Oxford, 30 de marzo, 22:18
Philip reaccionó a la velocidad del rayo y se lanzó hacia delante para agarrar a Laura por el brazo en plena caída. Se apuntaló bien en la cornisa y la ayudó a ponerse a salvo. Cuando Laura se sentó al fin en la estrecha franja de suelo, estaba temblando. Philip se hizo un hueco a su lado.
—Un poco tonto por tu parte —dijo, echándole el brazo por los hombros.
Ella estaba sin palabras.
Philip se estiró para coger la botella de agua de la mochila.
—Toma, bebe un poco.
—Lástima que no tengas algo más fuerte —sonrió burlonamente y dio un trago largo. Al acabar, le devolvió la botella mientras se secaba la boca con la mano—. ¡Dios! Gracias —dijo bajando la cabeza hacia las rodillas.
—Para lo que gustes, ya sabes dónde estoy. No quiero seguir yo sólito con esto, no te vayas a creer…
Laura le sonrió sin muchas fuerzas.
—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?
—Buena pregunta.
—Estaba segura de que la ruta tenía algo que ver con los colores alquímicos.
Philip se encogió de hombros.
—Quizás es a la inversa. Si no, no tiene sentido.
—Vale, pero ¿cómo lo vamos a averiguar?
—Usando la mochila.
—Pero no pesa lo suficiente, y si nos quedamos sin ella…
—Siempre será mejor eso que uno de nosotros caiga al vacío.
Philip acercó la mochila. Se colocó justo en el borde de la grieta y la depositó suavemente en el círculo rojo que había al lado de donde antes estaba el pedestal negro. Despacio, apartó las manos y dio unos pasos atrás. No pasó nada.
—Vale —dijo, y retiró la mochila—. Pero, aun así, no me convence. Usemos la cuerda. Átatela a la cintura. Yo usaré el enganche de la pared para agarrarla. Si puede contigo, bien. Si no, yo te cogeré.
Laura dio dos vueltas a la cuerda alrededor de la cintura y Philip le hizo un nudo muy fuerte. A continuación, pasó el otro extremo por el enganche de hierro que estaba sujeto a la pared y se plantó en la cornisa con las piernas separadas. Laura se asomó al máximo y, lentamente, apoyó un pie en el pedestal rojo. Respiraba con dificultad y empezaron a aparecerle gotitas de sudor en la frente.
—Allá voy.
La piedra aguantó. Laura se volvió hacia Philip con una mirada triunfal y él respondió con los pulgares hacia arriba.
—Prueba con la siguiente —le dijo—. Aflojaré un poco la cuerda para que puedas hacerlo.
Ella analizó los círculos que tenía delante. En la segunda hilera, el segundo pedestal empezando por la izquierda era amarillo. Con toda la ligereza de que fue capaz, dio un saltito hasta la piedra amarilla y soltó un profundo suspiro de alivio.
—Llegaré yo sola hasta el final —anunció Laura—. Es demasiado peligroso que estemos los dos a la vez subidos en estos chismes.
Dicho esto, se volvió de nuevo hacia la pasarela y se subió al pedestal blanco de la tercera hilera. Allí se detuvo unos instantes, tomó aire y pasó al círculo negro de la última. A los pocos segundos, estaba en el otro lado.
—¡Vale! ¡Te toca! —le dijo con el corazón, desbocado.
Se desató la cuerda y fue soltándola poco a poco para que Philip pudiese acercarse a la pasarela con la cuerda pasada por el enganche de la pared y atada a la cintura. En su orilla de la grieta, Laura pasó a su vez el cabo por otro enganche de antorcha que encontró en la pared, junto al arco. Si uno de los pedestales cedía al peso de Philip, éste podría subir por la cuerda.
Moviéndose lo más deprisa que pudo, pero a la vez con el máximo cuidado, Philip siguió la misma ruta que había tomado Laura: rojo, amarillo, blanco y negro. Y al poco rato estaba al otro lado, junto a Laura.
—¡Fiu! —exclamó, y se enjugó el sudor que le humedecía los ojos—. Me gustaría decir que ha sido la pera, aunque, para ser sincero, no ha sido el caso.
Una vez cruzado el arco, empezaba un pasillo corto que giraba a la izquierda y luego, bruscamente, a la derecha. Al virar por el segundo recodo, desembocaron en una sala de planta circular. Estaba iluminada desde el techo. De hecho, todo él resplandecía.
Era de roca maciza, pero la luz parecía emanar de la piedra misma.
—¡Dios mío! —exclamó Philip, mirando el techo de roca. Era grumoso y jaspeado y, desde una perspectiva más cercana, se podía ver que toda la superficie estaba cubierta de una fina capa de cristales amarillos—. Tiene que ser una especie de cristal luminiscente natural —añadió.
—Qué listos los alquimistas.
—Supongo que sí. Es para maravillarse, ¿no te parece?
