XXXIV

Oxford, 30 de marzo, mediodía

La comisaría era un hervidero de actividad cuando el comisario John Monroe abrió las puertas de batientes y entró. En la zona de la recepción, un par de agentes trataban de reducir a un joven borracho que lucía una bufanda de hincha amarilla y negra y un gorro con pompón.

—Un furgón repleto procedente de Watford. Borrachos como cubas —explicó el agente Hornet cuando Monroe se acercó al mostrador. El comisario no dijo nada, sólo se limitó a dejarle unos papeles al oficial de servicio—. Y tiene a un tal señor Bridges en la Sala 3. Lleva aquí una media hora —añadió Hornet—. También ha venido una testigo en relación con la desaparición de Lightman. Una señora mayor, que cree haber visto al profesor justo enfrente de su casa, en Norham Gardens. Al parecer, dos hombres lo sacaban a rastras de un coche. Aquí tiene el informe.

Monroe le dio las gracias con un gesto de la mano, y se alejó por el pasillo que desembocaba en la recepción. Echó un vistazo rápido al informe, pero decidió dejarlo para después. Al entrar en la Sala de Interrogatorios número 3, se encontró con Malcolm Bridges sentado delante de una mesa, en la otra punta de la sala, debajo de una ventana.

—Señor Bridges, disculpe el retraso.

El joven se dispuso a ponerse de pie.

Monroe, agotado, se sentó en la silla del otro lado. Apoyó los codos en la mesa y se frotó los ojos.

—El profesor Lightman… ¿Le conoce usted bien, verdad? —dijo.

Bridges pareció incomodarse.

—Sí, claro. Yo… esto… le ayudo en la biblioteca.

—¿Y también en su casa?

—Sí, me paga bien. —Bridges se permitió esbozar una sonrisa.

—Entiendo —dijo Monroe, con semblante neutro e inexpresivo—. ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Ayer por la tarde, hacia las siete, en su casa, en…

—Sé dónde vive, señor Bridges.

Bridges soltó una tos nerviosa.

—¿Tiene novedades sobre su desaparición?

Monroe estudió al joven desde el otro lado de la mesa. Iba elegantemente vestido, con un traje oscuro. Pero el pelo, largo y repeinado hacia atrás con gomina, no hacía sino acentuar su aspecto cadavérico. Tenía una delgadez mórbida y la tez extraordinariamente pálida, como si pasase más tiempo del recomendable metido en bibliotecas y laboratorios.

—¿Cuánto hace que conoce al profesor Lightman?

—Unos dos años. Lo conocí durante el doctorado. Antes estudiaba en Cambridge.

—Ya veo. ¿Y a Russell Cunningham? ¿Lo conoce bien?

—Está en el Departamento. En primero. Es uno de mis encargados de trabajos prácticos. Si le soy sincero, no es que sea un estudiante especialmente brillante. Demasiadas distracciones… ¿Qué tiene que ver Cunningham?

—¿Lo conoce bien?

Bridges guardó silencio un segundo.

—Bien no. Nos reunimos en mi despacho una vez cada quince días, para comprobar sus avances. Aparte de eso, a veces le veo por el Departamento. No puedo decir que sea de mi agrado exactamente.

Monroe levantó una ceja.

—Me parece un comentario bastante extraño.

—Si le soy sincero, creo que está perdiendo el tiempo en Oxford. Debería estar trabajando en la City. Yo creo que está aquí por papá. Los hombres como Nigel Cunningham mandan a sus vástagos a Oxford para mejorar su imagen. El hijo es un trofeo.

—Vamos, que el chico no le gusta un pelo, ¿no?

—Yo no he dicho eso. Sólo que…

—Le caen mal los de su clase.

—Ni siquiera diría que me cae mal… Para mí la gente como Cunningham no tiene el menor interés.

—Muy bien —dijo Monroe, lanzando un suspiro—. ¿Puede demostrar dónde se encontraba cuando se cometieron los recientes asesinatos?

—¡¿Qué?! —Bridges estaba anonadado—. Creí que me había hecho venir para ayudarle a encontrar al profesor Lightman.

—Y así era. Pero estamos explorando cualquier conexión posible. Russell Cunningham es un sospechoso…

—¿Ah, sí?

—… Y usted trabaja con él. Y con el profesor Lightman. ¿Me puede decir dónde estaba la noche del veinte al veintiuno de marzo entre las siete treinta de la tarde y las tres de la madrugada?

Bridges se acarició el lóbulo.

—Pasé en Londres todo el día veinte; era lunes, ¿verdad? Fui a la reunión de la Royal Society of Psychologists, en Pall Mall.

—¿Y cuándo volvió a Oxford?

—Hacia las diez o las diez y media, creo. A las siete y media estaba en una sala con otros cincuenta psicólogos, por lo menos.

—¡Qué espanto! ¿Y qué me dice de la noche del miércoles veintidós? ¿Se encontraba en Oxford?

Bridges bajó la vista hacia la mesa.

—Los miércoles superviso un grupo de prácticas a las siete y media, así que debí de quedarme hasta tarde en el Departamento de Psicología, hasta las ocho cuarenta y cinco o las nueve, quizás.

—¿Y hace dos miércoles tuvo clase?

—Sí.

—¿Y la clase dura un hora?

Bridges asintió.

—¿Después de las ocho y media le vio alguien?

