Estación Victoria de autobuses, Londres, 30 de marzo, 17:00
Gail Honeywell, bronceada y con la melena platino gracias al sol primaveral de Grecia, dejó la mochila en el suelo de la sala de espera de la Estación Victoria de autobuses, con cuidado de no depositarla encima del chicle aún húmedo y del oscuro pegote de cierta sustancia que esperaba sólo fuese chocolate. Rebuscó, sacó la tarjeta telefónica, y en dos pasos se acercó al teléfono público más cercano. Oír el tono de línea fue toda una sorpresa. Tecleó el número de su novio y esperó la conexión.
—¡Ray! —dijo, muy contenta—. ¡Hola! Ya estoy en Londres. Mira, no me queda mucho saldo en la tarjeta. No, ha sido genial, el profesor Traman es un tío tan relajado… Y creo que hemos hecho un buen trabajo. Sólo era que… seis semanas es una eternidad y no puedo esperar a llegar a casa. Me muero de ganas de verte… —A través del cristal mugriento y semiopaco podía ver autobuses que giraban, que salían marcha atrás, pasajeros que subían o que bajaban de los vehículos. Pasó un conductor de uniforme por delante de la puerta. La sala estaba desierta—. Cogeré el de las cinco y media. Debería llegar a Headington hacia las seis cuarenta. No, de verdad, no hace falta que vayas a buscarme, hoy hay fútbol, ¿no?… Ya, ya. No, Ray, no he… ¿qué asesinatos? No, ¡Dios mío!, ¿en serio? Mierda, me estás tomando el pelo. ¿Y él la conocía? Ya, sí. No, de acuerdo, si de verdad no te importa… No, bobo. ¡Dios!, yo también te he echado de menos. Ha sido una maravilla, pero me alegro de haber vuelto. —Se quedó callada unos instantes, escuchando en silencio. Entonces dijo—: Sí, no, vale. Bueno… Hasta ahora… Te quie… —Y la tarjeta se quedó sin saldo.
Gail colgó el auricular y levantó la mochila. Justo en ese momento un conductor de uniforme asomó la cabeza por la portezuela.
—¿Vas a coger el de las cinco treinta para Oxford, preciosa? —preguntó.
Gail asintió.
—Hay una plaza en el de las cinco cero nueve, por si la quieres. Una señora que se encontraba mal ha preferido bajar a tomarse un té y esperar al siguiente. ¿Quieres ocupar su asiento?
—¡Gracias! —replicó—. Genial.
El Acólito esperaba en el Toyota negro delante de la casa donde vivía Raymond Delaware. Aquella tarde había tomado finalmente la decisión de usar a Gail Honeywell. La chica no poseía el perfil médico ideal, pero las otras dos opciones eran más problemáticas. Ann Clayton estaba pasando las vacaciones de Pascua en Francia y a las 19:14, la hora exacta en que debía proceder, Sally Ringwald estaría en un salón rodeada de seiscientas personas, asistiendo a una ceremonia de entrega de premios organizada por el Departamento de Teología de la universidad.
Gail Honeywell estudiaba Arqueología y acababa de pasar seis semanas en un yacimiento arqueológico de Grecia. Hacía sólo una hora había confirmado que la chica había llegado esa tarde a Gran Bretaña. El responsable de administración del Departamento de Arqueología había verificado que el grupo al completo regresaba ese día. Además, había comprobado la base de datos del trasbordador que cubría el trayecto del Canal, a la que había accedido con toda facilidad. A continuación, valiéndose del micro que había colocado dos semanas antes, había escuchado la llamada que Gail Honeywell le había hecho a Ray Delaware desde una cabina, en Londres. Alrededor de las 18:40 la joven estaría bajando del autobús en el cruce de Headington Road y Marston Road, en St. Clemens. El Acólito sabía que eso le otorgaba cierto margen de maniobra. Esos autobuses eran bastante fiables, y él estaría preparado.