La sala estaba totalmente desnuda y tenía otra abertura en la pared, frente al arco por el que habían entrado. Laura escudriñó el vano. De allí salían sendos pasillos a izquierda y derecha. En el muro de enfrente había dos discos de metal del tamaño de un CD. En el interior del que estaba situado a la izquierda había dos círculos concéntricos grabados. El disco de la derecha tenía otro símbolo: un círculo con algo semejante a dos cuernos en la parte superior, y una cruz en la base.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó Laura.
Philip repasó el documento de Newton.
—Estas dos figuras están aquí… Mira, están al lado del laberinto.
—La de la izquierda es el símbolo del Sol. La otra es el de Mercurio, ¿no?
Philip asintió.
—Entonces, ¿seguimos al Sol o a Mercurio?
—Mercurio es el mensajero alado. El Sol… ¿qué? ¿La luz? ¿La superficie, quizá?
—No ayuda mucho. El mercurio era el metal más importante para los alquimistas, ¿no? Uno de los tres elementos básicos utilizados en la creación de la Tierra.
—O sea, que tenemos que ir por aquí —Laura señaló el pasillo de la derecha.
—Es posible. Pero, a la vez, en astrología el Sol ocupa el centro de todas las cosas.
El techo de los dos pasillos estaba iluminado de la misma manera que la cámara que habían dejado atrás.
—Yo iría por la izquierda, por el Sol.
—De acuerdo.
Laura inició la marcha. Avanzaron muy despacio. A los pocos metros de adentrarse por ese pasadizo, giraron a la derecha y después a la izquierda, y al poco rato se encontraron ante otra bifurcación. En este punto el camino se dividía en dos pasadizos más pequeños que los anteriores, cada uno de los cuales se abría en un ángulo: uno a las diez en punto y el otro a las dos en punto. Entre uno y otro había una columna de piedra. En ella, y a la altura de la cabeza de Laura, encontraron otro disco. Estaba dividido por una línea vertical. A la izquierda de la línea se veía otra vez el símbolo del Sol —los círculos concéntricos que habían visto antes—, y a la derecha, grabado en el metal, había otro símbolo. Parecía la letra «h», con una línea horizontal encima.
—¿Querrá decir que tenemos que seguir todo el rato el símbolo del Sol? No puede ser —Laura frunció el entrecejo.
—No, creo que no es correcto.
—Lo cual significa que o vamos por aquí… —y señaló el pasillo de la derecha— o volvemos a los primeros símbolos y tomamos el otro camino.
Laura cogió el documento de Newton que Philip tenía en la mano y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, apoyando la espalda en la columna de piedra que dividía los pasadizos. La luz del techo brillaba lo bastante como para poder leer.
—Vamos a ver: ¿qué información hemos usado hasta ahora? —preguntó Laura—. ¿El código de los colores? Eso lo hemos usado dos veces, ¿no? Y no parece que tenga ninguna relevancia aquí. Mercurio es un metal, pero si los otros símbolos son Saturno y el Sol, el símbolo de Mercurio tiene que referirse al planeta.
Philip se puso en cuclillas a su lado.
—¿Y qué pasa con la posición de estos símbolos? —preguntó, reflexivo—. Tal vez nos estén diciendo algo.
Los dos se quedaron mirando atentamente el documento, tratando de casar las posiciones de los símbolos con el croquis del laberinto que Newton había copiado del original.
—No se trata de sus posiciones —dijo Laura de repente—. Se trata de su relación con el ensalmo. Aquí —dijo, al tiempo que indicaba las frases latinas que habían transcrito utilizando el código de Charlie.
Philip rebuscó en los bolsillos la traducción que habían anotado la noche anterior.
Eres Mercurio la flor poderosa,
Sobremanera digno de honor;
Eres la fuente de Sol, Luna y Marte,
Colono de Saturno, y fuente de Venus,
Eres Emperador, Príncipe y el más regio de los Reyes,
Eres Padre del Espejo y hacedor de Luz.
Eres cabeza, y el más alto y el más bello a la Vista.
Todos te alabamos.
Todos te alabamos. Dador de verdad.
Te buscamos, te imploramos, te damos la bienvenida.
—Eso es… «Eres Mercurio la flor poderosa» —leyó Laura en voz alta—. Tercer renglón: «Eres la fuente de Sol, Luna y Marte…». Eso es. Elegimos el pasillo erróneo. Deberíamos habernos metido por el de Mercurio, el que salía a la derecha.
Regresaron al arco por la cámara circular de piedra y se detuvieron un instante delante de los dos discos de la pared para adentrarse enseguida por el pasillo que tenían justo delante, es decir, el que salía a mano derecha desde la cámara. Al poco rato llegaron a un cruce en forma de T. En la pared de enfrente había otros dos discos: el de la derecha lucía el símbolo de Venus, un círculo con una cruz en la base. Y en el disco de la izquierda habían grabado el símbolo del Sol.
—Debería haber cuatro bifurcaciones más en el laberinto —añadió Philip—, con los símbolos de la Luna, Marte, Saturno y Venus, por ese orden. Sin el documento, sería absolutamente imposible atravesarlo. —Y echó a andar por el pasillo de la izquierda.
