Una vez fuera del Ciervo Blanco, Laura probó a llamar a Philip otra vez. Pero volvió a saltarle el contestador. Frustrada, cerró el móvil de malos modos. En parte, casi prefería creer que Monroe tenía razón, que toda esa historia de astrología era una tontería y nada más.
Cinco minutos después le sonó el móvil. Era Philip.
—Nada, ninguna novedad —dijo él en cuanto descolgó—. Tengo dos llamadas perdidas tuyas. Perdona, es que estaba sin batería. ¿A qué hora vuelves?
Laura miró la hora.
—Ya que estoy aquí, podría quedarme todo el día. Lo más seguro es que coja un tren sobre las cinco. ¿Podríais ir a buscarme?
—Ningún problema. Llámame cuando estés en Paddington.
Cogió el de las 17:29, lo cual resultó ser una mala decisión, pues el tren iba repleto de gente que volvía a casa tras finalizar su jornada laboral. Por suerte, había llegado con tiempo a Paddington y encontró asiento. Aun así, viajó apretujada durante casi todo el trayecto. La inmensa mayoría de viajeros se bajaba también en Oxford. Cuando llegaron a la estación, dejó que la avalancha se apease antes y fue una de las últimas en salir del vagón. Cruzó la barrera, entregó el billete al cobrador y vio a Philip esperándola en la puerta.
—Ha pasado algo —adivinó ella, al tiempo que se metía las manos en los bolsillos.
Clavó la vista en el suelo y respiró hondo antes de mirarle a la cara. Philip le rodeó los hombros con un brazo y juntos se dirigieron al coche, estacionado unos metros más allá. El aliento de los dos formó volutas blancas en el aire gélido. Era una noche limpia, estrellada; la temperatura había bajado repentinamente.
Laura se acurrucó en el asiento del diminuto y viejo MGB y Philip giró el mando de la calefacción, no precisamente muy potente, a la posición «Max».
—Bueno, cuenta —dijo ella finalmente, con un suspiro—. Y sin ahorrar los detalles escabrosos.
Philip encendió el motor y dio marcha atrás. Salieron de la plaza de aparcamiento y se unieron a la cola de coches que pretendían incorporarse a Botley Road.
—Te habría llamado —empezó a decir él—. Pero me avisaron hace poco más de una hora, cuando aún estabas en el tren, así que pensé que sería mejor que…
—Claro, Philip, no pasa nada —dijo, y le dedicó una débil sonrisa—. No estoy cabreada contigo. Sólo cabreada, punto. ¿Qué coño ha pasado?
—Según los de la científica, el asesinato se cometió entre las ocho y las diez de ayer por la noche. Esta vez se trata de una pareja. Por lo demás, exactamente el mismo modus operandi.
—¿Una pareja?
—Un chico y una chica que estaban haciendo el amor. Pillados in fraganti.
—Y, no me lo digas… A la chica le han extirpado los riñones.
—Sí. —Philip la miró con cierta sorpresa.
—He leído un poco durante el trayecto en el tren. Astrología de la Antiguedad, de Evan Tarintara. Una bazofia, por supuesto. Pero da pistas para entender cómo le funciona el coco a un creyente. Venus, el planeta que entró anoche en Aries, está relacionado con los riñones. Supongo que el asesino ha dejado otra moneda… de cobre esta vez, ¿a que sí?
Philip asintió.
—Tenías razón. Entonces, ¿de qué manera encajan cada planeta y cada metal con las diferentes fechas?
—Por lo que encontró Tom, al parecer hay dos planetas más listos para integrar la conjunción: Marte y Júpiter. Y dos asesinatos más, planificados. Según el libro de la señora Tarintara, Marte se relaciona con el hierro y la vesícula biliar, y Júpiter con el estaño y el hígado.
Philip asintió de nuevo, pero no dijo nada.
—¿Y el último asesinato? —preguntó Laura, como si tal cosa.
