La residencia de James Lightman era una de las más selectas de Oxford. Aunque sus orígenes eran relativamente corrientes —su padre, abogado, y su madre, maestra, habían sido dos personas de sólida formación intelectual pero no adineradas—, su difunta esposa, Susanna Gatting, era la hija única de uno de los hombres más poderosos e influyentes de Inglaterra: Neville Gatting, que en su día había ocupado el cargo de ministro de Hacienda. La estirpe de lord Gatting, así como su inmensa fortuna, se remontaba a los tiempos de Jorge I.
El suegro de Lightman había muerto hacía casi veinte años. Y dos años después de que la madre de Susanna sucumbiese al cáncer, se mataba la hija. Fue así como Lightman heredó la billonaria fortuna de los Gatting. La casa de cuatro plantas, en North Oxford, de estilo georgiano, hacía las veces de residencia urbana. Además, tenía la finca Gatting, en Brill, en la línea divisoria entre Oxfordshire y Buckinghamshire, de la que se cuidaban doce empleados.
—¿Tres visitas en una semana, Laura? La gente va a empezar a murmurar —dijo Lightman.
Ella se echó a reír y él se acercó a darle un pellizco cariñoso en la mejilla.
—Me temo, James, que vengo por cuestiones estrictamente profesionales.
—¡Lástima! En fin, querida, pasemos al estudio.
Cerca de la chimenea encendida había dos sillas antiguas, tapizadas en piel. Laura se sentó en una de ellas, junto al fuego acogedor. Se había llevado un buen chasco al llegar a la casa y encontrarse con que le abría la puerta Malcolm Bridges, el ayudante al que había conocido unos días antes en la biblioteca. Bridges la invitó a pasar con cortesía, pero ella no pudo evitar la impresión de que su visita le fastidiaba. Entonces James había asomado por la puerta de su habitación, todo sonrisas y amabilidades. Bridges se había ocupado del abrigo de Laura y se marchó a toda prisa a la cocina, a preparar el té.
—Creí que tu ayudante trabajaba sólo en la biblioteca —dijo Laura.
—No te gusta, ¿eh?
—Yo no he dicho eso. Es que me ha sorprendido verlo aquí.
—No entraña ningún misterio, querida niña. Me echa una mano en casa para ganarse un dinerillo extra. Malcolm trabaja de ayudante de investigación posdoctorado en el Departamento de Psicología, y al parecer tiene una novia y una pasión por la espeleología que mantener. —Con un atizador antiguo, ornamentado, golpeó los troncos del fuego y luego se sentó en la otra silla, a poca distancia de Laura—. En fin, tengo que ajustarte las cuentas en relación con cierto asuntillo.
—¿Ah, sí?
—El otro día no me dijiste toda la verdad, ¿o sí?
—¿A qué te refieres?
—Al argumento de tu novela.
—Sí, lo siento —dijo Laura—. Tampoco te mentí. Estoy pensando escribir una novela ambientada en la actualidad, y estos asesinatos de hace unos días son mi fuente de inspiración. Tenía que habértelo dicho a las claras. Sabía que tarde o temprano te enterarías.
—Para serte sincero, normalmente no presto mucha atención a las noticias. Si me he enterado, ha sido porque casualmente Malcolm lo ha comentado esta mañana.
—Genial, porque necesito que me ayudes otra vez.
—¡Ja! —exclamó él, y se echó a reír—. Siempre me ha admirado tu desparpajo.
—Se me ocurrió que si el director de la Bodleian, toda una autoridad mundial en literatura antigua, no era capaz de ayudarme, ¿quién si no?
—¡Pero qué bien hablas, Laura! Desparpajo y encanto, una combinación infalible. En fin, ¿de qué se trata?
—Quiero construir parte del argumento de la novela en torno a un misterioso documento, un manuscrito antiguo, tal vez un texto griego o latino, que guarda relación con los asesinatos.
—¿Y eso tiene algún fundamento, existe algo así de verdad?
Laura guardó silencio unos instantes, con la mirada en el fuego, contemplando las llamas que lamían los troncos incandescentes.
