XXXVII

Oxford, 30 de marzo, 9:15

Mientras circulaban por Oxpens Road divisaron a lo lejos, detrás de las hileras de casas de Botley Road, finas franjas de cielo color morado. Iban en silencio, meditabundos. Con una sensación de temor creciente, Philip pensaba en la tarea que tenían por delante, mientras Laura no podía quitarse de la cabeza la certidumbre de que no lejos de donde estaban, tendida en algún lugar, habría otra chica muerta, esta vez con la vesícula extirpada.

Philip viró para salir de la carretera principal y aparcó en un hueco libre cerca de Littlegate. La zona quedaba hacia el suroeste del centro urbano. Se encontraban a unos veinte metros de la menos conspicua de las dos entradas al Trill Mill Stream, en las lindes de una praderita de césped próxima a un moderno edificio de oficinas. Desde ese punto, el arroyo discurría hacia el este por su cauce subterráneo, un tramo serpenteante de kilómetro y medio que pasaba a unos nueve metros de profundidad por debajo de la ciudad de Oxford y emergía en los terrenos del Christ Church College, en las inmediaciones de un sendero amurallado bautizado como Paseo del Muerto.

Philip salió del coche, sacó una bolsa de lona del maletero y se la pasó a Laura. A continuación, cogió una mochila y se la puso a la espalda antes de cerrar el capó. Todo estaba en silencio. No se veía ni un alma. Bajaron por la calle y cruzaron la verja de la zona ajardinada. Una hilera de arbustos protegía, a modo de pantalla, la entrada al arroyo subterráneo desde la carretera.

En su día, algunos tramos del Trill Mill Stream se habían utilizado como cloacas y, como consecuencia, eran un foco de enfermedades. Pero a mediados del siglo XIX los tramos que discurrían por la superficie se habían tapado y se había construido encima. El arroyo se convirtió en una especie de atracción para exploradores intrépidos, hasta que en los años sesenta el ayuntamiento de Oxford cerró el acceso al público y bloqueó ambos extremos con unas gruesas rejas metálicas.

La reja tenía una pequeña portezuela por la que se podía acceder en caso necesario, para inspecciones y obras de mantenimiento. Los barrotes estaban cerrados con una cadena de carga pesada y su correspondiente candado. El túnel medía unos tres metros de ancho por uno y medio de alto. Las paredes estaban húmedas y cubiertas de una película viscosa. El agua tenía una profundidad de no más de cuarenta y cinco centímetros y, conforme salía de la abertura, el reguero desaguaba en un tubo de metal enorme, ligeramente inclinado, que se introducía en la tierra y desaparecía bajo la hierba.

Laura dejó en el suelo la bolsa de lona y Philip hizo lo mismo con la mochila.

Laura hizo una mueca.

—Yo tampoco puedo decir que el plan de meterme ahí dentro me haga mucha gracia —dijo Philip como reacción al gesto de ella—. Pero no nos queda otro remedio —añadió, abriendo la mochila.

Laura se acuclilló a su lado.

—Dos linternas, más varios paquetes de pilas de repuesto. Cerillas. Nuestros móviles, con sus baterías de recambio. Aunque no estoy muy seguro de que tengamos cobertura una vez crucemos la entrada del Guardián. Una cuerda, una navaja del Ejército Suizo, agua, galletas, dos jerséis extra…

—Y dos pares de botas de pescador y las imprescindibles tenazas anticandados —dijo Laura, al tiempo que abría la cremallera de la bolsa de lona.

Philip cogió las tenazas y se acercó a la reja. Laura miró a su alrededor, repentinamente nerviosa. En cuestión de segundos la cadena quedó seccionada. Philip empujó la portezuela y volvió junto a Laura, que estaba calzándose ya las botas de pescador. Él se puso las suyas y guardó el calzado de ambos en la mochila.

