XXII

Después de dos intentos infructuosos de hablar con Philip por teléfono, Laura recordó que le había comentado que iría a Londres a ver si conseguía el encargo de hacer las fotos para un libro sobre Tasmania. Y que pasaría la noche en la capital.

Cuando volvió a Woodstock repasó uno por uno todos los libros de la biblioteca de Philip en busca de cualquier dato relacionado con los asesinatos de 1851. Pero allí no había absolutamente nada. Buscó en internet, pero también sin resultado. Esa noche se quedó viendo la tele en el sofá y comiendo bombones con Jo.

A la mañana siguiente, cuando volvía de dar un largo paseo por el bosque próximo a la casa, vio un coche de alquiler entrando por la calle de Philip. La noche anterior había contratado un automóvil nuevo, pero le sorprendió un poco que la empresa se lo entregase puntualmente. Media hora después ya estaba en carretera, dirección Oxford, tecleando el número de Philip en el móvil.

—¿Dónde estás? —le preguntó, nerviosa.

—Entrando en Oxford por la M40, ¿por qué?

—Tengo que verte lo antes posible.

—Pues yo voy a dejar un par de discos en la comisaría. De hecho, ya voy con retraso. Pensaba ir directamente a casa, pero si quieres nos vemos y tomamos un café.

—Suena bien. ¿Dónde?

—¿Qué tal Isabella’s, en Ship Street, esquina Cornmarket?

—Vale. ¿Cuánto tardas en llegar?

—Pues… una media hora. No, cuarenta y cinco minutos.

Laura miró la hora. Casi eran las nueve menos cuarto.

—A las nueve treinta, entonces.

Y cerró la tapita del móvil.

Isabella’s era una cafetería diminuta, tremendamente sencilla, sita en una de las calles más tranquilas de las que hacían esquina con la travesía peatonal de Cornmarket Street, en pleno centro de Oxford. Apenas tenía una docena de mesitas y la decoración era sosa y estaba descolorida, pero a Philip le caía bien la dueña, Isabella Frascante, una viuda italiana de mediana edad, un dechado de amabilidad y simpatía que, según él, hacía el mejor espresso de Londres y alrededores.

Laura llegó con unos diez minutos de adelanto. Vio a Philip pasar por delante del ventanal y entrar en el local. Tenían la cafetería para ellos solos. Cuando Philip tomó asiento, la dueña lo vio y sonrió encantada.

—Lo de siempre, Isabella —pidió él, y se recostó en el respaldo.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Laura.

—¿El qué?

—¿Te han dado el trabajo?

—¡Ah! Igual sí. Espero. Supuestamente esta tarde me tienen que mandar un correo para comunicármelo. Bueno, ¿y tú, qué cuentas?

—Fui a ver a James Lightman, pero por desgracia no me resultó de gran ayuda. Creo que el siguiente paso es conseguir información sobre los asesinatos de 1851. Pero ¿por dónde empezarías si quisieras averiguar algo acerca de una serie de asesinatos cometidos en esta ciudad hace más de ciento cincuenta años? ¿Por hojear la prensa de la época?

—Supongo que sí —contestó Philip. Isabella llegó con el café y Philip dio un sorbo—. De muerte. Uno de estos días tengo que pedirle el secreto —susurró mientras la señora se alejaba.

—¡Ya! El secreto consiste en que es italiana, Philip. Difícilmente va a estar a su altura un británico de rostro pálido, sin maña para la cocina como tú, ¿no te parece?

Philip se tomó a risa el insulto. Dio otro sorbo y se relamió.

—Tal vez —dijo Laura—, ¿periódicos?

—No estoy muy seguro de que en Oxford hubiera periódicos en 1851.

—Tenía que haber, Philip. Esta ciudad se hizo a base de páginas.

—Sí, Laura, pero de libros. Los periódicos debían de considerarse algo vulgar.