—Dos estudiantes que vivían en East Oxford. Estaban follando cuando se presentó el asesino. Las dos víctimas aparecieron degolladas. El chico… —Philip hizo una pausa—. Simon… Simon Welding. El asesino no lo tocó después de cargárselo. La chica, Samantha Thurow, una preciosidad…
Mientras se incorporaban a la carretera principal, Laura vio que se le tensaban los músculos de la mandíbula.
—Le extirpó los riñones con una precisión de cirujano. Según los del laboratorio, no hay ni una sola huella dactilar ni ningún rastro de ADN del asesino en el lugar del crimen, exactamente igual que en los dos casos anteriores. —De pronto, asestó un golpe al volante con la mano abierta y ella se llevó un buen susto.
Laura miró por la ventanilla y se quedó observando los edificios que pasaban a toda velocidad. El semáforo cambió a rojo y Philip fue frenando el coche hasta detenerse.
—Los cadáveres no se encontraron hasta esta tarde. La pareja estaba en una casa compartida. Hacia las doce regresaron otros dos estudiantes con sus respectivos acompañantes. Se metieron directamente en la cama y esta mañana se fueron todos a clase. Entonces, al volver de la universidad, uno de ellos se fijó en que había unas pisadas con sangre en la alfombra del rellano y que salían de la habitación donde estaba la pareja. No sabían nada de Simon y Samantha, y llamaron a la puerta del dormitorio. Eran las cinco menos cuarto de la tarde, aproximadamente. La policía llegó pasadas las cinco y a mí me avisaron hacia las cinco y media.
—¿Dijeron los chicos cuándo vieron a las víctimas por última vez?
—Salieron de la casa hacia las siete.
—Con eso no podemos determinar exactamente la hora en que debió de cometerse el crimen. Pero ¿no te parece que Monroe me creerá ahora?
—Imagino que tal vez sí —dijo Philip—. Ha dicho que quiere vernos… en su domicilio.
El apartamento de Monroe sólo tenía un dormitorio, formaba parte de un caserón de North Oxford y era todo lo contrario del mugriento despachito de comisaría. Amueblado con buen gusto y decorado con estilo, mostraba una faceta totalmente diferente de aquel hombre.
El salón era un espacio de techos altos, y la chimenea estaba encendida. Encima de ésta había un cuadro abstracto, enorme. Las paredes estaban pintadas de un verde suave, y un par de sofás de ante color crema añadían calidez al lugar. La iluminación era suave también, y de dos altavoces que debieron de haberle costado un dineral salía la dulce melodía de las canciones de un disco de Brian Eno.
—Siéntense —les dijo, indicando uno de los sofás—. Señora Niven, sé que cree que le debo una disculpa —empezó a decir—. Sin embargo, a mí me parece que no. Pero sí quería agradecerle la información que nos ha facilitado.
—¿Quiere darme las gracias? ¿Es eso?
—Bueno, ¿qué…?
—Me sorprende que no tuviese usted mucho a lo que agarrarse en este caso, comisario. Y lo que Philip y yo le contamos no le ha llevado hasta el asesino… aún. Pero se merece mucho más que un mero «gracias».
Ahora era el turno de Monroe de mostrar extrañeza.
—Perdone, pero no entiendo…
—¿No entiende? Bueno, para empezar, deje de llamarme señora Niven. Mi nombre es Laura. Y, en segundo lugar, creo que me he ganado un sitio en esta investigación.
Monroe la miró fijamente, con mayor intensidad de la habitual en sus ojos negros.
—¿Y por qué tendría que hacerlo? —preguntó.
—Creo —intervino Philip— que lo que Laura quiere decir con su delicadeza característica es que nos puede echar una mano. Y conste que yo comparto la idea.
—Y dispongo de más información, que podría resultar útil —respondió Laura fríamente.
—¿Qué clase de información? —Monroe no podía disimular la creciente irritación.
