El Archivo General es un edificio moderno de ladrillo, rodeado de jardines exuberantes y muy bien cuidados, ubicado en el pudiente distrito de Kew on the Thames, al oeste de Central London. En esta zona, el precio de una casa es el equivalente al de una calle entera de casas adosadas en Sheffield. Y se percibe un sesgo demográfico hacia los puestos más altos del escalafón social, entendidos en función del nivel de ingresos y la categoría profesional. Las arboladas calles de Kew son limpias y seguras, para ser Londres, y las familias que viven en esta privilegiada zona frecuentan sus cafés y establecimientos comerciales vestidas exclusivamente con prendas de marca, y sus vástagos lucen ropa de Gap y Kenzo Kids, van a colegios privados y tienen niñeras americanas y suecas.
Creada en virtud de una ley aprobada por el Parlamento en 1838, el Archivo General alberga algunos de los documentos más representativos que han existido a lo largo de la historia, entre ellos el original del Doomsday Book, los resultados de las elecciones parlamentarias de 1275, un inventario de las joyas de Isabel I, el testamento de William Shakespeare, la confesión de Guy Fawkes y las actas del gabinete de guerra de Churchill relativas a la batalla de Inglaterra. Además, en el archivo se almacenan muchos historiales de investigaciones criminales que se remontan a los primeros años de existencia de las fuerzas policiales.
Para su sorpresa, Laura y Philip se encontraron con que los archivos de la policía estaban guardados en ficheros informáticos, de modo que pudieron acceder a ellos desde el ordenador de la sala de lectura. El sistema empleado era similar al de la Biblioteca de Oxford, así que no tardaron mucho en cogerle el tranquillo.
Philip abrió el fichero correspondiente a 1851 e introdujo como palabras de búsqueda: «investigaciones criminales de Oxford». Apareció una lista de treinta y siete documentos organizados por orden cronológico desde la fecha de inicio oficial de la investigación. Entonces tecleó «junio». Aquel mes comenzaron dos investigaciones. La primera se recogía en una carpeta de sólo 22 k, mientras que la otra ocupaba 231 k. Philip accedió a la segunda, con la convicción de que los asesinatos en serie que se habían iniciado ese mes habrían generado una de las investigaciones de mayor envergadura de las llevadas a cabo en Oxford en muchos años.
Se abrió la carpeta y Laura y él leyeron el título: «Investigación de los asesinatos relacionados de Molly Wetherspoon, Cynthia Page, Edward Makepeace y Lucinda Gabling, cometidos entre el 15 de junio y el 9 de julio de 1851 en Oxford». Ocupaba ciento veinte páginas.
—Voy por un par de cafés —dijo Laura.
Philip le dio unos golpecitos en el brazo y señaló un cartel que había en la pared: PROHIBIDO COMER Y BEBER EN LA SALA DE LECTURA.
—¡Ah! —suspiró ella—. En ese caso, será mejor que nos pongamos manos a la obra.
Philip bajó con el ratón, abrió la primera página del documento, y ambos se quedaron sorprendidos. Se titulaba: SUMARIO DEL CASO, y debajo del título aparecía el siguiente aviso: ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL. PROHIBIDO COPIAR. PROHIBIDO EXPONER A EXAMEN PÚBLICO.
Laura notó un escalofrío en la nuca y de un plumazo se olvidó de las ganas de tomar café.
El sumario empezaba así: «Nuestra investigación comenzó el 15 de junio, año de gracia de 1851. Y se cerró oficialmente el 12 de agosto del mismo año». A continuación, recogía el nombre y apellidos, la dirección y unos cuantos datos personales de las víctimas, así como algunos detalles relativos a Patrick Fitzgerald. Luego venían tres páginas dedicadas a describir los asesinatos, por orden cronológico.
—¡Dios mío! —exclamó Laura—. No puede ser verdad.
Si se hacía caso omiso del estilo de la redacción, si se cambiaba el nombre de los lugares y si se pasaba por alto algún que otro anacronismo, las descripciones que Philip y Laura estaban leyendo casi podían haber sido redactadas hacía una semana. En todos los casos la víctima había fallecido apuñalada o degollada. En el incidente en el que murieron un hombre y una mujer, el varón asesinado había quedado intacto después de muerto, pero a la joven la habían mutilado con la precisión de un cirujano. En el caso del primer asesinato, el de Molly Wetherspoon, a la finada le habían extirpado los riñones. En el segundo, de Cynthia Page, le habían abierto el cráneo y se habían llevado el cerebro, mientras que en el tercer asesinato, el de Lucinda Gabling, le habían extraído el hígado.