—Quizá por parte del mundo académico. Pero no eran los únicos que vivían en Oxford en aquel entonces, igual que ahora —dijo ella, y puso los ojos en blanco.

—Muy bien —replicó Philip—. Podemos averiguarlo en la biblioteca. En la sección de historia de la ciudad. Si salió alguna información sobre los asesinatos, tiene que estar ahí, probablemente en microficha.

—Genial. Entonces vayamos a comprobarlo. —Ya se había puesto de pie, sin hacer caso de las quejas de Philip—. Venga, date prisa, por favor, dile que te lo ponga en una taza de usar y tirar. Que no es para tanto. Y, por lo que más quieras, límpiate esa boca…

En el Oxford de 1851 se publicaban tres periódicos. El más popular y el más antiguo era el Jackson’s Oxford Journal, cuyo primer número salió en 1753. Los otros dos, el Oxford University Herald y el Oxford Chronicle and Berks and Bucks Gazette, eran relativamente recientes, en comparación.

—Parece que te equivocabas, Philip. No sólo uno, sino tres vulgares periódicos —señaló Laura.

—Admito la corrección.

—¿Y cómo se accede al archivo?

—Mira en el catálogo —contestó Philip, y movió el ratón para volver al gestor de ficheros—. La biblioteca lo tiene todo catalogado por décadas. Luego, miramos por periódicos y diarios.

Después de varios clics, tuvieron abierto el fichero correspondiente a 1850-1860. Un par de toques más y apareció en pantalla el catálogo de prensa.

—Ahora tenemos que buscar por palabras clave. ¿No sabrás ningún nombre o apellido, no?

Laura meneó la cabeza.

—Bueno, eso dificulta la tarea, pero podríamos intentarlo con «asesinatos», a ver qué pasa.

Obtuvieron mil ochocientas diecinueve entradas. Laura gruñó.

—No seas tan impaciente. Búsqueda avanzada —dijo Philip.

—Prueba con «asesino en serie».

—En aquella época la expresión todavía no se había acuñado.

Laura intentó recordar lo que había leído dos días antes.

—La página web que te comenté hacía referencia a tres mujeres asesinadas y mutiladas durante el verano de 1851.

—Muy bien, entonces delimitemos la búsqueda añadiendo «mujer joven».

Philip pulsó INTRO y se abrió una nueva pantalla.

—Trescientas cuarenta y dos entradas que contienen las palabras «asesinato» y «mujer joven». Mejor. Pero insuficiente.

—Vale, pues afina aún más añadiendo «mutilada». Con eso seguro que estrechamos el cerco —sugirió Laura, y arrimó un poco más la silla a la pantalla.

Philip tecleó y la lista de entradas se modificó. Esta vez había diecisiete entradas que contenían las palabras «asesinato», «mujer joven» y «mutilación».

—Ahora empezamos a llegar a algo —dijo Laura.

La documentación estaba recogida en microfichas.

Philip anotó los números de catálogo y se pusieron a la cola de usuarios del mostrador principal, tras el que se sentaba una atosigada bibliotecaria. Después, tardaron veinte minutos en dar con las ciento trece microfichas, aprender a manejar la máquina y cargar el primer rollo en el reproductor de fichas microfilmadas.

La primera referencia que encontraron era del Jackson’s Oxford Journal, con fecha de 16 de junio de 1851. Arrojaba escasos detalles.

La siguiente era del Oxford Chronicle del 18 de junio. Éste informaba sobre el mismo suceso, pero de manera algo más elaborada. Según el artículo, al parecer la mujer había sido hallada en «estado de desnudez» en un granero de Headington, y había fallecido como consecuencia de una serie de heridas indeterminadas producidas por arma blanca, con el cuerpo «horriblemente mutilado».