—¿Por qué tendría que compartirla con usted? —replicó ella.
—Porque, señora Niven, si no lo hace la acusaré de no comunicar información relacionada con la investigación de un asesinato, por eso.
—¡Por Dios! ¡Esto es ridículo! —soltó Philip—. Se comportan los dos como críos.
Durante unos segundos se hizo el silencio. Laura eludía mirar a Monroe y Philip los observaba a los dos con evidentes muestras de cabreo.
Monroe se puso de pie lentamente.
—Discúlpenme —dijo—. He sido un grosero. ¿Quieren tomar algo?
Laura negó con la cabeza.
—No, gracias —respondió Philip.
Monroe se acercó a un armarito de madera de nogal, cogió de la balda interior una botella de whisky escocés y un vaso y se sirvió.
—Vamos a ver. Así están las cosas —dijo—. Estoy absolutamente satisfecho de mi equipo y con mis líneas de investigación. No me da la gana amamantarlos a ustedes dos…
—¿Cómo que amamantarnos? —empezó a replicar Laura.
Pero la mirada que le lanzó Monroe la dejó muda.
—Confío plenamente en mis hombres y en mis métodos —siguió diciendo—. Dicho esto, ahora quisiera que compartiese conmigo esa información novedosa que posee, así como cualquier otro detalle que haya averiguado acerca del caso. Y de mil amores olvidaré que en algún instante amenazó usted con callarse nada.
Ella respiró hondo y le miró de nuevo a la cara.
—Muy bien, comisario. Yo estaré obligada a cooperar, pero usted no me puede impedir que lleve a cabo mi propia investigación sobre estos asesinatos.
—Está usted en lo cierto, no puedo impedírselo. Pero, de igual modo, puedo castigarla duramente si se niega a comunicarme información valiosa o a entorpecer el trabajo de mi gente.
—Claro que puede, pero no tendrá por qué.
—¿Y dice usted que ese amigo suyo no sabe nada del contenido del manuscrito? —preguntó Monroe, cuando Laura terminó de hablar.
—Por lo que parece, no.
—¿Y eso es todo lo que sabe?
—Eso es todo.
Por un instante, Laura percibió una sombra de recelo en el rostro de Monroe. Pero se desvaneció enseguida.
—Bien, gracias por contármelo —dijo en tono de conclusión—. Si me disculpan, tengo una montaña de papeleo de que ocuparme…
Philip agarró a Laura del brazo y le dijo que no con un movimiento casi imperceptible de la cabeza, para advertirla de que era mejor que no discutiese. Era hora de irse.
Philip se metió en el coche y abrió el pestillo de la puerta del copiloto desde dentro, para que entrara Laura, que se encajó en el asiento envolvente. Philip introdujo la llave en el contacto, pero el motor no arrancó.
—No se lo has contado todo, ¿verdad? —dijo.
Ella sonrió burlonamente y levantó las cejas.
—Me conoces demasiado bien, cariño.
—¿Qué te has callado?
Laura le contó entonces lo de las teorías de la conspiración y los asesinatos de 1851.
—Mejor que no le hayas dicho nada. Habría pensado que estabas totalmente majara.
—Sí, seguramente.
—¿Y qué vas a hacer ahora, Holmes?
—¿Qué quieres decir?
—Después del palo que te ha dado Monroe.
—¡Ah! ¿A eso lo llamas palo? —repuso Laura en tono desafiante—. La gente como Monroe sólo consigue que me empecine aún más.
Desde la ventana del salón John Monroe vio salir el coche de Philip por el caminito de entrada del edificio, se sirvió otra copa y se sentó en un sofá.
Qué mala suerte la suya, se dijo, tener que cargar con esa americana prepotente que estaba destapando una lata llena de gusanos. Pero, bueno, tenía que reconocer que esa mujer había hecho un hallazgo tremendamente interesante. Lo malo era que había zonas acordonadas en su mente a las que se impedía a sí mismo el paso.