—Bueno, eso es justamente lo que quería preguntarte. ¿Es creíble que de repente aparezca un documento?
Lightman se disponía a contestar, cuando apareció Malcolm Bridges con una bandeja y se acercó a la chimenea.
—No sé si te apetece té —le ofreció.
—Sí, perfecto —respondió ella.
Bridges depositó la bandeja en la mesa. Sirvió té y leche en dos tazas y le pasó una a Laura.
—¿Azúcar?
—No, gracias.
Bridges se disponía a marcharse, cuando Lightman le dijo:
—Malcolm, ¿qué posibilidades hay de que aparezcan en la actualidad manuscritos antiguos?
Laura se volvió hacia Lightman con sorpresa e irritación, pero él no la estaba mirando. Se dio cuenta al instante de que su viejo mentor lo había hecho sólo para chincharla, y no dijo nada.
—¿Manuscritos? ¿Qué tipo de manuscritos? —Bridges parecía sobresaltado por la pregunta.
—Pues no lo sé. —Una leve sonrisa sardónica se dibujó en los labios de Lightman—. Laura me lo iba a explicar justo ahora. Toma asiento, querido.
Bridges se sentó al lado del escritorio.
—Laura está preparando una nueva novela y quiere introducir la idea de un documento o un texto antiguo que de pronto aparece en el siglo veintiuno. —Lightman se volvió hacia ella—. ¿Has pensado en el tipo de manuscrito antiguo que se descubre?
—Bueno, en realidad yo esperaba que me lo sugirieses tú, James. Pero si…
—En las últimas décadas se han hecho unos cuantos hallazgos asombrosos —declaró Lightman—. El más famoso de todos, por supuesto, fue el descubrimiento de los manuscritos del mar Muerto, en Wad Qumrán, hace cincuenta años. O sea, que es algo que puede pasar. Sin embargo, dicho esto, debo añadir que hace ya un tiempo que no tengo noticia de ningún hallazgo nuevo. ¿Y tú, Malcolm?
—Nada que sea muy reciente —contestó Bridges—. Claro que recuerdo los papeles de Elias Ashmole hallados en Keble College. Pero de eso hace casi treinta años.
—Y no olvidemos el Codex Madrid, los cuadernos de Leonardo. Se encontraron en los años sesenta en unas cajas arrinconadas en una biblioteca española. ¡Ah!, y el descubrimiento de Wainwright del manuscrito aquel atribuido a Heródoto. Pero eso fue ¿cuándo? ¿En mil novecientos cincuenta y cuatro? ¿En el cincuenta y cinco?
—Está bien —dijo Laura distraídamente—. Vamos, deduzco que al menos no se trata de una fantasía sin sentido.
—No, no, en absoluto —replicó Lightman—. Sólo… bueno, extremadamente inusitada… por desgracia. —Dio un sorbito al té y se disponía a añadir algo, cuando sonó el timbre de la puerta.
—Debe de ser el profesor Turner —dijo Bridges—. Tenía que haber llegado a las nueve cuarenta y cinco.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Lightman—. Me había olvidado de él por completo. Laura, discúlpame, pero tengo que ver a Turner ahora. Le he dado largas en dos ocasiones. Quiere que hablemos sobre el anexo nuevo de la biblioteca. Un tostón de mucho cuidado, pero fundamental, me temo.
Laura había ido a verlo con la esperanza de ahondar bastante más. Aun así, disimuló la decepción.
—No te preocupes, James, no pasa nada —dijo—. Me voy mucho más tranquila. —Fueron hacia la puerta del estudio—. Pero quería hacerte otra pregunta rápida. Sólo será un minuto. —Lightman asintió—. ¿Alguna vez has oído hablar de un asesino en serie que hubo en Oxford en 1851?
Lightman vaciló unos instantes y dijo:
—Pues mira, recuerdo haber oído algo por el estilo. Ese año se celebró la Exposición Universal. Mataron a dos mujeres jóvenes. Pero difícilmente pueden considerarse asesinatos en serie, ¿no? Vaya, Laura, lo siento. No te he servido de mucha ayuda hoy, ¿eh?