Las tres siguientes eran informaciones aparecidas en el trío de periódicos de Oxford y todas correspondían al mismo día, el 24 de junio. Se había cometido un segundo asesinato, y el asesino había aplicado un modus operandi ligeramente diferente: se había encontrado a una pareja muerta en un campo al norte de la ciudad, desnudos los dos, y el cuerpo de la mujer había quedado, según el Oxford University Herald, «cruelmente desfigurado».

El 9 de julio, fecha del tercer incidente, el caso se había convertido ya en el de mayor revuelo en Oxford desde hacía años. La noticia se daba esta vez con todo detalle y la caballerosa templanza innata propia del periodismo aparecía teñida de lo que, para la época, era un sensacionalismo indecoroso y excesivo. Un editorial del Oxford Chronicle del 10 de julio rezaba:

Con el último informe, ayer, de un nuevo asesinato abominable, en este caso de una joven en la zona de Forest Hill, en la carretera de Londres, aumenta el temor de que la policía deba hacer frente a escollos sin precedentes a la hora de esclarecer los factores que se encuentran tras las sucesión de viles asesinatos que han asolado nuestra ciudad y sus alrededores, desde la muerte de una joven el 16 de junio. Si bien alabamos la pericia y la entrega de los oficiales que dirigen la investigación, es nuestro deber destacar la comprensible angustia de toda la población de Oxford. Por supuesto, la policía se ha percatado de que todas las víctimas eran personas jóvenes, de sólo veintiún años la de más edad. Y de que en uno de los casos la aberración afectó a una pareja de novios sin acompañante, durante un encuentro ilícito. Asimismo, es de dominio público que en este segundo incidente el joven era un estudiante universitario, y que su cuerpo quedó intacto una vez el criminal le dio muerte, pero que las desgraciadas jóvenes murieron, en ambos casos, por herida de arma blanca y a continuación sufrieron las más espantosas mutilaciones.

Ciertas fuentes, cuyo anonimato es nuestro deber y obligación respetar, han informado del arresto de un sospechoso en el lugar donde se cometió la última atrocidad, y al que a continuación se ha sometido a interrogatorio. Así pues, hay esperanza. Y rezamos para que este último avance conduzca a la policía a una pronta resolución de esta horrible serie de crímenes y, por tanto, a borrar el desmesurado temor que sienten todos los que habitan en el interior de este recinto amurallado. En este sentido, el Chronicle y, estoy seguro de ello, la inmensa mayoría de nuestros lectores, apoyarán de forma entusiasta y sin reservas a los oficiales de la policía.

—Puro sensacionalismo —dijo Philip al terminar de leer el extracto.

La siguiente hora la dedicaron a leer hasta el último artículo que encontraron en el catálogo.

Ya fuera por miedo a ofender a sus lectores, o porque la policía no llegó a revelar nunca los pormenores, los tres periódicos eran muy parcos en ofrecer detalles explícitos. Los relatos estaban repletos de expresiones como «horrible mutilación», «diabólica desfiguración» y «despiadados abusos». Pero lo que más interesó a Laura y a Philip fue la historia del sospechoso detenido en la escena del crimen perpetrado en Forest Hill.

Nathaniel Milliner era lo que los reporteros políticamente incorrectos de la época catalogaban como «un imbécil». Contaba quince años de edad y tenía serias dificultades para hablar, cojeaba y estaba contrahecho. Su padre, John Milliner, catedrático de Medicina, se había negado categóricamente a ingresar a su hijo en una institución. Tras horas de interrogatorio, la policía había acabado por aceptar las aseveraciones del muchacho, que insistía en que se había tropezado con los cadáveres mientras andaba por Forest Hill con una cometa. No se consiguieron pruebas con las que inculpar a Nathaniel.

Además, quedaba claro que el profesor Milliner, una de las celebridades del mundo universitario del momento, había protegido a su hijo durante la investigación de la misma manera que llevaba quince años protegiéndolo de los prejuicios de la sociedad victoriana.