¿Cuántos años habían pasado desde el último incidente? Echó la vista atrás. Debió de ser en 1989. En aquella época llevaba sólo dos años en la policía. Sí, fue a finales del 89, el año en que Janey y él se casaron. Cecilia Moore fue la mujer que estuvo a punto de destrozarle la carrera antes siquiera de haberla iniciado. Era vidente, o al menos eso decían ella y sus secuaces. La habían llamado para que colaborase en la búsqueda de una joven de dieciocho años, Caroline Marsden, que llevaba tres semanas desaparecida. Monroe era joven, ingenuo y optimista. Además, Cecilia lo había deslumbrado. Y confió demasiado en aquella mujer y en sus poderes, y desperdició el preciado tiempo de la policía, así como sus valiosos recursos, cuando convenció a sus superiores de que la médium podía llevarlos hasta la joven desaparecida.
Cecilia montó un espectáculo para dar con el paradero de Caroline Marsden a través de lo que ella denominaba «visión a distancia», y dio pistas a la policía sobre el lugar donde la encontrarían.
Ahora se daba cuenta de que entonces le habían dado demasiada cancha. Aun así, no era excusa. Creyó a pies juntillas las descripciones que Cecilia Moore había dado sobre el lugar donde tenían retenida a Caroline. Según dijo, la joven estaba viva en un sótano de Ealing. Cuando irrumpió en la casa, lo único que encontró fue al matrimonio de jubilados, naturales de Bangalore, que residía en ella. Dos semanas después apareció Caroline. O, más bien, aparecieron sus restos en un contenedor de basura bajo el Hammersmith Flyover, suficientes para que los de la científica pudiesen identificarla de manera fehaciente.
Después de aquel caso, y durante los cinco años siguientes, los ascensos habían llegado con cuentagotas y, si había aguantado, había sido sólo por cabezonería y empeño. Pero aquel esfuerzo destrozó su relación con Janey. Se separaron en 1993, sin hijos y sólo cuatro años después de haberse casado.
Dio un sorbo al Famous Grouse y se quedó mirando el fuego. ¿Iba a dejarse arrastrar de nuevo por el mundo del esoterismo? Desde luego, casi todos los cargos y los subalternos del departamento de investigación criminal que se habían reído de él a sus espaldas estaban jubilados o destinados a otras ciudades. Y los dos o tres que pudieran acordarse de Cecilia Moore no se atreverían a decir nada. Pero no se trataba de eso. Era una cuestión de principios. Monroe se daba perfecta cuenta de que, aunque no creyera en todo ese galimatías astrológico, bien podía constituir la verdadera motivación del asesino. Además, sabía que ni Laura Niven ni Philip Bainbridge eran unos chiflados. De hecho, tuvo que reconocer, eran seres inteligentes y bienintencionados, que incluso le habrían caído de maravilla si los hubiese conocido en otras circunstancias.
Y, por supuesto, había un factor más, algo de lo que ni siquiera había hablado con su gente. Monroe conocía de pe a pa la historia policial de toda la zona; había sido uno de sus pasatiempos favoritos cuando era un chaval. Estos asesinatos guardaban un parecido considerable con un caso de hacía mucho, mucho tiempo: las muertes de tres mujeres jóvenes y un varón, estudiante de la Universidad de Oxford, acaecida más de ciento cincuenta años atrás, en 1851.
Dejó el vaso encima de la alfombra y se acercó a la mesa donde estaba el Mac que se había comprado hacía sólo una semana. Dio un empujoncito al ratón y el ordenador salió del estado de suspensión. Abrió un motor de búsqueda y se quedó un par de segundos repasando la conversación con Laura y Philip en comisaría la noche anterior. ¿Cómo había dicho ella que se llamaba aquella página web? Entonces recordó el nombre y, tecleando a dos manos, escribió almanac.com.