A las 18:09 Raymond Delaware salió de su casa de South Park Road, antes de lo que el Acólito había calculado. De la vivienda a la parada de autobús había algo más de dos kilómetros. El chico tenía que cruzar los jardines de la universidad, por un camino tranquilo y frondoso llamado el Paseo de Mesopotamia, que bordeaba un estrecho afluente del Cherwell. Era un paseo que a la pareja le gustaba mucho, y el Acólito lo sabía. Más de una vez los había seguido por aquel camino.
El Acólito siguió con la mirada a Raymond Delaware, que enfiló por la calle en dirección este. Soltó un taco. El chico quería llegar pronto a la parada. «Echa de menos a la novia, sin duda», pensó con asco mientras se apartaba de la acera y se lanzaba como un loco por South Park Road. Al llegar al final de la calle, giró a la derecha para meterse por St. Cross Road y luego otra vez hacia Manor Road, una calle sin salida que discurría a lo largo de una verja de hierro y acababa en una pradera de hierba, al oeste del Paseo de Mesopotamia.
Disponía de menos de diez minutos para prepararse. Salió del coche de un salto, con el aplomo suficiente para fijarse en que no se le enganchara el bolsillo de la chaqueta de Ermenegildo Zegna en el asa de la puerta. Luego, fue al maletero y sacó una bolsa grande de cremallera y un maletín para transporte de órganos, idéntico al que había utilizado una semana antes para trasladar los riñones de Samantha Thurow. Y, con la cabeza gacha para evitar que algún residente fisgón que estuviese en ese momento curioseando desde una ventana le viese la cara, se dirigió a la puerta del parque.
Estaba en muy buena forma física, por lo que, aunque el maletín de transporte de órganos pesaba más de quince kilos y el campo estaba encharcado, recorrió el trecho bastante deprisa y se escondió detrás de unos árboles. Todo estaba en silencio, salvo por el sonido del tráfico a lo lejos y los cantos de los pájaros del parque. Echó un vistazo al reloj. Eran las 18:14 y el insulso sol se encontraba ya bastante bajo en el cielo poblado de nubes. En media hora se haría de noche. Pero no disponía de tanto tiempo. Iba a tener que arriesgarse.
Dejó el contenedor en la tierra mojada y abrió la cremallera de la bolsa. Sólo necesitó un minuto para ponerse el mono de plástico, enfundarse los guantes y calarse la visera. Comprobó la hora otra vez y aguardó en silencio, ralentizando la respiración y serenándose con los ejercicios tántricos que practicaba desde hacía muchos años.
Durante el trayecto en el autobús, Gail Honeywell se había sentido cada vez más aburrida e incómoda, apretujada como iba al lado de un hombre obeso embutido en un traje de ejecutivo. Empezó leyendo una novela sin mucho entusiasmo y luego se puso a mirar por la ventanilla los grises suburbios de Londres, hasta que el autobús tomó la autopista y el paisaje cambió, dando paso a los campos verdes aplastados por los nubarrones del cielo.
A los diez minutos de tomar la autopista el hombre que iba a su lado se quedó frito. Llevaba un periódico en el regazo, y Gail lo cogió hábilmente y se puso a leerlo. La gran noticia del día era la anunciada huelga de trenes. Con ella competían otro escándalo en el seno de la familia real y los deslices sexuales de un diputado laborista sin cargo en el Gobierno. En el yacimiento casi no habían visto un periódico y tampoco tenían tele. La radio emitía en griego y ninguno de los estudiantes o profesores había dado muestras del menor interés por lo que estuviera ocurriendo en el mundo, fuera del recinto de su pequeño paraíso perdido en el polvo de Atenas.
En la página 4 había una breve mención de los asesinatos de los que Ray le había hablado por teléfono, pero Gail no entendió gran cosa.
Dejó el periódico encima de las rodillas del compañero de viaje y miró por la ventanilla. Por un instante, añoró el sol de Grecia y el trabajo que tanto le gustaba. Pero entonces pensó en Ray, en el dulce y cariñoso Ray. Si existía un hombre en el mundo que tuviese madera para ser marido, ése era Ray, pensó para sus adentros, y sonrió. Se moría de ganas de volver a verle.
