Croydon, 29 de marzo, 14:00
El entierro de Charlie Tucker fue una ceremonia pasada por agua en el ambiente desangelado de un triste entorno de extrarradio. La misa se ofició en una capilla de hormigón de principios de los ochenta, a unos kilómetros de Croydon, al sur de Londres. Asistieron menos de doce personas, que tuvieron que recorrer a la carrera el asfalto mojado del aparcamiento cubriéndose la cabeza con el abrigo o con los paraguas. En el interior de la iglesia reinaba un olor a ropa húmeda, mezclado con el aroma de las azucenas viejas.
Hasta poco después del hallazgo del cadáver de Charlie, la policía estuvo barajando la hipótesis de un suicidio. Pero muy pronto las pruebas encontradas por la policía científica en el lugar de los hechos demostraron, de manera concluyente, que él no había podido disparar el arma. Así pues, se abrió una investigación por asesinato.
Laura y Philip fueron los últimos en llegar. Se sentaron juntos al fondo y escucharon en silencio la música de órgano grabada, cada cual sumido en sus propios pensamientos. Philip apenas conocía a Charlie. Para él, era un rostro más de Oxford, un amigo de Laura. Habían coincidido en alguna fiesta y discutieron un poco sobre política. En aquel entonces Philip era de izquierdas, lo cual era más o menos obligado entre los estudiantes universitarios de los ochenta. Sin embargo, recordaba a Charlie como un marxista furibundo.
Laura consiguió asumir que Charlie había fallecido. Apenas una semana antes, cuando se enteró de la noticia de aquella manera tan descarnada, sufrió una profunda conmoción. Y no porque hubiese estado especialmente unida a Charlie. Pero formaba parte de su juventud. Quizá porque prácticamente no se habían visto en casi veinte años, todavía lo asociaba con los tiempos felices de la facultad, de la libertad, con esa época inmediatamente posterior a la infancia en la que, al menos en su recuerdo, el mundo parecía un lugar más inocente. Ahora que había muerto, era como si una parte de ella misma hubiese desaparecido también.
Después, pasados los momentos iniciales, brotó el terrible espanto que sentía ahora. Las muertes, aquella carnicería, la violencia, empezaron a cernirse sobre ella. Y ya no consiguió quitarse de la cabeza que la muerte de Charlie debía de estar vinculada de alguna manera con la investigación que estaba realizando.
Desde su regreso a Oxford, Philip y ella habían hecho poquísimos progresos. Confirmaron que los asesinatos de 1851 se habían cometido exactamente las noches en que determinados cuerpos celestes habían entrado en el signo de Cáncer, y que el día 20 de julio de aquel año se esperaba una conjunción de cinco planetas. La única diferencia entre aquellos crímenes y los últimos era que los asesinos no habían iniciado la serie de crímenes la noche del equinoccio vernal, porque la conjunción de planetas había tenido lugar en un momento muy diferente del año. Laura sabía que todo eso era importante, y que dejaba su teoría fuera de toda duda razonable. Sin embargo, aún lo atenazaba la sensación de que su búsqueda de pistas de la identidad del asesino actual se estaba quedando sin aliento, y el siguiente crimen estaba previsto para la noche del día siguiente, el 30 de marzo.
El funeral fue penoso. Los altavoces emitían el sonido de un coro con acompañamiento de sintetizadores que guiaba los dos cánticos, mientras los congregados llegaban, como mucho, a farfullar un canturreo apenas audible. Coincidiendo con los últimos acordes del segundo cántico, los portadores del féretro izaron cuidadosamente el ataúd que contenía el cuerpo de Charlie y lo llevaron al coche que esperaba afuera. Los que participaban en el duelo se levantaron de los bancos y fueron avanzando lentamente hacia las puertas. En el exterior, el coche fúnebre arrancó, seguido por el cortejo a pie. Desfilaron por delante de una zona ajardinada del cementerio, por una calle privada serpenteante hasta llegar a un sector que tenía menos tumbas, donde la tierra acababa de ser excavada.