Entre la reja y la abertura del túnel había una pequeña zona a modo de jaula en la que pudieron ponerse de pie por última vez hasta que encontrasen la entrada al túnel del Guardián. Sin embargo, ni siquiera en ese momento estarían seguros de lo que encontrarían al otro lado de la entrada camuflada. Laura colocó los extremos cortados de la cadena de tal modo que pareciesen intactos y escondieron la bolsa de lona en un rincón oscuro de la entrada, tapándola con un par de ladrillos y un trozo de tubo de metal.

—¿Lista? —preguntó Philip.

—Supongo —Laura notó que los latidos del corazón se le disparaban.

Philip encendió la linterna y dio varios pasos vacilantes por el interior del túnel. Para ello, tenía que ir agachado, prácticamente doblado por la cintura, con la cabeza a pocos milímetros del techo curvo. Laura echó un vistazo a las luces de la ciudad y respiró hondo.

Au revoir —dijo en voz baja, y siguió a Philip al negro interior de la gruta.

Pasado el primer recodo, la única luz existente era la que emitían las linternas. Laura ignoraba lo que era la claustrofobia, pero empezaba a sentir cómo se estrechaban las húmedas paredes y ella estaba en medio. Según el mapa de Charlie, el acceso al túnel del Guardián estaba a la izquierda, a sesenta y tres pasos de la entrada al Trill Mill Stream. Pero los pasos no eran precisamente una unidad de medida muy exacta, de modo que tenían que ir con los ojos bien abiertos.

Al poco rato les dolía la espalda y el hedor resultaba casi irrespirable. Las paredes estaban cubiertas de moho y limo. De pronto, el túnel se ensanchó, pero el techo seguía siendo opresivamente bajo.

—Ya no puede estar lejos —anunció Laura.

Philip se detuvo un momento y apoyó la espalda en la viscosa pared, doblando un poco las rodillas para aliviar la tensión de la espalda. Le costaba respirar.

—Sí, tienes razón. Yo he contado cincuenta y cinco, pero mis pasos son más largos que los tuyos. Propongo que sigamos adelante con la espalda contra la pared. —Movió la linterna hacia la derecha—. Tendremos que avanzar despacio y alumbrar la pared de enfrente con las linternas.

Apoyar la espalda en la pared les brindó cierto descanso, pero no por mucho tiempo. La superficie del muro era irregular y no paraban de clavarse picos y filos. Avanzaban lentamente, mientras registraban la pared con la luz de las linternas tratando de ver cualquier muesca extraña. Diez pasos más adelante, las linternas todavía no habían logrado alumbrar ninguna anormalidad en aquella vetusta pared.

—Esto es inútil —murmuró Philip—. ¡Maldita sea! Se nos ha debido de pasar.

—Me siento como Quasimodo —replicó Laura—. Venga, sígueme.

Laura se arrastró muy despacio por la abertura. De repente vio algo.

—¿Qué es esto? —dijo, y su voz hizo eco en la cavidad.

A la luz de la linterna distinguieron una mancha roja del tamaño de una manzana, a unos treinta centímetros del agua. Dirigieron el haz de las dos linternas hacia allí y buscaron alrededor de la mancha cualquier otra marca extraordinaria. Cerca del centro del círculo vieron una mancha plateada.

—¿Qué es? —preguntó Laura.

—No estoy seguro. Un trocito de metal. Espera.

Philip sacó como pudo la navaja del bolsillo trasero y se dio un coscorrón con el techo.

—¡Ay! ¡Mierda! —exclamó—. Eso ha dolido.

Pero, olvidándose del dolor, se agachó y empezó a rascar la piedra arenosa de la pared, dentro del círculo rojo. Se deshacía con asombrosa facilidad. Y apareció, debajo, un disco plateado de unos cinco centímetros de diámetro. En él distinguieron cinco figuras femeninas que sostenían en alto un cuenco que contenía el sol. Era una réplica exacta de la imagen grabada en las monedas halladas en cada una de las escenas de los crímenes.

Laura pasó las yemas de los dedos por encima de la superficie brillante.