Raymond Delaware cruzó el puente del Cherwell, pasado el Parson’s Pleasure, un tramo vallado del río que desde hacía un siglo estaba destinado al uso privado de los profesores de la universidad, que lo habían convertido en reserva nudista. No había nadie a esa hora del día, última hora de la tarde de un viernes deprimente. Las nubes estaban preñadas de lluvia y casi todos los estudiantes que no se habían ido de Oxford estarían o viendo en la tele alguna serie, o camino del pub, o tomando algo en The High o dando una vuelta por Cornmarket Street.
Había echado en falta a Gail más de lo que nunca hubiera imaginado. Las seis semanas que habían estado separados le habían parecido una eternidad. En ese tiempo, sus sentimientos hacia ella se habían solidificado. Sabía que era alguien especial para él, que era más importante que las otras chicas con las que había salido durante sus dos primeros años de universidad. Si bien no le gustaba pensar demasiado en el futuro ni tomárselo demasiado en serio, no podía negar lo que sentía.
Al poco rato había llegado al sendero ancho y bordeado de árboles que discurría entre el río, a un lado, y los campos empapados, al otro. Gail y él habían paseado por allí infinidad de veces. Les gustaba el paraje en lo más crudo del invierno, en enero, cuando hacía un frío helador y tenían que embozarse bien para protegerse del viento y del aguanieve. El invierno anterior se habían producido en Oxford las nevadas más copiosas que se recordaban y algunos tramos del Cherwell se congelaron. El sendero del parque quedó como un camino en medio de un paisaje fantástico. Incluso ahora, con los árboles empapados de humedad y el aire electrificado por la tormenta que se avecinaba, el lugar seguía poseyendo un encanto indefinible.
A su espalda oyó un sonido, similar al crujido de una ramita. Se dio la vuelta y notó una repentina sensación de calor abrasador en el cuello. Sobresaltado, se llevó las manos a la garganta. La sangre empezó a brotarle entre los dedos y durante tal vez un segundo se quedó mirando el rojo líquido. Entonces, alguien le tiró de la cabeza hacia atrás. Ante sus ojos, las ramas de los árboles formaron un remolino en el aire. Empezó a atragantarse. La sangre le corría por toda la cara, se le metía en la nariz y en los ojos, cegándolo. Perdió el equilibrio y tuvo la sensación, por un instante fugaz, de que estaba flotando; un instante lleno de una mezcla de pánico y confusión. Entonces, se desplomó en el suelo, y al caer se golpeó la cabeza contra una piedra, lo que le produjo un intenso dolor. Trató de darse la vuelta, de ponerse de pie, pero alguien le estaba apretando la cara con la mano. Entonces notó otra puñalada, como si se la propinaran con un cuchillo candente. El corte le provocó más temblores, que le recorrieron el cuerpo y le resonaron en la cabeza con un estruendo ensordecedor.
De alguna manera, consiguió levantar una mano y pasársela por la cara ensangrentada. Así, pudo ver a un hombre abalanzándose sobre él. Pero su rostro era una máscara sin rasgos definidos. Empezó a temblar sin control.
La borrosa figura que tenía encima se incorporó y lo miró desde arriba. A continuación, todo quedó a oscuras.
Gail esperó a que el autobús arrancase y echó un vistazo al reloj. Eran las 18:21. Había llegado con veinte minutos de antelación. Tenía las piernas entumecidas, y le sentó de maravilla llenarse los pulmones de aire fresco. Demasiado nerviosa como para esperar a Ray en la parada, decidió echar a andar por el camino que llevaba hasta el Paseo de Mesopotamia. Ray tenía que llegar puntual, así que se le ocurrió que podía encontrarse con él en el sendero. Sería muy romántico. A lo mejor tendrían un momento «Hollywood», con beso bajo los árboles, pensó, y sonrió para sí, al tiempo que se echaba la mochila a la espalda. Giró a la izquierda en Marston Road y se metió por el camino. Un poco más allá y llegaría al primero de los dos puentecitos que cruzaban sendos afluentes estrechos del río. Después, dejando a la derecha el viejo molino, llegaría en un periquete al sendero ancho que discurría a la vera del río, donde esperaba encontrarse a Ray caminando directamente hacia ella.