De vuelta en el aparcamiento de la capilla, cuando estaban a punto de llegar al coche, Laura y Philip oyeron a sus espaldas que alguien se acercaba apresuradamente. Al volverse vieron a una joven con un vestido blanco, largo, que ponía fin a la carrera y se detenía. Debía de tener unos veinticinco años, de corta estatura, delgada y tenía una melena castaña oscura, suelta, que le llegaba hasta la cintura. Laura observó que había estado llorando; no iba maquillada, tenía ojeras y los ojos enrojecidos.
—¿Sois Laura y Philip, verdad? —preguntó.
Laura asintió con la cabeza.
—Yo era… la… la novia de Charlie. Me llamo Sabrina. —Les tendió la mano y, al hacerlo, miró alrededor como para cerciorarse de que nadie los estuviese viendo.
Pasó junto a ella una pareja de mediana edad que también había asistido al sepelio, y Sabrina aguardó hasta que estuvieron lo bastante lejos para no oírla.
—Me pidió que os diese esto. —Y depositó furtivamente un pequeño objeto, metálico y frío, en la mano de Laura.
Era una llave.
—Escóndela en el bolsillo —dijo Sabrina en tono sereno pero firme.
—¿Quién…?
—Charlie, por supuesto. Sabía que estaba en peligro. Por favor, escuchadme —susurró Sabrina—. Charlie sentía un aprecio especial por una biografía de Newton. La encontraréis en su apartamento. En Chepstow Street 2, en New Cross. Tenéis que ir hoy mismo. Su hermano se está ocupando de sus pertenencias y mañana por la mañana cancelará el alquiler. La llave tiene un número escrito. Bueno, tengo que irme. ¡Suerte! —Dicho esto, dio media vuelta y se alejó a paso ligero.
Laura y Philip la dejaron ir, atónitos. Entonces, Laura reaccionó y quiso salir detrás de la chica. Pero Philip la sujetó.
—Creo que deberíamos dejarla tranquila.
Charlie vivía en un pisito de dos habitaciones, en un callejón estrecho que daba a la avenida principal del bullicioso New Cross, en el sur de Londres. El apartamento era uno de los seis que en su día debieron de formar parte de una única vivienda, una casa de porte señorial. Laura y Philip fueron directamente desde el entierro. Aparcaron en la Chepstow Street, a unas puertas de la casa de Charlie. Su apartamento estaba en la segunda planta. Subieron por una escalera de caracol poco iluminada.
El apartamento no estaba tan mal como Laura se lo había imaginado. Charlie había hecho todo lo posible por disimular el aspecto descuidado de la casa y las zonas en las que el enlucido de las paredes se desprendía con una mano de pintura y dos o tres láminas enmarcadas, elegidas con bastante buen gusto. El mobiliario era barato y viejo; seguramente venía con la casa. Pero Charlie había invertido en un par de alfombras y cojines, que contribuían a realzar un poco el conjunto. Era evidente la influencia de una mano femenina. Sabrina debía de haber dado la vuelta a aquel apartamento, pensó Laura mientras echaba un vistazo a la salita principal. Al fondo había una cocina rudimentaria, y en la otra punta un televisor y varias estanterías con libros. Luego, se asomó al pequeño dormitorio que daba a un cuarto de baño minúsculo. En todo el apartamento reinaba un fuerte olor a cigarrillos y alcohol.
—¡Uf! Tengo la sensación de ser una intrusa —comentó Laura en voz baja.
—Bueno, se puede decir que somos intrusos. —Philip sonrió burlonamente.
—Me da repelús.
—Tampoco es eso. Sabrina dejó bien claro que Charlie quería que viniésemos. No te sientas culpable. Confiaba en ti.