—Esto está clarísimo, ¿no te parece? —dijo con una sonrisa burlona.

Philip estaba a punto de contestar cuando, de repente, el disco de metal cedió bajo los dedos de Laura y de la pared salió un retumbo. Los dos retrocedieron un paso. Ante sus ojos apareció una línea negra que descendía por la pared hasta el disco, lo rodeaba y continuaba hasta un punto situado a unos quince centímetros del agua. Lentamente, la línea fue ensanchándose y la piedra se corrió hasta formar un hueco. Unos segundos después, el retumbo dejó de sonar y se encontraron frente a un rectángulo negro azabache, de una anchura equivalente a los hombros de Philip. Alumbraron el hueco con las linternas y, tramo a tramo, la oscuridad fue desapareciendo y dejando a la vista unas paredes de piedra que se abrían a una concavidad sin nada que llamase especialmente la atención.

Laura cruzó la abertura y alumbró con la linterna a su alrededor y encima de la cabeza. El techo quedaba a bastante altura. Philip la siguió y los dos se irguieron.

Ella suspiró, aliviada.

—¡Dios, ha sido más difícil de lo que suponía!

—Deberías dar las gracias por no medir uno ochenta…

Philip se quedó callado a mitad de la frase, pues en ese instante empezó a oírse otra vez el retumbo. Se dieron la vuelta y vieron que el muro empezaba a deslizarse hacia su posición inicial. Philip reaccionó con una velocidad pasmosa. Cogió del suelo una piedra grande y la encajó en la rendija. Pero la puerta siguió cerrándose y acabó desmenuzándola.

Laura sintió un temblor de pánico.

—Creo que no pasa nada —dijo Philip con el tono más tranquilizador que pudo encontrar. Movió el haz de luz de su linterna por las paredes, que estaban sorprendentemente secas—. Aquí el aire es más limpio que en el arroyo. Y por lo menos hay espacio suficiente para caminar erguidos. Vamos.

Empezó a caminar lentamente, inspeccionando bien el suelo y las paredes y apartando las telarañas a su paso. La oscuridad ponía los pelos de punta, y Philip tenía que echar mano de todo su poder de concentración para vencer a los monstruos no identificados que su imaginación se esforzaba, a su vez, por sacar a la superficie. Para mantenerse concentrado, se dedicó a observar las paredes y el limitado universo iluminado por el haz de su linterna. Laura iba justo detrás. Le había dado la mano. Philip la oía respirar.

Las paredes eran lisas y estaban mucho más secas que las del Trill Mill Stream. Aquí olía más a humedad y a tierra; atrás habían dejado el tufo a basura en descomposición y a moho. Philip avanzaba con mucho tiento. Delante de ellos podía haber cualquier cosa: un agujero en el suelo, una trampa, toda clase de peligros. El mayor error sería un exceso de confianza. Debían tomarse su tiempo y tener cuidado de dónde ponían el pie, se dijo.

Era como si el túnel no se acabara nunca. Medía unos tres metros de ancho; las paredes eran curvas y bastante lisas. El suelo era de tierra prensada, seca y plana. De repente, el túnel se ensanchó, de modo que los haces de luz de las linternas formaron, a izquierda y derecha, sobre las paredes, unas manchas dispersas de luz tenue. Avanzaron unos pasos y se dieron cuenta de que habían entrado en un espacio circular.

—¿Qué es eso?

Laura dirigió la luz de la linterna hacia un punto de la pared más cercana, a la altura de la cabeza más o menos. Era un pequeño gancho de metal que sobresalía de la pared y que sostenía una vieja vela de color crema, consumida hasta la mitad. Philip barrió la pared con su haz de luz, de izquierda a derecha, y vieron que había varias velas más colocadas a intervalos de unos tres metros.

—¿Crees que prenderán todavía? —preguntó Laura.

—Sólo hay una manera de averiguarlo —contestó Philip—. Las cerillas están en la mochila, en el bolsillo de la izquierda.