Rompió a llover. Gail apretó el paso. Nada más cruzar el segundo puente, corrió para resguardarse debajo de los árboles y continuó rápidamente hasta el molino. La inmensa rueda de madera, una reliquia de la Revolución industrial, que en la actualidad se incluía en un paraje perteneciente al Patrimonio Histórico-Artístico, estaba parada, y el agua resbalaba por sus palas inmóviles. En esos momentos llovía a raudales. Las gotas caían con fuerza en la tierra del camino y en las hojas de los árboles, compitiendo con el sonido del agua que fluía a toda velocidad por la compuerta y por el estrecho canal navegable que discurría al lado del molino. Levantando un poco la mochila para aliviar el peso de los hombros, Gail viró por un recodo del sendero con la cabeza agachada para protegerse de la lluvia torrencial.
Algo le hizo levantar la vista. A unos diez metros de distancia divisó una estampa irreal. En el suelo había lo que parecía un saco embadurnado de rojo y, encima del objeto, de pie, había un hombre con un mono de plástico empapado y reluciente. Llevaba la cara oculta tras una visera y la cabeza tapada con una capucha de plástico. En la mano del hombre Gail pudo distinguir un objeto metálico y afilado que brillaba a la débil luz crepuscular.
Durante tal vez un par de segundos Gail se quedó congelada, petrificada. Entonces, comprendiendo de repente, se dio cuenta de que el saco que había en el suelo era Raymond, o su cuerpo, sin vida, en un charco de sangre. El hombre del mono de plástico la vio.
Gail Honeywell se soltó la mochila de los hombros, la dejó caer al suelo y dio media vuelta, impulsada por un pánico primario, un horror que le agarrotaba la garganta. Echó a correr todo lo deprisa que pudo en dirección al camino del molino. Si lo alcanzaba, podría salvarse. Sin embargo, la reacción del Acólito fue más veloz. En el tiempo que Gail había tardado en entender lo que estaba ocurriendo y liberarse del pesado macuto, el Acólito casi había recorrido los diez metros escasos que los separaban.
Gail llegó al puente. Respiraba a bocanadas. Nunca en su vida había corrido tan deprisa. La adrenalina le fluía por las venas a cada latido. Saltó a la pasarela y se agarró a la barandilla de madera para no caerse. Pero los tablones de madera del puente estaban empapados de agua de lluvia. En mitad de la pasarela pisó un pegote de barro con el pie derecho y patinó. Casi logró mantener el equilibrio, pero justo cuando creía haber llegado a la hierba del otro extremo, las piernas le cedieron y resbaló. Cayó de espaldas y se golpeó con los barrotes de la barandilla. El dolor la recorrió de arriba abajo como un escalofrío.
El Acólito le dio alcance en cuestión de segundos. La sujetó por las muñecas, mientras ella se retorcía y se defendía con patadas. Gail logró morderle en un brazo, pero sus dientes chocaron con la resistente barrera de plástico. Él la inmovilizó en el suelo con una rodilla. Gail trató de gritar, pero no conseguía recobrar el aliento suficiente. De las entrañas le brotó un rugido animal. El Acólito rebuscó en un bolsillo y sacó un rollo de cinta adhesiva ancha. Con dedos expertos, enrolló la cinta sin miramientos alrededor de las muñecas de la chica, le selló la boca y, apretándole todavía el pecho con una rodilla, le enrolló más cinta alrededor de los tobillos.
Se puso de pie y miró desde arriba a Gail Honeywell. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro. Ella lo vio a través de la visera. A continuación, el Acólito miró el reloj. Eran las 18:31. Tenía que esperar cuarenta y tres minutos antes de poder iniciar la operación, lo cual significaba que la chica podía vivir aún un poco más. Notó que la excitación le recorría la columna.
—Tiempo suficiente para pasar un buen rato —dijo entre dientes.