—Cuando acabó la clase quedaba gente por allí. Rankin se marchó un poco antes, hacia las ocho, creo. Pasó por el laboratorio para decirme algo. Los estudiantes se esfuman nada más terminar la clase, pero había unos cuantos estudiantes de posdoctorado.

—Ya veo. Así que, técnicamente, usted podría haber matado a la segunda y a la tercera víctimas.

Bridges palideció.

—¿Cómo puede insinuar siquiera semejante disparate?

—Su despacho queda a sólo cinco minutos en coche.

—¡Pero eso es absurdo! Infinidad de sitios quedan a sólo cinco minutos en coche. ¿Por qué iba yo a matar a nadie? ¿Qué motivos posibles…?

—Cálmese, señor Bridges. Yo no he dicho que cometiese usted los asesinatos. Simplemente he señalado que podría haberlos cometido.

Bridges miró a Monroe con creciente hostilidad.

—¿Hay algo más que quiera preguntarme, comisario?

—No, gracias, señor Bridges. No en este momento. Ha sido usted de gran ayuda. —Se puso de pie—. Pero sí hay algo que podría hacer por nosotros. ¿Sería tan amable de proporcionarnos una muestra de su ADN?

Justo cuando Monroe salía de la Sala de Interrogatorios número 3, entró un joven agente de la científica con el instrumental para las pruebas de ADN y se acercó a Bridges, que seguía sentado, sin inmutarse.

El pasillo estaba más tranquilo que antes. Habían encerrado en el calabozo a dos hinchas de fútbol y a los demás los habían devuelto a Watford, tres horas antes de la hora prevista para el inicio del partido en Headington. Camino del despacho, Monroe hizo un alto en el mostrador de la entrada.

—¿Hornet? —llamó al joven agente, que estaba sentado ante un ordenador.

—¿Sí, señor?

—¿Cómo van las entrevistas a las estudiantes?

Hornet consultó un cuaderno grande que había en el mostrador.

—Greene, Matson y Thompson están interrogando a tres a la vez en las salas 4, 5 y 7. Han pasado ya… —deslizó el dedo por la hoja—, déjeme ver… diez, once… catorce chicas, contando a las tres que están ahora.

—De acuerdo —dijo Monroe en tono neutro, y tamborileó con los dedos en el cuaderno como perdido en sus propios pensamientos.

Una vez en el despacho, Monroe cerró la puerta con alivio. Afuera quedaba el mundo exterior. Le inquietaba todo lo que estaba pasando. Sus agentes más novatos se habían quedado fascinados con lo que habían encontrado en el apartamento de Cunningham el día anterior, pero había algo en todo aquello que no le cuadraba. Evidentemente, el chico era un perturbado, pero eso no lo convertía en asesino. La persona que mató a las tres chicas y a Simon Welding era un profesional, no un niño rico y pervertido con demasiado tiempo que perder. ¿Y Bridges? El hombre tenía los nervios de punta, pero parecía que era su estado natural. Monroe no estaba seguro de que Bridges les estuviese ocultando algo.

Podría haber cometido los dos últimos asesinatos, meditó Monroe. Pero eso no ayudaba, pues ¿no se suponía que todos los crímenes los había cometido una sola persona? Si Bridges no había perpetrado el primer asesinato, entonces estaba libre de toda sospecha.

Luego, empezó a pensar en lo que habían encontrado los de la científica. Un trozo de cuero y otro de plástico. Que no les habían conducido a nada. Después estaba el rastro de sangre hallado en el lugar del segundo asesinato, pero que no casaba con ninguna de las muestras de la base de datos de la policía.

Revolvió los papeles que tenía encima de la mesa en busca del informe del laboratorio. Lo encontró al final de un montón de papelotes. La segunda hoja recogía la lectura del analizador de espectro, la huella de ADN extraída a partir de la diminuta mancha de sangre encontrada en la casa cerca de la cual había aparecido el cuerpo de Jessica Fullerton. Monroe se quedó mirando fijamente la serie de líneas y franjas de colores impresas en la hoja. Lo que tenía delante era el perfil de un desconocido, se dijo. La firma única, en forma de muestra de ADN, perteneciente a una sola persona de este mundo, a una persona que seguramente no se encontraba muy lejos de donde él estaba sentado en esos momentos, una persona que vivía en la misma ciudad. Pero sin un registro con el que contrastarla, servía de muy poco o de nada.

Dejó el papel en la mesa y levantó el auricular del teléfono.

—Hornet —dijo cortante—. Encuentre a Howard Smiles, del MI5, lo antes posible. Y pase la llamada a mi despacho.

De nuevo, cogió la hoja con la lectura del analizador de ADN. Estaba siguiendo atentamente el dibujo de picos y valles, cuando sonó el teléfono.

—Howard —dijo calurosamente—. Sí, sí, mucho tiempo… Oh, ya sabes, lo mismo de siempre… Sí, me lo dijeron…, felicidades. Bueno, Howard, escucha, me estaba preguntando si podía pedirte un favor… Entre tú y yo, tiene que ver con los asesi… Sí —se rió con amargura—. Bueno, sí, tengo una muestra, pero no coincide con ninguna de nuestras… No, ya lo sé… ¿Sí, lo harías? No, no, te lo puedo mandar enseguida… Y… sí, reviste cierta urgencia… Ya lo sé, pero me temo que así funciona el viejo equipo. Nada que ver con vuestros idílicos grupitos gubernamentales, y con mucha menos pasta… No… Eso sería fabuloso… Gracias, Howard, te debo una.