Oxford, 29 de marzo, nueve de la mañana
Cuando John Monroe giró por South Parks Road, pensó en lo feo que era el edificio del Departamento de Psicología.
Llevaba en pie desde el amanecer, repasando los detalles del caso. En el ordenador de su casa había revisado por centésima vez, probablemente, los elementos esenciales. Cuatro asesinatos y, casi con toda seguridad, un solo asesino, alguien que trabajaba a solas, casi seguro un hombre. Y ¿qué tenían? Un rastro de ADN no registrado en la base de datos. De hecho, no coincidía con ningún sujeto fichado en ningún archivo. Por otra parte, estaban los aspectos rituales, las monedas, los órganos extirpados. Laura Niven y Philip Bainbridge estaban convencidos de que había una conexión esotérica. Y, finalmente, estaban los asesinatos de 1851. Tenía que haber una relación.
¿Qué sabía él de esos asesinatos? Tras sacar de nuevo aquellos expedientes, había dedicado casi hasta el último minuto libre de la semana anterior a releerlos. El año de la Exposición Universal tres jovencitas y un estudiante habían sido asesinados. Un obrero irlandés pagó el pato, pero los expertos en historia criminal sabían perfectamente que el catedrático Milliner estuvo implicado en el asunto, y que el profesor tenía contactos con grupos esotéricos, que tuvo algo que ver con una organización dedicada a la magia negra y que las autoridades universitarias habían cerrado filas a su alrededor. Un año después de los crímenes, Milliner accedía a una cátedra en Turín y la familia Milliner desaparecía por completo de Oxford. Y ahora, en el caso de estos otros crímenes, acababan de enterarse de que todas las chicas asesinadas se habían ofrecido para someterse a unas pruebas del Departamento de Psicología de la Universidad, poco antes del inicio del año académico.
Monroe se metió en el aparcamiento. Justo delante de él vio a Rogers saliendo del coche, cerca de la entrada principal del edificio. Pero al girar el volante para meterse en la plaza que había al lado del vehículo del inspector, se vio sorprendido por un Morgan deportivo que salía excesivamente deprisa, marcha atrás, de una plaza de estacionamiento. Monroe se fijó en el conductor, pero éste sólo parecía interesado en la calle por la que estaba enfilando ya. Entonces, dando un respingo, Monroe reconoció aquella cara.
—Tengo la matrícula —dijo Rogers en cuanto llegó Monroe.
—Era Cunningham, estoy seguro.
Rogers lo miró sobresaltado.
—Pediré que comprueben el número.
—Hazlo —dijo Monroe, desabrido, y dio media vuelta para entrar en el edificio.
Fuera de la temporada lectiva, estaba relativamente tranquilo. La recepción consistía en una mesa con unas cuantas sillas alrededor. A lo largo de una de las paredes había varias hileras de taquillas y casilleros. Junto a ellas, un gran tablón de anuncios lleno de carteles de inminentes actuaciones de música y hojas con la programación deportiva. Además, había también un número atrasado del Daily Information, una hoja informativa que llegaba a todos los rincones de la ciudad y en la que se anunciaban eventos culturales, de ocio, exposiciones, y se publicaban anuncios particulares. Monroe se acercó a la mesa en la que una señora gruesa con un vestido floreado miraba con atención la pantalla de un ordenador. La mujer siguió con su tarea veinte segundos más, hasta que él dio unos golpes con los nudillos en el mostrador. Entonces ella levantó la vista.
—Soy el comisario Monroe, de la policía de Thames Valley —dijo, mostrándole la tarjeta de identificación a toda velocidad—. Vengo a ver al doctor Rankin… Si no es mucha molestia.
La mujer pareció poco impresionada.
—C4. El ascensor lo tiene ahí. Pero creo que aún no ha venido…
—Sí que he venido, Margaret.
Monroe se dio la vuelta y se encontró ante un hombre alto y huesudo que lo miraba con una leve sonrisa.
—Arthur Rankin —dijo, y le estrechó la mano a Monroe. A continuación, saludó a Rogers con la cabeza.
Rankin fue con ellos al ascensor.