Hasta el siguiente cruce, el corredor serpenteaba y giraba una y otra vez. Parecía tener kilómetros. Entonces, llegaron a una pendiente muy pronunciada. Cuando alcanzaron la parte superior, estaban sudorosos y jadeantes. Philip se inclinó con las manos apoyadas en las rodillas. Laura se enjugó el sudor y observó los dos discos que había en la pared y que designaban una nueva desviación de la ruta. El disco de la derecha tenía una media luna, el símbolo de la Luna. En el centro del de la izquierda estaba el signo que representaba a Mercurio.
Esperaron unos instantes para recuperar el aliento y esta vez Laura inició la marcha hasta la cuarta bifurcación. Allí encontraron el símbolo de Marte —un círculo con una flecha en diagonal, apuntando a la derecha— y tomaron ese camino, que descendía por otra pendiente muy pronunciada. Al llegar abajo se encontraron en un corredor de unos cuatro metros de ancho. Al fondo, observaron tres aberturas practicadas en la pared. A la izquierda de la primera había tres discos. Esta vez los tres símbolos eran los de Mercurio, Saturno y el Sol.
—Por el de en medio —dijo Laura con seguridad.
Siguieron por un angosto pasadizo, lo bastante ancho como para que Philip pudiese pasar sin rasparse los hombros. También caminaron cuesta abajo y, cuando llegaron a su extremo, desembocaron en una sala circular con el techo abovedado. En la sala había seis arcos equidistantes. A la izquierda de cada uno de ellos encontraron los discos habituales. Cada disco contenía un símbolo diferente, correspondiente a cada uno de los planetas enumerados en el ensalmo. La abertura marcada con el símbolo de Venus era la segunda por la izquierda.
Philip abrió el macuto y le pasó a Laura la botella de agua. Mientras ella bebía, él consultó la hora. Eran las 22:43. Abrió la cremallera de otro de los bolsillos de la mochila y comprobó el móvil.
—Sin cobertura, lógico —dijo, y volvió a guardarlo.
Laura comprobó el suyo.
—Lo mismo. Y no me extraña nada. Estamos debajo de… ¿cuánto? Veinticinco, treinta metros de roca.
Philip se puso la mochila en los hombros.
—¿Adelante? —preguntó.
Laura asintió.
—Siempre adelante.
El pasadizo era extremadamente angosto en el primer tramo y Philip, al quitarse la mochila otra vez, se raspó dolorosamente los codos con la superficie irregular de la roca. Pero a los diez metros, más o menos, el hueco se ensanchaba y tuvieron espacio suficiente para caminar uno al lado del otro.
Aquí la densidad de los cristales luminosos del techo era mayor, por lo que el túnel estaba más iluminado que los anteriores. Apretaron el paso. Entonces se encontraron frente a un arco que daba a otra cámara. Philip se detuvo de repente y miró hacia abajo. Laura estaba a unos metros detrás de él y vio que Philip se fijaba en algo que había en el suelo de arena. Él echó a andar de nuevo, muy despacio, medio agachado, estudiando unas muescas.
—Mira —la llamó—. Aquí hay algo que está escrito en inglés. Dice…
Antes de que le diese tiempo a ver nada, Laura oyó el silbido. Parecía salir del muro que tenían a la derecha. A continuación, oyeron tres golpes sordos. Un objeto volador golpeó a Philip y otros dos pasaron a toda velocidad por su lado y chocaron contra el muro de la izquierda. Philip cayó, y los sonidos cesaron de inmediato. Laura se tiró al suelo también y se arrastró hasta él.
—¿Estás bien?
—Creo que sí. ¿Qué coño ha sido eso?
En el suelo, a su izquierda, Philip distinguió dos flechas partidas, de pocos centímetros de largo. En la mochila tenía clavadas otras dos.
—Mantente agachada —susurró, y se dirigieron a rastras hacia la abertura.
Una vez al otro lado del arco, Philip se sentó lentamente y arrancó una de las flechas.
—Esto podría haber acabado francamente mal —dijo, y echó el proyectil a un lado.
—Por lo visto, la mochila te ha salvado la vida. —Laura observó atentamente las puntas afiladas de las otras flechas—. ¿Qué estabas mirando en el suelo?
—Unas palabras en inglés. En letras de oro: «Sólo los puros pasarán».
Laura se lo quedó mirando fijamente a los ojos y, justo cuando se disponía a decir algo, los dos notaron, más que oyeron, un retumbo atronador que les resonó en el pecho. Las paredes vibraron durante unos segundos que parecieron eternos. Gateando, se acercaron a la pared del fondo y se abrazaron el uno al otro. El polvo y la arenilla que se desprendían del techo les cubrieron el pelo de blanco. Antes de que cesase del todo aquel sonido, notaron la caricia de una corriente de aire. Fue como si algo succionara hasta la última molécula de oxígeno de la habitación. Un bloque inmenso de piedra se desprendió entonces del dintel del arco y se estampó en el suelo de arena. Estaban atrapados.