—Sí, claro, y mira lo que le ha pasado después de que nos viésemos. —Laura se dejó caer pesadamente en la silla giratoria que bahía delante de un pequeño escritorio. Encima había un ordenador y, junto a éste, una montaña de papeles desordenados y un cenicero repleto de colillas—. La biografía de Newton —Laura indicó con un gesto de la cabeza la librería que había al lado del televisor—. ¿Quieres probar tú con ésa? En el dormitorio hay otra.
Philip la encontró casi de inmediato. Se sentaron con el libro abierto entre los dos en una mesita de madera que había en la zona de la salita destinada a la cocina. El libro se titulaba Isaac Newton: Biografía de un mago, y su autor era Liam Ethwiche.
—Charlie sentía un aprecio especial por este libro —dijo Laura, recordando las palabras que había empleado Sabrina. Y añadió—: La llave tiene un número. El 112.
—Tal vez corresponda al número de una página —dijo Philip, y buscó la 112.
Al revisar los dos primeros párrafos, casi a la vez se fijaron en la anomalía: había un hueco en medio de un renglón. La última parte de la frase decía: «Estación de Paddington, caja catorce, fiesta de Geoff, pavo real».
Philip se levantó y se acercó a la ventana. Afuera, los grises edificios parecían fundirse con el cielo del mismo color. Empezaba la hora punta y había un atasco en New Cross Road. Al final de la calle divisó cuatro hileras de vehículos parados que escupían gases por el tubo de escape al aire de última hora de la tarde. Pero no se fijó en el reluciente e inmaculado Toyota negro que estaba aparcado en la acera de enfrente.
—¿Tú lo entiendes? —preguntó.
—Bueno, sí, sí que entiendo el sentido —contestó Laura—. Vamos —dijo poniéndose el libro debajo del brazo—. ¿Quieres conducir tú, o lo llevo yo?
La estación de Paddington quedaba a poco menos de diez kilómetros en línea recta de New Cross. Sin embargo, tardaron casi noventa minutos en abrirse paso por el tráfico, de los cuales veinte estuvieron parados en Pall Mall a causa de las obras de las proximidades de Piccadilly Circus. El sol se había puesto ya cuando llegaron al Támesis por el sur, cuarenta minutos después. Doblaron por Praed Street. Las sórdidas luces de neón, con su resplandor rojo y amarillo limón, no hacían sino resaltar la poca gracia de los edificios a ambos lados de la calle, ennegrecidos y en un lamentable estado de conservación, en los que se habían instalado tiendas baratas de ropa vaquera y locales de striptease en pisos sin ascensor.
Entraron en la estación, donde una marabunta humana abarrotaba el vestíbulo central. Las consignas automáticas y las cajas de seguridad se encontraban entre una oficina de venta de billetes y una cafetería llamada The Commuter’s Brew. En la parte frontal de cada casilla había un pequeño panel con un teclado numérico.
—Y bien, Laura, ¿me vas a decir por fin cuál es la combinación y qué significa eso de «pavo real»? —preguntó Philip.
Ella suspiró.
—¿Tengo elección?
—La verdad, no.
Laura apoyó la espalda en las casillas y siguió con la mirada a los viajeros de Cercanías que pasaban como una riada. Entonces, se volvió hacia la caja 14 y murmuró:
—Es mi apodo. Bueno, al menos el apodo que me puso Charlie.
Philip reprimió una risotada.
—Nos conocimos en 1982, en una fiesta en Oxford. Era una casa compartida, enorme, en Banbury Road, propiedad de los padres de un chico de nuestro curso, Geoff… Geoff Townsend creo que se llamaba. Total, a partir de esa noche Charlie empezó a llamarme «pavo real».
—¿Pavo real?
—Fui a la fiesta con una chaqueta fabricada con plumas de pavo real.
Philip se la quedó mirando unos segundos con cara de incredulidad y se echó a reír a carcajadas.
—Fue hace siglos.
La expresión sincera de Laura le hizo reír con más ganas aún.