Laura encendió una y se puso de puntillas para prender la vela que tenía más cerca. La llama chisporroteó y titiló unos segundos, hasta aquietarse en la mecha y dar una luz constante, amarilla. Al poco rato habían encendido veinte velas o más.

Sólo entonces pudieron apreciar plenamente las dimensiones de la cámara. Pero, más importante aún, la luz de las velas reveló los motivos que decoraban el suelo, las paredes y el techo. Todo el interior de la sala estaba cubierto por elaboradas imágenes entremezcladas. En el techo había un inmenso ciervo blanco, con unas astas que debían de medir al menos tres metros. A su alrededor había otros animales, saltando y danzando. Un lobo merodeaba por la parte baja del techo abovedado, mientras una bandada de aves —unas águilas doradas gigantes— emergía del filo del techo para sobrevolar por encima del ciervo. Y a lo largo de todo el perímetro de la sala una pintura mural representaba una colección de animales salvajes, pintados en vivos colores: ámbar, carmesí, ocre, y el azul más vivo y regio.

Las paredes estaban cubiertas con cascadas de símbolos alquímicos de diferentes tamaños y en tonos plata y dorado. Algunos de los símbolos tenían la longitud de un hombre, y se extendían desde el suelo hasta la mitad de la pared; otros eran abigarrados y diminutos. El suelo circular, de unos doce metros de ancho, estaba decorado con las cinco doncellas con túnica sosteniendo en alto un cuenco que contenía el sol.

Philip dejó la mochila en el suelo y caminó lentamente alrededor de la sala, mientras iba tocando los símbolos o se acuclillaba para ver mejor la imagen del suelo. Laura se sentó justo en el centro de la cámara y clavó la mirada en el techo.

—Esto es increíble —dijo al cabo de un rato.

—Es como un decorado de Indiana Jones —murmuró Philip, en tono lastimero.

—Y pensar que probablemente sólo lo han visto unas cuantas personas en toda la historia.

—Y que a menos de treinta metros por encima de nuestras cabezas hay autobuses circulando por St. Aldates.

—¿Para qué crees que se usaba? —preguntó Laura, meditabunda.

Philip se encogió de hombros.

—Supongo que es… que era… un lugar de reunión de los Guardianes. ¿Tú qué opinas?

Pero Laura acababa de ver algo.

—Mira —dijo—, una puerta.

Era normal que no se hubiesen dado cuenta antes, porque apenas era una línea dibujada en la mampostería.

Philip sacó la fotocopia del manuscrito de Newton.

—Debe de ser la entrada al laberinto —dijo.

Laura se volvió para echar un vistazo al manuscrito.

—Aquí está el pasadizo que sale de la bodega del Hertford College. —Philip deslizó un dedo desde la parte inferior de la página hasta una puerta en la que confluía una compleja maraña de líneas—. Hemos llegado por otro camino porque el antiguo túnel se selló en su día. Los Guardianes debieron de construir esta sala después de 1690. Yo diría que detrás de esa puerta estaremos en este punto, aquí… y que luego empieza el laberinto.

—Pero antes tenemos que abrirla.

Laura se agachó para examinar los símbolos que tenía delante. Philip abrió los cierres de la mochila y sacó las botas que llevaban puestas al llegar. Se sentó en el suelo y se quitó las de pescador. Laura se quitó también las suyas, pero seguía concentrada en las marcas del suelo. Philip le pasó su calzado. Ella se lo puso y lo ató sin mirar siquiera lo que estaba haciendo.

—Es la frase del Guardián: ALUMNUS AMAS SEMPER UNICUM TUA DEUS, «Adepto, ama siempre a tu Dios» —dijo, señalando una frase grabada entre todo aquel popurrí de símbolos.

—¿Qué es eso? —preguntó Philip al tiempo que señalaba una pequeña abertura, como un minúsculo respiradero que formaba un codo hacia arriba y se introducía en la puerta. Se agachó casi hasta el suelo y miró adentro—. Está lleno de telarañas, pero se ve una hilera de lo que parecen unos asideros de colores.