Se trataba de detalles que no habían sido comunicados a la prensa de la época. En cada escena del crimen había aparecido una moneda. La primera de cobre, la segunda de plata y la tercera de estaño. Laura sintió como si unos dedos de hielo le rozaran la columna vertebral de abajo arriba.
Las conclusiones del oficial al mando decían así:
Llevada a cabo una detallada y exhaustiva investigación acerca de la serie de asesinatos cometidos en esta ciudad entre el 15 de junio y el 9 de julio de 1851, hemos llegado a la conclusión de que dichos asesinatos fueron obra del señor Patrick Fitzgerald, de Dublín, obrero, de treinta y un años de edad. Esta conclusión oficial se basó en el testimonio de tres testigos, confirmado posteriormente en confesión escrita obtenida del señor Fitzgerald el 16 de julio.
No obstante, quisiera añadir un addendum personal al historial oficial confidencial correspondiente a los sucesos descritos arriba.
Personalmente —debo reiterar aquí que lo que escribo a continuación es expresión, únicamente, de mi convencimiento particular—, creo que el señor Fitzgerald no fue el culpable de los crímenes objeto de la investigación.
Hasta el momento del arresto del señor Fitzgerald, la prensa se ha atribuido la tarea de despertar la sensibilidad de sus lectores por este caso, un sentimiento emocional y volátil al mismo tiempo. Y lo ha conseguido, inventándose un chivo expiatorio en la triste persona de un joven llamado Nathaniel Milliner, al que se acusó de asesinar a todas las víctimas.
Sin embargo, personalmente creo que fue una ocurrencia de todo punto errada. Estoy convencido de que el muchacho en cuestión no pudo haber cometido estos horrendos crímenes. En todos los casos, a las mujeres asesinadas se les extirpó algún órgano con absoluta precisión. Además, hubo en los cuatro asesinatos un incuestionable, aunque indescifrable, trasfondo esotérico. Nathaniel Milliner es un imbécil y a duras penas es capaz de sostener el cuchillo y el tenedor en la mesa. En realidad, mis sospechas me llevan de manera irresistible a mirar en otra dirección, y a creer que los asesinatos los perpetró un sujeto muy hábil, dotado de formación especializada, un médico o un cirujano tal vez.
Tras el cuarto asesinato, cuando se detuvo al joven Nathaniel Milliner en la escena del crimen, en Forest Hill, había otro sujeto presente en dicho lugar, al que pedí que acompañase a mis oficiales y a mí mismo a la Comisaría de Policía de Oxford para someterlo a un interrogatorio más detallado.
Este sujeto es un miembro muy veterano de la comunidad académica de Oxford, de modo que fue preciso llevar a cabo todas las pesquisas y el interrogatorio con la máxima ecuanimidad y el máximo cuidado. El sujeto respondió de buen grado a nuestras preguntas, pero yo decidí tomar detalladas notas de la entrevista en cuanto quedó fuera de nuestra custodia. En estas notas vertí mi parecer sobre los siguientes hechos indiscutibles:
1) En su chaqueta y camisa podían apreciarse unas manchas muy parecidas a las que deja la sangre.
2) Cuando lo encontraron, cerca del lugar de los hechos, el caballero en cuestión parecía encontrarse en un estado de gran agitación y ansiedad, y dio la impresión de que nuestra presencia le causó confusión.
3) Sometido después a interrogatorio en la comisaría, nos informó de que había ido a Forest Hill directamente desde una cacería que se estaba celebrando en tierras de lord Willerby —amigo íntimo suyo—, cuya finca se encuentra, ciertamente, en las inmediaciones de Forest Hill.
4) Lord Willerby confirmó después que dicha afirmación era del todo cierta.
