Oxford, 28 de marzo por la noche
A solas, sentado en una de las sillas de la sala de reuniones de la Comisaría de Policía de Oxford, el comisario John Monroe vio cambiar de minuto el reloj digital de la pared, que pasó a marcar las 22:04. No solían molestarle las exigencias del oficio, pero en ese instante le supieron a cuerno quemado. Era la única noche libre que tenía a la semana, y a esas horas debería haber estado volviendo a casa en taxi desde el Elizabeth Restaurant en compañía de Imelda, la brillante, encantadora y atractiva fisioterapeuta de treinta y tantos años a la que había conocido hacía un mes. Sin embargo, ahí estaba, comiéndose los restos de un bocadillo de Marks & Spencer’s que había conocido días mejores, mientras esperaba a que llegasen tres compañeros varones escasamente atractivos.
Dio un sorbo al café —un café cargado y amargo por haberlo dejado reposar demasiado tiempo—, dejó la servilleta de papel hecha una pelota encima del plato, al lado de una rebanada de pan a medio terminar y unas tiras de tomate, echó la silla hacia atrás y se acercó a la pizarra blanca que había en la pared más próxima. La pizarra estaba dividida en cuatro columnas anchas. Habían pegado con cinta adhesiva varias fotografías en la parte superior de cada columna, y habían escrito con rotuladores de diferentes colores una serie de notas en cada sección. La primera columna empezaba con las palabras «Rachel Southgate». La segunda se titulaba «Jessica Fullerton» y la tercera «Samantha Thurow / Simon Welding». En la parte superior de la última columna figuraba la palabra «Miscelánea», en rojo, con letras gruesas. Monroe leyó las palabras que él mismo había escrito allí un rato antes:
Laura Niven / Philip Bainbridge
¿Astrología / Alquimia?
1851 / profesor Milliner (catedrático)
Monedas
Cuero / Plástico
Oyó que la puerta se abría a su espalda. El forense Mark Langham entró en la sala. Lo seguía un tipo alto y delgado, de uniforme. Tenía casi sesenta años, pero parecía más joven. El pelo corto y blanco, los ojos azules y los pómulos angulosos le conferían un aspecto teutónico, y emanaba una autoridad que daba la impresión de transmitirse sin el menor esfuerzo, y sin mucho que ver con los galones que lucía en la pechera. Dieciocho años atrás, cuando había ingresado en el cuerpo, el inspector Piers Candicott —cargo que ocupaba entonces— había sido su primer jefe.
—Monroe —dijo el comandante Candicott al entrar en la sala. Tenía una voz grave y, sorprendentemente, cálida—. Me alegro de que haya podido quedarse hasta horas tan intempestivas; me temo que no podía hacer nada para modificar la agenda de trabajo.
Se saludaron con un apretón de manos.
—Ningún problema, señor —replicó Monroe.
—John, le presento a Bruce Holloway, mi oficial de enlace con la prensa. El pobre se pasa el día al teléfono, hablando con la carroña de los periodistas; pero consigue que las cosas salgan adelante.
Holloway aparentaba treinta y tantos años. Tenía una mata indómita de pelo castaño, era de baja estatura —uno setenta como mucho— y complexión fuerte. Inclinó la cabeza hacia Monroe con un semblante prácticamente inexpresivo, murmuró «Qué tal» y estrechó la mano del comisario.
Monroe tiró a la papelera los restos de la cena y fue a sentarse en la silla que había más cerca de la pizarra blanca. Candicott ocupó la de la cabecera de la mesa, mientras que Langham y Holloway tomaban asiento delante de Monroe, al otro lado.
—Bueno, ¿cuál es el estado de la partida, comisario? —preguntó Candicott.
—Mi gente está trabajando las veinticuatro horas del día —contestó Monroe, sosteniendo la mirada de Candicott con la misma intensidad—. Hemos estado siguiendo una línea de investigación derivada de ciertas pruebas que la policía científica encontró en el lugar del segundo asesinato. —Miró a Langham—. Pero hasta ahora no hemos conseguido resultados.
—¿Nada concreto, entonces?
—Quien esté detrás de todo esto antes o después cometerá un error. Siempre pasa.
—Bueno, esperemos que sea más pronto que tarde, John.
—Por otra parte, comisario —intervino Holloway—, hay que tener en cuenta que la prensa se está poniendo nerviosa. Otro asesinato más, y me parece que de Wapping se van a tener que trasladar a Banbury Road.
Monroe no había conocido a ningún oficial de prensa que fuese de su agrado y, aunque se suponía que Holloway era policía antes que «oficial de enlace», al comisario le pareció que se comportaba igual que los periodistas y los relaciones públicas que había conocido a lo largo de su vida profesional.
—Muchas gracias por el recordatorio —replicó Monroe, incapaz de reprimir un tinte cáustico en la voz—. Lo tendré presente. —Volviéndose hacia el comandante Candicott, añadió—: Señor, en estos momentos tengo a una plantilla de veintidós policías y cuarenta y tres ayudantes trabajando en el caso. Estamos examinando con lupa hasta la última prueba obtenida, seguimos todas las pistas existentes y nos planteamos cualquier conexión posible entre los crímenes. Después de cuatro asesinatos en dos días, han pasado siete desde el último, lo que nos ha dado cierto respiro. Pero pese a lo que dije antes, nos encontramos ante un asesino muy concienzudo, muy… profesional.