—Tendrán que disculpar a Margaret —dijo—. Uno se acostumbra a ella pasados cinco años. —El ascensor emitía un olor extraño, como a tierra, y al cabo de unos instantes Monroe se dio cuenta de que el aroma procedía del profesor—. Mi intención era llegar antes —dijo el hombre cuando el ascensor se detuvo en la cuarta planta—, pero el dichoso coche no quería arrancar. Así que he venido andando por el parque. Un paseo agradable, la verdad… No llovía, para variar.
El despacho de Rankin era de reducidas dimensiones, un cubículo forrado de papel, en tonos blancos, castaños y grises. La única ventana, muy pequeña, daba a un patio de hormigón. Desde allí no se veían las torres. Rankin se quitó el abrigo y despejó de papeles y libros las dos sillas que tenía delante del escritorio.
—Siéntense, por favor —dijo—. Disculpen el desorden. Tengo la impresión de que aquí dentro no hay manera de mantener las cosas en su sitio.
—No se preocupe, profesor. No hace falta andarse con ceremonias. Sólo hemos venido a hacerle unas preguntas rápidas —replicó Monroe al sentarse.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Nos interesaría conocer detalles sobre las pruebas psicológicas que hicieron en septiembre del año pasado a un grupo de cuarenta y siete alumnas. ¿Qué nos puede usted contar?
Rankin se quedó desconcertado unos segundos. Tenía una frente muy alta y, cuando fruncía el entrecejo, era como si llevase puesta una cinta de gusanos. Entonces, se le iluminó la cara.
—¡Ah! ¡Se refiere a los tests de Julius Spenser!
Monroe no dijo nada.
Rankin tosió ligeramente y se puso a rebuscar entre unos papeles que tenía encima de la mesa. Entonces, se levantó despacio y se acercó a una pared forrada de estantes. Se agachó y cogió un montón de carpetas y folios sueltos, y lo dejó todo encima de la mesa. Se humedeció la yema de un dedo con la lengua y se puso a mirar, hoja por hoja, todo el montón. Al poco, se detuvo.
—Sí, sabía que lo tenía por aquí. —Tendió a Monroe una carpeta verde—. Spenser era un chico listo, lleno de buenas ideas.
—¿Era? —preguntó Rogers.
—Sí, nos dejó antes de Navidad. Le ofrecieron un trabajo de lo más apetecible en Boston, en el MIT, creo.
—¿A qué se dedicaba exactamente?
—Su especialidad eran los estudios sobre el coeficiente de inteligencia —dijo, y miró hacia el horizonte gris por la ventana—. El tema no es santo de mi devoción, un pelín demasiado árido, para mi gusto.
—¿En qué consistían los tests? —preguntó Monroe mientras hojeaba rápidamente las páginas que le había pasado el profesor.
—Él tenía su propio sistema, un enfoque bastante poco ortodoxo. Creía que el coeficiente de inteligencia estaba directamente relacionado con la conexión física entre los dos hemisferios del cerebro, el cuerpo calloso. ¿Conoce la teoría del cerebro escindido?
Monroe asintió.
—Vagamente. Por algún texto de divulgación.
—En los años sesenta ciertas investigaciones científicas demostraron que las dos mitades del cerebro son muy diferentes entre sí. El hemisferio izquierdo es el lado analítico, mientras que el derecho es el imaginativo, el «artístico». Roger Sperry ganó el premio Nobel por proponer esta idea.
—¿Y Julius Spenser estaba desarrollando estas tesis?
—Era un discípulo de Sperry. Estudió con él en Caltech a finales de los ochenta.
—¿Y qué hizo exactamente el doctor Spenser? —preguntó Roger—. ¿Cómo puso en práctica los tests?
—Bueno, todo eso lo encontrarán ahí —respondió Rankin, señalando con el mentón los papeles que ambos policías tenían en las rodillas—. Escogió un grupo de muestra de unas cincuenta personas, cuarenta y siete creo que fueron al final. En esta fase eran todas mujeres jóvenes.
—¿En esta fase?
—El mes anterior había hecho una serie parecida de exámenes con hombres jóvenes.
»Las chicas pasaron la mayor parte del día haciendo tests de coeficiente de inteligencia, después tests de manipulación física, análisis de su capacidad de reacción y reflejos, experimentos sobre la conciencia espacial. Además, a todas se les practicó una revisión médica a fondo y un escáner cerebral.