—Déjame ver.

Laura se agachó y apartó las telarañas con la linterna. Contó hasta diez pestañas pintadas en vivos colores.

—Seguro que tienen algo que ver con los colores del código de Charlie… con los cambios de color que observaban los alquimistas —dijo Philip.

Laura metió la mano y agarró la pestaña negra, que estaba más o menos en la mitad de la hilera. Era de cuero, muy suave. Tiró de ella. Se desprendió fácilmente y luego se quedó fija, a unos treinta centímetros por debajo de su posición original. Laura levantó la vista hacia Philip y enarcó una ceja.

—Bueno, no ha explotado nada.

—Aún… —apostilló él—. Prueba con las otras… blanco, amarillo, rojo.

Laura siguió la secuencia y fue tirando de la pestaña blanca, de la amarilla y, finalmente, sujetó con fuerza la roja y le dio un tirón suave. Se oyó un chasquido pero no sucedió nada.

Se puso de pie, Philip levantó la mochila y, de un puntapié, apartó de la puerta las botas de pescador. Pasaron varios minutos sin que ocurriera nada. Entonces, oyeron un crujido, cada vez más fuerte. Se echaron hacia atrás mientras el tabique de piedra giraba, se abría hacia la sala y dejaba a la vista un agujero negro.

—Vamos allá —dijo Philip.

Justo al otro lado del umbral distinguieron dos antorchas confeccionadas con leños y trapos, de aspecto antiquísimo, metidas en sendas arandelas. Laura sacó las cerillas. Las antorchas dieron una luz bastante pobre, de modo que no pudieron prescindir de las linternas para hacer retroceder las tinieblas. Philip dio un paso adelante con mucha precaución.

Entraron en otra sala de muros de piedra. Pero ésta era de planta rectangular y techo bajo, mucho más pequeña que la anterior. Justo delante había un arco, envuelto en tupidas e inmensas telarañas. Apuntaron las antorchas hacia el vano. Al otro lado se veía un pasadizo que se perdía en las tinieblas. Pero a menos de un metro de donde se encontraban, el suelo de la sala desaparecía. Laura tragó saliva y Philip la agarró del brazo.

—¡Madre mía! —exclamó ella.

Dirigieron las antorchas hacia el agujero del suelo. Era una especie de grieta, un socavón de unos seis metros de ancho como mínimo, que prácticamente iba de un lado a otro de la sala. Justo antes del arco del otro extremo había una cornisa de unos sesenta centímetros de ancho. El agujero llegaba hasta las paredes de la cámara, a derecha e izquierda. Era un socavón negro como la pez, cuyo fondo era imposible vislumbrar. Pero conforme la vista se les fue acostumbrando, distinguieron el tenue contorno de dieciséis círculos de diferentes colores que cruzaban la grieta como si fuesen peldaños. Cada círculo era la parte superior de un estrecho pedestal erigido en medio de aquel vacío negro.

—¿Qué te parece que son? —preguntó Philip.

—El negro, el blanco, el amarillo y el rojo están dispuestos exactamente según la secuencia correcta. Vamos. —Antes de que Philip pudiese decir esta boca es mía, Laura ya había puesto un pie encima del pedestal negro de la primera hilera.

Con un pie en la cornisa próxima a la puerta y el otro en el círculo negro, por un instante pareció que había tomado una buena decisión y que pronto cruzarían el vacío. Pero justo cuando apoyó todo su peso en la piedra, el pedestal empezó a deshacerse. Laura gritó y perdió el equilibrio. El pedestal se desmenuzó por completo bajo sus pies. Se dio la vuelta sin moverse del sitio y Philip vio el pánico reflejado en su rostro, mientras ella agitaba los brazos en el aire tratando de agarrarse a algo. Pero la cornisa distaba unos quince centímetros, como mínimo, y cayó al vacío.