Candicott asintió con gesto de cansancio.
—Señor, si me permite… —Langham se dirigió a Monroe como si fuese la única persona presente en la sala—. Tenemos novedades del laboratorio. —Pasó a Monroe un folio—. Un integrante de mi equipo ha encontrado un rastro de sangre en la habitación del piso de arriba de la casa del río, donde se cometió el segundo asesinato. No se corresponde ni con la víctima ni con el resto de la familia.
Monroe estudió el informe del analista de ADN.
—Por desgracia, tampoco encaja con ninguna muestra de ADN de la base de datos —añadió Langham.
—Bueno, esto ya es algo, ¿no cree? —A Candicott le brillaron los fríos ojos—. Entiendo que su equipo estará de nuevo en la escena del crimen, registrando hasta el último palmo, ¿no es así?
—Naturalmente, señor —dijo Langham.
—Una buena noticia, Mark. —Monroe levantó la vista del folio—. Pero si no encaja con ninguna de nuestras muestras, es que nunca ha entrado en el sistema, ni ha trabajado para un organismo público ni ha pasado siquiera por las fuerzas armadas. No hace falta que te recuerde que necesitamos cualquier brizna que pueda obtener tu equipo. Lo que sea, aunque parezca no tener importancia.
De repente, alguien llamó a la puerta y antes de que Monroe pudiese decir nada, entró un joven policía.
—Disculpe la interrupción, señor —el policía hablaba a Monroe como si no hubiese nadie más allí—. Pensé que esto era demasiado importante como para esperar.
—Pues suéltelo, Greene. ¿Qué tiene que decirme que no puede esperar?
—Esto, señor. Llevo dos días revisando las bases de datos y… Bueno, conseguí autorización de la universidad para acceder a sus sistemas. No fue fácil, pero… creo que ha merecido la pena. —Entregó a Monroe dos páginas—. Es del Departamento de Psicología —añadió—. Un listado de cuarenta y siete alumnas de la universidad. Todas ellas participaron en lo que el departamento denomina «Día de Pruebas», consistente, al parecer, en una serie de ejercicios psicológicos y físicos que se hizo una semana antes del inicio del año académico, a finales del pasado mes de septiembre. Las tres chicas asesinadas aparecen en la lista.
Mientras se dirigía a la salida del edificio, Monroe pasó por delante del despacho de uno de sus mejores hombres, el inspector Joshua Rogers, que estaba en la puerta con una mujer joven.
—Gracias por traérmelo, señorita Ingham —oyó decir a Rogers—. Estaremos en contacto. Uno de mis hombres la acompañará. ¿Vienen a recogerla, verdad? —La chica asintió en silencio y empujó la puerta doble que daba a las escaleras.
Monroe enarcó las cejas.
—Era Marianne Ingham —le explicó Rogers—. Una estudiante del St. John’s. Alguien le dejó esta deliciosa obra de arte en el casillero del college.
Monroe hizo una mueca de disgusto al ver la fotografía.
—¿Sabe quién lo ha hecho?
—No está segura. Está de los nervios… Ha necesitado una semana para venir a traerlo. Pero sospecha de un chico de su curso, un tal Russell Cunningham.
—Bien. Comprueba quién es y comunícamelo de inmediato. Me marcho a casa.
Justo cuando Monroe estaba en el camino de entrada del edificio de apartamentos, le sonó el móvil.
—Me pareció que le gustaría verlo enseguida —dijo Rogers.
Monroe apagó el contacto y cogió el teléfono del soporte. La foto de un joven apareció en la pantalla. Era un chico sumamente guapo, con el pelo más bien largo, rizos rubios, cejas finas y boca delicada.
—Tiene antecedentes, señor.
Lentamente, una página de texto fue sustituyendo la imagen.
—Un niño rico. Papá propietario de una cadena de hoteles. A los dieciséis lo echaron de Downside. No he conseguido averiguar los motivos. La familia se lo curró muy bien a la hora de convencer a la escuela para que no airease el tema. El padre debió de ayudar a su hijo a entrar en Oxford; el año pasado, seis meses antes de que el chico ingresase, se terminó de construir la Biblioteca Cunningham, en el Magdalen. Pero ahí no acaba la cosa. Dos denuncias por acoso sexual interpuestas por sendas empleadas de uno de los hoteles que la familia tiene en Londres, donde Russell estuvo trabajando un par de temporadas. La primera cuando tenía diecisiete años y luego otra vez el año pasado. No se presentaron cargos y se cerraron los dos casos. Ninguna de las dos chicas trabaja ya en el hotel.
En pantalla aparecieron las fechas, lugares y nombres concretos.
—Buen trabajo, Josh —dijo Monroe—. ¿Sigue por ahí Candicott con el memo ese de la Oficina de Prensa?
—No, se marcharon justo después de usted.
—Bien. Escucha: de momento no digas nada a nadie sobre este asunto. Pero reúnete conmigo a primera hora de la mañana en el Departamento de Psicología de South Parks Road. Si aún no se ha ido Greene, habla con él. Pídele que te ponga al corriente de lo que ha encontrado.