—¿Revisiones médicas? —Monroe frunció el entrecejo.
—Sí, era una parte fundamental de la propuesta de Spenser. Él sostiene que el coeficiente de inteligencia está relacionado directamente con los parámetros físicos.
—¿En qué consistía la revisión médica?
—Buena pregunta. Yo no estuve presente. De hecho, ni siquiera me encontraba en Oxford aquel día. Pero, evidentemente, Spenser presentó el proyecto de investigación un mes o dos antes para que se lo aprobasen. Déjeme ver.
Monroe le pasó la carpeta.
—Sí, sí, aquí está —dijo al poco rato—. Básicamente, un TAC corporal. Las chicas hicieron los tests psicológicos en el departamento y luego fueron al John Radcliffe. Muy caro. Pero Spenser era muy hábil consiguiendo becas.
Monroe se quedó callado mientras echaba una hojeada a la documentación e iba pasándosela a Rogers, página a página.
—En fin, por lo que veo Spenser no trabajaba solo, ¿no?
—No, no. Él siempre estaba presente, claro. Buen director de tesis, con un gran talento para organizar y dirigir. Para los tests contó con tres ayudantes y luego con tres más; estas últimas, chicas. Jóvenes de posdoctorado. Para las… eh… revisiones corporales en el hospital. —Dedicó a los agentes una sonrisa torcida—. Del análisis de los resultados se encargó el joven Bridges.
—¿Bridges?
—Malcolm. Malcolm Bridges, que está en camino de convertirse, a su vez, en un magnífico psicólogo.
—¿Y Malcolm Bridges trabaja aquí?
—Sí, pero también colabora en la Bodleian, con el profesor Lightman, el director de la Biblioteca. Es un muchacho muy entregado. La verdad es que no entiendo cómo lo hace para sacar adelante tantas cosas.
—¿Está aquí en estos momentos?
—Debería. Deje que piense. Hoy es viernes —miró el reloj de pulsera—. Voy a darle un toque. —Levantó el auricular del teléfono y pulsó tres números—. Pues no, me temo que aún no ha llegado.
—No pasa nada. —Monroe se puso de pie—. Ya nos pondremos nosotros en contacto con él. Le agradecería que nos permitiese llevarnos este archivo, doctor Rankin. Tendremos cuidado con él, y haremos una copia.
—Sí, sí, claro —respondió Rankin a toda prisa—. ¿Hay algo más que pueda…?
—Ya que lo pregunta, sí, hay una cosa más, doctor Rankin. ¿Tiene usted relación con un chico que se llama Russell Cunningham?
Rankin se lo quedó mirando sin comprender.
—Lo vi salir antes del aparcamiento en un deportivo impresionante.
—¿Cunningham? Sí, sí, claro. No le conozco muy bien, está en primero. Lo he visto con el coche, ¿quién no? —Se rió.
—Seguramente habrá oído hablar de su padre —intervino Rogers.
—Pues sí, tiene razón… el de la biblioteca, el célebre filántropo. Ahora que lo pienso, me parece que Bridges es el director de tesis de Russell. Pero ¿qué pinta él en todo esto?
Monroe le tendió la mano, sin inmutarse por la pregunta.
—Muchas gracias por el tiempo que nos ha dedicado, doctor Rankin. Y por esto —y dio unos golpecitos con la palma de la mano en la carpeta que llevaba bien pegada al pecho.
Monroe y Rogers salieron del edificio, donde los recibió un inesperado sol radiante. Pasado el aparcamiento vieron los palos de las porterías del campo de rugby y divisaron un pelotón de jugadores corriendo alrededor del campo, enfundados en sudaderas con capucha.
—Quiero ver a Malcolm Bridges en la comisaría lo antes posible —dijo Monroe—. Vete para allá y dile a Greene que deje lo que esté haciendo. Quiero que revise este listado de chicas. Quiero saber dónde está cada una de ellas y que se las interrogue a todas, ¿entendido?
Rogers asintió.
—Por mi parte, iré a buscar una orden de registro. Me parece que va siendo hora de hacerle una visita al señor Russell Cunningham.