Oxford, 12 de agosto de 1690, rondando la medianoche
Por un instante, John Wickins creyó que se iba a desvanecer a causa del calor y del dolor. A pesar del bálsamo calmante que Robert Boyle le había aplicado, y de sus esmerados cuidados, la quemadura del brazo seguía doliéndole igual que por la mañana. Y el dolor de cabeza que llevaba sufriendo todo el día apenas había remitido.
Boyle, Hooke y él habían recorrido el laberinto y ahora se encontraban en el pasadizo que comunicaba con la cámara, jadeando para recuperar el aliento. Sólo una vez habían logrado ver a los otros tres, justo cuando entraban en la bodega del Hertford College. Eran Newton, Du Duillier y otro, un encapuchado de cuya identidad no estaban seguros; se habían metido en los túneles del laberinto y les habían perdido el rastro.
Los integrantes del conciliábulo creado en torno a Newton, a quienes éste había transmitido sus oscuros secretos, habían entrado en la cámara. Por el resquicio de la puerta salía una tenue franja de luz.
Afuera, los tres Guardianes esperaban pegados al húmedo y pringoso muro del pasadizo, haciendo esfuerzos por contener el aliento. Habían apagado la única tea que llevaban y se disponían a entrar en acción. Del interior de la cámara les llegaba la voz de un hombre que recitaba una retahíla de palabras casi ininteligibles, largos monólogos puntuados de tanto en tanto por frases en apariencia sin sentido, entonadas al unísono por las tres voces. A Wickins le bajó por la espalda un reguero de sudor, y cerró con fuerza ambas manos alrededor de la empuñadura del acero. A su derecha estaba Hooke, maldiciendo entre dientes, con la cara y el blusón empapados de sudor. A su izquierda, Boyle había desenvainado la espada, en la que destellaba el fino rayo de luz procedente de la abertura de la cámara. Con este reflejo de luz Wickins podía distinguir el perfil del viejo: miraba de frente, hacia la puerta, con todos los músculos tensos. Mientras lo observaba, Boyle se apartó del muro y fue en dirección a la cámara con tres zancadas largas, veloces y sigilosas. Cuando llegó a la puerta, hizo una señal a sus compañeros. Éstos recorrieron el trecho que los separaba y Boyle tiró de la puerta, dejándola abierta de par en par. Los tres hombres entraron corriendo en la estancia, con las espadas en alto.
El olor a trementina, a sudor, a carne humana; el aire húmedo, cargado, y el runrún de los infames ensalmos fueron como una bofetada para sus sentidos. Los tres integrantes del conciliábulo, encapuchados y ataviados con pesadas togas de satén gris y negro, estaban ante la estrella de cinco puntas, al fondo de la estancia. El del centro sostenía en alto una pequeña esfera roja.
Los Guardianes tenían a su favor el factor sorpresa, y Boyle estaba decidido a no desaprovecharlo. Se abalanzó contra el hombre de la esfera, lo agarró por el cuello y lo apartó, a rastras, de la estrella de cinco puntas. La Esfera de Rubí cayó y rodó por el suelo de piedra hasta detenerse debajo de la estructura. Boyle levantó al hombre y le puso la espada en el cuello. Los otros dos personajes permanecían inmóviles, paralizados de espanto, mientras Hooke y Wickins llegaban corriendo y se detenían delante de ellos, con la punta de la espada a escasos centímetros de sus rostros encapuchados.
Boyle distendió la fuerza con que sujetaba a su cautivo y le dio la vuelta. Todos pudieron oír cómo gruñía bajo la capucha. Pero no podía hacer nada: el estoque de Boyle seguía apoyado en su nuez.
—Los tres, quitaos la capucha —les ordenó Boyle.
Ninguno se movió.
—Quitaos la capucha —repitió Boyle sin elevar el tono, pero con una intensidad nueva, venenosa.
Lentamente, Newton obedeció. Tenía los canosos y largos bucles pegados a la cara empapada de sudor. Entre las cortinas de sus cabellos, sus ojos negros despedían chispas de furia.
—¿Quiénes os creéis que sois, en nombre de Dios? —dijo apretando los dientes—. ¿Qué autoridad tenéis aquí?
Boyle no pestañeó. Al contrario, sostuvo la mirada de Newton.
—A diferencia de vos, profesor Newton, tengo todo el derecho del mundo a estar aquí.
Newton esbozó una sonrisita y se le formaron mil y una arrugas en la piel de la cara. Parecía una caricatura de Mefistófeles.
—¡Estúpido entrometido! —silbó. La voz, débil, le temblaba de furia contenida—. Yo soy el Maestro aquí. Sólo yo comprendo las palabras de los sabios. Soy el verdadero heredero de la Luz, la Senda, el Camino.
Con una leve sonrisa, más bien un poco forzada, que resumía cuán poco le importaban las opiniones de Newton, Boyle dijo:
—John, Robert, veamos a quién tenemos aquí.
Hooke y Wickins, con la punta de la espada que en todo momento había estado apuntando la garganta de los hombres de las vestiduras ceremoniales, retiraron la capucha y dieron un paso atrás.
—¿James? ¿Hermano mío, James? —Boyle retrocedió, anonadado—. ¿Qué…? —La conmoción había transformado el rostro del viejo en una máscara pétrea. Parecía perdido, paralizado.
