XXXIX

Oxford, 30 de marzo, 22:15

—¡Estúpido! —El Maestro lo miraba fijamente con los ojos abiertos como platos mientras gotitas de sudor resbalaban por sus mejillas—. Imbécil… Podrías haberlo estropeado todo —añadió, abofeteando al Acólito.

Por un segundo el Acólito estuvo a punto de perder el control. La mano derecha le tembló.

El Maestro se dio cuenta del movimiento involuntario y sonrió con aires de suficiencia.

—¿Quieres pegarme? Percibo que sí. ¿O quizá para darte gusto prefieres sólo a las jovencitas?

El Acólito no dijo nada. Miraba al frente, rígido.

El Maestro volvió a abofetearlo. En la mejilla del hombre apareció una marca roja. Y volvió a pegarle una vez más, con mayor fuerza si cabe.

Dio un paso hacia atrás para observar con detenimiento al asesino adiestrado, y el rostro se le crispó de puro desprecio y escupió al Acólito en la cara.

El Acólito no se inmutó, ni siquiera cuando notó cómo la saliva le resbalaba por la mejilla.

—Fuera de aquí… cerdo primitivo —dijo el Maestro—. Si vuelves a fallarme, te trataré peor de lo que has tratado a Gail Honeywell.