XX

Estaban sentados en una salita contigua a la Inner Chamber. Era una estancia de dimensiones reducidas, una bolsa de aire recubierta de piedra, a unos dieciocho metros por debajo de la Biblioteca Bodleian. Las paredes eran lisas y el suelo estaba pulido, decorado con una enorme alfombra de Hotan que tapaba justo el centro del piso. Encima de la alfombra había una mesa de caoba totalmente vacía, cubierta tan sólo por un tapete de centro de seda que caía por ambos extremos. Iluminaba la salita, en medio del techo abovedado, una lámpara de metal con dos docenas de velas encendidas. Sentados uno frente al otro, había dos hombres.

—Estoy profundamente disgustado contigo —dijo el Maestro.

Su voz no denotaba emoción alguna.

El Acólito, embutido en un traje de lino Armani color crema, camisa blanca de cuello ancho y corbata de seda Louis Vuitton a franjas verdes y rojas, con el nudo Windsor bien encajado bajo la nuez, ocupaba una silla exactamente igual, ubicada al otro lado de la mesa. Desde allí, miraba al Maestro. Y notó cómo la cara se le quedaba blanca.

—Iba a explicárselo.

—Me alegro.

—Algo me distrajo en la casa. Había alguien.

El Maestro levantó una ceja.

—Maestro, no fue una operación sencilla. No quería cometer ningún error y me apremiaba el tiempo.

—Se te ha instruido bien, ¿no?

—Oí un ruido abajo. Creí que los padres de la chica habían vuelto antes de lo previsto. Evidentemente, me equivocaba.

—Sí, te equivocabas.

—No había terminado con la extracción. Saqué el cuerpo al jardín, pero no era el lugar más apropiado. Entonces vi el amarradero de la batea de la familia. Parecía un lugar adecuado.

—Entonces, ¿por qué trasladaste la batea a otra zona de la orilla?

El Acólito respiró hondo.

—Trasladé a la mujer a la embarcación. Ya le había extraído el cerebro cuando se soltó la cuerda, y la batea empezó a alejarse del amarre. Traté de detenerla, pero me di cuenta de que si caminaba por la orilla o me caía al agua, alteraría demasiado el lugar. Lo único que podía hacer era dejarla ir. Debió de quedar varada a poca distancia de la casa.

El Acólito bajó la vista a las manos, a sus perfectamente cuidadas uñas.

El Maestro estudió el hermoso rostro del hombre. Pensó que aparentaba muchos menos años de los que tenía en realidad. Había tenido suerte con sus genes: pómulos altos, boca bien modelada, y unos ojos tan azules que parecía que llevaba lentillas de color.

—No me has oído, ¿verdad?

—¿Oír qué, Maestro?

—Tu error puede tener consecuencias muy graves. El departamento de la policía científica de Thames Valley ha hallado pruebas físicas cerca de la casa del río.

—Eso es imposible. Yo…

—Tienen un fragmento de pisada, rastros de cuero y de plástico.

El Acólito sacudió la cabeza. Echaba chispas de indignación.

—¿Comprobaste el estado de tu traje antes de deshacerte de él?

El Acólito cerró los ojos y dio un pequeño suspiro.

—¿Y bien?

Sacudiendo la cabeza, con los ojos cerrados aún, a duras penas le salió de los labios un «No».

—Entonces, no es tan imposible.