—Disculpa —consiguió decir Philip, poniéndose serio—. Es que sólo de imaginarte con una chaqueta de plumas de pavo real, me resulta…
—¿Tronchante?
—Pues, sí…
—Era la época del apogeo de los Nuevos Románticos. ¿Te acuerdas? Seguro que tú llevabas camisas de seda y botas de duende.
—Yo en mi vida he tenido botas de duende —replicó Philip, indignado.
Ahora le tocaba reírse a Laura.
—Además, cuando te conocí llevabas una trencita horrorosa.
—Era una cola de caballo, entérate —e hizo una mueca de burla—. Bueno, venga, ¿cuál es la combinación?
Laura miró el teclado y empezó a pulsar teclas. Philip observó con atención, 1… 9… 8… 2. A continuación, pulsó la tecla «Intro», agarró el asa y tiró.
Dentro había una hoja de papel enrollada, atada con una cinta de seda negra. Al lado, un CD en una caja de plástico.
Philip metió la mano y sacó los dos objetos.
—Un DVD, imagino —dijo. Desató la cinta del rollo—. Y esto parece… —Hizo una pausa—. Vaya, qué interesante. Hasta yo sé suficiente latín para traducirlo.
En la parte superior de la primera página había el siguiente encabezamiento: Principia Chemicum por Isaacus Neuutonus.
Mientras atravesaban Londres en dirección oeste para volver a Oxford, apenas se cruzaron una o dos palabras. La circulación se había aligerado un poco. Así, al cabo de veinte minutos estaban en la A40 por la que saldrían a la autopista e iniciarían el trayecto de ochenta kilómetros hasta casa. Cada uno iba absorto en sus propios pensamientos, tratando de atar cabos después de lo que habían averiguado, pero todavía incapaces de hablar de ello. Philip iba al volante, mientras Laura analizaba el documento de Newton. Estaba escrito sin dejar apenas un resquicio, con una caligrafía apretada y nítida, casi todo en una lengua extraña o bien en un lenguaje elaboradamente codificado que convertía el texto en un auténtico galimatías. Aparecía salpicado de frases en latín, así como de dibujos lineales, símbolos extraños, tablas y cuadros repartidos por toda la página, aparentemente al azar. Después, cuando dejaron atrás las luces de la ciudad y entraron en la oscura regularidad de la autopista y en la encantadora campiña a ambos lados de la carretera, ya no pudo seguir leyendo por falta de luz.
—Es una fotocopia, salta a la vista —dijo Laura—. Pero ¿de qué demonios trata?
—Ahora lamento no haber prestado más atención en clase de latín cuando tenía trece años —comentó Philip.
—Pues yo aún lo domino bastante. Pero lo que hay aquí es un revoltijo de lenguas. ¿Y qué me dices de todos estos símbolos y párrafos en clave? Para mí es como una sopa de letras.
—Sí, ¿y qué coño hacía Charlie Tucker con la copia de un documento escrito por Isaac Newton? Un texto del que jamás había oído hablar…
—Yo tampoco. Claro, escribió los Principia Mathematica, pero… —Alargó el brazo y cogió la biografía de Newton que habían encontrado en el apartamento de Charlie. Encendió la luz y empezó a hojear el libro—. Biografía de un mago —musitó Laura—. Recuerdo cuando se publicó. Generó bastante revuelo en su día, ¿verdad?
Philip puso cara de no saber nada.
—Es una obra revisionista, que describe a Newton como una especie de brujo chalado o algo así… Ya me acuerdo —siguió diciendo, y dio unas palmaditas en el libro abierto—. Giraba en torno a la idea de que Newton dedicó su vida a la alquimia.
—¡Ah, sí! —replicó Philip—. Yo también lo recuerdo. Salió hace unos años. Leí una reseña en The Times.
