que estaba agachado al lado de Lightman se levantó.

—Ha muerto —anunció.

Laura echó a correr hacia la puerta, seguida de Philip y Monroe, sin pararse un instante a mirar el cadáver de Lightman. Cuando salían, Philip vio a Bridges haciendo esfuerzos por no desplomarse. Jones le había practicado un torniquete justo encima de la rodilla y le había puesto una mascarilla de oxígeno.

—Gracias —le dijo Philip, a la carrera.

Monroe se puso delante del grupo y giró a la izquierda para meterse por un arco que daba a un pasadizo de techo abovedado y cristales luminiscentes.

—¿Cómo han dado con nosotros? —le preguntó Philip sin dejar de correr.

—Agradézcanselo a su amigo Malcolm Bridges —contestó Monroe.

Tardaron un buen rato en alcanzar el nivel de la calle. Monroe tuvo que detenerse en varias ocasiones para comprobar el mapa que Bridges le había hecho llegar esa tarde. Los túneles giraban y serpenteaban, pero siempre siguiendo una leve pendiente hacia arriba. Fue agotador, pero no podían perder ni un segundo. Ni siquiera pararon cuando Monroe sacó el interfono. En el indicador de cobertura se había encendido una luz verde. Monroe apretó la tecla de llamada.

—¿Harcourt? ¿Están en camino? Bien. Que todas las unidades se dirijan a Woodstock. De acuerdo, escuche, el sospechoso es un tal Julius Spenser. Dígale a Smith que vaya elaborando un perfil. Sabemos que es un asesino muy bien entrenado. Irá perfectamente armado. —Sin dejar de correr, Monroe respiró hondo varias veces y notó una punzada en el pecho. «Tengo que volver al gimnasio», pensó—. Llegaremos lo antes posible. Jenkins se hará cargo hasta que yo llegue. Ya va de camino.

Cuando doblaron el último recodo se encontraron con una puerta de roble macizo. Pero no tuvieron que echar mano de código alguno; estaba abierta. Monroe pasó delante y los llevó al despacho de Lightman. Cruzaron el gabinete casi sin mirar alrededor, salieron al pasillo, donde pasaron junto a una pareja de policías y, segundos después, salieron al frío aire de la noche. El coche de Monroe estaba aparcado muy cerca de la entrada principal del edificio. Philip y Laura se metieron a toda prisa en el vehículo y el comisario se puso al volante y enfiló por Parks Road como una centella, hacia el norte, hacia Woodstock. Detrás vieron las luces de una ambulancia que llegaba a la entrada principal de la sede de la biblioteca.