En mi opinión, era innegable que el caballero en cuestión se estaba comportando de manera extraña. Pese a ello, y después de acceder a presentarse al día siguiente para someterse a más preguntas, se le permitió marchar. El sujeto no se presentó, ni volvió a pedírsele que así lo hiciera. Pero el 10 de julio, al día siguiente del cuarto asesinato, se me convocó a una reunión privada con un oficial de alto rango, el cual me comunicó que debía ponerse fin inmediatamente a toda nueva investigación sobre el susodicho caballero y que debíamos dejarlo en paz. Se me comunicó también que, en adelante, había que dejar igualmente al margen a Nathaniel Milliner. Cinco días después, mis oficiales arrestaron al señor Fitzgerald y lo trajeron a la comisaría para someterlo a interrogatorio.
Termina aquí mi addendum personal.
Firmado: Jeffrey Howard, comisario.
—¡Joder! —exclamó Laura.
—¡Eso digo yo! ¡Joder!
—O sea que Patrick Fitzgerald no fue más que un cabeza de turco. ¿Y la policía lo sabía?
—Eso parece.
—Me resulta asombroso.
—Pues no debería. Recuerda, Laura, que en 1851 la fuerza policial existía desde hacía sólo… ¿cuánto, veinte años? Ha habido un montón de casos similares de encubrimiento, y no hace tanto tiempo, te lo puedo asegurar.
—¡Y menudo caso de encubrimiento! —comentó ella—. Ni el chico, Nathaniel Milliner, ni el obrero, Patrick Fitzgerald, tuvieron nada que ver en el asunto. Fue ese «caballero», ese «sujeto» cuyo nombre no se puede mencionar.
—A mí lo que me resulta absolutamente asombroso es que al comisario Jeffrey Howard le dejasen incluir semejante informe —dijo Philip.
—Típico ejemplo del oficial que se cura en salud —replicó Laura.
—Sí, pero ¿cómo es posible que permitiesen que un cargo relativamente bajo señalase con el dedo, por sutilmente que lo hiciera?
—Debió de añadir el anexo mucho después de los hechos. Mira —y retrocedió por el texto—. Lleva fecha de enero de 1854. Quizás Howard estuviese a punto de dejar la policía, o fuesen a trasladar los ficheros a otro sitio y él supiese que nadie iba a tener el menor interés en echarles un vistazo, hasta que, tal vez, un día…
—Eso debió de ser —replicó Philip—. Es imposible que en aquel entonces Howard pudiera manifestar abiertamente su parecer. Lo habrían puesto de patitas en la calle… como poco.
—Es obvio que el tipo que encontraron en el lugar de los hechos, en Forest Hill, era un personaje importante, alguien con muy buenos contactos.
—Yo diría que es bastante obvio de quién se trataba.
—¿Del padre de Nathaniel?
—De nuestro eminente catedrático de Medicina, John Milliner.
—Howard prácticamente lo dice así en la última frase, ¿verdad? —añadió Laura—. ¿Cómo fue lo que escribió? —Y de nuevo arrastró el texto—: Aquí está: «debíamos dejarlo en paz. Se me comunicó también que, en adelante, había que dejar igualmente al margen a Nathaniel Milliner».
—Así que, ¿qué tenemos? —recapituló Philip—. Los asesinatos de estos días son casi calcados a estos otros; mutilaciones similares, monedas de metales parecidos, y toda la historia un caso de encubrimiento policial, con los asesinatos cometidos casi con toda seguridad por Milliner, un miembro importante del mundo universitario, una persona que tenía amigos en cargos muy, muy altos. Además, tenemos el hecho de que en Oxford, en 1851, la institución que verdaderamente tenía la sartén por el mango era la universidad. Las autoridades habrían hecho todo lo posible por mantener en secreto la verdad. Habrían cerrado filas y habrían puesto en su lugar a alguien a quien considerasen una piltrafa insignificante. Por eso, escogieron a un peón irlandés sin un penique en el bolsillo y con antecedentes. Fitzgerald era, sencillamente, perfecto. Pobre diablo. Ahora, lo realmente decisivo sería introducir las fechas exactas de estos crímenes en almanac.com y descubrir que encajan con los órganos extraídos y con el tipo de moneda encontrada en cada escena del crimen.
—En efecto, pero no tenemos aquí las contraseñas que nos proporcionó Tom, así que habrá que esperar a que estemos en Oxford otra vez —repuso Laura—. Venga, vamos a ver qué nos tiene que contar Charlie.