—Newton no era solamente un alquimista —apostilló Laura, y levantó la vista del libro—. Al parecer, estaba muy implicado en la magia negra. Aquí dice: «Newton fue un adepto de la magia negra, un hecho asombroso que dejan patente los escritos que mantuvo ocultos hasta el día de su muerte. Se trata de unos documentos guardados en secreto por sus discípulos por temor a mancillar la intachable reputación científica del gran hombre. Y no fue hasta 1936, bajo los auspicios del economista y especialista en Newton, Maynard Keynes, que se descubrieron estos documentos, más de un millón de palabras dedicadas a temas esotéricos tan variopintos como la adivinación o la alquimia».
—O sea, que publicó el material científico legítimo y conservó fuera del alcance de los fisgones el material arriesgado.
—Eso parece. No podía permitir que saliera a relucir su interés por lo oculto. Habría destrozado su carrera.
—¿Y crees que estos Principia Chemicum podrían haber formado parte de sus obras secretas?
—Aún no estoy segura. —Laura buscó el índice de la biografía que tenía apoyada en su regazo—. Todos sus documentos los escribió en latín, como era habitual en aquella época. Lo raro es que utilizase la versión latina de su nombre y apellido. Pero… ¡Ajá! —exclamó, pasados unos segundos—. Escucha: «Por desgracia, la obra más célebre de Newton, Principia Mathematica, no estuvo acompañada de unos Principia Chemicum, que habría supuesto una obra insuperable, en la que hubiese plasmado sus hallazgos alquímicos. Nos ha dejado pistas e insinuaciones, pero no un manuscrito en el que recogiese su triunfo por la obtención de la mítica Piedra Filosofal. Y ello se debe a que, como tantos otros investigadores anteriores y posteriores a él, Newton no logró nunca, pese a su extraordinario talento, su objetivo último. Nunca consiguió crear la Piedra con la que hubiese podido encontrar el método para obtener oro a partir de un metal base. No se le brindó la vida eterna y nunca pudo entablar una íntima comunión con el Todopoderoso, al menos no cuando vivía».
Al poco rato penetraron en la quebrada de los Chilterns e iniciaron el largo y acusado descenso que cruzaba el límite entre Buckinghamshire y Oxfordshire. En la oscuridad reinante, apenas podían ver las majestuosas vistas que ofrecía el lugar a plena luz del día, un mar de campos de cultivo que llegaba hasta el horizonte.
Laura cerró el libro, apagó la luz del techo y puso la radio.
—¿Te apetece oír un poco de música?
Pulsó la tecla 1 de preselección de emisora, pero sólo captó electricidad estática. Pulsó entonces la 2 y luego la 3. Lo mismo. Al dar a la 4, el habitáculo se llenó de acordes eléctricos; era un tema de Van Halen, de mediados de los ochenta. Philip se puso a menear la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—Yeah, baby!
Laura pulsó la tecla 5 y bajó el volumen. De los altavoces salió una cacofonía de sonidos atonales.
—Debe de ser Radio 3 —dijo Philip—. Concierto para tres fregaderos y un vibrador, ¿de…? —bromeó—. Anda, por favor, deja Van Halen.
—¡Ni hablar! —se rió Laura.
Y pasó de un par de emisoras francesas de onda larga a una local independiente de música rap, hasta que al final sintonizó Radio Oxford y lo que parecían ser los últimos minutos del noticiario.
—«… el jefe de la delegación estonia, el doctor Vambola Kuusk, declaró que la reunión había sido todo un éxito y que esperaba que la Comisión Europea se atuviese a sus recomendaciones iniciales». [Pausa] «Y pasemos ahora a las noticias locales. La policía está cada vez más preocupada por el paradero del profesor James Lightman, director de la Biblioteca Bodleian. Esta mañana, alrededor de las diez, su coche apareció abandonado en Norham Gardens, en el norte de Oxford. Según fuentes policiales, no había señales de forcejeo. El profesor dejó su maletín en el asiento del copiloto; la llave seguía puesta en el contacto. Al final del espacio facilitaremos un número de teléfono para que cualquier persona que disponga de información útil la comunique a la policía de Thames Valley».