Era la oportunidad que necesitaba Newton. Profiriendo un rugido, se abalanzó sobre Boyle, le agarró por la muñeca y le obligó a soltar la espada, que cayó al suelo estrepitosamente.
Newton fue el único que reaccionó con presteza. A los otros cinco parecían haberlos inmovilizado como por arte de magia. Sin embargo, a los pocos segundos, salieron de su letargo y, de pronto, la cámara se llenó de brazos y piernas en acción, del fragor metálico de las espadas y de gritos.
Newton cogió la espada de Boyle, giró sobre sus talones y saltó a buscar la Esfera de Rubí. Pero al hacerlo, Wickins lo agarró por los tobillos y los dos hombres cayeron al suelo. Presa de una ira ciega, Wickins tiró con fuerza del pelo de Newton y éste lanzó un grito.
—¡Habéis traicionado mi amistad! —le exclamó al oído—. Confiaba en vos.
Sin embargo, pese a la ira que sentía, Wickins no estaba seguro de cuál debía ser su próximo movimiento. Tenía a Newton a su merced. De un tajo, discurrió, pondría fin a la vida de ese hombre, su sangre cubriría el suelo como una alfombra. Pero no era eso lo que habían venido a hacer aquí. A pesar del odio que sentía ahora por el titular de la cátedra Lucasiana, Wickins sabía que no era un asesino. En ese preciso instante, vio la esfera. La recogió con la mano izquierda y se la guardó dentro del blusón. A continuación, levantó a Newton del suelo, apuntándolo aún a la garganta, y empezó a caminar de espaldas hacia los otros. Pero como no podía ver por dónde pisaba, tropezó con uno de los pesados candelabros y acabó en el suelo.
Newton se lanzó sobre la espada de Wickins. En un periquete, la tenía en la mano y había girado sobre sí mismo para echar un vistazo a toda la estancia. Su mirada refulgía, tenía los cinco sentidos alerta, y todo su instinto de protección le insuflaba fuerzas.
Unos pasos más allá, Boyle sujetaba a su hermano por el cuello, obligándolo a mantenerse pegado a la pared. Nicolás Fatio du Duillier, jadeando de cólera, permanecía a su lado, paralizado por la espada de Hooke.
—James, James… ¿Cómo has podido? —decía Boyle con un hilo de voz.
—Robert, el hermano mayor —repuso con desdén—. Robert, el que siempre se ha visto a sí mismo como mi padre… Ahórrate tu gazmoñería. No la necesito.
Boyle parecía confundido, y ladeó ligeramente la cabeza.
—Pero ¿por qué? —susurró—. ¿Por qué?
—¿Acaso no lo sabes, Robert? ¿De verdad? ¿No lo sabes?
Boyle negó lentamente con la cabeza.
—¿Adónde, si no, podía ir, apreciado hermano? ¿De qué modo podía competir contigo? ¿Con un hombre cuya sombra es tan alargada?
Boyle dio un respingo al notar la punta de una espada contra la nuca.
—Soltad el acero —siseó Newton—. ¡Ahora!
Boyle obedeció y se volvió. Du Duillier y James Boyle seguían mirando el estoque imperturbable de Hooke, mientras Wickins se levantaba, se lanzaba hacia delante y recogía la espada de Boyle del suelo de piedra.
—¡Un paso más, y lo abro en canal! —gritó Newton.
Wickins siguió acercándose.
—Lo digo en serio. —Y hundió la espada en el cuello de Boyle, derramando un hilo de sangre.
Wickins se detuvo.
—Os retorceréis en el infierno por esto.
—No, os equivocáis, mi viejo amigo —replicó Newton sin alterarse—. Porque el Señor sabe que mis intenciones son verdaderas. —Respiró hondo—. Y ahora, entregadme la esfera.
Wickins permaneció clavado donde estaba.
—Dadme la esfera.
—No lo hagáis, John —dijo Boyle casi sin voz.
—No hagáis caso de este viejo chiflado. Entregadme la esfera. Ahora. ¡Hacedlo u os prometo que lo mataré! —gritó Newton.
Muy despacio, Wickins se metió la mano en el blusón y envolvió con ella la Esfera de Rubí.
—¡No! ¡No lo hagáis! —le imploró Boyle—. Prefiero morir…
Wickins extrajo la preciada esfera. Al hacerlo, Hooke, que había estado vigilando a Du Duillier y a James Boyle, blandió rápidamente la espada en dirección a Newton. Éste captó el movimiento con el rabillo del ojo y se estremeció. No hizo falta más. Robert Boyle le clavó los dientes en la mano y Newton lanzó un alarido pero no soltó la espada. Maldiciendo, giró sobre sí mismo y dio un tajo a Hooke en el hombro. Acto seguido, salió corriendo y se esfumó en la negrura del pasadizo.
Wickins saltó tras él, pero Boyle lo retuvo.
—John, John, dejad que huya. Nunca lo encontraréis en este laberinto. Debemos poner a salvo todo lo que ha dejado, la esfera, los documentos —hablaba con voz cansada y con una tristeza incontenible—. He de desentrañar esta terrible maraña, y vosotros debéis poner a salvo el porvenir. Tan pronto salgamos a la superficie, tomad un caballo y dirigíos a toda prisa a Cambridge. Llegad antes que Newton… y quemadlo todo.