Dos de los tres periódicos de Oxford habían reaccionado con escepticismo y era evidente que, a juzgar por la práctica totalidad de los artículos del Chronicle y del Herald, los editores habían querido ver colgado a Nathaniel. Solamente el Jackson’s Oxford Journal daba cuenta de los acontecimientos con imparcialidad y se negaba a culpar al chico. Entonces, de repente, el curso de la historia daba un giro drástico. Una semana después del asesinato de Forest Hill la policía arrestaba a Patrick Fitzgerald, un obrero irlandés que estaba trabajando en la construcción de un nuevo canal de Oxford. Dos testigos declararon que lo habían visto en las dos primeras escenas del crimen justo antes del hallazgo de los cadáveres. Otro, un compañero anónimo del detenido, contó a la policía que se había encontrado a Fitzgerald «borracho como una cuba» en el pub Ferret and Fox, cercano a la obra de excavación del canal, y que la noche del doble crimen le había confesado, según rezaba el artículo del Chronicle. «Tengo sangre en las manos, mucha sangre».

El juicio contra Fitzgerald comenzó el 9 de agosto. Después de tan sólo dos comparecencias, el jurado lo halló culpable por unanimidad. El 12 de agosto fue ahorcado.

—Esto es frustrante —dijo Laura—. Los asesinatos parecen exactamente iguales a los de ahora, pero no se dan detalles; sin ellos, toda la historia podría ser mera coincidencia.

—Pero algo querrá decir que tras la detención de ese Fitzgerald no se cometiesen más crímenes.

—Sí, pero ¿en qué pruebas basaron la investigación? ¿Qué piensas tú de Nathaniel? —preguntó Laura.

—Que pudo ser inocente. Está claro que la policía llegó a la conclusión de que lo era y colgó al obrero. De todos modos, me resulta todo demasiado claro.

—¿Por qué?

—¿No te choca que de repente apareciesen de la nada unos testigos afirmando haber visto a Fitzgerald por los alrededores de las dos escenas del crimen, justo antes de que se encontrasen los cadáveres?

—Eso no demostraba nada, porque seguramente las víctimas llevaban muertas varias horas antes de que las encontrasen.

—Ya, pero el tipo había estado en las escenas de los dos primeros asesinatos, ¿no?

—Eso declararon ellos.

Laura asintió.

—Y luego está lo del compañero de trabajo. Cuando está borracha, la gente es capaz de decir las cosas más disparatadas. No significa nada.

—Hoy en día harían falta pruebas más precisas para condenar a alguien —replicó Philip.

—¿Te has fijado? —comentó Laura—. Los periódicos apenas recogen nada de los asesinatos en sí. No hay ni un detalle. A mí me huele mal…

Philip frunció el entrecejo y asintió en silencio.

—¡Dios, pues sí que es frustrante, Philip! Tiene que haber más información sobre estos asesinatos.

—Tal vez, pero dudo que encuentres más detalles de los que tienes aquí delante.

Guardaron silencio un rato. Laura miró la pantalla en la que seguía abierto el texto de la última información. De repente, dijo:

—¿Y en los anales de la policía? Seguro que tiene que haber un informe oficial sobre los asesinatos.

—¿Con fecha de 1851?

—Bueno, ¿por qué no?

—Supongo que es posible. Pero no estaría aquí, en Oxford. La comisaría se reconstruyó en los años cincuenta y con la cantidad de papeles que generan cada año, me cuesta creer que conserven documentos de más de diez años de antigüedad, como mucho.

—Pero en alguna parte tendrán que estar los historiales.

—Sí, claro —replicó Philip—. En el Archivo General de Kew.

—¿Estarán informatizados?

—Lo dudo.

Laura estaba a punto de replicar, cuando le sonó el teléfono. Miró la pantallita y vio que había recibido un SMS.

—Es de Charlie —dijo—. Dice que tiene novedades sobre el manuscrito. Y que quiere vernos en la tienda a las cuatro.